Cover

EL CID

HISTORIA Y MITO DE
UN SEÑOR DE LA GUERRA

EL CID

HISTORIA Y MITO DE
UN SEÑOR DE LA GUERRA

David Porrinas González

Prólogo de Francisco García Fitz

CUARTA EDICIÓN

Illustration

El Cid

Porrinas, David

El Cid / Porrinas, David

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2020. – 432 p., 8 de lám. : il. ; 23,5 cm – (Historia Medieval) – 4.ª ed.

ISBN: 978-84-121053-7-7

94(460).02

355.422 321.17

EL CID

Historia y mito de un señor de la guerra

David Porrinas

© de esta edición:

El Cid

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-121053-7-7

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Documentación: Alberto Pérez Rubio

Cartografía: © Desperta Ferro Ediciones / Carlos de la Rocha

Ilustraciones: Todas las imágenes son de dominio público, excepto página 4 del pliego a color © Eduardo Kavanagh; y páginas 61, 147, 164, 219, 262 y 274 © Inés Monteira.

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro

Producción del ebook: booqlab.com

Primera edición: diciembre 2019

Segunda edición: enero 2020

Tercera edición: enero 2020

Cuarta edición: febrero 2020

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2020 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

A Diego, Laura y Ana,
por quererme así
.

Índice

Agradecimientos

Prólogo

Introducción

Capítulo 1 El siglo XI: el siglo del Cid

Capítulo 2 Los primeros años de Rodrigo Díaz

Capítulo 3 El primer destierro, comandante mercenario al servicio de Zaragoza

Capítulo 4 Protector y gobernante virtual de Valencia

Capítulo 5 Señor de la guerra independiente en torno a Valencia

Capítulo 6 La conquista de Valencia

Capítulo 7 Hacia la consolidación de un principado

Capítulo 8 El Cid después de Rodrigo el Campeador: la imagen mutante de un mito viviente

Anexo: Fuentes para el estudio del Cid histórico

Bibliografía

Agradecimientos

La elaboración de este libro no hubiera sido posible sin la ayuda que he recibido de compañeros, amigos y familiares. Por tanto, es de justicia exponer, aun de manera breve, esas deudas contraídas. Debo agradecer, en primer lugar, a mi maestro, el profesor Francisco García Fitz, por introducirme en el estudio del Cid en el año de 1999, ya un tanto lejano. Le doy las gracias por todos estos años de magisterio y amistad y por haber accedido a escribir el prólogo.

Mi más sincera gratitud al grupo humano y profesional de la editorial Desperta Ferro Ediciones. A ellos les debo la oportunidad brindada, su ilusión y dedicación constantes y el magnífico aparato crítico que ilustra las páginas de esta obra. Gracias a Carlos de la Rocha por sus fantásticos mapas, a Mónica Santos por la revisión de estilo, índices, bibliografía y otras tareas varias. Agradecido, igualmente, al resto de trabajadores de la editorial, que han dedicado parte de su tiempo a mejorar mi trabajo. Quisiera destacar de manera especial a Alberto Pérez Rubio y agradecer su confianza, entusiasmo y esfuerzo continuos, su ilusión y cariño.

No puedo dejar de mencionar aquí a mis compañeros y amigos del proyecto de investigación Violencia religiosa en la Edad Media peninsular: guerra, discurso apologético y relato historiográfico (ss. X-XV), n.º HAR2016-74968-P, del Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia. Subprograma Estatal de Generación de Conocimiento de la Secretaría de Estado de Investigación, Desarrollo e Innovación.

Agradecimientos especiales para los profesores Carlos de Ayala Martínez y J. Santiago Palacios Ontalva, de la Universidad Autónoma de Madrid, por darme la oportunidad de seguir investigando acerca del Cid Campeador y compartir resultados con los miembros de este y otros proyectos en los que me integraron.

Gracias a Óscar Martín, Alberto Montaner Frutos y Alfonso Boix Jovani, pozos de sabiduría cidiana, por haber tenido a bien despejarme dudas, responderme correos y por su afecto en la distancia. A Inés Monteira Arias y a Cristina Párbole Martín por las imágenes románicas que me regalaron.

Huelga decir que ninguno de los hasta aquí mencionados es responsable de posibles errores que puedan hallar en estas páginas, ya que esa responsabilidad recae, únicamente, en quien escribe.

Agradecido igualmente a mis amigos y compañeros del Área de Ciencias Sociales, Departamento de Didáctica de las Ciencias Sociales, Lengua y Literatura de la Universidad de Extremadura, sobre todo a Juan Luis de la Montaña Conchiña y a Francisco Rodríguez Jiménez, por su aliento, amistad y por los buenos momentos vividos. A mis alumnas y alumnos de la facultad por darme la oportunidad de seguir aprendiendo. A los lectores, por acercarse a estas páginas.

Gracias también a mis familiares por su ánimo y aprecio. A mis padres y a mis hermanos, a mis suegros y cuñados. Debo agradecer de manera especial a mis hijos y a mi mujer su estímulo continuo, su amor incondicional y el haber soportado, comprendido y respetado mis «destierros» ante el ordenador. A estos últimos, a Diego, Laura y Ana, va dedicado este libro.

Prólogo

«Si fuiste o consentiste en la muerte de tu hermano». El redactor de las líneas que sirven de prólogo a la historia que el lector tiene entre sus manos no ha podido olvidar, a pesar de los muchos años transcurridos, aquel romance cidiano que hubo de aprender de memoria en la escuela:

En Santa Águeda de Burgos,

do juran los hijosdalgo,

le tomaban jura a Alfonso,

por la muerte de su hermano.

Tomábasela el buen Cid,

ese buen Cid castellano

La contundencia de aquellas frases, reforzadas, a su vez, por la grandeza del héroe que perfila y exalta el Cantar de mio Cid, condicionó durante décadas la imagen que de Rodrigo Díaz tuvo este prologuista. Tardó mucho tiempo en descubrir que el héroe no era el personaje histórico y que nunca hubo juras en Santa Gadea.

