El ascenso
de los
totalitarismos

Introducción

De todas las páginas negras que contiene el libro de la historia humana, las peores son las de los totalitarismos. Los fascistas italianos, los nazis alemanes, los comunistas soviéticos y varios regímenes menores inspirados en ellos organizaron y sistematizaron el terror, la violencia, la intimidación y su expansionismo con una impasibilidad no vista hasta entonces. La fuerza se impuso como argumento válido por sí mismo, el darwinismo social —la supremacía violenta de unas clases sobre otras, de unas naciones sobre otras, de unas supuestas razas sobre otras— se presentó como una ideología dotada de base científica. Prácticas tan brutales como el asesinato de adversarios políticos, la intimidación de la ciudadanía, la eugenesia y la esterilización colectiva, los internamientos masivos en campos de concentración y de trabajo, en el Gulag, y toda suerte de vejaciones y humillaciones, de violaciones de los derechos humanos más elementales, se llevaron a cabo de forma cotidiana. Durante el período de entreguerras de la historia de Europa (1919-1939) se vivió el terrible preludio de lo que se perpetraría a partir del inicio de la Segunda Guerra Mundial.

La tentación y la pulsión totalitaristas son algo permanente. A cada fracaso de la democracia, a cada crisis o recesión económica, el monstruo totalitario asoma la cabeza y busca su oportunidad. Sale del rincón oscuro donde aguardaba el fin de los tiempos de bonanza y agita su ideario de violencia con la confianza de que el dolor, la frustración y el resentimiento de una parte de la sociedad lo encumbrarán al poder. Así sucedió en el período de entreguerras en Italia y Alemania. En Italia, el descontento de los nacionalistas por lo que consideraban insuficientes adquisiciones territoriales después de formar parte del bando vencedor en la Primera Guerra Mundial originó una corriente muy crítica; a su vez, el revanchismo de los nacionalistas hacia Gran Bretaña y Francia engendró un clima de tensión y violencia. Simultáneamente, la oleada de huelgas obreras y de levantamientos campesinos en todo el país, organizada por los socialistas, alarmó a las clases medias y altas, que apoyaron a los fascistas como protección frente a la «Amenaza Roja». En Alemania, la gran derrotada de la guerra, la severa represalia del Tratado de Versalles (el documento de 1919 que estableció el nuevo orden europeo), con la exigencia de grandes pagos en concepto de indemnizaciones y la pérdida del 10% del territorio y el 13% de la población, se vivió como una humillación; a ello se sumaron dos profundas crisis económicas que llevaron al país a la desesperación y la hambruna: la primera en 1923, debido a una hiperinflación del marco, y la segunda en 1929, a raíz de la Gran Depresión que siguió al hundimiento de la Bolsa de Nueva York. La combinación de la humillación de Versalles con el hambre y el desempleo abonó el terreno para el ascenso de los nazis al poder.

Tres son los principales regímenes que se incluyen en la categoría de totalitarismo: la Italia fascista de Benito Mussolini, la Alemania nacionalsocialista de Adolf Hitler y la URSS comunista de Iósif Stalin. Desde su irrupción en estos países en la década de 1920, las corrientes autoritarias demostraron su desprecio hacia los principios de convivencia, coexistencia y respeto por la diversidad. Aunque entre los tres hay diferencias enormes en cuanto a modelo económico (corporativismo, capitalismo, comunismo planificado), a los objetos de sus ataques (socialistas y comunistas, izquierdistas y judíos, disidentes) y a política exterior, todos comparten rasgos principales que permiten estudiarlos y entenderlos en conjunto, como veremos a continuación.

En la estela de estos tres regímenes principales surgieron otros de tipo autoritario y antidemocrático. Pero no todos ellos fueron, en rigor, totalitarios, sino que respondían más bien al modelo de dictaduras conservadoras de derechas. Se impusieron en varios países europeos, asiáticos y sudamericanos.

