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LA QUÍMICA DE LA VIDA
Yodo y hormonas tiroideas en la evolución
de la humanidad

CARLOS VALVERDE RODRÍGUEZ










UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO




Para Tana y Rodrigo,
sal de mi vida e infinito
binomio de mi amor.

PREFACIO Y AGRADECIMIENTOS




El tema central de este libro: yodo y hormonas, está estrechamente relacionado con la astrofísica y con el Premio Nobel que compartieron Subrahmanyan Chandrasekhar y William A. Fowler en 1983. Al primero se le otorgó por sus contribuciones al conocimiento de la estructura y evolución de las estrellas, y el segundo lo recibió por sus estudios y teoría acerca de la nucleosíntesis estelar.1 A riesgo de parecer herético ante mis colegas del área biológica, considero que el trabajo de estos dos científicos es uno de los logros intelectuales más importantes del siglo XX. En cierta forma y como se verá mas adelante, la obra científica de Chandrasekhar (1910-1995) y Fowler (1911-1995) complementa la teoría de la evolución de Charles Darwin (1809-1882). La teoría de la nucleosíntesis estelar ha permitido conocer y comprender cómo se forman los elementos químicos en el universo, sentando así las bases para entrever la historia del origen y evolución de la materia, y por lo tanto de la vida en nuestro planeta.

La idea de escribir este libro es de larga data y sus antecedentes académicos formales se remontan a septiembre de 1999. En ese entonces daba los últimos toques a la conferencia: "Halometabolitos y desyodasas. Una pista en la búsqueda de linajes y ancestros", que presenté en el XLII Congreso Nacional de Ciencias Fisiológicas. A la sazón, aún no conocía la teoría de la nucleosíntesis de Chandrasekhar y Fowler. Literalmente me tropecé con ella husmeando en las librerías del sur de la ciudad de México. En esa ocasión encontré un libro cuyo título, Hijos de las estrellas. Nuestro origen,evolución y futuro,2 sugerente y poético a la vez, me impulsó a comprarlo. Se trata de una magnífica obra de difusión científica que, además de bien escrita, está bella y ricamente ilustrada. Su autor, el astrofísico uruguayo Daniel Roberto Altschuler, es el director del observatorio de Arecibo en Puerto Rico. Su lectura me resultó fascinante y enriquecedora. Con ella en el coleto, emprendí nuevas pesquisas acerca del manejo y metabolismo de los halógenos en la biosfera. Me adentré en áreas del conocimiento y en publicaciones y revistas científicas hasta ese momento desconocidas para mí. Mas tarde, en noviembre de 2001, inicié una estancia sabática en la Universidad de California-Berkeley (UCB). Para entonces mi proyecto de trabajo había cobrado una forma más acabada, y no obstante que reunía información de áreas del conocimiento muy diversas y aparentemente inconexas, fue aprobado por las instancias correspondientes de una y otra Universidad. La estancia en la ucb fue decisiva. Mi anfitrión, amigo y mentor, Howard A. Bern (profesor e investigador emérito del Departamento de Biología Integrativa), me brindó privilegios académicos inopinados. Por ejemplo, me consiguió una credencial de Visiting Scholar (que aún conservo), y cuya principal merced me otorgaba Campus Wide Library Privileges. Es decir, esa credencial me brindaba acceso irrestricto al acervo de la biblioteca de la UC-Berkley, así como a la vasta red interbibliotecaria a la que ella pertenece. Entre sus diferentes dividendos, la estancia sabática permitió que el proyecto formal se materializara, y que ya reintegrado al Instituto de Neurobiología, publicara con mis colegas del laboratorio un extenso trabajo de revisión en una revista periódica especializada.3 Fue entonces, durante las discusiones y seminarios que acompañaron a la elaboración de esa revisión, cuando decidí escribir un texto para un público más amplio. Un libro en el cual, con una perspectiva evolutiva, se relatara la historia del origen del yodo y la evolución de sus metabolitos en la biosfera.