Seguramente, no es una cuestión personal, ni siquiera generacional: la fortaleza de la leyenda y del mito se impusieron, desde poco tiempo después de la muerte de Rodrigo, sobre los rasgos y las actuaciones del personaje histórico. Revertir esta realidad tal vez sea una obligación del historiador, que dispone de algunas armas, pero no muchas, para hacerlo. Ciertamente, hay fuentes fidedignas, como la Historia Roderici o los relatos de Ibn Alqama, y centenares de estudios que permiten crear el contexto en el que se desarrolló su vida, pero las zonas de penumbra siguen siendo amplísimas.

Conociendo estas limitaciones, David Porrinas se ha propuesto aportar su propio esfuerzo a los de quienes le han precedido en este auténtico reto: aquí el lector no encontrará al héroe del Cantar, ni a un personaje de ficción, ni a un símbolo nacional. Se topará, por el contrario, con un ser de carne y hueso, con un producto social de su propio tiempo y coyuntura.

Pero, al mismo tiempo, el lector tendrá la oportunidad de conocer, en cada momento, las incertidumbres y límites que rodean al trabajo del historiador y, con ello, las del conocimiento histórico que es capaz de generar: una y otra vez leerá en este libro que las interpretaciones acerca de tal o cual hecho son contradictorias, que no sabemos, que desconocemos, que no estamos seguros, que esta o aquella noticia solo está recogida en fuentes tardías y poco fiables. Son las arenas movedizas por las que transcurre una investigación honesta: se hacen preguntas que no tienen respuestas o que, de tenerlas, son extremadamente prudentes y advirtiendo siempre al lector de las insuficiencias de nuestras fuentes y de los límites del conocimiento histórico en torno a la figura del Cid.

No obstante, el resultado no defrauda, al menos para quien esté interesado en la historia: hasta donde se puede reconstruir, se ofrece la biografía y el perfil social de un hombre y del grupo de guerreros que lo acompañaban en las fronteras de un mundo en expansión, el occidental, pero en el marco específico y fascinante del siglo XI ibérico, un panorama en ebullición en el que intervienen núcleos políticos del norte en plena fase de crecimiento, un al-Ándalus fragmentado y enfrentado en reinos de taifas y un imperio bereber dispuesto a detener a los primeros y a unificar a los segundos.

El magma político resultante es un escenario marcado por la violencia en el que, de una parte, la confrontación armada y, de otra, la relación política entre los protagonistas, que muchas veces no es sino la consecuencia de una extorsión militar que se concreta en la exigencia de parias, determinan las formas de actuación de todos.

Es en este contexto, en unas fronteras tan violentas como fluctuantes, donde personajes como el Cid encuentran un nicho propicio para su desarrollo: guerreros capaces de conformar y liderar su propia mesnada, que actúan ya al servicio de unos y de otros, cristianos o musulmanes, según la coyuntura o la conveniencia, ya por cuenta propia o en persecución de sus intereses particulares.

El autor nos desgrana, a lo largo de los capítulos, los principales jalones de su biografía, desde sus orígenes familiares y su infancia o adolescencia hasta el momento culmen de su trayectoria militar y política, cuando entra y se consolida en Valencia, convertida en un señorío personal. Entre aquellos primeros remotos momentos burgaleses de su vida y sus últimas vicisitudes levantinas se van sucediendo éxitos y fracasos, exilios, frustraciones y victorias: sus primeras acciones de armas junto con Sancho II de Castilla en las batallas de Llantada y Golpejera o en el asedio de Zamora; los servicios prestados a Alfonso VI como cobrador de parias en la taifa de Sevilla y el consiguiente enfrentamiento campal con el conde García Ordóñez en Cabra; el primer destierro en Zaragoza, donde actuaría con eficiencia como mercenario del rey de aquella taifa, aprendiendo los complicados entresijos políticos de la frontera del Ebro, enfrentándose al gobernante musulmán de Lérida y derrotando al rey de Aragón y al conde de Barcelona en Almenar y en Morella; testigo distante de la conquista de Toledo, de la llegada de los almorávides y de la derrota castellana en Zalaqa; «protector» de la taifa valenciana en nombre de Alfonso VI, teniendo entonces la oportunidad de conocer de primera mano la realidad levantina y de comprender las posibilidades de actuación política y militar que se le abrían en aquella zona para comenzar a desarrollar su propio papel como señor de la frontera, como autónomo señor de la guerra; la frustrada campaña de Aledo, la ira regia y el segundo destierro en tierras valencianas, convertidas ahora de manera definitiva no solo en el sustento de su mesnada –a través de la extorsión, el botín y las parias–, sino también en su gran objetivo político y militar, para lo cual hubo de enfrentarse al resto de los actores con intereses en la zona, desde Castilla a Zaragoza o Lérida, a cuyo servicio estaba el conde de Barcelona, que, otra vez, fue derrotado por el Cid en el pinar de Tévar; el asedio y conquista de la ciudad de Valencia y su posterior defensa frente a la presión almorávide, a los que derrotó en Cuarte y en Bairén.

Sus acciones son tantas y tan significadas que, además de crear un mito que acabó devorando al personaje histórico, ha dado material suficiente a novelistas, cineastas, pintores o propagandistas para la elaboración de sus propias creaciones.

Por ello, es necesario insistir en que no lo han tenido fácil los historiadores a la hora de discernir entre lo legendario o lo literario de la figura que fue de carne y hueso. Toda una serie de investigadores ha venido intentándolo, desde el magno esfuerzo de Menéndez Pidal hasta los más recientes de Fletcher, Martínez Díez, Peña Pérez, Montaner Frutos, Boix Jovaní o nosotros mismos. La lista es más larga, pero el autor de la obra que el lector tiene en sus manos, que también ha contribuido, desde hace ya casi dos décadas, al conocimiento y contextualización del Cid histórico en otras publicaciones académicas, nos ofrece un relato sintético, accesible a un público amplio, pero no por ello menos académicamente riguroso.

