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«Hay que felicitar a Peter Wilson por escribir el único trabajo que abarca el imperio de principio a fin y sobre la base de una asombrosa erudición».

Brendan Simms, The Times

«Magistral».

The Economist

«Un relato que nos ayuda a entender los problemas actuales de Europa. Interesante y provocador, hace comprensible el entramado».

Christopher Kissane, The Guardian

«Un estudio definitivo del Estado amorfo que duró mil años. El Sacro Imperio Romano Germánico merece ser aclamado como una obra maestra».

Tom Holland, Daily Telegraph

«Un libro notable, una visión panorámica de la Europa premoderna que se expande desde los vastos y variados paisajes del Reich. Aunque entraña un gran repaso, los trazos de su narrativa son muy finos».

Len Scales, The Times Literary Supplement

«Pocos son los historiadores que pueden transmitir una historia tan larga y compleja de manera tan efectiva: para una explicación de las ideas, instituciones y hechos que dieron forma al imperio medieval y moderno, este libro no tiene, y seguramente no seguirá teniendo, rival».

Bridget Heal, History Today

«Enormemente impresionante, no podía haber un libro más bienvenido o más oportuno que este».

John Adamson, Literary Review

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El Sacro Imperio Romano Germánico

Wilson, Peter H.

El Sacro Imperio Romano Germánico / Wilson, Peter H. [traducción de Javier Romero Muñoz].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2020 – 896 p., 16 p. de lám. il; p. ; 23,5 cm – (Otros títulos) – 1.ª ed.

D.L: M-9021-2020

ISBN: 978-84-121053-2-2

94(4)”04/18” 342.36

EL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO

Mil años de historia de Europa

Peter H. Wilson

Título original:

The Holy Roman Empire

Original English language edition first published by Penguin Books Ltd., London

All rights reserved

Primera edicion original en ingles publicada por Penguin Books Ltd., Londres

Todos los derechos reservados

© Peter H. Wilson, 2016

The author has asserted his moral rights

ISBN: 978-0-141-04747-8

© de esta edición:

El Sacro Imperio Romano Germánico

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12, 1.° dcha.

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-122212-1-3

Traducción: Javier Romero Muñoz

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro y Carlos Núñez del Pino

Revisión: Isabel López-Ayllón Martínez
Producción del ebook: booqlab

Todas las imágenes son de dominio público o tienen licencia Creative Commons excepto número 10 (Ignacio Gavira/CC BY 2.5), 20 (colección particular), 33 (Bundesarchiv, Bild 183-H08447/CC-BY-SA 3.0) y 35 (Fb78/F. Bucher/CC-BY-SA 3.0)

Primera edición: noviembre 2020

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2020 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Para Janine Marret

Índice

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Agradecimientos

Mapas

Árboles genealógicos

1. Carolingios

2. Otonianos

3. Salios

4. Hohenstaufen y Güelfos

5. Luxemburgo

6. Habsburgo (Parte 1)

7. Habsburgo (Parte 2)

Introducción

PARTE I. IDEAL

Capítulo 1. Dos Espadas

Capítulo 2. Cristiandad

Capítulo 3. Soberanía

PARTE II. PERTENENCIA

Capítulo 4. Tierras

Capítulo 5. Identidades

Capítulo 6. Nación

PARTE III. GOBERNANZA

Capítulo 7. Regencia

Capítulo 8. Territorio

Capítulo 9. Dinastía

PARTE IV. SOCIEDAD

Capítulo 10. Autoridad

Capítulo 11. Asociación

Capítulo 12. Justicia

Capítulo 13. Vida tras la muerte

Glosario

Apéndice 1: emperadores 800-1806

Apéndice 2: reyes de Alemania hasta 1519

Apéndice 3: reyes de Italia 774-962

Cronología

Bibliografía

Imágenes

Agradecimientos

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El presente libro no habría sido posible sin la amable ayuda de mucha buena gente. Estoy agradecido en particular a Barbara Stollberg-Rilinger y a Gerd Althoff por su gentil hospitalidad y su animado comentario de mis ideas durante el tiempo que pasé como investigador visitante del Excellence Cluster de la Universität Münster. Mis colegas Julian Haseldine y Colin Veach, así como Simon Winder de Penguin, leyeron y comentaron todo el libro y me hicieron un sinnúmero de inteligentes apreciaciones y sugerencias. También he sacado un gran provecho de mis largas conversaciones acerca de los elementos que conformarían todo o parte del presente libro con Thomas Biskup, Tim Blanning, Karin Friedrich, Georg Schmidt, Hamish Scott, Siegfried Westphal y Jo Whaley. Virginia Aksan, Leopold Auer, Henry Cohn, Suzanne Friedrich, Karl Härter, Beat Kümin, Graham Loud y Theo Riches me proporcionaron con gran amabilidad material de utilidad o me señalaron libros que había pasado por alto. Rudi Wurzel y Liz Monaghan del Centre of European Union Studies de la University of Hull me dieron la ocasión de poner a prueba mis ideas ante una audiencia multidisciplinar, una experiencia que me ayudó a dar forma al capítulo de conclusiones. Algunos elementos de la introducción y de la conclusión fueron presentados en una conferencia en torno al Reichstag leída en la Universität Regensburg, lo que debo agradecer a Harriet Rudolph en particular.

La University of Hull me concedió un semestre sabático, durante el cual este libro conformó sus líneas generales. El personal de la Brynmor Jones Library obró milagros y logró localizar los oscuros volúmenes que necesitaba utilizar. Cecilia Mackay buscó las imágenes que le solicité con su acostumbrada eficiencia y Jeff Edwards transformó mis garabatos en mapas de bella factura. Richard Duguid supervisó con gran pericia la producción del libro. Richard Mason me evitó, gracias a su vista de lince para la edición, innumerables errores y Stephen Ryan y Michael Page hicieron un trabajo de revisión de inestimable valor. También estoy agradecido a Kathleen McDermott y al personal de Harvard University Press por producir este libro en EE. UU. Como siempre, Eliane, Alec, Tom y Nina han contribuido a mi trabajo en muchos aspectos que desconocen, algo por lo que les estoy eternamente agradecido.

