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Cabezas cortadas y cadáveres ultrajados

Gracia Alonso, Francisco

Cabezas cortadas y cadáveres ultrajados / Gracia Alonso, Francisco

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2019. – 400 p., 16 p. de lám. : il.; 23,5 cm – (Historia) – 1.ª ed.

ISBN: 978-84-122079-7-2

94 572 902

054.65 2.548

058.65-056.26

316.485.26

CABEZAS CORTADAS Y CADÁVERES ULTRAJADOS

Francisco Gracia Alonso

© del texto: Francisco Gracia Alonso

© de esta edición:

Cabezas cortadas y cadáveres ultrajados

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 – 1.º dcha.

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

© de las imágenes:

Dominio público, salvo que se indique otra fuente

ISBN: 978-84-122079-7-2

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón
Producción del ebook: booqlab.com

Primera edición: abril 2019

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2019 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro.

Plauto, Asinaria, ss. III-II a. C.

Amigo mío, tú no les dirás con gran entusiasmo a los niños deseosos de alguna gloria desesperada la vieja mentira: Dulce y honorable es morir por la patria.

Willfred Owen, Dulce et decorum est, 1916

Las voces de todos los muertos que hemos mencionado aquí nos dicen que la guerra es una villanía monótona. Se trata siempre de una mezcla de crímenes con independencia de la sociedad y de la época.

Lawrence H. Keeley, War before Civilization, 1996

Una turba es el hombre descendiendo al nivel de las bestias espontáneamente.

Ralph Waldo Emerson

ÍNDICE

Introducción

1 Arqueología del conflicto y concepto de violencia

2 La profanación del cuerpo del vencido

3 La memoria del triunfo

4 El análisis antropológico de las cabezas cortadas. Borneo, Melanesia y América del Sur

5 Egipto y Mesopotamia. El terror como arma en la formación de los Imperios

6 Violencia y exterminio en la Biblia. Un referente cultural e ideológico

7 Grecia y Roma. Violencia y política en los albores de la civilización occidental

8 La visión de los bárbaros. Cabezas cortadas y rituales guerreros en el mundo celta

9 Celtíberos e íberos. Sociedades guerreras en la Protohistoria de la península ibérica

10 La Edad Media. Religión y choque de culturas

11 Exaltación de la violencia. Los siglos XVI-XVIII. De los sacrificios humanos en las culturas mesoamericanas al código samurái

12 El siglo XIX. Revolución, colonialismo e indigenismo

13 De la Primera Guerra Mundial a los conflictos regionales. La globalización de la violencia en el siglo XX

14 El terror en el siglo XXI. Del ISIS al narcotráfico en América Latina

Epílogo

Bibliografía

Pliego

INTRODUCCIÓN

¡Que le corten la cabeza!

En la obra de Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas (1865), la desatada Reina de Corazones, durante el desarrollo de una partida de croquet, ordena que le corten la cabeza a cualquiera que la contraríe. Esta escena despierta hilaridad en quienes contemplan cualquiera de sus adaptaciones cinematográficas, puesto que la orden de decapitar a cualquiera de los personajes de la obra se inserta en un contexto lúdico e infantil –aunque no fuera así en su inicio– en la que aparece desprovista del significado macabro que la frase expresa de forma literal. Sin embargo, constituye también un fiel reflejo de un mundo oscuro y de la propia historia de Gran Bretaña, en la cual el castigo de rebanar la cabeza se aplicó a una larga lista de nobles y príncipes.1 Durante siglos, los reyes tuvieron la potestad de ordenar la ejecución por decapitación de aquellos a los que consideraban traidores a su persona o al Estado, desde la de Waltheof, señor de Northumbria, en el año 1076, al oponerse al poder de Guillermo I, hasta sir John Fenwick, ajusticiado en 1697, por orden del rey Guillermo III, debido a su participación en la rebelión Jacobita. Era esta una muerte infamante, pues el verdugo exhibía ante el pueblo reunido frente al cadalso la cabeza del condenado sostenida por el pelo, lo cual suponía una afrenta aún mayor que la propia muerte, cuyo significado era que un individuo de una clase social baja podía poner sus manos sobre un noble cuando este hubiera perdido su posición política al ser acusado de traición, lo que convertía en cuestionables las vidas y la intangibilidad de quienes formaban parte del grupo de los privilegiados. Además, la exposición, una vez finalizada la ejecución, en un lugar público, de la cabeza clavada en una pica o fijada en la picota, significaba prolongar con la muerte civil la condena a la manera romana, en un intento de borrar cualquier huella o influencia que hubiera tenido el reo en la estructura social.

El escarnio de la decapitación, precedida en muchas ocasiones por el paseo del preso en un cortejo denigrante expuesto a las iras de la plebe a la que se había aleccionado en su contra de forma oportuna, se consideraba, sin embargo, el sistema de aplicación de la pena capital más benigno debido a su rapidez y efectividad y a que la muerte por arma blanca en la guerra en una época en la que todavía se combatía cuerpo a cuerpo, definía por el uso de la espada la figura del caballero. Esto sería así, siempre que el verdugo fuera una persona hábil, pues, en algunas ocasiones, como en la ejecución de María Estuardo, reina de Escocia, el 7 de febrero de 1587 por orden de Isabel I de Inglaterra, fueron necesarios tres golpes para acabar con su vida, por cuanto el primero, realizado con espada, le golpeó la nuca; el segundo le acertó en el cuello pero no llegó a desprender del todo la testa; y, el tercero, realizado ya con un hacha, acabó de seccionarla. Por tanto, mucho más ignominioso resultaba ser ajusticiado por cualquier otro método, como los reservados a los individuos de clase baja acusados de crímenes comunes, y la traición siempre era susceptible de entenderse como una ofensa de raíz ideológica derivada tanto de las ambiciones personales como de la propia actuación del monarca en tanto que gobernante.

