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ULTRAMAR

Narrativa actual, allende el mar...

PRÓLOGO

El día en que mi hermana Adele nace, mi madre va a la carnicería. Es el 3 de enero de 1969. Su barriga, dura como nieve compactada, se asoma por su anorak desabrochado mientras se acerca al mostrador. Una marrana enorme está dispuesta en el escaparate. En su mente, Madre reemplaza el cuerpo de la cerda con el suyo: sus piernas cuelgan de ganchos por detrás, sus pequeños pies encerrados en redondas botas parecidas a unas pezuñas, la espinilla lista para que la coloquen en un tomo, rasurada para convertirse en charcutería. Su torso está cortado por debajo del pecho, yace plano, mostrando un blanco corte transversal de vértebras. Su cabeza está intacta, los ojos nublados de amarillo y volteados hacia arriba. Los bordes secos de las orejas dejan pasar la luz. Las orejas de las personas probablemente saben a las de los cerdos, piensa ella. Una capa carnosa con cartílago crujiente debajo. Podría guisarlos, carbonizarlos en una sartén, ver cómo la piel se infla y se revienta.

El carnicero le pregunta a mi madre qué quiere.

—Medio kilo de salchicha —dice ella. Siente una puñalada: quizás una añoranza del hogar, o tal vez asco al pensar en más salchichas quemadas y papas cocidas. El dolor la recorre de un lado a otro, como si sus caderas fueran electrodos pasando corriente por el medio. Sus piernas ceden y cae sobre sus manos y rodillas.

El carnicero llama a una ambulancia. Le cuelga a la operadora, quien sigue dando instrucciones, y se arrodilla en el suelo al lado de mi madre sin haberse quitado el delantal de hule. Está listo.

Mi madre llega al hospital a tiempo, aunque el carnicero lo cuenta diferente. Según él, una mujer dio a luz en el piso de concreto de la carnicería, una niña nacida en medio de la sangre de cerdo, el cordón umbilical cortado con su cuchillo. Nunca dice quién fue y nunca nadie lo contradice.

Fort Michel, Ontario, tenía una población de 30 000 —un número incómodo, mediano, lo suficientemente grande para hacer fila entre extraños en la tienda de abarrotes y para no reconocer en el periódico los nombres de la gente que moría, lo suficientemente pequeño para contar cada negocio: el carnicero, el único restaurante chino, el cine viejo y el cine nuevo, el bar bueno y el bar malo. No era un pueblo pequeño para nada, pero si cada hombre, mujer y niño salían de sus casas al mismo tiempo, no hubiéramos podido llenar un estadio de fútbol. El tamaño justo para que la historia de la carnicería y el bebé se sostuviera.

La versión de mi madre omite al carnicero. Comienza con ella en la parte trasera de una ambulancia, viendo cómo el fluido viaja por el intravenoso. El momento en que llega al hueco de su codo, su cuerpo entero se relaja. El mundo se vuelca hacia la izquierda y se desliza en sí mismo, dejando sólo la oscuridad.

Después, ella está caminando. A media calle afuera de nuestra casa. La nieve cae, ligera pero insidiosa, creciendo rápido en el piso. El viento levanta la apertura en la parte trasera de su bata de hospital. Mi madre la desata y el cordón azota su espalda desnuda.

Comienza a caminar más rápido. Siente que la casa la está acechando, acusándola: su pobreza y sus habitaciones vacías son una condena a su personalidad. Tres recámaras metidas con calzador en un solo piso, creciendo desde la cocina-estancia como tumores. Grava en la entrada, el bosque comienza rápidamente en la parte trasera. El pasto crece por mechones en el montecito redondo que lleva al bosque como si fuese cabello en las sienes de un hombre calvo. Nadie que hubiera vivido ahí podía pagar la renovación del césped. Las casas se acaban poco después de la nuestra en una zona comercial recién trazada, que parece prometedora. Las bases de concreto en fosos abiertos se pueden convertir en lo que sea. En 1969 no hay manera de saber que muchos de ellos se quedarían así por décadas, los planes arquitectónicos adosados a las paredes se volverían anticuados y el tiempo se encargaría de difuminarlos.