Ha habido varios intentos de caracterizar los totalitarismos con rasgos precisos que permitan localizarlos, combatirlos y también prevenirlos. No se trata de un debate académico, sino de una necesidad social de primer orden. «Nazi» y «fascista» (o su popular abreviatura «facha») son algunos de los términos históricos que se emplean con menos rigor —normalmente con sentido peyorativo, para denunciar brutalidad, violencia y represión, sin demasiada exactitud—, con lo que acaban por quedar vacíos de significado y resultar inservibles en debates serios.

Antes que nada hay que advertir que, en los tres regímenes protagonistas de este estudio, pueden establecerse dos categorías principales. Por un lado, la de los fascismos, que incluye a la Italia de Mussolini y a la Alemania de Hitler, y excluye a la URSS comunista de Stalin. Por otro, la de los totalitarismos plenos, que incluye a Alemania y la URSS, y excluye en buena parte a Italia. Y es que en este último país se da una paradoja: fue el creador del concepto «totalitarismo», el primer régimen que desbancó a un Gobierno democrático y lo reemplazó por uno violento autoritario, pero no llegó a aplicar el programa totalitario que sí realizarían germanos y soviéticos. Los pactos iniciales de Mussolini con las fuerzas liberales le impidieron desmantelar por completo el Estado de derecho, y tuvo que buscar un compromiso entre este y la ideología fascista. Así pues, la Italia fascista fue más totalitaria en ideología e intención que en realización efectiva de un programa.

Los regímenes fascistas

Examinemos en primer lugar los rasgos predominantes del fascismo y a continuación los que definen el totalitarismo. En la Italia de las décadas de 1920 y 1930 y en la Alemania de la de 1930, se impuso una ideología vitalista y voluntarista encaminada a crear una nueva cultura moderna y secular, en la que las antiguas clases dominantes tendieron a ser desbancadas por nuevos grupos de poder emergentes. Se abrazó un nacionalismo agresivo conducente a la creación de un Estado autoritario, que coartaba la libertad individual de los ciudadanos en nombre del interés superior de la comunidad. Para alcanzar este fin se juzgó justificado el empleo de la violencia contra adversarios políticos (socialistas y comunistas) y (en Alemania) contra grupos señalados como «antisociales»: judíos, gitanos, homosexuales y discapacitados físicos y mentales. Se dio rienda suelta al belicismo y se proclamaron aspiraciones expansionistas e imperialistas, la voluntad de imponerse por la fuerza a otras naciones (política impulsada en primer lugar por Alemania, y por Italia a su zaga).

Este programa suponía un nuevo tipo de orden y de organización política, sin precedentes en la historia. Por eso sus partidarios deseaban eliminar todas las demás opciones, ya que su mentalidad autoritaria e intransigente excluía el pluralismo. Los demás grupos ideológicos, tanto los tradicionales como los modernos, eran obstáculos que había que eliminar. En primer lugar los izquierdistas —comunistas, socialistas e incluso socialdemócratas—, que en la década de 1920 les disputaron el poder tanto a los fascistas como a los nacionalsocialistas en ambos países; el triunfo violento de estos segundos en la pugna entre los dos les valió el respaldo de las clases medias y altas, que pasaron a valorarlos como una protección frente a la «Amenaza Roja» que surgía entre el obrerismo y el campesinado. Un segundo enemigo era la democracia parlamentaria: aunque tanto fascistas como nacionalsocialistas aceptaron de mala gana las normas democráticas y concurrieron a elecciones al Parlamento y presidenciales, su verdadera naturaleza, tendente a la imposición violenta, se puso de manifiesto tanto en la Marcha sobre Roma de 1922 y en el Putsch de Múnich de 1923 como en la anulación de la división de poderes y la concentración de estos en un líder carismático. Un tercer enemigo fueron las clases conservadoras tradicionales, a las que se deseaba apartar del poder; aun así, este tercer adversario no padeció las agresiones sistemáticas de los otros dos, y en cambio a menudo llegó a acuerdos con los nuevos dueños de la política. De hecho, la derecha tradicional fue decisiva en el acceso de fascistas y nazis al poder al prestarles un apoyo interesado para frenar a las fuerzas de izquierdas; creyeron erróneamente que podrían controlar a los nuevos dirigentes y hacerles trabajar en su propio provecho.