Mapas

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Árboles genealógicos

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ÁRBOL 1: CAROLINGIOS

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ÁRBOL 2: OTONIANOS

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ÁRBOL 3: SALIOS

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ÁRBOL 4: HOHENSTAUFEN Y GÜELFOS

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ÁRBOL 5: LUXEMBURGO

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ÁRBOL 6: HABSBURGO (Parte 1)

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ÁRBOL 7: HABSBURGO (Parte 2)

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Introducción

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La historia del Sacro Imperio Romano asienta sus reales en el corazón mismo de la experiencia europea. La comprensión de esa historia explica cómo se desarrolló buena parte de dicho continente desde la Edad Media temprana hasta el siglo XIX. Nos revela importantes aspectos que han quedado ocultos por la historia por separado, más conocida, de los Estados nación europeos. El imperio perduró más de un milenio, más del doble que la misma Roma imperial, y abarcó gran parte del continente. Además de la actual Alemania, incluyó, en parte o en conjunto, otros diez países contemporáneos: Austria, Bélgica, República Checa, Dinamarca, Francia, Italia, Luxemburgo, Países Bajos, Polonia y Suiza. Otros países como Hungría, España y Suecia también estuvieron vinculados al imperio, o se involucraron en su historia de forma, a menudo, olvidada, como por ejemplo Inglaterra, que dio un rey a Alemania (Ricardo de Cornualles, 1257-1272). Aún más fundamental es el hecho de que las tensiones de Europa, tanto este-oeste como norte-sur, se entrecruzan en el antiguo corazón imperial, entre los ríos Rin, Elba y Óder y los Alpes. Tales tensiones quedan en evidencia por la fluidez de las fronteras del imperio y el mosaico fragmentario de sus subdivisiones internas. En suma: la historia del imperio no es una mera serie de numerosas y diferenciadas historias nacionales, sino que conforma el núcleo del desarrollo general del continente. Pero no es así como suele narrarse su historia. En 1787, mientras se preparaba para el Congreso Continental que proporcionó a su país su constitución, el futuro presidente estadounidense James Madison examinó los Estados presentes y pasados de Europa para reforzar sus argumentos a favor de una unión federal fuerte. Al examinar el Sacro Imperio Romano, que por aquel entonces seguía siendo uno de los mayores Estados europeos, concluyó que era «un cuerpo inerme; incapaz de regular a sus propios miembros; inseguro contra los peligros externos; y agitado por la incesante fermentación de sus intestinos». Su historia no era más que un catálogo «de libertinaje de los fuertes y de opresión de los débiles […] de estulticia, confusión y miseria generalizadas».1

Madison no era, en absoluto, el único que opinaba así. El filósofo del siglo XVII Samuel Pufendorf describió al imperio, en una frase por todos conocida, como una «monstruosidad», pues este había degenerado al pasar de ser una monarquía «regular» a un «organismo irregular». Un siglo más tarde, Voltaire ironizó con que no era ni Sacro, ni Romano, ni Imperio.2 Esta visión negativa la consolidó el poco glorioso fin del imperio, disuelto por el emperador Francisco II el 6 de agosto de 1806 para impedir que Napoleón Bonaparte lo usurpase. No obstante, este acto final, por sí mismo, nos muestra que el imperio, incluso en sus últimas horas, seguía teniendo cierto valor, dado que los austríacos empeñaron considerables esfuerzos para impedir que los franceses se hicieran con la dignidad imperial. Al escribir las historias de sus propias naciones, las generaciones posteriores se sirvieron del imperio, al que presentaban de forma positiva o negativa en función de las circunstancias y propósitos del autor. Esta tendencia se agudizó más a partir de finales del siglo XX, cuando algunos autores proclamaron que el imperio había sido el primer Estado nación germano, o incluso un modelo para una mayor integración europea.

La caída del imperio coincidió con la emergencia del nacionalismo moderno como fenómeno popular, así como con el establecimiento del método histórico occidental, institucionalizado por profesionales como Leopold von Ranke, que ejercían cargos universitarios financiados por el Estado. Su misión era recopilar su historia nacional. A tal fin, elaboraron relatos lineales basados en la centralización del poder político o en la emancipación de su pueblo de la dominación extranjera. El imperio no tenía lugar en un mundo en el que se suponía que cada nación debía tener su propio Estado. Su historia quedó reducida a la de la Alemania medieval y, en muchos aspectos, su mayor influencia póstuma radica en que la crítica de sus estructuras dio lugar a la disciplina de la historia moderna.