Así, en un lenguaje sencillo y coloquial, el libro busca poner al alcance de cualquier persona interesada en las ciencias de la vida el relato de una historia que si no supiéramos que es verdadera, parecería fantástica y casi inverosímil, pues es una historia de supernovas, átomos y genes. Hasta donde me fue posible, he intentado simplificar los inevitables tecnicismos en una obra de esta naturaleza. Para ello he acudido al empleo de analogías y metáforas tanto en el texto como en los diferentes subtítulos que acompañan a cada capítulo. Igualmente, en algunos de los recuadros y pies de página he incluido anécdotas y hechos curiosos que aligeran la lectura.

Durante las diferentes etapas de la gestación de este libro mi hijo Rodrigo leyó versiones primitivas del manuscrito. Sus críticas y preguntas me fueron invaluables para intentar alcanzar mayor claridad en el texto. Gracias, Roko. Algunos amigos y colegas me regalaron generosamente su tiempo y conocimientos leyendo esas y otras versiones del libro. En especial quiero agradecer a: Carmen Aceves Velasco, José L. Díaz Gómez, Jesús García Colunga, Lucía N. López-Bojórquez, Áurea Orozco Rivas y Román Pérez Enríquez, por su revisión siempre crítica y provocativa. Sin ella, la elaboración del libro hubiera sido menos gratificante y el resultado final, seguramente más pobre. Gracias también a Magdalena Giordano Noyola, Jorge Larriva Shad, Raúl Paredes Guerrero y a Patricia Villalobos Aguilera. A todos ellos les estoy profundamente agradecido pues sus comentarios, sugerencias y correcciones indudablemente contribuyeron a mejorar este libro.

Querétaro, Qro., abril de 2008.




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1  http://nobelprize.org/physics/laureates/1983/.  [regresar]

2  D. R. Altschuler, Hijos de las estrellas. Nuestro origen, evolución y futuro, Cambridge University Press, Madrid, 2001.  [regresar]

3  R. C. Valverde, A. Orozco, A. Becerra, M. C. Jeziorski, P. Villalobos y J. C. Solís-S. "Halometabolites and Cellular Dehalogenase Systems: an Evolutionary Perspective", International Rev Cytol, 234, 2004, pp. 143-199.  [regresar]

A MANERA DE INTRODUCCIÓN

Hace unos quince mil millones de años, según dicen los entendidos, un huevo incandescente estalló en medio de la nada y dio nacimiento a los cielos y a las estrellas y a los mundos.


Hace unos cuatro mil o cuatro mil quinientos millones de años, año más, año menos, la primera célula bebió el caldo del mar, y le gustó, y se duplicó para tener a quién convidar el trago.


Hace unos dos millones de años, la mujer y el hombre, casi monos, se irguieron sobre sus patas y alzaron los brazos y se abrazaron y se entraron, y por primera vez tuvieron la alegría y el pánico de verse, cara a cara, mientras estaban en eso.


Hace unos cuatrocientos cincuenta mil años, la mujer y el hombre frotaron dos piedras y encendieron el primer fuego, que los ayudó a defenderse del invierno.


Hace unos trescientos mil años, la mujer y el hombre se dijeron las primeras palabras y creyeron que podían entenderse.


Y en eso estamos, todavía: queriendo ser dos, muertos de miedo, muertos de frío, buscando palabra.


Eduardo Galeano,
"Para la cátedra de historia"
La Jornada (Cultura),
domingo 8 de febrero de 1998.

CAPÍTULO 1.
LA ALQUIMIA CÓSMICA



...Escribir, por ejemplo: “La noche está estrellada, y tiritan, azules,
los astros, a lo lejos”

Pablo Neruda.



EL COLOR DEL CRISOL SIDERAL

Las estrellas no son eternas. Esos miles de puntos luminosos que todos hemos tenido el deleite de observar a simple vista en la bóveda celeste nocturna, nacen, se desarrollan y mueren, a veces haciéndose frías y compactas, en otras reventando de manera espectacular. Efectivamente, haciendo honor a su apelativo, las estrellas tienen un ciclo de vida por demás deslumbrante y tanto su incandescencia como su evolución y muerte dependen en esencia de su masa y, en consecuencia, de la cantidad de combustible que contienen.