Toda esta estrategia se aplicó mediante unas prácticas igualmente novedosas. Ambos grupos llegaron al poder gracias al empleo de la violencia organizada a través de la creación de milicias y grupos paramilitares. Sustituyeron la negociación política por la imposición intimidatoria (en palabras del filósofo bilbaíno Miguel de Unamuno, reemplazaron la fuerza de la razón por la razón de la fuerza). Asentaron su poder en las masas, a las que tendieron a uniformizar, cohesionar e integrar en el partido mediante su pertenencia a organizaciones políticas, sindicales, culturales o de ocio; lograron crear sociedades muy orgánicas, muy integradas y compactas, en las que escaseaban las voces críticas o disidentes, las cuales eran acalladas de inmediato.

Dieron gran importancia a los elementos estéticos y simbólicos de sus regímenes, tanto en uniformes como en concentraciones y desfiles, para reforzar la adhesión emocional de la población. Y puesto que en su acción primaban el elemento voluntarista y dinámico y la disposición al empleo de la fuerza física, privilegiaron la masculinidad y la dominación del hombre por encima de la mujer, así como el empuje de la juventud sobre la calma de la madurez y la vejez: probablemente fue la primera vez en la historia en que los jóvenes les perdieron el respeto a los mayores, sobre todo en la fase inicial de implantación de los nuevos regímenes. En consonancia con la mentalidad voluntarista y machista, ambos regímenes tuvieron dirigentes autoritarios y carismáticos, que enardecían a las masas con sus discursos y las hacían ir por donde ellos querían.

Desde un punto de vista ideológico —la palabra «filosófico» resulta excesiva—, los fascismos instituyeron una «metafísica de la voluntad» (todo era alcanzable mediante el empeño y la determinación) y una visión idealista (suprimamos de este calificativo cualquier connotación positiva), que despreciaba los datos empíricos de la ciencia y los argumentos razonados de la filosofía seria. Este idealismo voluntarista de los dirigentes y de las masas se identificaba con una misión «mesiánica» colectiva, una fe común en la que debían participar todos: así surgió lo que se ha denominado una religión política, una creencia postcristiana en una suerte de trascendencia secular. El individuo quedaba supeditado a una instancia superior que sin embargo no estaba fuera de este mundo, sino que se identificaba con el Estado. Se aspiraba, en última instancia, a crear un nuevo hombre y una nueva cultura que superaran todo lo habido anteriormente. Ambos fascismos eran utópicos, porque deseaban crear un mundo ideal según principios absolutos. Por eso no es difícil advertir en ellos muchas analogías con los fundamentalismos religiosos.

Diferencias del fascismo con otros regímenes dictatoriales

Resulta muy esclarecedor distinguir los fascismos de dos tendencias con las que a menudo se los confunde de forma errónea: las dictaduras de la derecha radical y las de la derecha conservadora. Estas tres formas de nacionalismo autoritario experimentaron un momento de auge en el período de entreguerras, cuando se adueñaron de las instituciones políticas de muchas naciones europeas.