En la década de 1850, Ranke sentó el marco básico que otros, Heinrich von Treitschke en particular, popularizaron durante el siglo siguiente. El rey franco Carlomagno, coronado primer emperador del Sacro Imperio el día de Navidad del año 800, recibe en esta historia el germánico nombre de Karl der Große, no el francófono Charlemagne. La partición de su reino, en 843, está considerada como el nacimiento de Francia, Italia y Alemania. El imperio, a partir de ese momento, se interpreta como una serie de intentos fracasados de construir una monarquía nacional germana factible. Los monarcas son ensalzados o condenados de acuerdo con una anacrónica escala de «intereses alemanes». En lugar de fijar el título imperial en la propia Alemania, que sirviera de base de una monarquía sólida y centralizada, muchos de esos monarcas buscaron el sueño inútil de recrear el Imperio romano. En su búsqueda de apoyos, se les acusa de dispersar el poder central por medio de concesiones debilitantes a sus señores, los cuales acabaron siendo príncipes virtualmente independientes. Tras siglos de esfuerzos heroicos y fracasos gloriosos, hacia 1250, este proyecto sucumbió al fin en el choque titánico entre la Kultur germánica y la pérfida civilización italianizante encarnada por el papado. «Alemania» quedaba así condenada a la debilidad, dividida por el dualismo entre un emperador inerme y unos príncipes mezquinos. Para muchos, en especial para los autores protestantes, los Habsburgo austríacos desperdiciaron su oportunidad después de 1438. Tras obtener un monopolio casi permanente del título imperial, los Habsburgo volvieron a tratar de hacer realidad el sueño de un imperio trasnacional, en lugar de fundar un Estado alemán poderoso. Tan solo los Hohenzollern de Prusia, surgidos en las marcas nororientales del imperio, gestionaron cuidadosamente sus recursos en preparación de su «misión germánica», esto es, unir el país en un Estado nación fuerte y centralizado. Este relato, aunque despojado de sus excesos más nacionalistas, siguió siendo el basso continuo de la percepción y producción histórica germana, en buena medida porque da una semblanza de sentido a un pasado que resulta profundamente confuso.3

El imperio, por tanto, fue considerado el culpable de que Alemania fuera una «nación postergada» que durante el siglo XVIII recibió el «premio de consolación» de convertirse en una nación cultural. Alemania tuvo que esperar hasta 1871, año en que la unificación liderada por Prusia le convirtió, al fin, en una nación política.4 Para muchos observadores, esto tuvo consecuencias fatales, pues encauzó su desarrollo histórico hacia una «vía especial» (Sonderweg), una vía anormal que alejaba a Alemania de la civilización occidental y la democracia liberal y la encaminaba hacia el autoritarismo y el Holocausto.5 Fue necesario que dos guerras mundiales desacreditasen la glorificación del Estado nación militarizado para que comenzase a surgir una concepción histórica más positiva del imperio. El capítulo final del presente libro retornará a este tema, dentro del contexto de cómo la historia imperial está siendo empleada para comentar y orientar el debate acerca del futuro inmediato de Europa.

Antes de proseguir, es menester clarificar el término «imperio». El imperio carecía de un título establecido. Aun así, siempre se le calificó con el adjetivo imperial, incluso durante los prolongados periodos en los que lo dirigía un rey en vez de un emperador. A partir del siglo XIII, el término latino imperium fue desplazado de forma gradual por el germánico Reich. Como adjetivo, la palabra Reich significa «rico», mientras que como sustantivo significa tanto «imperio» como «dominio», pues está presente en los términos Kaiserreich (imperio) y Königreich (reino).6 No existe una definición aceptada de manera universal de qué es un imperio, aunque la mayoría de interpretaciones tiene tres elementos en común.7 El criterio menos útil es el tamaño. Canadá abarca casi 10 millones de kilómetros cuadrados, más de 4 millones más que el antiguo Imperio persa o que el de Alejandro Magno, pero pocos defenderían que se trata de un Estado imperial. Los emperadores y sus súbditos han carecido, por lo general, de la obsesión de los sociólogos por la cuantificación. Por tanto, una característica definitoria más significativa de un imperio sería su absoluto rechazo a definir límites, tanto a su extensión física como a sus ambiciones de poder.8

La longevidad es un segundo factor. Según este, los imperios son considerados «de importancia mundial» si superan «el umbral de Augusto», término derivado de la transformación de la República romana en un Imperio estable llevada a término por el emperador Augusto.9 Esta interpretación tiene el mérito de centrarse en las causas por las que algunos imperios sobrevivieron a sus fundadores, pero debe aceptarse que muchos de los que no lo hicieron, como los de Alejandro o Napoleón, también dejaron importantes legados.

La hegemonía es el tercer elemento y, tal vez, el de mayor carga ideológica. Ciertos debates de la idea de imperio reducen a este al dominio de un único pueblo sobre otros.10 En función de la perspectiva, la historia imperial deviene un relato de conquista o de resistencia. Los imperios traen opresión y explotación, mientras que la resistencia se asocia, por lo general, a autodeterminación y democracia. Es indudable que este enfoque tiene sentido dentro de ciertos contextos.11 No obstante, a menudo no logra explicar por qué los imperios se expanden y perviven, en especial cuando estos procesos son, al menos en parte, pacíficos. También tiende a concebir los imperios como entidades compuestas de un pueblo o territorio «central» de razonable estabilidad, que ejerce su dominio sobre una serie de regiones periféricas. Aquí –para utilizar otra metáfora común–, el dominio imperial se convierte en «una rueda sin llanta» en la que las periferias están conectadas al centro, pero no entre sí. Esto permite al centro imperial gobernar por medio del divide et impera, pues mantiene separadas entre sí a las poblaciones periféricas y les impide sumar fuerzas contra el centro, que está en inferioridad numérica. Un sistema como este se apoya, sobre todo, en la mediación de las élites locales, que ejercen el papel de intermediarios entre el centro y cada una de las periferias. La dominación no tiene por qué ser abiertamente opresiva, dado que los mediadores pueden ser incorporados al sistema y transmitir a la población periférica algunos de los beneficios de la dominación imperial. No obstante, el dominio imperial está asociado a numerosos pactos locales que hacen difícil movilizar recursos de importancia para propósitos comunes, debido a que el centro tiene que negociar por separado con cada grupo de mediadores.12 El modelo centro-periferia es útil para explicar cómo un grupo de personas relativamente reducido puede gobernar grandes áreas. Si bien la mediación ha sido un elemento constituyente de la expansión y consolidación de la mayoría de Estados, esta, por sí misma, no es necesariamente «imperial».

