Título original: Natsu no Niwa / The Friends

© de la obra: Kazumi Yumoto, 1992

Publicado por primera vez en Japón por Benesse Corporation

y actualmente por Tokuma Shoten Publishing Co., Ltd.

El acuerdo por la cesión de los derechos para la traducción al español

se ha cerrado con Kazumi Yumoto a través del Japan Foreign-Rights Centre / Ute Körner Literary Agent, S.L.

www.uklitag.com

© de la traducción: José Pazó Espinosa

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna: noviembre de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-50-0

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

LOS AMIGOS

1

Desde que comenzó junio no ha hecho más que llover. Aquel día también llovía a cántaros, así que la apertura de la piscina se había retrasado hasta el día siguiente. Yo observaba ensimismado las «hojas fantasmales» a través de la ventana. Las llamábamos así porque tienen forma de mano y son tan grandes como una calabaza. Habían crecido tanto que alcanzaban el segundo piso. Y cada vez que llovía, crecían más. Cuando llegaba el invierno, se caían y parecían haber muerto, pero renacían con la primavera y en verano volvían a llenar todo con su presencia fantasmal.

Estaba en el segundo año cuando comencé a llamarlas «hojas fantasmales». Era más bajito, aunque todavía no me llamaban «espárrago», y conservaba los dientes de leche y no las dos paletas gigantes que tengo ahora. En definitiva, era un niño muy mono. Mi mayor preocupación era la comida de la escuela: si nos ponían algo asqueroso que no había quien se lo comiera o algo que me gustaba. Los chicos de sexto que jugaban al béisbol me parecían enormes y fuertes. Me daban miedo.

Ese era yo, un inocente y gracioso criajo que se pasaba el día en las nubes, absorto en el descubrimiento de nuevos y extraños seres vegetales. En segundo, mi clase estaba en el piso inferior, justo debajo de donde se hallaba ahora. Lo primero que hacía cada mañana al entrar era inspeccionar las «hojas fantasmales». Estaba seguro de que, por la noche, cuando nadie las veía, abrían unos ojos que brillaban en la oscuridad, como si fueran calabazas de Halloween. Cuando crecían y llegaban hasta el segundo piso, me asomaba por la ventana para verlas. El corazón me latía con fuerza y tenía un presentimiento… Sentía que algo horroroso iba a ocurrir. En aquel momento estaba sentado en ese mismo sitio, en la clase. Ya era un estudiante de sexto, y ni era fuerte ni daba miedo, como antes me esperaba de todos los estudiantes de sexto.

Cansado de mirar las «hojas fantasmales», paseé mi mirada por el aula. Era el tercer día seguido que el gordinflón de Yamashita faltaba a clase. Tampoco fue al examen que nos pusieron en la academia a la que vamos los domingos. Era raro, porque si no ibas, te la cargabas. Llevaba cuatro días sin verlo, y eso que el sábado anterior no parecía estar enfermo. Me pregunté qué le habría pasado.

Yamashita se sentaba delante de mí y se había dejado encima del pupitre un manga. Si el profe te pillaba un manga, te lo confiscaba seguro. Pero Yamashita siempre ha sido así. Está en las nubes.

—¡Kiyama!

Genial, el profesor había dicho mi nombre. Me levanté tan despacio como pude.

—¿La respuesta?

—Eeeh…

—«Eeeh» no es correcto.

Kawabe, que se sentaba detrás de mí, me dio dos toquecitos en la espalda.

—Redondo —me susurró.

—Redondo… —repetí, vacilante.

—Vale. ¿Y qué más?

—Sin aristas —murmuró Kawabe de nuevo.

—Sin aristas.

—Perfecto, redondo y sin aristas. Justo como yo —respondió mientras se acariciaba la calva y me miraba fijamente. Sabía que se avecinaban problemas—. ¿De qué hablamos?

Kawabe no me sopló nada más y yo empecé a sudar. Redondo y sin aristas… ¿Qué podía ser redondo y sin aristas?

Respondí lo primero que me vino a la cabeza:

—Buda.

Toda la clase estalló en carcajadas.

—¡Idiota! ¿En qué clase se cree que estamos?