Francisco García Fitz
Catedrático de Historia Medieval
Universidad de Extremadura

Introducción

El libro que tienen en sus manos es el producto de casi veinte años de trabajo, de estudio, reflexión, de horas dedicadas a conocer y desentrañar a Rodrigo Díaz, el Cid Campeador. Esa tarea, a veces ingrata, otras gratificante, me ha hecho comprender que nunca estará todo dicho acerca de este fascinante personaje de la historia de España, de Europa e incluso del mundo.

Desde su misma existencia han discurrido, y siguen fluyendo, caudalosos ríos de tinta, imágenes, discursos en torno a él. Nunca estará cerrado, nunca amortizado, porque cada época, cada momento y cada acercamiento seguirá contemplándolo con nuevos y distintos ojos. Por ello, debo confesar que estoy absolutamente convencido de que este no va a ser el último libro que se escriba de Rodrigo Díaz, el Cid Campeador. De hecho, no sería ni conveniente ni deseable, porque un personaje de tal potencia debe seguir siendo estudiado y analizado, indagado y comprendido, desde todas las ópticas posibles, desde todas las inquietudes y sensibilidades que pueda haber. Esta obra es producto de una más de esas múltiples sensibilidades que han contemplado a un protagonista de una parte de la amplia historia de España, europea y mundial. Una más. Y, por tanto, no pretende para nada ser exclusiva ni hegemónica, sino tan solo una más, la de un autor que ha gozado estudiando lo que ha terminado por convertirse en una pasión.

Porque Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, tiene un magnetismo que atrapa, un «algo» que seduce. Si así no fuese, no se habrían producido tantos «cides» diferentes desde, prácticamente, el fin de su existencia física hasta hoy. Pocos personajes históricos han generado tantas y tan dispares opiniones y versiones, tantas representaciones, debates y polémicas, admiraciones y aversiones, manipulaciones y malentendidos. Y, si eso es así, me he preguntado siempre, es por algo aunque, he de confesar, aún no he conseguido dar con la respuesta, y puede que nunca lo logre. Porque hay fenómenos que, simple y llanamente, son imposibles de comprender y mucho menos de explicar.

El libro que aquí se presenta nace del estudio de la guerra y de la caballería en los siglos centrales de la Edad Media castellana y leonesa, temática que analicé en mi tesis doctoral. Mientras elaboraba esa investigación, prolongada y un tanto ardua, estudiaba también al Cid desde el punto de vista académico, con el oficio y la metodología del historiador. De hecho, mis primeras publicaciones y participaciones en congresos científicos versaron en torno a la temática cidiana, muy vinculada a esas otras materias más amplias en las que me encontraba trabajando. Ni que decir tiene que Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, aportó mucha luz a ese trabajo más extenso.

Es por ello que esta obra presta una atención especial a todo lo relacionado con el mundo de la guerra y la caballería que envolvió a Rodrigo Díaz. Porque el Cid que ustedes van a encontrar en las páginas siguientes es, en primer lugar, un guerrero, comandante de tropas al tiempo que combatiente, personaje histórico de la segunda mitad del siglo XI dedicado, fundamentalmente, a la actividad bélica, excepcional y original en varios sentidos, pero, en el fondo, hijo de su propio tiempo. A presentar ese escenario de finales del complejo y convulso siglo XI está dedicado el primer capítulo. Porque Rodrigo Díaz no puede entenderse sin que se le sitúe en el marco de la península ibérica, la Europa y el Mediterráneo de ese momento. Un punto de inflexión para la historia europea de la segunda mitad del siglo XI que generó otros individuos que guardan similitudes con Rodrigo Díaz, en especial caballeros normandos aventureros que conquistaron territorios que transformaron en señoríos en el sur de la península itálica y Sicilia. Rodrigo Díaz es un producto de la fitna, la guerra civil surgida tras la disolución del califato de Córdoba y su fragmentación en múltiples reinos de taifas. Solo en ese contexto convulso de violencia y confusión es donde un oportunista como él podía desarrollarse y lograr el éxito. Aquel mundo fragmentado y enfrentado era terreno abonado para un aventurero, un señor de la guerra que supo moverse con habilidad en las fronteras, entonces difusas, entre islam y cristiandad.

Es muy poco lo que sabemos de sus primeros años de vida, de su infancia y adolescencia. Los pocos restos que de esas etapas vitales nos han llegado pueden ayudarnos a componer un cuadro un tanto impresionista y borroso que va adquiriendo definición y colorido a medida que los años avanzan. A esos años juveniles dedicamos el segundo capítulo del libro, para adentrarnos, en el siguiente, en los de su primer destierro, aquellos que le permitieron integrarse de pleno en la realidad islámica de un reino de taifas.

No puede entenderse la evolución posterior de Rodrigo Díaz sin ese tiempo de servicio militar y diplomático a los príncipes de Zaragoza, periodo en el que tuvo la ocasión de articular, entrenar y comandar a un ejército híbrido de cristianos y musulmanes. Un tipo de hueste combinada que se convirtió desde entonces en el principal soporte de Rodrigo Díaz, en el resorte esencial de su poder. Aquellos años formativos le permitieron conocer de primera mano las complejas interioridades de un reino taifa así como participar, de alguna forma, en su gobierno, como responsable de la organización militar en aquel principado. Tras los años de exilio retorna a Castilla durante un breve lapso, porque es en su tierra de origen, precisamente, donde Rodrigo Díaz pasó menos tiempo a lo largo de su vida. El perdón del rey lo llevó a Valencia, a actuar allí como un agente del emperador Alfonso VI, árbitro en las relaciones políticas en la Península de aquel tiempo, articulador de un orden basado en la extorsión, la fuerza militar y el cobro de parias. Rodrigo practicó, a pequeña escala, ese modelo de dominio basado en la presión bélica y en el drenaje de dinero hacia sus arcas.