Una de las principales causas del relativo abandono académico del estudio del imperio es que su historia es sumamente difícil de narrar. Carecía de los aspectos que definen la historia nacional convencional: un núcleo territorial estable, una capital, instituciones políticas centralizadas y, quizá lo más fundamental, una única «nación». También fue muy extenso y perduró mucho tiempo. Un enfoque cronológico convencional sería inviablemente largo, o correría el riesgo de transmitir una falsa idea de desarrollo lineal, lo cual reduciría la historia del imperio a un relato de alta política. Por tanto, quiero hacer hincapié en los múltiples caminos, desvíos y vías muertas del desarrollo imperial y dar al lector una idea clara de qué era, cómo funcionaba, por qué es importante y cuál es su legado para el momento presente. Tras los apéndices, he incluido una extensa cronología que facilite una orientación general. El resto del libro se divide en doce capítulos, agrupados en cuatro partes iguales, que examinan el imperio por temas: ideales, pertenencia, gobernanza y sociedad. Para darle una progresión natural, los temas se han agrupado de forma que el lector pueda abarcar el material como si fuera un águila que sobrevolase el imperio. Los trazos básicos se harán visibles en la Parte I, mientras que los demás detalles se harán haciendo más claros a medida que los lectores se acerquen a tierra en la Parte IV.

Tiene sentido examinar cómo legitimó el imperio su existencia y cómo se definió a sí mismo en relación con los foráneos. Esta es la misión de la Parte I, que se inicia con un estudio de la base del Sacro Imperio Romano como brazo secular de la cristiandad occidental. Desde la perspectiva histórica, el desarrollo europeo se ha caracterizado por tres niveles de organización: el nivel universal de ideales trascendentes que proporcionan un sentido de unidad y vínculos comunes (esto es, cristiandad, derecho romano); el nivel particular y local de la acción cotidiana (extracción de recursos, cumplimiento de las leyes); y el nivel intermedio del Estado soberano.13 El imperio se caracterizó, durante la mayor parte de su existencia, tan solo por dos de esos niveles. La emergencia del tercero, a partir del siglo XIII, fue un factor de gran importancia para su posterior desaparición. No obstante, el progreso evolutivo imaginado por los historiadores de otro tiempo, que culmina en una Europa de Estados nación rivales, ha dejado de ser el punto final del desarrollo de la historia política, lo cual explica el reciente y renovado interés en el imperio y las comparaciones entre este y la Unión Europea.

El Capítulo 1 abre con las circunstancias de la fundación del imperio, surgido de un acuerdo entre Carlomagno y el papado, que expresaba la creencia en que la cristiandad constituía un orden singular con la doble dirección de emperador y papa. Esta idea confería una misión imperial duradera, basada en la premisa de que el emperador era el monarca cristiano preeminente, dentro de un orden común que abarcaba a los monarcas de menor rango. Las misiones del emperador eran el liderazgo moral y la protección de la Iglesia, no el dominio directo, hegemónico, sobre el continente. Al igual que otros imperios, esta idea impartía «un sentido de misión cuasi religioso» que trascendía los intereses particulares más inmediatos.14 La creencia de que el imperio era mucho más grande que su monarca y que trascendía a quien quiera que fuese el emperador se asentó en fecha muy temprana, lo cual explica por qué tantos emperadores trataron de cumplir esa misión en lugar de conformarse con lo que, visto a posteriori, parecía ser una opción más realista, la monarquía nacional. El resto del capítulo examina los elementos sacros, romanos e imperiales de esta misión y explica la relación, a menudo difícil, entre imperio y papado hasta principios de la Era Moderna.15

Esta dimensión religiosa específica se explora en el Capítulo 2, que narra cómo el imperio asumió la distinción, típicamente «imperial», entre una civilización única y todos los extranjeros, considerados «bárbaros».16 La cristiandad y el antiguo legado romano imperial, encarnado por el imperio después del año 800, era lo que definía la civilización. Pero, por otra parte, los tratos imperiales con los outsiders no siempre eran violentos, pues su expansión hacia el norte y el este de Europa durante la Alta Edad Media se logró, en parte, gracias a la asimilación. El Capítulo 3 muestra cómo el concepto de civilización única impidió que el imperio tratase con otros Estados de igual a igual. Esto fue resultando cada vez más problemático a medida que la Europa cristiano-latina se fue dividiendo en Estados soberanos diferenciados con más claridad, cada uno de los cuales regido por monarcas que afirmaban ser «emperadores de sus propios reinos».

La Parte II busca trascender el desmembramiento tradicional del imperio, obra de historiadores nacionalistas y regionalistas, y estudiar cómo se relacionaban con este sus muchas tierras y pueblos. El imperio carecía de un núcleo estable, a diferencia de los núcleos de los Estados nacionales inglés y francés, basados en el valle del Támesis o en la Île de France. Nunca tuvo una capital permanente ni un santo patrón único, una lengua o cultura comunes. La identidad era siempre múltiple y superpuesta, como refleja la presencia imperial en numerosos pueblos y lugares. El número de capas superpuestas creció con el tiempo, a la vez que evolucionaba una jerarquía política más compleja y matizada para dar apoyo a la gobernanza imperial. El núcleo general recayó, a mediados del siglo X, en el reino germano, si bien la monarquía imperial siguió siendo itinerante hasta el XIV. Hacia la década de 1030 había surgido una jerarquía estable. Fuera quien fuese el rey alemán también gobernaba sobre los otros dos reinos principales del imperio, los de Italia y Borgoña, y era el único candidato digno del título imperial. El Capítulo 4 explora la conformación de esos reinos y de sus territorios constituyentes, así como la relación del imperio con otros pueblos europeos. La importancia relativa de etnicidad, organización social e identidades se aborda en el Capítulo 5. El Capítulo 6 examina cómo los conceptos de nación surgidos en el siglo XIII, reforzaron, más que debilitaron, la identificación de numerosos habitantes con el imperio. Alemania se tenía a sí misma como una nación política mucho antes de la unificación de 1871, pues consideraba al imperio su hogar natural. Pero este nunca exigió la lealtad absoluta y exclusiva que esperarían los nacionalistas posteriores. Esto reducía su capacidad de movilizar recursos y obtener apoyos activos, pero también permitió la coexistencia de comunidades heterogéneas, cada una de las cuales consideraba que su propio hecho diferencial quedaba salvaguardado por el hecho de pertenecer a un hogar común.