Las estrellas son enormes esferas de gas en ignición que emiten todos los tipos de radiación electromagnética conocidos, desde los rayos gamma y rayos X de muy alta energía, pasando por la radiación ultravioleta, la luz visible y la infrarroja, hasta las ondas milimétricas y las ondas de radio. La luz que emiten las estrellas y que vemos a simple vista es solamente una parte, o si se prefiere, un conjunto de los colores que componen el espectro electromagnético. El antecedente original de este conocimiento tiene ya más de dos siglos entre nosotros.

Efectivamente, en 1800, pocos años después de haber descubierto el planeta Urano y dos de sus satélites, Titania y Oberon, el músico y organista de la Capilla del Octágono en la ciudad de Bath y mejor conocido astrónomo germano-inglés, sir William Herschel (1738-1822), hizo una observación que aparentemente nada tenía que ver con la astronomía y mucho menos con la música. Colocando un termómetro en el haz de cada uno de los colores del espectro solar, Herschel descubrió que la temperatura, es decir, la energía de la radiación, disminuía hacia el extremo del rojo. Además, y para su sorpresa, encontró que no obstante la ausencia de color o luz antes del rojo, en esa zona también se registraba una temperatura aunque de menor intensidad. Consecuentemente, concluyó que la radiación solar contenía “luz invisible” por abajo del color rojo y por esa razón, a esta energía se le llamó más tarde radiación infrarroja.

La luz invisible en el otro extremo del espectro solar, la radiación ultravioleta, fue descubierta un año después por el físico alemán Wilhelm Ritter (1776-1810) y, medio siglo después, las ecuaciones formuladas por el fisicomatemático escocés James Clerk Maxwell (1831-1879) sentaron las bases de la teoría electromagnética. Así, la astronomía, la ciencia que en sus inicios solamente describía los cuerpos celestes o astros que existen en el universo, expandió sus capacidades analíticas y ahora la mayor parte de la información que tenemos del cosmos proviene del estudio de la radiación electromagnética.

La astronomía contemporánea estudia el universo observando principalmente los cuerpos que emiten, reflejan o absorben luz. En efecto, analizando las diferentes longitudes de onda y energía del espectro electromagnético, los astrónomos han logrado determinar la composición química, densidad, temperatura y la velocidad a la que se desplazan las estrellas y demás objetos siderales y empiezan a conocer el origen y la evolución del universo. Por si fuera poco, también pueden escuchar la música de las estrellas y su resonancia a través del gas y la materia interestelar.


LA HUELLA DE LAS ESTRELLAS

Las estrellas están compuestas principalmente de hidrógeno y helio, los dos elementos químicos más abundantes, sencillos y ligeros del universo. En el cuadro 1.1 aparecen los 10 elementos químicos más abundantes en nuestro Sol, una estrella típica entre unos 200 000 millones existentes en la Vía Láctea, nuestra galaxia. La composición química, así como la edad y la temperatura en la superficie de las estrellas, se pueden ahora conocer con precisión gracias al desarrollo de la astroquímica. Los antecedentes de esta rama de la astronomía se remontan a 1802 cuando el médico y químico inglés William Hyde Wollaston (1766-1828) observó, sin profundizar en su significado, las líneas oscuras que rompen y caracterizan al espectro multicolor de la luz solar cuando ésta se descompone al pasar por un prisma. En realidad, el primero en observar ambos fenómenos, el espectro coloreado en la secuencia del arco iris (rojo, naranja, amarillo, verde, azul y violeta), y las líneas oscuras o líneas espectrales que lo interrumpen, fue el renombrado científico y matemático inglés sir Isaac Newton (1642-1727). Newton llevó a cabo sus experimentos sobre la naturaleza de la luz y el color entre 1665 y 1668; sin embargo, hasta la fecha nadie se explica por qué no informó de la presencia de las líneas espectrales. Aquí vale la pena recordar que la genialidad de Newton iba a la par de su peculiar y casi patológica personalidad y conducta. Tenía la costumbre de guardar para sí sus descubrimientos; por ejemplo, tardó 27 años en informar que había inventado el cálculo.