—Eh…

—Redondos y sin aristas, las características de los cantos rodados que forman estratos. ¡Deje de pensar en las musarañas!

«¡Maldita sea! Me ha pillado», pensé. Noté todas las miradas fijas en mí y volví a sentarme entre las risas contenidas del resto de la clase. «La culpa es de Yamashita», me dije, y con la pierna moví su silla para ocultar el manga. Kawabe me dio otro toque en la espalda.

—¿Qué quieres? —cuchicheé.

—¿Sabes por qué Yamashita no ha venido a la escuela?

—No, ¿por qué?

—Porque se ha muerto su abuela. Su abuela la del pueblo.

—¿Qué? —Ni siquiera sabía que Yamashita tuviera abuela ni nada de ese pueblo. Sí, ya sé que todos tenemos abuelas, pero Yama-shita nunca la había mencionado.

—Ha ido al funeral. Me lo ha dicho mi madre.

—Vaya…

—¿Has ido alguna vez a un funeral?

—No.

—Yo tampoco. Una vez se murió uno en el edificio donde vivimos y mi madre fue al velatorio, pero…

—¿Es que te gustaría haber ido?

—Bueno, no es que me hubiera gustado, aunque… ¡Ay!

—¡Kawabe! ¡Kiyama! —rugió el profesor.

Kawabe se enderezó las gafas y se frotó la frente. La tiza del profesor había acertado de pleno.

—¿Qué están farfullando? Ahora mismo al frente, ¡castigados de pie!

Al día siguiente, Yamashita vino a clase. Me lo encontré por la mañana, cuando entraba por la puerta principal. Lo vi desde atrás.

—¡Eh, gordinflón! —grité.

Me arrepentí nada más decirlo. Cuando se volvió para mirarme, noté que no tenía buen aspecto; estaba diferente. Sus pequeños ojos no se movían ni brillaban como de costumbre, parecían idos. Tampoco me respondió como solía hacer cuando le llamaba «gordinflón»; no me insultó ni contestó nada. Me sentí muy mal. Al fin y al cabo, acababa de volver de un funeral.

Entramos en la escuela en silencio. Quise decirle algunas palabras de consuelo, pero no me venía nada a la mente.

—¡Eh, gordinflón! ¿Es verdad que tu abuela estiró la pata?

Menudo idiota era Kawabe. Estaba asomado a la ventana del primer piso y había gritado con todas sus fuerzas para que todo el mundo lo oyera, sin pensárselo dos veces. Aunque Kawabe es de esos que no han pensado en toda su vida.

Yamashita pareció avergonzarse, pero luego, para mi sorpresa, respondió a Kawabe a voz en grito:

—¡Sí, sí, estiró la pata! —Y, por lo visto, encantado de dar el parte.

No me esperaba que Yamashita hiciera algo así. ¿Por qué chillaba de aquella manera? Kawabe siempre había sido un descerebrado que hablaba sin pensar, pero ¿Yamashita? Era su abuela la que había muerto… ¿Cómo podía gritar que «estiró la pata»?

Pero ¿quién era yo para criticarlo? Nunca había ido a ningún funeral. Mi abuelo murió antes de que yo naciera; no tenía ni idea de qué se siente cuando alguien muere.

Kawabe, con medio cuerpo fuera de la ventana, se inclinó demasiado. Las gafas le resbalaron por la nariz y se estrellaron en el suelo del patio con un ruido sordo. Son su bien más preciado, sin ellas no puede dar ni un paso. Cuando Yamashita y yo llegamos al piso de arriba, Kawabe todavía estaba dando vueltas con los ojos vagos, farfullando y buscando la puerta de clase. Sugita y Matsushita se burlaban tanto que al final Kawabe se echó a llorar.