El concepto «cortar la cabeza» ha traspasado el campo práctico de la muerte para convertirse en un recurso lingüístico y creativo presente de forma reiterada en el ámbito de lo cotidiano, donde algunas expresiones no sólo no se consideran ofensivas, sino que están desprovistas del carácter peyorativo de otras amenazas de muerte tan simples como «te mataré», considerada incluso desde el punto de vista penal como mucho más grave que alguna otra que incluya la palabra «cabeza».

«Pedir la cabeza», «cortar la cabeza» o «poner la cabeza en bandeja» son expresiones que se emplean de forma frívola y despojadas del significado sangriento que se les otorga en esferas de la vida cotidiana como el deporte o la política, cuando se solicita o explica desde las páginas de la prensa la destitución de un entrenador o un líder político, como en el caso del fracaso parcial de la primera ministra británica, Theresa May, en las elecciones de junio de 2017, a la que el semanario satírico francés Charlie Hebdo2 dibuja decapitada y sosteniendo su cabeza bajo el brazo; o el caso de la defenestración del secretario general del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), Pedro Sánchez, por los partidarios de Susana Díaz, presidenta de la Junta de Andalucía, en octubre de 2016, la cual apareció dibujada en el semanario El Jueves de la mano del presidente Mariano Rajoy mientras sostenía la cabeza sangrante de su oponente político, aunque en este caso la víctima estaba más viva de lo que parecía;3 así como el de la caída política del presidente de la Generalitat, Artur Mas, a quien la agrupación política Candidatura de Unidad Popular (CUP) negó el imprescindible apoyo parlamentario para ser investido durante el otoño de 2015, y cuya cabeza se presentaba expuesta en la pared de un local imaginario de la CUP en el programa de sátira política de TV3, Polònia, a principios de 2016. Dicha crítica no siempre se realiza, como sucede en los ejemplos mencionados, desde una imagen fuerte en el fondo pero suave en la forma, cuya intención es primero provocar la sonrisa cómplice del espectador que, a renglón seguido, debería sentirse movido a reflexionar. En otras ocasiones, la sátira política es mucho más dura, como la protagonizada por la humorista estadounidense Kathy Griffin la cual, en mayo de 2017, sostuvo en alto una cabeza ensangrentada que representaba a Donald Trump, presidente de Estados Unidos, como inicio de una dura crítica a su gestión. Dicha ocurrencia, en todo caso, se ha vuelto contra ella debido a la excesiva crueldad de la imagen generada4 y al poder que representa tanto la institución como la persona que la ocupa. Hay que considerar, asimismo, que la opinión pública estadounidense está muy sensibilizada con dicho tipo de imágenes, en especial, tras la visión de las ejecuciones de rehenes por decapitación a manos de al-Qaeda y Dáesh.

Los ejemplos políticos que comprenden la permisividad hilarante respecto a la idea de la decapitación, incluyen también el concepto de la humillación pública que la persona sufre. Dicha vejación exalta, al mismo tiempo, el triunfo de quien ha conseguido defenestrarlo o apartarlo del poder. Un elemento que gran parte de la sociedad considera humorístico por el medio y la forma en la que se practica, pero que no es sino la traslación al presente de los mismos conceptos por los que se regía la idea misma de la separación de la cabeza del cuerpo –esta vez sí, física y no metafórica– y su posterior exposición, aunque ambos juegan con la misma idea: la focalización de las frustraciones en una persona y el deseo de verla desposeída de su rango o caída de su pedestal social como fórmula para canalizar pasiones e instintos. Como dijo George-Jacques Danton antes de que lo guillotinaran en 1794: «No os olvidéis, sobre todo no os olvidéis, de mostrar mi cabeza al pueblo, merece la pena». La destrucción y humillación del contrario que se asume y con la que se convive sin problemas ni reparo en las consecuencias, como si el sistema social actual fuese la estatua de Cronos erigida en Cartago durante el siglo III a. C. que se traga las ofrendas de sus propios ciudadanos en aras de una expiación inalcanzable.

Con la excepción del caso de la cabeza ensangrentada de Donald Trump, existe una cierta permisividad social respecto de las imágenes literarias relacionadas con la decapitación, producto de la convivencia secular de la sociedad occidental con una serie de elementos culturales que incluyen la cabeza cortada o el cráneo. No sólo el arte occidental, el cual se basó, durante la Edad Media y el Renacimiento, en su mayoría en los relatos bíblicos, incluye numerosos ejemplos de decapitación como los referidos a las historias de David, Judit o Salomé, sino que las referencias sangrientas, el llamado «universo gore», tienen una amplísima legión de seguidores, sobre todo entre los sectores más jóvenes de la sociedad, para quienes las representaciones extremas de la decapitación o las mutilaciones son frecuentes y forman parte de su cotidianeidad.

La fiesta de Halloween es un claro ejemplo de aculturación de procedencia anglosajona que se aprecia en especial en Europa y otras áreas geográficas, donde la influencia estadounidense tiene un mayor peso debido a la incursión de los medios de comunicación en el discurso ideológico. Es el caso, por ejemplo, del relato La leyenda del jinete sin cabeza, un cuento de terror publicado por Washington Irving en 1820 en el que se narra el vagar de un soldado hessiano en 1784, y que ha causado impacto y fortuna en el imaginario colectivo ya desde su primera adaptación cinematográfica en 1922. Esto sin incidir en que la imagen más icónica de la relación entre un personaje de ficción y una calavera es, sin duda, la de Hamlet, príncipe de Dinamarca, quien en la escena 1.ª del acto V del drama shakespeariano, contempla el cráneo de su amigo de la infancia, el bufón Yorick, que unos enterradores han recuperado mientras preparaban la sepultura de Ofelia, lo que provoca que el príncipe se interrogue sobre la temporalidad del ser humano:

¡Ay! ¡Pobre Yorick! [...] ¿Qué se hicieron tus burlas, tus brincos, tus cantares y aquellos chistes repentinos que de ordinario animaban la mesa con alegre estrépito? Ahora, falto ya enteramente de músculos, ni aun puedes reírte de tu propia deformidad...