A esas cuestiones, siguiendo la lógica secuencia temporal de acontecimientos, se dedica el cuarto capítulo, para encontrar a Rodrigo de nuevo desterrado en el siguiente. En él descubriremos a un Campeador tan hibridado como la hueste que comandaba, a un señor de la guerra independiente que aglutina las nociones políticas, jurídicas, económicas, diplomáticas y militares de los dos mundos en los que había habitado, el cristiano y el musulmán. Durante ese periodo, centró sus energías en el dominio de Valencia y, para conseguirlo, se enfrentó, de nuevo, a enemigos cristianos y musulmanes y neutralizó a adversarios de distinta naturaleza, lo que le permitió ampliar y consolidar un señorío virtual en torno a la ciudad del Turia, cuyo control vio seriamente comprometido por la irrupción de los almorávides en la región. A partir de ese hecho, Rodrigo inició una fase de intenso hostigamiento a la capital de la taifa valenciana sin más recursos que los que él mismo pudo conseguir, por lo que se vio obligado, en numerosas ocasiones, a la improvisación, a una continua reinvención y readaptación a circunstancias cambiantes. Porque el avance almorávide modificó y alteró un statu quo peninsular que Alfonso VI había implantado durante años en la Península y Rodrigo Díaz en la taifa de Valencia. Esa coyuntura de cambios en las relaciones entre cristianos y musulmanes coincidió con los años más activos e intensos del Campeador.

En el capítulo sexto, Rodrigo se entrega a la tarea de conquistar Valencia, para lo que se valió de todas las armas, físicas y psicológicas, que tuvo a su alcance o que él mismo supo concebir. Ese prolongado y complejo asedio, algunos de cuyos detalles conocemos gracias a un cronista musulmán que vivió en aquellos días, colocó al guerrero castellano ante distintos retos, ante diferentes exigencias. Y es que pocos asedios del periodo fueron tan narrados de manera tan detallada como al que sometió a la ciudad del Turia Rodrigo Díaz, en el que se dieron distintas fases, así como diferentes grados de intensidad y presión militar, donde los ataques directos se alternaron con la impermeabilización total a los sitiados, la transformación de algunos arrabales en mercados prósperos, el empleo de la insurgencia y la contrainsurgencia, del terror y la brutalidad y la negociación y los pactos. Gracias a la combinación de distintas tácticas, que configuraron una estrategia global cidiana, Rodrigo consiguió que la ciudad codiciada se le entregase en junio de 1094.

En el siguiente capítulo se estudia a un Rodrigo que no hizo otra cosa que trabajar para consolidar su poder en la ciudad conquistada y eliminar cualquier obstáculo que se interpusiera entre él y su objetivo. Comenzó una política represiva encaminada a neutralizar posibles elementos insurgentes y ordenó la ejecución del gobernante a quien se había comprometido a mantener en el trono y proteger, desarmó a la población potencialmente peligrosa y aumentó la presión fiscal sobre sus gobernados. Todo ello, lo hizo plegándose y adaptándose a las estructuras jurídicas, económicas y tributarias islámicas preexistentes, gobernando más a la manera de un rey de taifas musulmán que como un príncipe cristiano feudal. No podía ser de otra manera, pues el Campeador carecía de los recursos demográficos necesarios para consolidar su conquista y se vio obligado a amoldarse a un sistema que conocía bien por haberlo ya explotado con anterioridad, mientras era protector de la ciudad en nombre de Alfonso VI.

Con todo, nos encontramos ante el primer rey de taifas cristiano, ante el primer señor cristiano que gobierna un señorío, salvo por meras cuestiones externas, como un musulmán, lo que da muestra, una vez más, de un pragmatismo prosaico y una capacidad de adaptación que siempre le caracterizaron. En el transcurso de esos primeros años de gobierno valenciano no dejó de sentir la presión de unos almorávides que ya habían controlado la mitad sur peninsular y cuyo líder supremo, Yúsuf ibn Tašufín, «Príncipe de los Creyentes», había marcado la recuperación de Valencia como uno de sus objetivos prioritarios. La contención de los norteafricanos constituyó todo un reto para el nuevo gobernante de Valencia, una tarea a la que tuvo que consagrar todas sus energías.

Pocos meses después de haber conquistado la ciudad, fue asediado con los suyos y debió solucionar la situación como mejor sabía hacer, con muestras, una vez más, de ingenio militar, valentía, astucia y aprovechamiento de recursos tácticos y psicológicos. Logró estrechar alianzas con distintos poderes, cristianos y musulmanes, que rodeaban a su principado, pues no se conformó con lo ganado, sino que intentó ir más allá al hacerse con el control de otras posiciones importantes que dieron cuerpo a ese señorío valenciano. Junto con uno de esos aliados, el rey Pedro I de Aragón, se enfrentó, de nuevo, a los almorávides en una gran batalla campal en la que consiguió, una vez más, imponerse al enemigo.

Tres años después de la conquista recibió el mayor golpe que le propinó la vida, la muerte de su único hijo varón, Diego Ruiz, el cual cayó en una batalla contra los almorávides, un enemigo al que solo Rodrigo pudo derrotar en campo abierto en el intervalo de unos veinte años. La desaparición de su heredero condicionó las estrategias del Campeador, pues se vio obligado a dar un giro a su orientación política, que empezó, desde entonces, una cristianización del territorio conquistado que, hasta ese momento, había ido aplazando. En esa nueva política cidiana, tendente, tal vez, a estrechar alianzas con un papado que había iniciado las cruzadas, desempeñó un rol destacado el obispo cluniacense Jerónimo de Perigord.

Tan solo un año después de convertir la mezquita de Valencia en catedral, y de haber llevado a cabo su última conquista, la de Murviedro (Sagunto), Rodrigo falleció en Valencia por causas naturales, o quizá por el agotamiento que había provocado una vida errante consagrada al ejercicio de la guerra, en la que había sido herido de gravedad, al menos, en dos ocasiones. Jimena fue, desde entonces, la encargada de preservar el principado de Valencia, pero estaba demasiado sola en tal empresa y solo resistió tres años durante los cuales hizo todo cuanto estuvo en sus manos para, al menos, trazar caminos que llevaran en el futuro a los suyos a la recuperación de lo que se perdió sin remedio.