Cuadro 1.1. Los 10 elementos más abundantes en nuestro Sol*

* Modificado de J. Emsley (2001).
** Corresponde al número de átomos del elemento con respecto a cada millón de átomos de hidrógeno.



Así, transcurrió casi un siglo y medio para que, en 1814, el físico alemán Joseph von Fraunhofer (1787-1826) analizara y clasificara, por su longitud de onda, las líneas espectrales más conspicuas del espectro solar, observando, además, que el patrón del espectro era distinto cuando la luz provenía de otras estrellas. Medio siglo después, los descubrimientos del astrónomo inglés sir William Huggins (1824-1910) y los del físico ruso Gustav Robert Kirchhoff (1824-1887) en colaboración con el químico alemán Robert Wilhelm Bunsen (1811-1899), permitieron comprender que las líneas espectrales que llevan el nombre de Fraunhofer, son como una huella digital específica para cada elemento químico cuando éste es calentado hasta la incandescencia. Pero ¿qué quiere decir todo esto para el astrónomo amateur, para ese observador de todos los tiempos que mira el cielo nocturno tachonado de estrellas y azorado distingue que las hay rojas y azules, verdes y amarillas?

Entre otras cosas quiere decir que nuestro ojo, al discriminar el color de las estrellas, funciona como un espectrómetro natural. En otras palabras, que al agruparlas por su color, intuitivamente las estamos clasificando por su composición química particular. En efecto, en 1859 Kirchhoff y Bunsen inventaron la espectroscopía y al poco tiempo, en 1863, Huggins, estudiando las líneas espectrales de estrellas, nebulosas, cometas, etc., demostró que los mismos elementos químicos que existen en la Tierra están presentes en el cosmos. Con esta poderosa herramienta analítica dio inicio la astroquímica y, con ella, la clasificación y el estudio sistemático de las estrellas. Por ejemplo, tomando en cuenta sus diferentes tamaños y colores, la astroquímica ha revelado que las estrellas azules, las más grandes y luminosas, también llamadas tipo-O, y las de color verde o tipo-B, son las más calientes y alcanzan temperaturas hasta de 10 000 y 50 000 grados Celsius, respectivamente. Las más pequeñas son las estrellas tipo-M, también llamadas enanas; son de color rojo y tienen aproximadamente la mitad de la masa de nuestro Sol. Las enanas rojas queman lentamente su combustible y comparativamente son estrellas frías y poco brillantes, su temperatura es menor a los 3 500 ºC. La temperatura en la superficie del Sol, que pertenece a la familia de las estrellas amarillas tipo-G, es de 6 000 ºC.


NOVAS Y SUPERNOVAS

Por sus características al nacer y por la forma en que se desarrollan y mueren, las estrellas se agrupan en dos grandes clases: las gigantes o masivas, y las más comunes y de menor tamaño, como nuestro Sol. Las estrellas gigantes se llaman así porque cuando nacen tienen al menos ocho o más veces la masa solar. Esta dimensión es ciertamente titánica si recordamos que el Sol es aproximadamente 110 veces más grande que la Tierra. Las estrellas masivas son, pues, verdaderos colosos cósmicos que tienen una vida más agitada y turbulenta que el común de las estrellas, y que cuando mueren lo hacen explotando de manera repentina y fulgurante. De ahí su nombre de novas y supernovas; es decir, estrellas que no eran más llamativas que cualesquiera otras en el firmamento hasta que, de pronto, brillan intensamente por el estallido resplandeciente indicativo de que la estrella ha muerto (figura 1.1).

El término nueva estrella fue acuñado por el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601). Lo utilizó en su libro De Nova Stella para describir un suceso semejante observado por él en la constelación de Casiopea en 1572. También el célebre astrónomo y matemático alemán Johann Kepler (1571-1630) describió la aparición de una nova en 1604. Ésta fue la última supernova observada a simple vista. El nombre supernova fue acuñado por el astrofísico búlgaro Fritz Zwicky (1898-1974) y el astrónomo alemán Walter Baade (1893-1960). Estos científicos, en un conciso resumen (Supernovae and Cosmic Rays) de un solo párrafo y 24 líneas, publicado (Physical Review) en 1934, explicaban el mecanismo de formación de las supernovas y de las hasta ese entonces desconocidas estrellas de neutrones.