Regresemos al núcleo del tema: el ejercicio y significado de la decapitación. La destrucción física de un ser humano por otro empleando para ello los métodos más crueles como expresión o canalización no sólo de una ira momentánea, sino de toda una serie de presupuestos ideológicos que focalizan en el ultraje del cuerpo del «otro» todas las frustraciones y odios acumulados por cuestiones de carácter social, político o económico. A las que deben sumarse las estrictamente ideológicas derivadas de las creencias religiosas o de las teorías sobre la superioridad racial, por citar tan sólo algunas debido a que las causas de la violencia son plurales, interrelacionadas y cambiantes en el espacio geográfico y en el tiempo, es una constante. Aunque algunas de ellas, como las citadas en último lugar, permanezcan siempre en la base de los estallidos sociales y los conflictos bélicos, la violencia extrema contra el cuerpo es un mecanismo de respuesta psicológico difícil de comprender desde los parámetros dominantes en el pensamiento contemporáneo. Sin embargo, la conducta de los ejércitos occidentales durante la Segunda Guerra Mundial, o de los soldados estadounidenses en la cárcel de Abu Ghraib disfrutando del mezquino poder que se ha concedido a unos individuos sobre otros, muestra que la degeneración no solo es posible, sino que con los incentivos adecuados puede desencadenarse en muy poco tiempo, el necesario para que los ejecutores sean conscientes de su impunidad.

El tránsito del individuo formado en una serie de valores o códigos de conducta, con independencia de países y épocas, a integrante de una masa que derivó en turba y era capaz de los mayores excesos, o ejecutor de las más diversas e imaginativas atrocidades, es un proceso muy interesante que no se explica por concepciones culturales concretas, sino por reacciones primarias universales vinculadas con los sentimientos de superioridad y el ejercicio del poder. Se trata, además, de una reacción que, en algunas ocasiones, se puede interpretar como instintiva y descontrolada, pero que en la mayoría es el resultado de una propuesta ideológica concreta y de una fría planificación orientada a la eliminación física del enemigo o genocida de comunidades. Así, durante la Revolución francesa, quienes contemplaban a diario las carretas de la muerte que ofrendaban su tributo a la guillotina en el patíbulo, se alegraron de las ejecuciones de Luis XVI y, más adelante, de las de Danton y Camille Desmoulins –a los que se consideraba moderados– así como, en un espacio de pocos meses, de las de Maximilien Robespierre y sus fieles, cambiando en el caso de los dos últimos el modo en que eran percibidos, pues pasaron de líderes de la revolución a traidores. No se trataba, por tanto, de una expresión política, sino de una desenfrenada venganza de clase, similar a las ejercidas por los reyes ingleses durante la Edad Media o por los miembros del segundo triunvirato para asegurarse el poder en Roma. El espectáculo de la muerte por la muerte, el traspaso de odios y frustraciones a otro ser humano, la adrenalina motivada por el hecho de que mientras «el otro» muere y se le priva de su futuro, quien observa permanece y dispone de un elemento por el que quien va a ser ajusticiado hubiera renunciado a todo aquello que le confería un lugar preeminente en el sistema social: continuar con vida. Observar una ejecución durante un proceso revolucionario, o admirar la cabeza de un vencido aportada como trofeo de guerra es un ejercicio de poder, un sistema de cohesión social por cuanto al considerarse miembros de la colectividad que lo ejecuta o que ha obtenido la victoria aunque no se le pueda atribuir en persona, el individuo se siente integrante del proceso que ha desembocado en la guerra o la ejecución, y apoya la naturaleza de dichos actos por muy contrarios a la concepción social que parezcan.

La decapitación y toda la serie de ultrajes que se practican con los cuerpos de las víctimas, como las mutilaciones, las emasculaciones, el descuartizamiento, la extirpación de órganos internos, la quema y el desollamiento, sin olvidar en algunos casos el canibalismo ritual, tienen además un componente ideológico que sobrepasa el concepto específico de la muerte. Buscan la humillación, el quebranto de la memoria de los actos del individuo muerto mediante su degradación pública cuando se trata de personas conocidas o destacadas en sus estructuras sociales, o el ejercicio del terror cuando los asesinatos son innecesarios o masivos y se ejercen de forma indiscriminada no para obtener un beneficio o ventaja respecto del cuerpo social al que pertenecen las víctimas, sino sobre aquellos con los que todavía no se ha entrado en contacto pero sobre los que se obtiene así un ascendiente que facilitará la conquista o el dominio político en el futuro. La decapitación, ya sea mediante hacha, espada o guillotina, era deshonrosa por cuanto suponía el desmembramiento del cuerpo, concepto que tenía repercusión en la realización de los rituales funerarios en aplicación de los diferentes sistemas de creencias en las estructuras sociales. Esta mutilación, por lo general, se acompañaba de la exposición pública de la cabeza y, en ocasiones, del cadáver completo, o bien de sus miembros, repartidos por diversas ciudades de un reino o un estado como prueba de muerte y del poder de quien ha ejercido tal acción en contra de otra persona. El ritual de empalar la cabeza del ajusticiado o caído en combate y exhibirla en el extremo de una pica o lanza mientras se paseaba entre las tropas, a la vista del ejército enemigo, o simplemente dispuesta en un lugar de paso en el interior de las ciudades como recordatorio de lo acontecido e intimidación para el futuro, es universal y atemporal. Se trata, por supuesto, de la expresión de una victoria considerada definitiva o de un cambio social que se estima irreversible, puesto que cuando la cabeza de Luis XVI fue enseñada a la multitud tras su ejecución en 1793, pocos podían pensar que su hermano se sentaría en el trono veintiún años después como Luis XVIII.