En julio de 1099, Rodrigo Díaz, el hombre, murió en Valencia. Aunque muy poco tiempo después nació el mito de Mio Cid Campeador, que inició, desde entonces, un proceso complejo y apasionante, el de la transformación continua del hombre en leyenda, el de la eterna reinterpretación de un mito vigente. Y es que apenas cincuenta años después de su muerte aparecieron las primeras referencias a un «Mio Cid» que cuajó, décadas más tarde, en la obra cumbre de la literatura medieval castellana, el Cantar de mio Cid. Juglares, trovadores y cronistas no hicieron sino dar forma a una leyenda mutante, de tal manera que, a partir de entonces, cada siglo contó con su propio Cid Campeador, cada época alumbró a un nuevo héroe, reflejo de las inquietudes y visiones de cada momento.

A ese proceso de transformación continua, reinterpretación y mutación que empezó en el siglo XII y que se prolongó hasta la actualidad, se consagra el último capítulo de este libro. En él, el lector podrá conocer a muchos cides distintos, al de la épica y la juventud deformada, al de la leyenda y el romance, a un cid caballeresco y teatral, a un personaje satirizado, o contemplado como torero, al referente de las esencias patrias, al de la gran pantalla, el de los libros de texto, panfletos, poemas, novelas, dibujos animados, incluso algún videojuego… Amado y odiado, sublimado y condenado, admirado y criticado, distorsionado por unos y otros, el Cid ha suscitado amores y odios, debates, polémicas y un amplio abanico de visiones literarias, artísticas y las generadas por la denominada cultura popular, que siguen manifestándose en nuestra más inmediata actualidad. Y es que Rodrigo, el Cid Campeador, aún hoy sigue siendo un personaje que atrae, que genera interés, como demuestra el éxito editorial de la novela de Arturo Pérez-Reverte basada en su figura, o la expectación que ha generado el rodaje de una serie que se estrenará con la nueva década en una poderosa plataforma audiovisual.

Mas ¿a qué se debe tanto interés secular y actual en el guerrero de Vivar? Tal vez sea, en parte, por la propia trayectoria vital del hombre de carne y hueso, al líder militar y caballero despojado de vestimentas legendarias, al señor de la guerra de la segunda mitad del siglo XI. Pues fue el propio Rodrigo Díaz, conocido en vida como Campeador, no sabemos si también como Sidi, quien sentó las bases para transformarse en leyenda y mito. En este libro hemos pretendido penetrar en esa existencia histórica y analizar el recorrido vital de un combatiente y señor de la guerra que, en varios sentidos, se nos muestra como alguien excepcional que aglutina una serie de interesantes cualidades y características que lo llevaron a alcanzar el éxito en su tiempo y en los venideros. Hasta ahora, no se había abordado el estudio sistemático de la vertiente militar de Rodrigo Díaz, salvo en trabajos más breves como el publicado por Francisco García Fitz1 y en otros desarrollados por quien aquí escribe.2

A la luz de las fuentes históricas disponibles, algunas de ellas, las más importantes, brevemente comentadas en el anexo del libro, descubrimos en Rodrigo Díaz una serie de características en las que merece la pena detenerse. A lo largo de las siguientes páginas se valorarán en sus diferentes contextos, pero no está de más reseñarlas en esta introducción, aunque sea de forma sucinta y esquemática, ya que una de esas cualidades, esencial para entender al personaje histórico, es la gran capacidad de aprendizaje y adaptación que mostró a lo largo de su vida. Rodrigo Díaz supo aglutinar las virtudes de los dos mundos en los que se vivió, el cristiano feudal y el islámico tributario. Gracias a ello, supo convertirse en una especie de híbrido militar y político que pudo desenvolverse en contextos cristianos y musulmanes y moverse como pez en el agua en el mundo fronterizo en el que habitó. En el discurrir de las páginas que siguen podremos hacernos una idea de esa capacidad camaleónica y adaptativa del guerrero burgalés, una cualidad que le permitió adaptarse a circunstancias cambiantes y adversas.

Otra de las claves del éxito del Campeador, relacionada con la anterior, fue su pericia para articular una hueste híbrida de cristianos y musulmanes, la organización y mantenimiento de un ejército permanente y profesional en un momento en el que no existían aún los ejércitos permanentes y profesionales. La base de su fuerza, el principal resorte de su poder y una de las claves de su éxito fue, precisamente, ese contingente combinado, el mestizaje de efectivos, tácticas, combatientes y tradiciones guerreras cristianas e islámicas. A partir de una pequeña mesnada de caballeros cristianos bien armados y disciplinados, leales a su líder y solidarios entre sí, Rodrigo construyó un núcleo combativo cohesionado al que se fueron sumando otros cuerpos militares que dotaron de masa y músculo a ese cerebro central.

Rodrigo Díaz logró esa cohesión de tropas gracias a otra de sus cualidades fundamentales: la implicación personal en los combates. Y es que, si un líder pretende la adhesión, implicación y lealtad de los suyos, no hay nada como predicar con el ejemplo y, en ese sentido, el Campeador es paradigmático. Tenemos pruebas suficientes como para contemplar en Rodrigo a un comandante modélico y a un combatiente esforzado que sufría los mismos padecimientos, las mismas penalidades que los hombres a quienes comandaba, pues participaba en persona en cabalgadas, asedios, escaramuzas y batallas. Rodrigo sufrió como cualquiera de sus hombres, soportó con ellos las inclemencias meteorológicas, las largas marchas a caballo, la vida castrense en campamentos y fortalezas medio derruidas, en bosques y quebradas. Sangraba y se afligía, como muestran las dos ocasiones en las que fue herido de gravedad por sus enemigos. Esa implicación personal y capacidad de resignación reforzaron la cohesión de unas tropas que actuaron como un solo hombre.