La Parte III explica cómo se gobernaba el imperio sin una gran infraestructura centralizada. Durante mucho tiempo, los historiadores han esperado y deseado que los reyes fueran «hacedores de Estados» o, cuando menos, que tuvieran planes consistentes y a largo plazo. Los Estados se juzgan conforme a un modelo singular, que el sociólogo Max Weber resume de forma muy sucinta como «el monopolio del uso legitimado de la fuerza física dentro de un territorio concreto».17 La historia nacional se convierte así en la historia de la creación de una infraestructura para centralizar y ejercer autoridad soberana exclusiva y de la articulación de argumentos que legitimen tal proceso. Estos argumentos también deben deslegitimar las aspiraciones de sus rivales, tanto del interior (las de nobles o regiones con aspiraciones de autonomía), como de outsiders que buscan imponer su hegemonía sobre el territorio «nacional». Cuando se utiliza esta vara de medir no resulta apenas sorprendente que la historia imperial quede reducida a un ciclo repetitivo y caótico que se prolonga, como mínimo, hasta el siglo XV. Cada nuevo rey asumía el trono tras ser reconocido por sus iguales entre la alta nobleza. Acto seguido, recorría el reino germano para recibir homenaje, con lo que da oportunidad a sus rivales a denegárselo y rebelarse. La mayoría de reyes lograba afirmar su autoridad, si bien hubo prolongados periodos en los que hubo monarcas rivales e incluso guerra civil, en particular en 1077-1106, 1198-1214 y 1314-1325. Muchos reyes se enfrentaron, hasta el siglo X, a incursiones externas e invasiones de vikingos, eslavos o magiares. Una vez consolidados en el trono, estos reyes solían hacer una expedición a Roma (Romzug) para hacerse coronar emperador por el papa. Aquellos que se entretenían demasiado en Italia se arriesgaban a nuevas rebeliones al norte de los Alpes, lo cual precipitaba un retorno anticipado. Otros necesitaron varias marchas para imponer un mínimo de autoridad imperial en Italia. Estos últimos morían de forma prematura de malaria en campaña; o, agotados, se apresuraban a retornar a algún lugar apropiado de Alemania donde poder tener «una buena muerte». Entonces, el cansino ciclo comienza de nuevo y prosiguió una y otra vez hasta que los Habsburgo establecieron, al fin, a principios del siglo XVI, su dominio territorial dinástico, que se superponía, en parte, con el del imperio.

Este relato descansa sobre la influyente concepción de Ranke del imperio como historia del fracaso de una construcción nacional. La mayor parte de comentaristas siguió sus pautas, pues argumentaban que el «declive» de la autoridad central fue inversamente proporcional a la conversión de los príncipes en dirigentes semiindependientes. Este argumento ha quedado fijado por siglo y medio de historias nacionales y regionales, que describen los devenires separados de países modernos como Bélgica o República Checa, así como de regiones de la Alemania y de la Italia modernas, como Baviera o Toscana. Cada una de tales historias es tan persuasiva porque se edifica sobre el desarrollo de la autoridad política centralizada y de su identidad asociada, enfocada en exclusiva en su territorio concreto. La conclusión general, a menudo, es que el imperio era una especie de sistema federal que surgió tras la muerte de Carlomagno, en 814, o tras la Paz de Westfalia, en 1648.18 Las enormes diferencias entre ambas fechas son indicativas de los problemas de fijar en el tiempo tales estructuras. Aun así, es una idea atractiva y no solo porque, como veremos, algunos de los habitantes del imperio afirmaban que este era una confederación, sino también porque esta definición permite, cuando menos, encajarlo dentro de la taxonomía al uso de los sistemas políticos. Fue este aspecto el que atrajo la atención de Madison y su conclusión de que era una «unión débil y precaria», conclusión que buscaba llevar a sus compatriotas a dotarse de un gobierno federal más fuerte.19

Los sistemas federales no son unitarios, en el sentido de que tienen dos o más niveles de gobierno en lugar de una única autoridad central. Además, combinan elementos de soberanía compartida mediante instituciones comunes, con autogobierno regional para sus segmentos territoriales constituyentes.20 Tales elementos estaban ciertamente presentes en el imperio después de que la «reforma imperial» de finales del siglo XV y principios del XVI diera a la constitución del imperio su forma definitiva de comienzos de la Edad Moderna. No obstante, el concepto federalismo requiere un manejo cuidadoso, pues puede fácilmente confundir más que clarificar. Definir el imperio como federal perpetúa la estrecha y dualista visión de que su desarrollo histórico fue definido en exclusiva por la pugna entre emperadores y príncipes, enfrentamiento en que estos últimos lograron imponerse en 1806 con el establecimiento de principados y reinos de plena soberanía. Aún peor, es muy difícil no asociar el término a su uso político moderno, en particular en las repúblicas federales de Alemania y de Austria, así como en Suiza y otros Estados contemporáneos, entre los que se incluye Estados Unidos. En todos estos casos, los elementos constituyentes interactúan como iguales y comparten un estatus común como miembros de una unión política. Las diferencias son genuinamente dualistas: sus dinámicas se definen según el grado de reparto de los poderes clave por medio de instituciones centrales comunes y hasta qué grado estos se retornan a sus unidades constituyentes en forma de «derechos de los estados». Por último, los Estados federales modernos actúan de forma directa sobre todos sus ciudadanos por igual. Cada ciudadano ha de tener la misma participación en su propio Estado y en la unión en su conjunto. Todos están obligados por las mismas leyes federales, incluso en algunos aspectos de la vida que son cubiertos por disposiciones específicas de cada Estado miembro. Tales formas de igualdad eran completa y fundamentalmente ajenas al imperio, que siempre contó con un núcleo político dominante, aunque cambiante, y que siempre gobernó a su población por medio de una compleja jerarquía definida por el estatus sociojurídico.