Tanto la derecha radical como la derecha conservadora autoritaria se basaban en la religión tradicional y no en la mencionada religión política. Estaban, además, dispuestas a pactar con los conservadores parlamentarios en vez de acabar con todo el sistema representativo y sustituirlo por otro de nueva planta (los radicales eran más audaces que los conservadores, pero no tenían las ambiciones revolucionarias de los fascistas). Los conservadores gozaban de una amplia base en los medios rurales y en la clase media-baja y contaban con mucho más respaldo en el Ejército que los fascistas; por tanto no tuvieron necesidad de organizar milicias propias, a diferencia de Mussolini y Hitler, quienes después de llegar al poder combinarían sus fuerzas privadas con el Ejército nacional para establecer la necesaria estabilidad. En general, los conservadores autoritarios eran mucho más moderados que los otros dos grupos en cuanto a violencia, militarismo e imperialismo, mientras que los radicales podían llegar a superar incluso a los fascistas en estos ámbitos. Y, sobre todo, ninguna de las dos fuerzas conservadoras deseaba cambiar la estructura de la sociedad, a diferencia de los fascistas: ambas seguían muy vinculadas a las élites tradicionales.

En el período de entreguerras surgieron partidos de estas tres modalidades autoritarias —fascismos y dictaduras de derecha radical y de derecha conservadora— en todos los países. Los fascistas más conocidos son, claro, los grupos de Mussolini y de Hitler, los únicos que alcanzaron el poder, pero hubo otros que lo persiguieron sin lograrlo, como la Falange Española de las JONS, la Guardia de Hierro en Rumanía o la Cruz Flechada en Hungría, la British Union of Fascists en Inglaterra, la Croix de Feu en Francia, etcétera; por otro lado, entre los partidos de la derecha radical cabe destacar a los carlistas españoles, a Action Française y a los Integralistas portugueses, mientras que la derecha conservadora tuvo a los dictadores Franco en España, Salazar en Portugal, Piłsudski en Polonia… Es importante percibir las diferencias entre tales grupos para entender correctamente la política de esta época convulsa.

Los regímenes totalitarios

Los rasgos definidores del fascismo (incluyendo su denominación nacionalsocialista) son muy parecidos, pero no iguales, a los que caracterizan al totalitarismo. Los términos «totalitario» y «totalitarismo» fueron creados en los años 20 en Italia, para referirse al fascismo, y en un sentido positivo: se trataba de «nacionalizar» a las masas, de integrarlas en una estructura jerarquizada y militarizada «total». Después, en los años 40 y 50, los historiadores los aplicaron preferentemente a Alemania. A lo largo de la Guerra Fría, sociólogos y politólogos privilegiaron su aplicación negativa a la URSS. En estas denominaciones, como mínimo en su empleo popular, la denuncia de una dictadura autoritaria prima sobre la descripción de un sistema de gobierno concreto. Pero aun así es posible señalar los rasgos autoritarios.

En síntesis: un partido único con un solo líder, que o bien constituye el núcleo del régimen y está por encima de la Administración estatal, o bien se identifica con ella; un reino del terror en que la policía y la policía secreta persiguen a disidentes reales o supuestos; un control monopolístico de los medios de comunicación por parte del Estado; posesión del armamento, y dirección centralizada de la economía.

Todos estos aspectos del totalitarismo responden a planteamientos autoritarios y coercitivos, y pueden aplicarse por igual tanto a la Alemania nazi, en la que se conservó un sistema económico tendente al capitalismo, como a la URSS comunista de Stalin. Al cabo, lo determinante en los regímenes totalitarios es el sacrificio de la libertad individual en el altar del Estado omnívoro y omnipotente.

Schopenhauer, el filósofo pesimista, afirma que la historia está condenada a repetirse: que es como aquel género teatral del Renacimiento, la Commedia dell'Arte, en que reaparecen una y otra vez los mismos personajes, con solo leves modificaciones argumentales. De nuevo surgen hoy en Europa y en todo el mundo regímenes autoritarios que aspiran al totalitarismo, y que pretenden retrotraernos a lo peor de la humanidad. Hoy, como en la década de 1930, la tarea de la gente de bien es evitarlo a través del conocimiento y de la acción consciente. Al final de cada uno de los capítulos se mencionan brevemente algunas personas y asociaciones valientes que plantaron cara a la barbarie, auténticos ejemplos éticos en los que reflejarse.

El ascenso
de los
totalitarismos

Política, sociedad y economía en el período de entreguerras

Joan Solé

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