Figura 1.1. Nacimiento y evolución de las estrellas. Las estrellas nacen y se forman en el interior de frías nubes de gas y polvo interestelar llamadas nébulas moleculares. Por su proximidad con la Tierra, a 1 500 años luz de distancia, una de las mejor estudiadas es la nébula de Orión. Como en el resto del cosmos, los principales componentes de estas nébulas son el hidrógeno y el helio, con rastros de carbono, nitrógeno y oxígeno, así como algunas partículas sólidas dispersas. Colectivamente, estas partículas son llamadas por los astrónomos “polvo”. Sin embargo, este polvo en nada se asemeja al polvo que conocemos. Estas pequeñas partículas o semillas de lo que será una futura estrella, son esencialmente granos de hollín de carbón con cubiertas heladas, ya sea de metano congelado, de agua o de ambos. Eventualmente, por la atracción gravitacional que ejercen estas partículas, la nébula desarrolla regiones en las que habrá más polvo que en otras. Este proceso, conocido con el nombre de contracción gravitacional, favorece los choques entre partículas y aumenta la temperatura de esas regiones nebulares. Surgen capullos o glóbulos estelares de gas y polvo que empiezan a brillar tenuemente. Se trata de protoestrellas que paulatinamente generarán más energía hasta alcanzar la temperatura crítica de 15 millones de grados Celsius. Así, en este caldeado invernadero cósmico nebular, nacen y comienzan su jornada las estrellas jóvenes y con ellas, al igual que como ocurre en la biosfera, se recicla, en un ritmo astronómico e inexorable de vida y muerte sideral, toda la materia del universo.


Acerca de las supernovas, es interesante recordar que la primera entrada o registro que consigna el catálogo de nebulosas elaborado en 1781 por el astrónomo francés Charles Messier (1730-1817) corresponde a M1, una nebulosa ubicada en la constelación de Tauro y que actualmente conocemos con el nombre de Nebulosa del Cangrejo. Pues bien, en la constelación de Tauro, en 1054, los astrónomos de las culturas china y mesoamericana consignaron la repentina aparición de lo que ahora sabemos que fue la explosión de una supernova. En las épocas previas al telescopio eventos de esta naturaleza podían ser y de hecho fueron interpretados como el nacimiento de nuevas estrellas. Para los chinos se trataba de estrellas visitantes; es decir, de estrellas que aparecían en un lugar donde previamente no se había observado su presencia. Así, en sus cuidadosos registros siderales, los astrónomos orientales refieren que el 4 de julio de 1054 apareció una estrella visitante en las inmediaciones de la estrella que ellos llamaban Tien-Kwan1 y que hoy conocemos como Zeta Tauri. Esta nueva estrella fue visible a simple vista durante 23 días y su brillo menguó lentamente hasta desaparecer en la primavera de 1056. Al igual que la milenaria cultura oriental, las civilizaciones precolombinas poseían un sofisticado conocimiento astronómico y registraron en piedra (marcadores astronómicos o petroglifos) la aparición de la nueva estrella en la constelación de Tauro. En efecto, el intenso y transitorio destello observado hace más de 900 años por los astrónomos chinos y mesoamericanos fue la explosión de una supernova. La arqueoastronomía ha revelado que los petroglifos de la cultura anasazi descubiertos en el Cañón del Chaco (Nuevo México) y en la región de Tuitán (Durango, México) dan cuenta del espectacular suceso celeste ocurrido en 1054. Así, hoy en día sabemos que la M1, la popularmente conocida Nebulosa del Cangrejo, no es otra cosa que un ejemplo de los remanentes y vestigios que deja una supernova al estallar; una especie de hermoso y magnífico cadáver del cataclismo termonuclear que acompaña al colapso y muerte de las estrellas gigantes o masivas.