La Parte III examina la evolución de esta jerarquía. Cada uno de los tres capítulos que van del 7 al 9 cubre un cambio fundamental de la base de la gobernanza imperial. El dominio carolingio estableció un marco básico legal y político para el imperio, pero esto no se desarrolló más e incluso desapareció, en parte, hacia el año 900. La ausencia de instituciones formales, no obstante, no debe considerarse una falta de gobernanza efectiva. El presente libro sigue el enfoque que remarca los aspectos informales de una cultura política basada en la presencia personal más que en una normativa formalizada y puesta por escrito.21 Símbolos y rituales constituían una porción tan importante de la política como las instituciones formales. De hecho, las instituciones formales no pueden funcionar sin las primeras, incluso a pesar de que su papel, con frecuencia, deja de ser aceptado de forma abierta durante la Era Moderna. Toda organización es, en cierto modo, «ficticia» en tanto en cuanto depende de la convicción de todos los que tratan con ella de su verdadera existencia. La organización se sostiene porque cada individuo actúa con el convencimiento de que los otros se comportarán del mismo modo. Símbolos y rituales proporcionan señales a los participantes y ayudan a sostener la creencia en la existencia continuada de la organización, la cual se ve amenazada si sus símbolos pierden su significado, o si son desafiados, como ocurrió durante la iconoclastia de la Reforma protestante. De igual modo, una organización se arriesga a que se la considere ficticia si deja de cumplir las expectativas comunes, por ejemplo si la represión que se espera no tiene lugar, o si se muestra débil cuando un gobierno es desafiado abiertamente.

La gobernanza imperial implica el fomento de un consenso entre la élite política del imperio para asegurar, al menos, un cumplimiento mínimo de la política consensuada, lo cual permitía al emperador ahorrarse la pesada tarea de imponer la cooperación y dirigir de forma directa al grueso de la población.22 El consenso no significa de forma necesaria armonía o estabilidad, pero alcanzaba la «ruda simplicidad» del dominio imperial, que permitía al emperador y a las élites imponer políticas sin necesidad de una transformación radical en las sociedades que gobernaban.23 Esto aplicaba limitaciones a lo que los emperadores podían hacer. Necesitaban sostener la legitimidad del gobierno imperial por medio de actos demostrativos, tales como castigar a patentes malhechores; pero los emperadores también debían evitar los fracasos personales, pues estos socavaban su aura de poder y podían interpretarse como una pérdida del favor divino.

Una característica clave de la gobernanza imperial era que el desarrollo institucional tenía como necesidad primordial el fomento y sostenimiento del consenso, más que los intentos del centro de llegar de forma directa a periferias y localidades. Durante el siglo X, el linaje real otónida gobernó por medio de una jerarquía relativamente simple de altos señores legos y espirituales. Los salios, sus sucesores a partir de 1024, cambiaron el estilo de mando sin romper la pauta establecida. Una serie de cambios generales socioeconómicos permitió el mantenimiento de una jerarquía señorial más larga y compleja, que redujo el tamaño medio de cada jurisdicción al tiempo que multiplicaba su número. La familia Staufen, que gobernó tras 1138, respondió con la formalización de la jerarquía señorial, pues creó una élite principesca más diferenciada, estratificada internamente por los rangos asociados a cada título, pero unida por su común inmediatez con respecto al emperador. Los señores de menor rango y los súbditos quedaban así «mediados» de una forma más clara, en el sentido de que su relación con el emperador y el imperio pasaba por, al menos, un nivel intermedio de autoridad. Esta jerarquía cristalizó en torno a 1200 y consolidó la división complementaria de responsabilidades en el seno del imperio. El emperador continuó empeñado en su misión imperial asistido por la élite principesca más cercana, que, mientras tanto, asumió nuevas funciones en sus propias jurisdicciones, entre las que se incluían la pacificación, resolución de conflictos y movilización de recursos. Tales jurisdicciones quedaron «territorializadas» por medio de la necesidad de demarcar áreas de responsabilidad. La caída de los Staufen, en torno a 1250, fue un defecto personal, no estructural, dado que la pauta básica de gobernanza imperial continuó este patrón evolutivo hasta entrado el siglo XIV.

El siguiente cambio llegó con la casa de Luxemburgo (1347-1437) que trasladó el énfasis de las prerrogativas imperiales a las posesiones dinásticas hereditarias como base material sobre la que sostener la gobernanza imperial. Los nuevos métodos fueron perfeccionados después de 1438 por los Habsburgo, quienes no solo amasaron la mayor cantidad de tierra hereditaria del imperio, sino que también se hicieron con un imperio dinástico separado, que, en un principio, incluía España y el Nuevo Mundo. La transición al dominio Habsburgo tuvo lugar entre nuevos desafíos internos y externos, que provocaron el periodo de reformas imperiales que se intensificó en torno a 1480-1520. Las reformas encauzaron las pautas establecidas de búsqueda de consenso hacia nuevas instituciones formales y consolidó la distribución complementaria de responsabilidades entre las estructuras imperiales y los territorios principescos y cívicos.