Madre corre descalza sobre el asfalto, más allá de los fosos, hacia los límites del pueblo. Casi está afuera. Alcanza a ver una figura a través de la nieve. Un hombre parado en el camino, sus pies sobre la línea amarilla. Mi madre duda: lo teme más que a la casa.

Es mi padre. Un hombre pequeño que se ve alto cuando la gente piensa en él; se sorprenden cuando lo ven junto a algún punto de referencia, se sorprenden de que su barbilla no les llegue ni a los hombros cuando se les acerca. Mi padre viste un chaleco gris sobre una camisa blanca, las mangas arremangadas hasta los codos. Su cabello negro está peinado hacia atrás con gomina que le da forma de cola de pato. Mi madre da irnos pasos hacia delante. Hay una belleza brutal, magnética, en los rasgos de mi padre.

Una silla aparece detrás de él. Se sienta. Siempre ha estado sentado. Sostiene a un bebé en su regazo tan casualmente como si se tratara de un portafolio. Los brazos del bebé están echados hacia atrás. Madre advierte la boca fruncida, exigente, del bebé. Un destello de violencia le pasa por la mente —desgarramiento, calor, sangre, huesos rotos— y en el acto se le pierde para siempre.

Madre está en una cama de hospital. Madre siempre ha estado en una cama de hospital. Mira hacia abajo. Se ha incorporado sosteniéndose en los barandales de la cama y se aferra a ellos tan fuerte que sus nudillos se ponen blancos. El sueño la llama de nuevo. Mi padre está sentado en una silla al lado, sosteniendo a su primera hija, mi hermana mayor, Adele.

Madre quiere saber de dónde salió la bebé.

Padre no entiende la pregunta en sus ojos.

—Lo volveremos a intentar para que salga un niño —dice.

Poco después, tan pronto como las caderas de Madre sanaron de su ruptura y reacomodo, Padre comienza a susurrar en su oído:

—Un niño, un niño, un niño.

Ella lo empuja. El se desliza por su cuerpo y se lo repite al ombligo, como si la estuviera llamando desde un largo túnel.

—¡Un niño, un niño, un niño!

Madre se ríe.

Mi padre le levanta el camisón sobre la cabeza. Articula la palabra: la sílaba ni empujada desde su paladar, el aire expulsado en la sílaba ño. Los ojos de mi madre voltean hacia arriba en señal de hartazgo. Incluso en estos momentos, no hablan en cantonés entre ellos. Padre ha dejado su lengua materna en el pasado. Ha decidido olvidarla de la misma manera en que un niño decide olvidar su juguete favorito luego de que se han burlado de él.

Nueve meses después, nace Helen.

Padre mira con creciente suspicacia a Helen con el pasar de los años. Ocho años, y aún no hay niño. Helen ha heredado los rasgos planos y cabello grueso de mi padre, tal como Adele heredó la nariz delicada y el cabello fino y ligero de nuestra madre. Mi padre comienza a pensar que Helen selló la puerta detrás de ella. Comienza a pensar que Helen asesinó a su hijo. Entonces recuerda que está tratando de olvidar sus supersticiones, como el niño que recuerda que de cualquier modo no le gusta el estúpido juguete, y le regala cosas a Helen: libros, un abrecartas con mango de hueso que compró en el Barrio Chino de Toronto. ¿Qué podría hacer una niña de diez años con eso? A Helen sólo le gusta sujetarlo.

La última vez que mi madre escucha a mi padre hablar en cantonés, es un nombre. El nombre de un niño: Juan Chaun. Rey poderoso. Mi padre pensó que mi madre estaba dormida por la forma en que sus párpados se movían, como si fueran las alas de una palomilla enredadas en las sábanas de un hospital. Es un nombre extraño: demasiados sonidos duros, demasiado severos para un recién nacido.