Ahora bien, el estudio contemporáneo de la Nebulosa del Cangrejo permitió que en 1934 Zwicky y Baade descubrieran las estrellas de neutrones o pulsares, que nacen de la condensación de las cenizas de una supernova y son la fuente de las ondas de radio más intensas que se conocen. Las estrellas de neutrones son una especie de señal o faro cósmico que indica el sitio en el cual yace un coloso estelar que, al momento de su muerte, brilló refulgente en el espacio sideral.


LA FORJA DE LOS ELEMENTOS

Al perecer, y debido a las intensas y potentes reacciones termonucleares que ocurren en sus entrañas, las supernovas fertilizan y devuelven al espacio interestelar varios miles de masas solares de material enriquecido con elementos pesados. Este descubrimiento, que les valió el Premio Nobel a Fowler y Chandrasekhar, es la médula conceptual de la teoría de la nucleosíntesis estelar. Esta teoría explica satisfactoriamente el origen de todos los elementos químicos que conocemos, es decir, de toda la materia en el universo. En efecto, la generación progresiva de los elementos químicos más ligeros que el hierro (Fe) es un proceso termonuclear exoenergético, lo cual significa que libera energía, y es esta energía la que alimenta y mantiene activa la cascada de la nucleosíntesis hasta llegar al Fe. Por el contrario, la fusión del hierro, que es el paso obligado para continuar la génesis de elementos más pesados, es un proceso que requiere y consume enormes cantidades de energía. En otras palabras, la fusión del Fe es una reacción nuclear endoenergética que en lugar de aumentar la energía de la estrella, la reduce. Esto trae aparejado el agotamiento del combustible así como la disminución en la temperatura y en la presión intraestelar. Cuando esto ocurre sobreviene, en cuestión de segundos, un violento colapso gravitacional y la estrella se contrae produciéndose una explosión llamada de supernova tipo II. La energía liberada es colosal y la estrella brilla por instantes más que una galaxia. Por otra parte, es importante aclarar que no todas las supernovas se convierten en estrellas de neutrones. Se piensa que es posible que muchas de estas estrellas masivas, particularmente las supernovas de tipo II, produzcan agujeros negros que atraparían los elementos pesados producidos por la conflagración. Se sabe que existe un segundo tipo de supernovas llamado uno-a (Ia), las cuales se originan a partir de una enana blanca de un sistema binario, es decir, un sistema de dos estrellas. La enana blanca que se convertirá en supernova captura masa de su compañera y al acercarse al llamado límite de Chandrasekhar (menos de 1.4 masas solares), generará una inestabilidad termonuclear en sus entrañas y explotará como supernova.

En contraste con la evolución de estos colosos estelares, la vida de las estrellas de menor tamaño es más prolongada y tranquila. En efecto, las estrellas como nuestro Sol no explotan, sino que envejecen y mueren lenta y espasmódicamente. Es una agonía lánguida que se asemeja a la extinción de una fogata. Paulatinamente pierden masa de sus capas más externas, expandiéndose y transformándose, primero, en una gigante roja como Betelgeuse en la gran nebulosa de Orión, y más tarde, al morir, en una enana blanca cuyos vestigios son las nebulosas planetarias (figura 1.1). Bautizada con el nombre de uno de los numerosos hijos de Poseidón, el dios del océano, la nebulosa de Orión, el cazador de Hiria, ha sido escudriñada recientemente por el telescopio espacial Hubble. Las imágenes son de una nitidez incomparable y han revelado que en su seno la nebulosa contiene miles de estrellas en formación, es decir, Orión y el resto de nebulosas planetarias son una especie de almácigo y guardería de estrellas recién nacidas (recuérdese que en cosmología, el término recién significa varios millones de años). Es interesante mencionar que la teoría más plausible acerca de cómo se forman las estrellas y los planetas tiene ya más de 200 años. La teoría fue propuesta por el astrónomo y matemático francés Pierre Simón, marqués de Laplace (1749-1827), de quien se cuenta que cuando el emperador Napoleón le preguntó sorprendido por qué durante la lectura de sus libros no había encontrado ninguna mención a Dios, Laplace respondió: “no he tenido la necesidad de plantear esa hipótesis”.