El desarrollo de la gobernanza imperial por medio de una extensa jerarquía señorial parece alejar al imperio de sus súbditos. Ciertamente, así es como la mayor parte de relatos han presentado esta historia: alta política, muy alejada de la vida cotidiana. Esto ha tenido la desgraciada consecuencia de ayudar a difundir la idea de la irrelevancia del imperio, en particular de la mano de los historiadores de la sociedad y de la economía, que siguieron a sus homólogos de la historia política y estudiaron la evolución del tamaño de la población o la producción económica dentro de fronteras nacionales anacrónicas. La Parte IV rectifica esta cuestión y argumenta que tanto la gobernanza como las pautas de identidad en el seno del imperio estaban estrechamente entrelazadas con las cuestiones socioeconómicas, más concretamente con la emergencia de una estructura social corporativa que combina por igual elementos jerárquico-autoritarios y de asociación horizontal. Esta estructura se replicaba –con variantes– a todos los niveles del orden sociopolítico del imperio.

Una historia social completa del imperio queda fuera del alcance del presente libro, si bien el Capítulo 10 traza la emergencia del orden social corporativo y muestra cómo lo asumieron tanto señores como pueblo llano y cómo arraigó en las comunidades rurales y urbanas con grados diversos, pero por lo general amplios, de autogobernanza. Tales aspectos asociativos se exploran con más detalle en el Capítulo 11, donde se demuestra la importancia del estatus corporativo en todas las ligas y organizaciones comunales surgidas desde la Alta Edad Media en adelante, desde el gremio más pequeño a agrupaciones que plantearon importantes desafíos al gobierno imperial, como la Liga Lombarda o la Confederación Suiza. Al igual que las jurisdicciones, las identidades corporativas y los derechos eran locales, específicos y asociados al estatus. Estas reflejaban la creencia en un orden sociopolítico idealizado, que daba la mayor importancia a la preservación de la paz por medio del consenso y no por medio de conceptos de justicia absolutos y abstractos. Las consecuencias de todo ello se analizan en el Capítulo 12, que muestra cómo la resolución de conflictos siguió siendo abierta, al igual que la generalidad de los procesos políticos del imperio. Las instituciones imperiales podían juzgar, castigar e imponer pero, por lo general, solían arbitrar acuerdos, entendidos como compromisos razonables más que como juicios definitivos basados en conceptos absolutos de lo correcto y lo incorrecto.

El imperio fomentó así un ideal, profundamente enraizado y conservador, de libertad entendida como local y particular, ideal que era compartido por grupos corporativos y comunidades. Eran libertades locales y particulares, no una Libertad abstracta compartida por todos los habitantes. El presente libro ofrece una explicación alternativa para la cuestión, muy debatida, de la «génesis del conservadurismo alemán», aunque sin sostener, bajo ningún concepto, que este conservadurismo perdure más allá de mediados del siglo XIX. El autoritarismo de la Alemania del XIX y principios del XX se atribuye, en general, al desarrollo político supuestamente dual previo a la desaparición del imperio en 1806.24 Los intentos de lograr una genuina libertad igualitaria se atribuyen únicamente «al pueblo» que es aplastado «por los príncipes», en concreto en la sangrienta guerra campesina de 1524-1526. Mientras tanto, los príncipes usurparon el ideal de libertad para sí mismos para legitimar su posición de privilegio como gobernantes autónomos. La «libertad alemana» queda reducida a la defensa de la autonomía principesca contra la potencial «tiranía» imperial. Así, como gobiernos «reales» del imperio, los príncipes introdujeron supuestamente el gobierno de la ley, que protegía el derecho a la propiedad de sus súbditos, al tiempo que les denegaban cualquier representación política significativa. La libertad quedó de este modo asociada al estado burocrático y se trasladó al gobierno nacional cuando este fue creado más tarde, en el siglo XIX.

Este hilo argumental nunca logró explicar por qué los centroeuropeos siguieron siendo tan poco receptivos al liberalismo decimonónico. Tal vez estaban demasiado acobardados por el represivo estado policial, o puede que engañados por una ingenua fe en la benevolencia de los príncipes y su profundo sentido de subordinación.25 Pero los liberales descubrieron que el pueblo llano rechazaba su versión de la libertad, pues la igualdad uniforme entraba en conflicto con unos derechos corporativos guardados con gran celo, que les parecían una salvaguardia contra la explotación del mercado capitalista.26 Los problemas del futuro surgieron, al menos en parte, del rápido desmantelamiento de estos derechos corporativos por la rápida industrialización y urbanización posterior a la década de 1840. Tales cuestiones quedan fuera del ámbito del presente libro.

La pertenencia a las identidades y derechos gremiales ayuda a explicar por qué el imperio resistió a pesar de las tensiones internas y sus desigualdades marcadas. No obstante, no fue ni una bucólica y armoniosa utopía del viejo mundo, ni un primer esbozo de la Unión Europea.27 Al final del Capítulo 12 abordaremos la cuestión de la viabilidad imperial de larga duración a finales del siglo XVIII. Por ahora, nos limitaremos a observar un importante factor de cambio del imperio a largo plazo: el cambio de una cultura de presencia personal y comunicación oral a una basada en la comunicación por escrito. Esta transición, común a toda Europa y uno de los indicadores generales de la transición hacia la modernidad, tuvo consecuencias particulares en el imperio, dada la importancia crucial que se daba en este a la búsqueda de consenso y a la delineación de poder, derechos y responsabilidades con arreglo a una jerarquía de estatus.