El continuo deambular de un lado para otro permitió a Rodrigo convertirse en un experto conocedor del terreno, de la topografía y de las ventajas que de ello podían derivarse en la guerra. No pueden entenderse algunos de los éxitos militares que alcanzó sin ponderar dicha capacidad para leer e interpretar desde la óptica bélica las distintas potencialidades que podía ofrecer el terreno, los escenarios de guerra y el combate. Rodrigo Díaz consiguió convertir algo tan básico como la topografía en un potente recurso militar más. Porque otra de las características que nos permiten definir al Campeador es su inteligente y óptimo aprovechamiento de distintos recursos militares, físicos y psicológicos, a su alcance.

Hemos ido apuntando hasta ahora que Rodrigo Díaz se caracterizó también por la explotación de recursos psicológicos, que tampoco puede entenderse sin ese empleo, a veces intenso, de la psicología humana, de la propia y de la ajena. Así pues, el Cid supo utilizar las emociones de los hombres y convertirlas en un arma más con la que combatir. A su propia valentía personal, que inspiró y motivó a los suyos para el combate, hay que sumar el inteligente uso del miedo para debilitar a sus adversarios. El miedo fue un arma de la que Rodrigo se valió con intensidad durante el asedio a Valencia, sobre todo durante sus fases finales, cuando mostró su faceta más extrema, descarnada y brutal, al atemorizar a los valencianos mediante torturas y ejecuciones de sus correligionarios, unas acciones que minaron su resistencia psicológica y facilitaron la rendición final.

Rodrigo Díaz también se benefició, al menos en dos ocasiones, de un arma psicológica como es propalar rumores. Gracias a ello, se alzó con el triunfo en dos significativas batallas campales, dos de sus victorias más importantes.

A todo ello debemos sumar el factor suerte, eso que los musulmanes llaman baraka, que complementó sus propias destrezas en alguna ocasión. Suele decirse que la suerte acompaña a los valientes y tal vez el Campeador sea una prueba de la validez de ese aserto.

Se han enumerado hasta aquí algunas de las claves que nos permiten contemplar a un Campeador astuto, meticuloso, analítico, valeroso y pragmático. Tales cualidades permiten entender cómo alcanzó los dos grandes logros militares que terminaron por convertirlo en leyenda. Uno de ellos es la conquista de Valencia, ya mencionada, una empresa ardua para un comandante en sus circunstancias, pues el Rodrigo que conquistó Valencia no era rey ni un gran señor, por lo que carecía de un territorio propio en el que abastecerse de hombres, armas, pertrechos y víveres, de un lugar a sus espaldas en el que encontrar refugio en la adversidad y recursos en la necesidad. Lo más parecido que tuvo a una retaguardia fue el reino taifa de Zaragoza de forma coyuntural. Todo lo demás tuvo que crearlo e improvisarlo él mismo. Hasta la fecha, solo se había conquistado una gran ciudad islámica amurallada en la Península, Toledo, ganada por Alfonso VI tras unos siete años de negociaciones, extorsiones y presión política y militar. La ciudad del Tajo había sido tomada nueve años antes por Alfonso VI, emperador, el señor más poderoso de la península ibérica, dueño de un vasto territorio y una red de solidaridades nobiliarias y concejos de frontera. Rodrigo Diaz expugnó Valencia en algo menos de dos años, sin más recursos que su propio ejército y ciertas ayudas del rey de Zaragoza. Alfonso VI no tuvo quien le disputara la conquista de Toledo, mientras que Rodrigo tuvo que enfrentarse a Berenguer Ramón II de Barcelona, a los almorávides y al mismo emperador cristiano. Por todo ello, la toma de Valencia constituye el mayor éxito del Cid.

El otro gran logro alcanzado por el Campeador fue el hecho de resultar victorioso en varias batallas campales, en un tiempo en el que esa operación militar se eludía, se evitaba en la medida de lo posible por su peligrosidad, riesgo e incertidumbre. Eminentes líderes militares y conquistadores medievales nunca participaron en ellas. Alfonso VI, por ejemplo, se vio involucrado en dos, Zalaqa y Consuegra, y en ambas resultó derrotado. Rodrigo Díaz comandó sus tropas en, al menos, seis batallas campales y en todas ellas se alzó con la victoria. La mayoría de esos combates tuvo que afrontarlos en desigualdad de condiciones, al enfrentarse a ejércitos más numerosos y, quizá, mejor armados que el suyo. Las cualidades aludidas y, en alguna ocasión la ayuda de ese factor suerte mencionado, permitieron a Rodrigo Díaz conseguir un éxito inédito en otros líderes militares medievales. Esa invencibilidad en la batalla constituyó un argumento ampliamente repetido en las mitificaciones posteriores.

En conclusión, la trayectoria vital de Rodrigo Diaz resulta fascinante, más incluso que las apasionantes mitificaciones, por ello, merece ser estudiada y presentada al público, aun siendo consciente de que quedan aspectos por indagar, facetas en las que profundizar, asuntos por descubrir de esa vertiente militar. Espero que el lector de estas páginas pueda conocer a un nuevo Cid, al señor de la guerra que se convirtió en leyenda gracias, en buena medida, a esas cualidades y éxitos bélicos que lo acompañaron en vida. Espero, igualmente, que el lector de estas páginas disfrute con el resumen final de un proceso de mitificación complejo, cambiante y atrayente.

Notas

1 Vid. García Fitz, F., 2000, 383-418.

2 Vid. Porrinas González, D., 2003b, 163-204; 2003, 223-242; 2005, 179-188; 2008,167-206; 2015b, 489-522; marzo 2017, 22-30; 2018, 109-133; 2019, 367-400; 28 de noviembre de 2018, [www.alandalusylahistoria.com]. También pueden encontrarse algunos análisis de esa vertiente militar cidiana en Porrinas González, D., 2015, disponible en línea para consulta.