EL CATACLISMO: PRELUDIO DEL RENACIMIENTO CÓSMICO

En las condiciones actuales del universo, la explosión de una supernova es un evento relativamente raro que ocurre con intervalos cercanos a un siglo. Sin embargo, esto no ha sido siempre así. Se calcula que hace aproximadamente de 13 a 15 mil millones de años ocurrió la gran explosión o estallido popularmente conocida por su nombre en inglés como el Big Bang. Este nombre fue acuñado por el inglés sir Fred Hoyle (1915-2001), proponente de la teoría estacionaria y quien lo utilizó durante una entrevista radial en la BBC (The Nature of Things) trasmitida el 28 de marzo de 1949. Este controvertido astrofísico también sentó las bases de la teoría de la nucleosíntesis estelar, que más tarde, como ya hemos visto, les valió el Nobel a Chandrasekar y a Fowler (este último, alumno de Hoyle).

La gran explosión fue un cataclismo sideral que dispersó toda la materia del universo que ahora conocemos, pero que entonces se hallaba hipercondensada en un estado cuántico único. Naturalmente, esto es muy difícil de entender, pero las evidencias que presentan los físicos y astrónomos son bastante convincentes. A este evento los astrofísicos le llaman una singularidad; es decir, un momento en el cual la materia no tiene entorno ni espacio que ocupar; éste, al igual que el tiempo, se crean a medida que el universo se expande. La teoría del Big Bang y la notable idea de que en el principio toda la materia de universo se hallaba apretada y contenida en una especie de átomo primitivo o huevo cósmico, fue propuesta en 1927 por el abad y astrónomo belga Georgiy Lemaître (1894-1966). La teoría de Lemaître fue elaborada por el astrónomo ruso Georgiy Antonovich Gamow (1904-1968), quien si bien estaba equivocado en varios detalles, se encargó de popularizarla. A la fecha, se trata del modelo que brinda las explicaciones más razonables y plausibles acerca del origen y evolución del universo actual, y por ello cuenta con la mayor aceptación entre los cosmólogos contemporáneos.


EL ECO DEL BIG BANG

Como ya dijimos, la teoría del Big Bang postula que, en sus inicios, toda la materia y energía del universo se hallaban condensadas en un volumen infinitesimal y a una temperatura inconcebiblemente elevada. Al cabo del primer segundo, la materia originada por esta gran explosión se había expandido hasta la inmensa distancia de tres años luz, pero el universo era todavía demasiado caliente, un horno de radiación estelar, para que pudiesen formarse los primeros átomos. Recuérdese que la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo y, por consiguiente, un año luz es igual a 9.5 x 1017 cm, es decir, 9.5 billones de kilómetros. Por todo lo anterior, las investigaciones teóricas al respecto predecían que a medida que el universo se expande, la radiación que contiene se iría enfriando cada vez más. Esta radiación, que se conoce con el nombre de radiación de fondo de microondas, se produjo durante los primeros segundos del evento, cuando los protones y los electrones del universo temprano se unieron para formar los primeros átomos. De ser esto así, transcurridos unos 15 mil millones de años de expansión, ahora deberíamos estar inmersos en un mar de radiación electromagnética a una temperatura de unos cuantos grados por encima del cero absoluto. Pues bien, esta radiación de fondo, que es algo así como el eco del Big Bang, fue escuchada por primera vez en 1960. Este descubrimiento lo realizaron los físicos Arno Penzias y Robert Wilson, quienes, según refieren los enterados, se toparon con lo que no estaban buscando y al encontrarlo, no supieron lo que habían descubierto. Como quiera que fuese, estos investigadores recibieron el Premio Nobel de Física en 1978. Se trató de uno de los hallazgos más importantes del siglo XX, pues la radiación de microondas resultó ser una especie de remanente o fósil cósmico de la gran explosión. Los estudios de esta radiación de fondo con el satélite COBE (Cosmic Backgroud Explorer) en 1989, no solamente han confirmado la teoría del Big Bang, también han brindado la posibilidad de analizar el movimiento de la Tierra y del sistema solar en el espacio.


la edad cósmica oscura