La madre de Kawabe tuvo que ir para llevárselo a casa. Cuando me quedé solo con Yamashita, se me quitaron las ganas de preguntarle sobre el funeral. No sabía cómo sacar el tema. Yamashita parecía el mismo de siempre. En la clase de gimnasia, se pasó todo el tiempo intentando trepar por la cuerda sin conseguirlo; en la de lengua, no tenía ni idea del texto que nos habían mandado preparar, y en la de ciencias, rompió la placa de cristal con el preparado para el microscopio. De vez en cuando, parecía estar en las nubes y se quedaba mirando fijamente la pared, como si estuviera aprendiéndose de memoria las manchitas. Y lo que todavía era más raro: no repitió en la comida, y eso que había fideos fritos, su plato favorito.

Ese día salimos de la academia de refuerzo, como de costumbre, y los tres nos fuimos a una hamburguesería cercana a comprar batidos y yogures líquidos. Caminamos sorbiendo de las pajitas hasta llegar a la parada de autobús, que estaba en un lugar apartado, y nos sentamos en el banco. Yo pensaba que Kawabe no iba a venir a la academia por lo de las gafas, pero se presentó. El oculista le había dejado unas de repuesto, redondas y gruesas, con la montura de metal plateado. Le sentaban fatal. Parecía un marciano.

—¿Qué tal el funeral? —preguntó Kawabe.

Lo sabía: Kawabe había ido a la academia porque se moría de ganas de saber cosas del funeral.

—Pues un funeral.

—Pero ¿fue interesante?

—Seguro que no —salté yo—, aunque tampoco es que yo esté muy al tanto…

—Pues… —respondió Yamashita— un auténtico rollo. Todo el mundo iba de negro. Los sutras, interminables. Los hombres se dedicaron a beber como locos, las mujeres no paraban de hablar… Y, encima, un montón de niños pequeños que empezaron a llamarme gordo.

—¡Pero si nosotros te llamamos gordinflón! —exclamó Kawabe mientras se reía enseñando las encías como un caballo. La montura de sus gafas brillaba en la oscuridad y le daba un aspecto siniestro. Su risa llenaba las sombras de ecos inquietantes.

—Pero esos tíos no me conocían de nada. ¿Te gustaría que unos desconocidos te llamaran a ti cuatro ojos?

—Ya… —Kawabe dejó de reírse.

—El funeral no fue nada especial. Pero… —Yamashita dejó de hablar y tragó saliva—. Es que a los que se mueren los queman. Los llevan a un crematorio, meten el ataúd en un horno y ¡zas!, cierran la puerta. Y al cabo de una hora…

—¿Qué? —le pregunté, echándome hacia delante. La voz de Yamashita se había ido haciendo cada vez más floja.

—Al cabo de una hora, sólo quedan huesos. Todo lo demás arde. Sólo resisten algunos huesos, huesos blancos. Muy pocos, unos trocitos.

—En una hora…

—Sí.

—Tiene que estar muy caliente aquello.

Yamashita se calló y se quedó pensativo.

—Había una chimenea muy grande de la que sólo salía un hilo de humo blanco. Mi padre dice que ahora usan un horno eléctrico y que por eso sale menos humo. Los queman poco a poco, muy despacito.

Kawabe empezó a reírse con su risita nerviosa. Cada vez que se ríe así, tambaleándose de un lado a otro y levantando alternativamente los pies del suelo, parece una máquina de coser a toda velocidad. Cuando lo hace es que se va a meter en algún lío. Mi madre siempre dice que Kawabe es un excéntrico. No sé qué quiere decir con esa palabra. Supongo que se refiere a que es un tío raro.

—Luego, los que están allí recogen los huesos con unos palillos y los meten en un jarrón.

—¿Con palillos? —exclamó Kawabe.

—Sí. Y entonces termina todo.

«¿Así, sin más?», pensé.

—¿Lloraste? —pregunté.

—Qué va.

—Pero era tu abuela. ¿No te dio pena?

—La última vez que la vi, yo era un bebé. Para mí era una desconocida.

—Jopé.

—Nunca fui a visitarla. Vivía muy lejos.

Me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no veía a mi abuela paterna. ¿Cómo era?

—Pero eso es lo de menos —dijo Yamashita, y puso una voz más grave—. ¿Habéis visto alguna vez a un muerto?

—¿De qué vas? Claro que no —respondió Kawabe, abriendo las fosas nasales. Luego se quedó en silencio. Me di cuenta de que no se me había ocurrido que Yamashita hubiera visto a alguien muerto de verdad, a pesar de saber que había estado en un funeral.