Los romanos calificaban como bárbaras a las tribus celtas que llevaban a cabo cacerías de cabezas y las preservaban para su posterior exposición como uno de los principales trofeos que podía poseer un guerrero. Sin embargo, olvidaban que Sila y Cayo Mario se refocilaban, en ocasiones con lascivia, ante la visión de las cabezas de sus enemigos que les eran aportadas como pruebas de su muerte; que César hizo presentar las cabezas de sus soldados ajusticiados o de los ciudadanos romanos muertos en batalla en el bando pompeyano tanto en Roma como en Munda; y, que el número de casos en los que un personaje público era linchado, decapitado y su cuerpo entregado a la plebe para que lo ultrajara y despedazara, tanto durante la República como en el Imperio, es extensísimo. Los asirios y los hebreos practicaban el asesinato masivo de poblaciones como forma de asegurar el control político y religioso de las ciudades y reinos que conquistaban; además, recurrían a la exposición pública de los cadáveres a través del empalamiento en diversas modalidades, sistema en el que los valaquios al final de la Edad Media, se convertirán en expertos imbatibles; los asirios y los egipcios contarán las cabezas –y, en algunos casos, los penes– de los vencidos para establecer una macabra estadística de la magnitud de los triunfos alcanzados por sus monarcas; los cristianos y los musulmanes emplearán, sin complejos, los recursos de la guerra psicológica o de terror, pues, con la ayuda de máquinas de guerra, enviarán al interior de las ciudades asediadas, ya sea Nicea, Antioquía, Mallorca o Barcelona, las testas de los prisioneros ejecutados; las estructuras políticas y territoriales en la América prehispánica expondrán las de los enemigos sacrificados, al igual que diversas tribus de Indonesia, Papúa Nueva Guinea y las islas del Pacífico Sur, del mismo modo que los soldados estadounidenses coleccionarán cráneos de japoneses como adorno, recuerdo y regalo de guerra para familiares y amigos durante la Segunda Guerra Mundial; para los guerreros escitas del siglo V a. C. las cabelleras constituirán un preciado trofeo de guerra, así como para las tribus de nativos americanos desde el siglo XVII, según una costumbre aprendida e incentivada por los colonos europeos desde el establecimiento de los primeros enclaves y asentamientos en el este de Norteamérica, y por las autoridades mexicanas en el sudoeste.

La ejecución de prisioneros de guerra es una práctica universal que todos los ejércitos han practicado; la brutalización de los combatientes para empujarles a realizar acciones que, en otras circunstancias, no habrían llevado a cabo es el resultado de un adoctrinamiento ideológico, político y social que menosprecia al adversario y exime de responsabilidad por sus actos a los soldados. Esa asunción de la culpa colectiva e individual por los crímenes de guerra y asesinatos masivos cometidos es más teórica y enfocada a una presentación amable de la realidad política, que creíble y resultado de una reflexión personal y como sociedad, como muestran los ejemplos de la reacción de la sociedad estadounidense durante el proceso por la masacre de My Lai durante la Guerra de Vietnam o la negación de responsabilidades de muchos soldados de la Wehrmacht y de las Waffen-SS por sus acciones durante la Segunda Guerra Mundial. Los genocidios, a lo largo de la historia, siempre los han planificado y estructurado dirigentes políticos, militares y funcionarios con una amplia educación adaptada a los conocimientos y formación de su tiempo, ya sea en Europa y África durante el siglo XX, en Oriente Próximo al principio del primer milenio antes de Cristo, o en Oriente Medio en los siglos XV y XVI. Es innegable que la industria de la muerte es un negocio universal que no necesita explicar sus reglas porque son de sobra conocidas: matar, cuanto más mejor, y de la forma más cruel posible.

Ya sea en los muros de las viviendas del poblado ibérico del Puig de Sant Andreu en el siglo III a. C., junto a la rostra en Roma en el I a. C., en el Puente de Londres durante los siglos XII al XV, o frente al Parlamento en el XVII, o en las puertas de la ciudad de Barcelona a principios del XVIII, las cabezas de los caídos en combate o ajusticiados podían ser expuestas porque no existía un rechazo social a dicho método de humillación del vencido, una empatía aunque fuera primaria respecto del diferente, desconocido o enemigo, sino todo lo contrario. Imperaba una verdadera sed de poder y de ejercicio de la violencia. Es incuestionable que las imágenes de las ejecuciones de los prisioneros del Dáesh, de los asesinados, decapitados y descuartizados en las guerras entre cárteles de la droga en México, o entre bandas en las cárceles sudamericanas, por citar tres ejemplos recientes, son repugnantes. Sin embargo, son los medios de comunicación quienes amplifican y difunden las grabaciones de dichas atrocidades en aras de la libertad informativa, llegando a convertirse a través de ellos en virales en las redes sociales. El hecho morboso, en una estructura social que ha asumido desde hace tiempo el consumo audiovisual de la violencia, tanto real como ficticia, muestra el interés por ver y conocer unas prácticas que se alejan de las reglas de comportamiento definidas por la misma. Una acción, la visualización del crimen, que une la curiosidad con el rechazo, y es evidente que también la aprobación por motivos políticos o ideológicos. Esta exposición a través de las redes y los medios de comunicación es la picota contemporánea, el patíbulo del escarnio público, a veces más cruel por repetido e infundado que el propiamente físico, dado que en muchas ocasiones las actuaciones –irreversibles– pueden calificarse de linchamientos aunque el paseo por las calles sea mediático y no físico. Este escarnio es tanto o más real que el de algunos de los casos que recogemos en el texto.