1

El siglo XI: el siglo del Cid

Talibus armis ornatus et equo,

–Paris uel Hector meliores illo

nunquam fuerunt in Troiano bello,

sunt neque modo–

[De tales armas y caballo ornado,

–ni Paris ni Héctor a éste superiores

en la guerra de Troya jamás fueron,

ni lo es hoy nadie–]*

Pocos siglos han sido tan determinantes en la historia de Europa, y, por ende, del mundo, como el siglo XI. Y es que, durante el periodo que inaugura la centuria, el que se prolonga desde el año 1000 hasta el 1350, hoy llamado Plena Edad Media o Edad Media central, fueron muchos los cambios que experimentó ese ámbito que denominamos Europa. Un espacio que, en cierta medida, se empezó a conformar como tal, o, al menos, en el que se asentaron algunas primeras bases a lo largo de ese arco cronológico.1 El siglo XI es el punto de partida, el momento en el que se iniciaron algunas de las significativas mutaciones que determinaron, más adelante, la fisonomía e idiosincrasia europeas.

Algunos autores sostienen que, durante esa centuria, se asistió al despertar de una cristiandad hasta entonces en repliegue, amenazada por pueblos no cristianos como los musulmanes en el Mediterráneo, en la península ibérica, en el sur de Italia, Sicilia y Anatolia; los pueblos nórdicos (vikingos) desde las heladas tierras escandinavas y el Báltico; eslavos desde las riberas de ese mismo mar y las estepas de Polonia, Lituania, Estonia, Livonia…; o magiares y búlgaros desde las llanuras de Europa central, etc.

En el territorio que hoy conocemos como Europa occidental se habían venido formando reinos y principados que tenían en común –a grandes rasgos y con peculiaridades regionales específicas– una organización política, social y económica que se puede denominar «feudovasallática» o «feudal», o al menos «prefeudal», en la que tenían una destacada importancia las relaciones de dependencia interpersonal entre señores, vasallos y siervos,2 así como la práctica de una religión común, el cristianismo, en cuya cabeza se situaba un papa residente en Roma que vio incrementado tanto su poder como la influencia ideológica, política y mental precisamente a lo largo de este siglo XI. La situación del papado hasta ese momento, y durante la primera mitad de dicha centuria, fue similar a la del resto de la Europa occidental: la de unos Estados replegados y amenazados sobre todo por musulmanes. El siglo XI fue también, así pues, el del comienzo de la expansión del papado y de sus ideas reformadoras y universalistas, hasta convertirse, en el transcurso de los últimos cincuenta años del siglo, en una institución poderosa en lo ideológico, árbitro en los asuntos políticos de los emperadores, reyes y príncipes territoriales, con capacidad para quitar legitimidad a reinos, principados o señoríos antiguos o nuevos. La manifestación más espectacular de esa política papal expansiva la constituyó la primera cruzada, un complejo y multifacético movimiento que concluyó con el resonante éxito de la conquista de Jerusalén en julio de 1099, a pocos días de la muerte del protagonista de este libro, Rodrigo Díaz, el Campeador, acaecida en Valencia el 10 de julio de aquel año.3

Determinados autores se han referido al siglo XI como «siglo de las cruzadas». Sin embargo, en sus décadas no se asiste sino al nacimiento y primera materialización de ese fenómeno cruzado, como idea y como práctica, y son las centurias posteriores, en especial los siglos XII y XIII, los verdaderos «siglos de las cruzadas», por la extensión e intensidad en el desarrollo de ese fenómeno militar, político, religioso, económico y cultural.4 Más que de «siglo de las cruzadas», tal vez debamos hablar de siglo del inicio de la expansión occidental, ya que, en ese intervalo, las fronteras de la Europa cristiana y feudal comenzaron a dilatarse. Europa se amplía contra enemigos de distinta religión que hemos mencionado más arriba. Las cruzadas, o más exactamente una «primera cruzada» que dio inicio al fenómeno cruzado, no fueron sino una manifestación más de ese «despertar de Europa» o «triunfo de la cristiandad» que se plasmó en otros escenarios «europeos» como los enunciados.5 Esa Europa en expansión, en especial a partir de mediados del siglo XI, es el mundo en el que surgió y se desarrolló la figura del Cid, de la que resulta complicado entender su trayectoria y significación sin tener en cuenta algunos aspectos generales.

EL CRECIMIENTO ECONÓMICO Y DEMOGRÁFICO

Europa occidental asistió durante el siglo XI a un crecimiento económico y demográfico que tuvo sus orígenes a mediados de la anterior centuria, aproximadamente. No está demasiado claro si el incremento de la población trajo como resultado una mejora generalizada de las técnicas agrícolas o si fue al contrario. Lo cierto es que se empezó a optimizar el aprovechamiento de la tierra, gracias a la implementación del sistema de rotación trienal, que reemplazaba al modelo de rotación bienal, menos eficiente, y en el que las leguminosas se convirtieron en un cultivo relevante para la dieta y la oxigenación del suelo. De ese modo, se amplió el número de cosechas anuales y se mejoró la alimentación de las personas. Esta nueva agricultura se sirvió de innovaciones como el arado de vertedera, en sustitución del arado romano, más efectivo para la roturación de las tierras más pesadas y húmedas de las regiones de la Europa septentrional y central.