—Y tú ¿lo has visto? —le pregunté.

—Sí —se apresuró a decir, mirándome a los ojos. Quizá por eso estaba raro, como en otro mundo—. La vi cuando todos se acercaron a dejar las flores en el ataúd. Entonces…

—Entonces, ¿qué? —le interrumpió Kawabe. Sus ojos brillaban tras los cristales de las gafas. Movía los pies, nervioso, restregando la suela de los zapatos contra el suelo—. ¿Qué pasó? ¿Qué pasó? Rápido, cuéntanoslo.

—Nada especial —respondió Yamashita, vacilante—. Pues que vi que le salía algo que parecía algodón por las orejas. Y por la nariz.

—¿Por las orejas? ¿Por qué? —Los pies de Kawabe volvieron a restregar el suelo—. Por las orejas y la nariz… Por las orejas…

—Kawabe, ¿te puedes callar? —le corté.

Kawabe se calló, pero siguió moviendo tanto las piernas que el banco empezó a vibrar.

—Tiré algunos crisantemos —continuó Yamashita—, al mismo tiempo que lo hacían otros que estaban allí. Los pétalos…

Una señora mayor que estaba sentada esperando el autobús nos miró con cara rara. Le di un pellizco a Kawabe en el hombro.

—Las flores se deshicieron en el aire y uno de los pétalos cayó lentamente en la cara de mi abuela. Justo en la punta de la nariz.

No sé por qué, me imaginé un pétalo amarillo.

—Quería quitárselo, pero me daba miedo. Entonces alguien puso la tapa al ataúd y empezaron a cerrarlo con clavos. Usaban una piedra como martillo. ¡Tum, tum, tum!

—¿Y eso es todo? —soltó Kawabe con una carcajada; intentó parecer natural. Luego quiso reírse. Su voz sonaba entrecortada y movía las piernas aún más que antes.

—¡Cállate, Kawabe! —grité. Tenía un poco de miedo, lo noté en mi propia voz.

—Esa noche tuve un sueño —siguió Yamashita. Luego se quedó en silencio.

—¿Una pesadilla?

—Mmm… ¿Sabéis ese tigre grande de peluche que tengo?

—Sí.

—Cuando era pequeño solía hacer combates de lucha libre con él. Me encantaba.

Estuve a punto de decir «seguro que lo sigues haciendo», aunque preferí callarme. Yamashita continuó:

—Soñé que estaba luchando con el tigre. Pero, de repente, dejaba de ser mi tigre de peluche y se convertía en… en el cadáver de mi abuela.

—¡Ja, ja, ja! —Kawabe no pudo contenerse y empezó a reírse a carcajadas.

Yamashita lo miró fijamente, pero siguió hablando sin alterarse:

—Yo jugaba con el cuerpo muerto de mi abuela, como si fuera un peluche inanimado. Le daba patadas y no reaccionaba; estaba blando. No decía nada ni profería ningún sonido. Era una «cosa». Una cosa…

—¿Una cosa?

Yamashita asintió.

—Sí, una cosa. Daba miedo…

Se me pusieron los pelos de punta. He visto muertos en la televisión y en los cómics, pero aquello era diferente.

—¿Qué pasará después de morir? ¿Será el final? O quizá…

—Fantasmas —dijo Yamashita con expresión seria—. Siempre había pensado que eran ligeros como el aire, pero ahora…

—¿Pero ahora?

—Sé que son pesados. Estoy seguro. Pesados como sacos de arena.

Si los muertos sólo eran cosas, como decía Yamashita, los fantasmas también debían de serlo. Materiales, no como los espíritus o las almas, sino cosas que uno puede pesar, como la sal, una grabadora o un libro. No se me ocurre nada peor que encontrarme con un fantasma en la báscula de casa.

—Tengo miedo, mucho miedo —aseguró Yamashita en voz alta, y dio una patada al suelo con la punta de la zapatilla.

Kawabe pegó un salto y se puso de pie en el banco. La mujer que estaba sentada en el otro extremo abrazó el bolso con las dos manos y se echó hacia atrás. Riéndose como un loco, Kawabe gritó:

—¡Soy inmortal!