Tenemos, por consiguiente, el resultado de la confrontación entre los elementos constitutivos del «nosotros» y el «ellos», la arquitectura ideológica que consiente y acepta diversos tipos de actuaciones cuando se practican en función de principios establecidos, pero que los rechaza cuando de verdugos se pasa a víctimas o se desarrolla una empatía por individuos y sociedades. Matar es cansado y a veces hastía, como en el caso de los soldados franceses a los que se ordenó acabar con los cautivos otomanos tras la conquista de Jaffa a finales del siglo XVIII, pero lo peor es que a veces –demasiadas– gusta a quienes tras perder la perspectiva de su pertenencia al género humano convierten un combate motivado en teoría por un principio loable como indicaba Tito Livio: «La guerra es justa para aquellos a quienes es necesaria, y son sagradas las armas de aquellos a quienes no queda otra esperanza», en una carnicería en la que ya no importa alcanzar unos determinados objetivos militares sino competir por conseguir ser el mejor en cercenar las orejas a los enemigos y poder lucir un cordón decorado con dichos apéndices. Horrores que, con frecuencia, se cometerán tan solo por conseguir la pertenencia a un grupo. Una camaradería de trinchera forjada, muy a menudo, sobre el crimen.

El resultado de dicha forma de pensamiento es la construcción de un relato historiográfico desviado de la realidad de los hechos y adaptado a un discurso que la mayoría de la población debe ser capaz de asumir. Ese discurso es, en esencia, simplista, en términos genéricos de «buenos» y «malos», y presenta una visión, en muchas ocasiones, incorrecta o del todo contraria a la realidad de la historia, como si en un conflicto se pudiese entrar y salir con el uniforme inmaculado y la conciencia limpia ante lo visto y ejecutado. Una vez pasada la adrenalina del combate, la asunción de una coartada moral en la que se ve el exterminio del enemigo como el único camino posible para la propia supervivencia, cuando el riesgo ha desaparecido, sobreviene el impacto más cruel con la realidad. El soldado ya no es útil a nadie, ni al gobierno que le sumergió en la lucha ni a la sociedad de la que proviene, puesto que las experiencias vividas han cambiado por completo su personalidad. En Estados Unidos, tras la Guerra de Vietnam, el número de delitos de sangre aumentó como secuela de las dificultades de muchos veteranos para reincorporarse a una sociedad que, no sólo no había apoyado su servicio en el Sudeste Asiático, sino que les había dado la espalda. Se tardaría una década en inaugurar, en Washington, el 13 de noviembre de 1982, el Vietnam Memorial, ideado por la arquitecta Maya Lin, pero el número de veteranos en situación de difícil reinserción no haría sino aumentar tras los períodos de servicio en Afganistán o Irak. ¿Significa eso que en las guerras anteriores no se produjo el llamado estrés postraumático a consecuencia de la negación de los actos realizados en combate? En absoluto. Sin embargo, la opinión pública entendió las dos guerras mundiales y la de Corea como honorables y necesarias; por tanto, el sentimiento colectivo de victoria acalló las críticas que, sin embargo, y desde una perspectiva positiva, consiguieron en algunos casos superar la barrera de la censura como, por ejemplo, en el film de William Wyler, Los mejores años de nuestra vida (1946) aunque con una crítica muy escasa.

Grecia y Roma son la cuna de la concepción del modelo social occidental, pero la violencia que ejercieron sobre sus ciudadanos o sobre los pueblos que definen, en ocasiones, verdaderos genocidios como en la península ibérica entre los siglos III y I a. C., la cual quedó subsumida por el principio de la civilización y los avances que esta aporta a los pueblos sometidos; los principios teóricos de la Revolución francesa sentaron las bases de las constituciones liberales en Europa y Estados Unidos durante el siglo XIX, pero también supusieron la implantación de más de veinte años de guerra, y el posterior desarrollo de las ideologías racistas que configurarán el colonialismo más exacerbado durante dos siglos; la invasión napoleónica en España implicó una durísima guerra de exterminio a la que puso fin la resistencia de la población –como si hubiera sido unánime– y una ayuda británica de la que se olvidan hechos como los de Badajoz o San Sebastián; y, por último, pero sin que ello suponga agotar los ejemplos, durante las dos guerras mundiales serán los Imperios centrales y las potencias del Eje los responsables de todos los actos de barbarie contra otros ejércitos y, en especial, contra la población civil, con el añadido del comportamiento del ejército soviético en Alemania y Europa Oriental en 1944 y 1945, un modelo con una base innegable pero, desde el punto de vista historiográfico, definido en clave de explicación de la Guerra Fría, la cual tan sólo en la última década ha sido investigada en profundidad desde la perspectiva de los aliados occidentales, lo que ha revelado actuaciones contra el enemigo y la propia población civil de los teóricos aliados que no desmerecen más que en extensión a los practicados por los nazis con la excepción del Holocausto.

Hemos intentado mostrar, con el apoyo de la Arqueología del conflicto cuando ha sido posible, y sobre todo mediante los textos coetáneos, la visión de los combatientes sobre el enemigo en el campo de batalla o de las poblaciones que, por un giro del destino, pasan de ser objetivo de la violencia a poder ejercerla sin cortapisas. Las razones por las que la violencia tiene que sobrepasar la muerte y alcanzar la destrucción ideológica del vencido, a través del juicio y ejecución post mortem, en muchos casos, tras la acción de exhumar los cadáveres, exponerlos, vejarlos, mutilarlos como sistema para manifestar el triunfo de unas ideas, ya sea en Barcelona en el año 1909 con los féretros que contenían los cadáveres de las monjas inhumadas en la cripta de la iglesia de San Francisco de Sales, o las sevicias ordenadas por el protector de las artes y fundador de la Royal Society, el rey Carlos II, con el cadáver de Oliver Cromwell y de otros responsables de la ejecución de su padre, son múltiples. La venganza, reflejo del miedo y de la impotencia durante un periodo de tiempo prolongado, es también una de las causas esenciales en el trato indignante que, a menudo, se infligió e inflige a los cadáveres.