A partir de ese momento, y gracias al sistema de tiro basado en la collera acolchada, el caballo se convirtió en animal de labranza en distintos puntos de Europa occidental y consiguió, por su potencia, un mejor aprovechamiento con respecto al obtenido a partir del empleo tradicional de asnos y bueyes. La solidez animal fue reemplazando cada vez más a la humana y, a su vez, se produjo una mayor eficiencia energética con el desarrollo de molinos de agua, que vinieron a sustituir a la fuerza de la sangre y a los músculos humano y animal como elemento motriz para actividades principales como son la molienda, el prensado y el abatanado.6

Pero, a pesar de esas innovaciones, las hambrunas persistieron y se dieron algunas especialmente graves. Se estima que durante el siglo XI hubo incluso más episodios que en el X. No obstante esos sucesos críticos, el crecimiento demográfico y económico se fue retroalimentando a lo largo del siglo XI, al tiempo que aumentaron las superficies de cultivo gracias a nuevas roturaciones, por lo que creció el rendimiento de las tierras y, con ello, los excedentes. Ello estimuló las relaciones comerciales, la producción artesanal, la monetización de la economía y el crecimiento urbano. La población se convirtió en el recurso económico principal de grupos sociales dominantes como la aristocracia y el alto clero. Y es que, a mayor cantidad de tierras y de hombres que las hicieran productivas, mayor era la capacidad para mantener, armar e incrementar ejércitos de caballeros, así como para financiar la construcción de castillos de piedra. Elementos que, a partir de entonces, se convirtieron en referentes efectivos, sociológicos y simbólicos, es decir, en seña de identidad medieval.

GUERRA, CASTILLOS Y CABALLEROS

Caballeros y castillos fueron, desde entonces y más que nunca antes, uno de los resortes e instrumentos esenciales del poder que ostentaron, y en ocasiones detentaron, reyes, príncipes territoriales, altos cargos eclesiásticos y señores laicos. Los caballeros, además, constituyeron un poder en sí mismos, una potencia necesaria para llevar a cabo la expansión territorial de la que Europa y el Mediterráneo fueron testigo desde el siglo XI en adelante. La guerra, donde señores, caballeros y castillos resultaron imprescindibles en el ejercicio del poder,7 fue una realidad ubicua en la Edad Media en general y en el siglo XI en particular. La actividad guerrera, basada en caballeros y castillos, resultó una clave de bóveda para entender la trayectoria y significación de Rodrigo Díaz, precisamente la realidad donde debemos centrar nuestro análisis y atención. Mas quizá convenga esbozar unas primeras pinceladas acerca de la naturaleza de la guerra en la Edad Media, unas ideas previas y resumidas que desarrollaremos más adelante, cuando sea necesario explicar distintos aspectos relacionados con el Campeador.

El siglo XI fue también revolucionario en la evolución de las formas de hacer la guerra. Fue a partir de ese momento cuando la caballería se convirtió en elemento determinante y dominante en los campos de batalla. Tal cosa fue así, entre otros motivos, gracias al desarrollo de una nueva táctica guerrera: la carga de caballería. Un procedimiento novedoso, basado en el lanzamiento de escuadrones a caballo lanza en ristre, que se fundamentaba en la conjunción de varios caballeros alineados que atacaban con la «lanza tendida». Ello fue posible por la generalización del uso del estribo y por las mejoras en la silla de montar, que permitieron al jinete un mayor afianzamiento en su montura.

Illustration

Figura 1: El conocido como casco de Olmutz es uno de los escasos ejemplares de este tipo de cascos del siglo XI que se han conservado. Es de hierro y forjado en una sola pieza. Kunsthistorisches Museum, Viena (Austria).

Illustration

Loriga de cota de malla, siglo XI. La cota de malla proporcionaba una protección efectiva contra los cortes, pero había de vestirse sobre una prenda acolchada –gambesón– que amortiguase las contusiones y evitase que, con el golpe, las anillas de la malla se clavasen en el cuerpo. Kunsthistorisches Museum, Viena (Austria).

Illustration

Escena del Cantar de Roldán representada en la catedral de Angulema (Francia), en la que el arzobispo Turpín «aguija su caballo con las espuelas de oro puro y se lanza con gran ímpetu para atacar [al rey llamado Corsablís, de Berbería]. Le parte el escudo, le destroza la loriga y le atraviesa el cuerpo con su larga lanza; la hunde bien de modo que se la extrae muerto y con el asta de plano le derriba en el camino». Esta escena y otras del Cantar se habrían realizado ca. 1118 y 1119 para celebrar la toma de Zaragoza en 1118 por Alfonso I el Batallador.

Esas novedades, cuyo origen puede situarse a mediados del siglo XI en Normandía y su generalización hacia el año 1100, fueron posibles también por los avances en el armamento defensivo que protegía al caballero. Esa equipación para la defensa consistía, básicamente, en una túnica de cota de malla llamada loriga, un yelmo cónico con protector nasal y un escudo que podía mostrar distintas formas, con la de cometa como una de las más habituales.8 El Tapiz de Bayeux, confeccionado a finales del siglo XI en Normandía o Inglaterra, una especie de cómic que relata con imágenes y textos latinos bordados la campaña desarrollada por Guillermo el Bastardo para la conquista de Inglaterra, refleja de manera gráfica algunas de esas innovaciones tácticas y armamentísticas.9

Pero ¿cómo se hacía la guerra en la época del Cid?10 Pudiera parecer que en las lides que se practicaban durante la segunda mitad del siglo XI, como en la Edad Media en general, la batalla campal era la modalidad de lucha más habitual. Sin embargo, en esta época, el combate era bastante menos frecuente que los asedios a castillos y fortalezas y las cabalgadas predatorias y devastadoras. Algún reputado especialista ha considerado que la guerra en la Edad Media consistió, básicamente, en unas cuantas batallas, numerosos asedios y muchas cabalgadas.11 La época del Cid no supuso una excepción en este panorama general, pero es importante matizar ciertos aspectos.

En la segunda mitad del siglo XI, en concreto en el ámbito de los reinos cristianos peninsulares, la batalla campal, el choque de dos ejércitos en el campo de batalla, parece que fue más frecuente que en siglos posteriores. No solo se desencadenó en ese periodo un mayor número de batallas, sino que también estas tuvieron consecuencias significativas, ya que en algunas de ellas se produjo la muerte o el apresamiento de ciertos reyes, con todas las implicaciones políticas, sociales y psicológicas que tales acontecimientos acarreaban.

12