Desde aquel día, y durante una temporada, no volvimos a hablar sobre la abuela de Yamashita. Él volvió a ser el de siempre y Kawabe, después del extraño ataque que le dio en la parada de autobús, se calmó, quizá más de lo normal. Era como si el funeral nunca hubiera existido.

Un día, Kawabe vino a la escuela con gafas nuevas y nos citó después de las clases en el aparcamiento del edificio donde vivía.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

Kawabe parecía muy nervioso. Me dio mala espina.

—¿Conocéis la escuela de caligrafía que está en la esquina de la parada de autobús?

—¿Te refieres a la que está al lado de los apartamentos Negishi? —Se lo pregunté porque por allí había muchas casas viejas de alquiler y un solar enano lleno de cabañas de madera medio abandonadas.

—Dos casas más allá de la escuela, vive un anciano solo en una cabaña.

—Y…

Kawabe nos miró a los dos, expectante. Yamashita, que parecía tan intranquilo como yo, no abrió la boca.

—¿Y qué? —repetí.

—¿Cómo que «y qué»? Ayer oí a mi madre hablar con la vecina. Le dijo que el viejo se morirá pronto.

No tenía ni idea de qué quería decir Kawabe con aquello.

—Kiyama, nunca has visto a un muerto, ¿verdad?

—Verdad.

—Yo tampoco.

—¿Y eso qué tiene que ver con el viejo?

—Está claro. —A Kawabe le brillaban los ojos; me daba miedo—. ¿Qué creéis que pasará si el hombre muere allí solo?

—¿Que qué pasará? ¿Si muere solo?

Me pregunté qué pasaría. Solo, sin amigos, sin familia. Si pronunciara unas últimas palabras y nadie estuviera allí para escucharlas, ¿flotarían en el aire hasta desvanecerse? ¿Desaparecerían como si no hubiera dicho nada, como si nunca hubiera hablado? Algo como «no quiero morir», «me duele», «tengo miedo» o «he sido muy feliz».

—¡Podremos ver cómo muere! —exclamó Kawabe.

—¿Qué?

—Cuando se muera, no lo hará solo. Estaremos allí.

—¿Quiénes?

—Nosotros. Está decidido.

—¿Yo? ¡Ni de coña! Me voy a casa —interrumpió Yamashita.

Kawabe le agarró rápidamente por el cuello de la camisa y no dejó que se moviera.

—¡No puedes irte! Eres el único que ha visto a un muerto.

—Ni en broma, ni en broma, ¡ni en broma!

—Escucha, vamos a espiar a ese viejo entre los tres. Tú eres el único que puede decirnos cuándo se va a morir.

El pobre Yamashita parecía estar al borde del llanto. «Kawabe es un tipo extraño», pensé.

—Pero ¿qué dices? —exclamé disgustado—. Los buitres sobrevuelan a otros animales cuando están a punto de morir para luego comérselos. Qué eres tú, ¿un buitre? Das asco.

Kawabe pareció perder la fuerza. Agachó la cabeza y soltó el cuello de la camisa de Yamashita, que tosió varias veces como aclarándose la garganta.

—Es que… —empezó a decir Kawabe—, ¿sabéis qué? No puedo dejar de pensar en tu abuela desde que nos contaste lo del funeral, Yamashita. Ya sé que ni siquiera la conocía, pero a veces aparece en mis sueños ¡y se me cae encima! Pesa tanto que no puedo moverme. En ocasiones, cuando abro los ojos, estoy en medio de un gran incendio, ardiendo en un sitio muy estrecho, un túnel. Pido ayuda, y grito: «¡Sigo vivo!». Y entonces me despierto.

—Entiendo.

No sé por qué dije aquello, pero yo también había tenido sueños parecidos.

—Sólo pienso en gente muerta —continuó Kawabe—, en mi propia muerte, en qué pasa cuando uno se muere. En mi cabeza, sé que todo el mundo muere, pero de verdad, de verdad, no me lo creo.

—Yo tampoco —exclamamos Yamashita y yo al mismo tiempo.