Este texto se ha desarrollado a partir de una conferencia que impartí en 2014 en la Universidad Autónoma de Barcelona por invitación de los profesores Jordi Vidal y Borja Antela Fernández, quienes editaron un pequeño texto sobre el tema centrado en el ámbito de la Protohistoria de la península ibérica.5 Con posterioridad, Javier Gómez Valero y Alberto Pérez Rubio, editores de Desperta Ferro Ediciones junto a Carlos de la Rocha, consideraron que el tema era lo bastante interesante como para trazar una visión de la decapitación y el ultraje de los cuerpos caídos en combate o ejecutados a través de la historia, reflexión que constituye la base del presente trabajo. Quiero, por tanto, no tan solo agradecerles la confianza, sino expresar mi reconocimiento por la labor que llevan realizando desde hace años en el campo de la divulgación científica de calidad de la historia militar a través de las diversas cabeceras de la revista Desperta Ferro, cuyos números dedicados a la Historia Antigua, Medieval, Moderna y Contemporánea, además de a la Arqueología, he tenido ocasión de revisar para redactar el texto, descubriendo en conjunto la calidad de los autores y trabajos editados hasta el presente. Mis compañeros de la sección de Prehistoria y Arqueología de la Universidad de Barcelona, en especial los doctores Maria Àngels Petit, David García Rubert y Josep M.ª Fullola se han interesado durante meses por los avances en la redacción y he comentado con ellos de forma distendida los ejemplos que sobre la crueldad humana iba recopilando, lo que ha hecho así más soportable un tema de por sí ya duro a pesar de ser tratado a través de la documentación bibliográfica y los planteamientos historiográficos y no de la recopilación de experiencias personales en el caso de las cronologías más recientes. Quiero también agradecer a Isabel López-Ayllón, editora de Desperta Ferro Ediciones, su ímprobo trabajo para convertir mi original en un texto legible, eliminando la legión de oraciones subordinadas que suelo emplear en mis textos, además de adaptar la bibliografía al sistema empleado por la editorial. Por último, Gloria y Andrea han sufrido no sólo los rigores de la temática tratada, sino las ausencias y los cambios de humor derivados de los trabajos de investigación y análisis, sobre todo en las etapas en las que el distanciamiento no ha sido posible por cuanto los arqueólogos en ocasiones olvidamos que esos cráneos que aparecen en un yacimiento arqueológico y ante los que nos entusiasmamos por el volúmen de información que su estudio paleoantropológico y contextual puede proporcionarnos no son sólo documentos arqueológicos sino personas, muertas y ultrajadas con la misma furia y vesianía que las más próximas en el tiempo al presente, por lo que debemos recordar que aquello que ahora calificamos como crimen en función de la fecha, y lo que identificamos como historia por la misma razón son, en esencia, el mismo hecho reprobable, la misma muestra de hasta qué punto puede llegar el ser humano cuando se desprende de los elementos ideológicos que calificamos como cultura –o bien los aplica según los casos– y decide negar a otro ser humano el derecho a la vida que reclama para sí.

NOTAS

1 Vid. [https://en.wikipedia.org/wiki/List_of_people_who_were_beheaded#England]

2 http://internacional.elpais.com/internacional/2017/06/09/mundo_global/1496993845_008268.html

3 Vid. [https://es.pinterest.com/pin/195414071311247599/]

4 Vid. [http://www.dailymail.co.uk/news/article-4556566/Kathy-Griffin-cuts-Trump-s-HEAD-outrageous-stunt.html]

5 Vid. Gracia Alonso, F.: «Cabezas cortadas y rituales guerreros en la Protohistoria del nordeste peninsular», 2015.

1 ARQUEOLOGÍA DEL CONFLICTO Y CONCEPTO DE VIOLENCIA

La interpretación de la guerra se ha basado en esencia en el análisis de las fuentes escritas referidas a los conflictos, ya fuesen coetáneas o no, lo que incluía desde visiones hagiográficas destinadas a loar la actuación de los jefes militares, hasta piezas justificativas de la política de un estado. En todo caso, se trata en la mayoría de los casos de visiones parciales y no contrastadas de lo que sucedió en un periodo determinado o sobre la forma en que se desarrolló un enfrentamiento. Una fuente documental necesaria, imprescindible, pero que no se puede tomar al pie de la letra como si fuera el único relato estricto y real de los hechos. A modo de ejemplo, cabría recordar que nuestro discurso expositivo del desarrollo de las Guerras Púnicas es el resultado de la transcripción –en la mayoría de las ocasiones de forma acrítica– de los textos de Tito Livio y otros historiadores y escritores romanos o al servicio de Roma, que no sólo escriben sus textos en periodos muy distanciados de la fecha en que sucedió lo que relatan, sino cuya prosa es el resultado de la necesidad de adecuarse a los intereses políticos del Estado o de la estructura social de la que dependen. ¿Cambiaría nuestra visión de las Guerras Púnicas si tuviéramos la posibilidad de analizar los textos de los autores cartagineses para efectuar una comparativa?1 ¿Se desmontaría el mito de la perfidia púnica, construido en la antigüedad para desacreditar y justificar la provocación de tres guerras expansionistas por parte de Roma? ¿Dejaría de verse a Aníbal según la descripción que de él hace Tito Livio (XXI.4)?:

Una crueldad inhumana, una perfidia peor que púnica, una falta absoluta de franqueza y de honestidad, ningún temor a los dioses, ningún respeto por lo jurado, ningún escrúpulo religioso.