La comunicación oral y la cultura escrita coexistieron a lo largo de toda la vida del imperio, por lo que la transición se dio de forma gradual, no por cambios absolutos. Dado que el cristianismo es una religión del libro, tanto las autoridades eclesiásticas como las seculares emplearon normativas y comunicación escritas (vid. Capítulo 7, págs. 318-320 y Capítulo 12, págs. 599-605). Pero, aun así, los mensajes no adquirían plena significación a no ser que fueran entregados en persona por alguien de rango apropiado. La teología de principios del Medievo consideraba que las intenciones de Dios eran transparentes y que las acciones de los individuos no hacían sino mostrar la voluntad divina. Por lo general, era necesario el contacto cara a cara para lograr acuerdos vinculantes. Por otra parte, la escritura era un buen método para fijar tales decisiones y evitar posibles ambigüedades y malentendidos. Al igual que ocurre con la reciente revolución de los medios de comunicación, más reciente y, ciertamente, más rápida, las nuevas formas de comunicación escrita desconcertaron a los contemporáneos. Sin embargo, también se dieron cuenta de sus ventajas. En los siglos XI y XII se desarrollaron técnicas complementarias, tales como el uso de sellos y ciertas formas de tratamiento y estilos de redacción para convencer a los receptores de cartas de que representaban la auténtica voz del autor, pues dotaban al texto de una autoridad permanente.28 El uso de papel en lugar del pergamino facilitó un significativo crecimiento de la cultura escrita a partir de mediados del siglo XIV, mientras que la invención de la imprenta, un siglo más tarde, cambió tanto su volumen como su uso.

Por desgracia, la escritura también hace más obvias las discrepancias, como el papado ya había descubierto durante el siglo XII, cuando comenzó a recibir críticas por impartir dictámenes marcadamente contradictorios. Un rastro documental también puede demostrar cómo se transmite el conocimiento, lo cual hace que a las autoridades les resulte más difícil alegar que ignoraba que estaban haciendo algo mal. Teólogos y teóricos de la política respondieron con la elaboración de una jerarquía de comunicación. La idea de que las intenciones divinas se manifestaban de forma directa en la acción humana amenazaba con reducir a Dios a la categoría de siervo de su propia creación. Esto llevó a desarrollar la idea de un Dios misterioso cuyos designios quedaban fuera del alcance de la comprensión de los simples mortales. Para elevarse a sí mismo sobre sus súbditos, se atribuyó a las autoridades seculares la exclusiva capacidad de comprender «los misterios del Estado» que dejaron perplejos al pueblo llano. Los que detentaban el poder ajustaron su gama de palabras e imágenes en función de la audiencia específica a la que se dirigían. La comunicación buscaba así mostrar la superioridad de las autoridades sobre sus súbditos, tanto –o tal vez más– que transmitir mensajes.29

El lenguaje mistérico del Estado empleado en otros puntos de Europa para promover la centralización se ajustaba mal a una gobernanza imperial basada en el consenso, no en el ordeno y mando, y donde la alta política continuó empleando la comunicación cara a cara. Aunque en el transcurso del siglo XVI los príncipes adoptaron un estilo de gobierno más exaltado, estos continuaron unidos por un marco común, que exponía sus acciones y pronunciamientos a audiencias que no podían controlar. Aunque la cancillería imperial fue pionera en el uso de la cultura escrita, optó por emplearla para dejar constancia y fijar el estatus y los privilegios de aquellos con derecho a participar en el proceso político. Dentro de los territorios que conformaban el imperio, tuvieron lugar procesos, similares en cierto modo, en los que los derechos comunales y corporativos quedaron consagrados en cartas y otros documentos legales. Cada vez más, las instituciones imperiales tuvieron que intervenir para arbitrar disputas en la interpretación de tales derechos. Aunque el sistema mantuvo cierta flexibilidad, los contemporáneos eran cada vez más conscientes de sus discrepancias: dado que los acuerdos se basaban en el compromiso y la improvisación, era casi inevitable que contravinieran algunas reglas formales. A finales del siglo XVIII, la brecha entre estatus formal y poder material se hizo evidente al nivel político más alto con el ascenso de Austria y Prusia a la categoría de potencias europeas de pleno derecho. Si bien la renuencia a abandonar prácticas consagradas daba al imperio cierta coherencia, esto mismo también hacía imposible que sus habitantes concibieran ninguna estructura alternativa. La reforma quedó reducida al mero retoque de estructuras ya existentes y, en último término, se mostró incapaz de soportar el impacto arrollador de las guerras de la Revolución francesa, lo cual forzó la decisión de Francisco II de disolver el imperio.

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NOTAS

1 Escrito de Madison, J., 8 de diciembre de 1787, The Federalist 19, en Scott, E. H. (ed.), 1888, 103-108, 105. Para una lectura crítica, vid. Neuhaus, H., «The federal principle and the Holy Roman Empire», en Wellenreuther, H. (ed.), 1990, 27-49. Para una comparación más positiva entre el imperio y Estados Unidos, véase también Burgdorf, W., 23 mayo 2014, [http://www.focus.de/wissen/experten/burgdorf].

2 Pufendorf, S., 1994. Es evidente que Madison leyó esto, pues hace referencia a «las deformidades de este monstruo político»: Scott, E. H. (ed.), ibid., 106. El comentario de Voltaire apareció en 1761, vid. Voltaire, 1963, I, 683.

3 Schneidmüller, B., 2005, 225-246, 236-238. Para ejemplos recientes de su persistencia, vid. Winkler, H. A., 2006-2007 y Myers, H., 1982, 120-121. Para un debate más detallado, vid. Wolgast, E., «Die Sicht des Alten Reiches bei Treitschke und Erdmannsdörffer», en Schnettger, M. (ed.), 2002, 169-188.

4 Este punto de vista sigue estando profundamente arraigado en la literatura generalista y en la especializada: Plessner, H., 1959; Meinecke, F., 1908, El término «premio de consolación» procede del esclarecedor ensayo de Len Scales, «Late medieval Germany: An under-Stated nation?», en Scales, L. y Zimmer, O. (eds.), 2005, 166-191, 167.

5 Un ejemplo influyente de este enfoque es Barraclough, G., 1946. Proporciona información adicional Hagen, W. W., 2012, 6-20 y 1991, 24-50; Reuter, T., «The origins of the German Sonderweg? The Empire and its rulers in the high Middle Ages», en Duggan, A. J. (ed.), 1993, 179-211.

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