—¿Veis? —Kawabe pareció recobrar la energía—. Y cuando le dais vueltas en vuestra cabeza a algo que os parece increíble, ¿no os sentís extraños, raros, a disgusto?

—Supongo que sí —contesté.

—Bueno, pues yo no lo aguanto más. El profesor nos explicó el otro día que el ser humano progresa porque tiene ansias de saber. Pues me he dado cuenta de que, ahora que tengo doce años, eso mismo me pasa a mí. Cuando cruzaba ayer la vía del tren, me paseé un rato por una de las vías.

Yamashita tragó saliva.

—Oí un tren, a lo lejos. Venía hacia mí. Pensé: «Si me caigo ahora, el tren me arrollará y moriré». Y empecé a tener la sensación de que me iba a caer.

En mi mente oí el agudo pitido del tren avisando del peligro.

—Pero me acordé de vosotros. Aunque descubriera qué ocurre cuando uno se muere, ¿cómo podría contároslo si ya estuviera muerto? —Kawabe soltó de nuevo aquellas risitas extrañas—. Cuando me alejé de las vías, me di cuenta de que me había hecho pis.

Miré a Kawabe con respeto. Aunque era un tío raro, era más valiente que yo. Si de verdad quieres conocer la verdad de las cosas, tienes que arriesgarte, da igual que tengas miedo.

—Vale —dije.

—¿Qué vale? —preguntó Yamashita, nervioso.

Evité sus ojos acusadores y seguí hablando:

—Pero con una condición: no molestaremos al viejo.

—¡No! —gritó Yamashita.

—¡Claro que sí! —exclamó Kawabe, exultante, y se puso a bailar de felicidad delante de nosotros.

2

La casa del anciano estaba muy descuidada, como si nadie se hubiera ocupado de ella en mucho tiempo. Los paneles de madera que cubrían las paredes se hallaban despegados y se mecían al viento. Una hoja de periódico sujeta con cinta aislante cubría una ventana rota. Aquel sitio estaba rodeado de chatarra amontonada, atadijos de periódicos antiguos, bolsas de basura y un barril viejo y oxidado para encurtidos lleno de agua de lluvia. En la parte sur, un estrecho porche daba a un pequeño jardín en el que crecía un olivo. Las puertas del porche eran de cristal y su mitad inferior era opaca.

Desde fuera no veíamos más que el resplandor azulado y cambiante de la televisión que se proyectaba en las puertas de cristal. Pronto entraríamos en julio, pero el viejo se encontraba sentado en el suelo junto al kotatsu, una mesa baja con un hornillo eléctrico, tapada por un edredón rojo que se comprimía contra el cristal. Aunque todavía no hacía mucho calor, quizá porque había llovido todos los días, ver aquello me deprimió.

—Sigue vivo —dijo Kawabe de puntillas, apoyado en el muro cubierto de musgo que rodeaba la casa.

Me agaché para que no me viera.

—Kawabe, espiar a alguien no es cosa de un día. Hay que tener paciencia, ¿te enteras?

—Claro —susurró Yamashita—. No es tan fácil como lo pintan las series de detectives de la tele.

—¿Crees que no lo sé? —le interrumpió Kawabe—. Mi padre era detective. Aunque me pidió que no se lo dijera a nadie.

—¡Jo! —soltó Yamashita, y miró a Kawabe con admiración—. ¡Qué guay!

—Claro. Resolvió algunos asesinatos que ni la policía pudo solucionar.

—¡Jo, colega!

—¿Recuerdas los asesinatos de la peluquería? Se los cargaban y luego los hacían pedacitos con unas tijeras.

—Ni idea.

—Bueno, pues mi padre lo resolvió. Lo hizo gracias a un disco. El asesino siempre ponía el mismo vals cuando mataba a sus víctimas. Mi padre se fue a la escena del crimen solo. Era de noche. Olía a sangre. Puso en marcha el tocadiscos y…

Yamashita, con gesto de fascinación, estaba totalmente absorto en las palabras de Kawabe. Comenzó a caer de nuevo una llovizna, pero no abrimos los paraguas.