Es probable que sí. Como también lo es que se modificarían las explicaciones sobre la explotación de los indígenas en los territorios que ocupaban (Diod. Sic., V.35-38), sobre la tortura sistemática y el ultraje a los muertos, así como sobre la mutilación de los soldados que permanecían heridos en el campo de batalla de Cannas (Tit. Liv., XX.51) o sobre las atrocidades cometidas en las ciudades conquistadas como muestra el caso de Selinunte, donde Diodoro de Sicilia (XIII.57-58) se recrea en la exposición de violaciones, quema de niños y ancianos, y amputaciones de cabezas y otros miembros, algunas de las cuales, como los sacrificios infantiles en honor de Baal-Cronos (Plut., De Sup., XIII) causaron tal impacto que trascendieron el mundo clásico y las esferas académicas. Esta trascendencia se dio gracias a la novela Salambó (1862) de Gustave Flaubert, aunque no debe olvidarse que en el momento de su publicación Francia se encontraba inmersa en la represión de los rebeldes en la colonia de Argelia y que la asociación entre quienes se negaban a aceptar la civilización occidental francesa derivada del mundo grecorromano y Cartago era fácil en extremo.

La exactitud y certidumbre de los textos clásicos servía en Francia,2 en ese momento, para intentar resolver la polémica existente sobre la ubicación del lugar donde se produjo la resistencia final de las tropas de Vercingétorix frente a Julio César en el año 52 a. C. Un lugar, Alesia, borrada del imaginario francés hasta el punto de que René Goscinny y Albert Uderzo, en su serie Astérix, convertirán en broma recurrente la negación del viejo veterano Edadepiedrix: «¿Alesia?, ¿dónde está Alesia?», mientras que el recuerdo de la victoria de Gergovia sí es imborrable como ejemplo de camaradería y cohesión social con su otra voz recurrente: «¡Repetiremos lo del 52, muchachos!». El emperador Napoleón III que deseaba emular la obra de su tío, Comentarios a la Guerra de las Galias, y la influencia del mundo clásico en la definición de las bases de la Francia surgida de la Revolución francesa y canalizada a través del Imperio,3 quiso escribir una amplia biografía sobre Julio César la cual, en efecto, llegó a publicarse –aunque de forma anónima– entre 1865 y 1866. El emperador ordenó la realización de sondeos en Mont Auxois para identificar el trazado de las obras de circunvalación romanas, cuya existencia se consiguió demostrar en 1861. Tras visitar las excavaciones, Napoleón III encomendó la continuación de los trabajos a la Comisión para la Topografía de la Galia, y poco después Victor Pernet, Paul Millot y Eugène M. Stofell llevarán a cabo intervenciones para demostrar la cronología de los fosos identificados durante las primeras prospecciones y corroborar la validez del relato de Julio César sobre la batalla. La idea nacionalista que alentaba al Segundo Imperio era definir los orígenes de Francia como una gran potencia europea basada en la conjunción de los orígenes tribales galos con el proceso civilizador romano que se había iniciado tras la derrota de Vercingétorix. El montículo acabaría siendo coronado con una estatua del caudillo galo –no por casualidad con los rasgos faciales del emperador francés–, orientada hacia Alemania, y en cuya base podía leerse una inscripción pensada por el arquitecto Eugène Emmanuel Viollet-le-Duc que constituía una incuestionable declaración de intenciones: «La Galia unida, formando una única nación, animada por un mismo espíritu, puede desafiar al universo». No se trataba de un caso aislado por cuanto el nacionalismo europeo de mediados del siglo XIX había encontrado en la investigación arqueológica un recurso ideológico esencial para la configuración de los nuevos estados liberales asentados sobre las antiguas monarquías que habían definido el reparto de Europa en el Congreso de Viena en el año 1815. El Reino Unido convirtió en pieza clave de su discurso identitario, durante la etapa victoriana, a Boudica, la reina de los icenos, presentada como la heroína capaz de superar todos los obstáculos para defender la libertad de su pueblo y oponerse al invasor, en este caso Roma, un remedo de las diferencias existentes entre la Europa continental e insular. Y, en España, tras el Desastre de 18984 se intentó recomponer el espíritu nacional a través de la recuperación de los períodos más gloriosos del pasado histórico español que suponían un ejemplo de sacrificio, como el asedio y la resistencia de Numancia en el siglo II a. C. ante las tropas romanas. Tras las primeras intervenciones de Eduardo Saavedra y Aureliano Fernández Guerra5 con el apoyo de la Real Academia de la Historia, el Estado adquirió los terrenos del enclave de Loma de Garray donde se ubicaba el yacimiento arqueológico poco después de que el rey Alfonso XIII inaugurara en 1906 el monumento conmemorativo a los héroes de Numancia. Las excavaciones continuarán con polémica bajo la dirección del hispanista alemán Adolf Schulten,6 el cual contará con el patrocinio económico del káiser Guillermo II.7 Pero este, tras establecer la certidumbre de la ubicación de la ciudad celtíbera, será relegado al estudio de los campamentos romanos de circunvalación por los miembros de la Comisión Española para el Estudio de las Ruinas de Numancia. El yacimiento es un claro ejemplo de utilización sesgada del pasado histórico, por cuanto a pesar del ingente trabajo científico desarrollado durante los últimos veinticinco años, las ideas patrióticas continúan primando en las síntesis interpretativas modernas que se realizan sobre el conflicto que terminó con su destrucción.8 Los conceptos indicados serán empleados a lo largo del siglo XX por las dictaduras fascistas alemana e italiana, estalinista soviética y franquista como formas de construcción de un mensaje ideológico asumible por la población para consolidar unos referentes identitarios de cohesión social. Ideas que, con frecuencia, se han mantenido pese a la implantación de los regímenes democráticos durante la segunda mitad del siglo XX, las cuales, sin embargo, no han sabido modificar, en muchos casos, un discurso expositivo que no sólo es atemporal respecto de las dictaduras sino que se enraíza en la propia esencia de la articulación de las comunidades implicadas como estructura, como sucede en Alemania donde la victoria de Arminio o Hermann sobre las legiones de Publio Quintilio Varo en el bosque de Teutoburgo el año 9 d. C. y el texto de la Germania de Tácito constituyen referentes para la definición del germanismo desde el siglo XVI.9

LA GUERRA SE EXCAVA

Era, pues, necesario disponer de una documentación de base científica, contrastable, no influenciada por ninguna tradición historiográfica o ideológica, que permitiera redefinir el estudio de la guerra y sus consecuencias. La Arqueología del conflicto se desarrolló en Estados Unidos a finales de la década de 1980 a partir de un proyecto emblemático: la excavación del campo de batalla de Little Bighorn, en el territorio de Montana, donde el 25 de junio de 1876 el teniente coronel George Armstrong Custer y una parte del 7.º Regimiento de Caballería fueron masacrados por una confederación de guerreros lakota y cheyene.10 La prospección sistemática del campo de batalla y la ubicación de los materiales localizados11 permitieron articular una reconstrucción de la batalla muy alejada de las visiones heroizantes difundidas por los medios de comunicación casi desde el mismo momento en que se produjeron los hechos. Esta heroización alcanzó su máximo apogeo con el film Murieron con las botas puestas (1941) dirigido por Raoul Walsh, que fijó en el imaginario popular la forma en la que sucumbieron Custer y sus hombres, un modelo explicativo alejado por completo de la realidad. El proyecto de Little Bighorn permitió cambiar el paradigma y demostrar que la historia militar –y la historia en general– podía explicarse a partir de la investigación arqueológica desde una perspectiva nueva y pluridisciplinar en la que la documentación escrita es un elemento más a tener en consideración y no una base explicativa incuestionable. El impacto de estas conclusiones redundó en Estados Unidos en la preservación de los campos de batalla dentro de la red de parques nacionales para que fuese posible la interpretación en entornos que no hubieran sufrido grandes modificaciones urbanísticas. Con ello, además, se pensaba no solo en la investigación, sino en la difusión como un factor clave para aproximar el conocimiento de la historia a la sociedad.

Dos elementos contribuyeron a afianzar el modelo. En Gran Bretaña, la identificación, la delimitación y la excavación de campos de batalla se relaciona con el estudio de la Guerra Civil. En la década de 1970 se identificó el de la batalla de Marston Moor (1644) y treinta años después se hizo lo propio con el de la de Naseby (1645), aunque sin duda el mayor avance se produjo a raíz de las excavaciones en el campo de batalla de Towton (1461), enfrentamiento decisivo del periodo de la Guerra de las Dos Rosas, cuyos resultados demostraron la necesidad de establecer una legislación que protegiera los campos de batalla como elementos esenciales para el estudio de la historia del Reino Unido. Estos resultados se incluyeron en un documento marco conocido como English Heritage Registre of Historic Battlefields, que dará lugar a la iniciativa más interesante de investigación en Arqueología militar: el Bloody Meadows Project, iniciado en la década de 1980 y a partir del cual se ha formulado la Arqueología del conflicto como una especialidad académica extendida después a otros países. Esta especialidad cuenta con una ventaja incuestionable sobre el método de interpretación tradicional, puesto que no sólo permite explicar dónde y cuando pasó un enfrentamiento, sino cómo se desarrolló y las consecuencias específicas que tuvo para una parte de los que allí combatieron. Los muertos anónimos, arrojados tras el combate a fosas comunes, se han convertido en los guías que permiten la comprensión de las batallas.

La Arqueología del conflicto ha coincidido en el tiempo con el desarrollo de una nueva forma de entender y explicar la violencia y el concepto de la guerra. A partir de los trabajos de John Keegan,12 se planteó cambiar el foco de atención y dejaron de explicarse los conflictos desde la perspectiva de los jefes militares, para estructurar una reconstrucción social, adaptada a la forma de describir y padecer los conflictos bélicos por parte de las personas anónimas que estuvieron presentes en ellos y que sufrieron directamente sus consecuencias. Un concepto crítico y social de la guerra alejado tanto de la exaltación de los hérores nacionales forjadores del destino de las naciones como de la descripción de las grandes estrategias y planes de batalla, para fijarse en los efectos de la guerra sobre los combatientes y la población civil, una idea que ha tenido un rápido reflejo en la difusión de las guerras como la suma de las vivencias personales y no de las reflexiones de un grupo muy concreto de dirigentes. La sociedad como protagonista de la historia, concepto reflejado en propuestas museográficas como la del Museo de los Campos de Flandes (Ypres) en la que una de las series de batallas más sangrientas de la Primera Guerra Mundial se explica a partir de las experiencias de individuos anónimos.13 Las ideas de Keegan, desarrolladas en trabajos posteriores,14 sirvieron de base a Victor Davis Hanson para construir la línea de análisis definida como «el modelo occidental de la guerra».15 En su tesis, centrada en el estudio de la guerra hoplítica, introduce una novedad esencial respecto al tratamiento que la historiografía tradicional había desarrollado sobre el sistema militar en la antigua Grecia, basado en las noticias aportadas por las fuentes clásicas y el apoyo de la investigación arqueológica –sobre todo de las tipologías materiales, no de la excavación de yacimientos– tan solo como elemento de corroboración de las informaciones contenidas en las primeras.