Mi madre toma a mi padre del pantalón mientras camina, cargando a su primer hijo.

—Que sea su segundo nombre —le dice.

No hay un segundo nombre en el acta de nacimiento: Peter Huang, nacido en el Hospital de Fort Michel, el 11 de abril de 1979. Mi madre la firma de cualquier modo. El nombre existe, aunque no sea legalmente. Mis padres han coronado a su rey.

Durante estos primeros años de dicha, cuando lo único que mi padre conoce de mí es el pedazo de pene en el que termina mi torso, toma a mi madre por la espalda a media tarde un domingo.

—Ahora que haces niños, tengamos doce —le dice.

Mi hermana Bonnie es su última hija.

NIÑO

A las gradas de madera las llamábamos los Grandes Escalones. Dominaban un foso de polvo y grava al que llamaban, generosamente, “el campo”. Yo estaba sentado sobre los Grandes Escalones y observaba a dos niños de mi grado hozar los confines del campo, como si estuvieran buscando un balón perdido.

Cada uno emergió sosteniendo una larga tira de hierba silvestre. A Ollie, el más pequeño de los dos, aún no le salían todos los dientes permanentes, lo que le otorgaba una desquiciante sonrisa de boca cerrada. Roger Foher, alto, feo y corpulento, tenía cabello café y nariz chueca.

Bajé los Grandes Escalones con otros niños. Medio escondida, a la vuelta de la esquina, la profesora a cargo del patio de recreo fumaba y dejaba caer las cenizas sobre su vestido gris, como si intentara prenderse fuego. Formamos un círculo alrededor de Roger y Ollie. Otro niño me empujó para quitarme del camino y poder acercarse más. Aclamó con los puños cerrados.

Roger golpeó primero, manipulando la hierba con el movimiento circular de una espada. Por encima de los gritos, yo podía oír a la hierba silvestre cortar el aire. Dejó una marca roja sobre la piel lechosa de la pantorrilla de Ollie.

Ollie levantó su tira de hierba como si fuera el látigo de un domador de leones. Soltó un latigazo sobre el hombro de la camiseta de Roger. El sonido —el impacto— se amortiguó en la tela, y Roger se rió. Ollie se mantuvo serio y en silencio; el primero en llorar o en sangrar perdería el juego.

Roger volvió a golpear en el mismo lugar, convirtiendo la marca en una X. La hierba de Ollie se enredó sin fuerza en un costado de Roger. Roger convirtió la X en un asterisco. Ollie logró un golpe sólido, en la parte gorda del antebrazo de Roger. Roger siguió azotando el mismo lugar en la pierna de Ollie.

Yo podía oler el cigarrillo de la profesora, ver el mudo punto rojo contra el cielo gris. El niño a mi lado pisó fuerte, levantando el polvo a nuestro alrededor, aventando grava contra la parte posterior de mis piernas.

Era el turno de Roger. Se detuvo, a la expectativa, como un animal cuando escucha movimiento en los arbustos. Bizqueando, señaló la pierna de Ollie. El mellado pedazo de piel se había encarnecido hasta ya no ser sólo una marca.

Roger alzó los brazos y giró sobre sus pies. Campeón del mundo. Los otros niños estaban en silencio. El fuerte había vencido al débil; no había nada de emocionante en eso. El niño que me había empujado ayudó a Ollie a salir del campo.

Los niños se dispersaron. Yo me quedé. Roger notó mi presencia:

—¿Has jugado antes? —me dijo, haciendo ademanes con su tira de hierba, verde y ahora impotente. Negué con la cabeza—. Deberías intentarlo. Te hará hombre.

Dos años antes, en primer grado, hacíamos todas nuestras tareas en un cuaderno delgado que entregaríamos al final del año. No me podía imaginar consecuencias tan lejanas. Quizá moriría para entonces, o estaría viviendo en la luna.

Una de nuestras tareas era Lo que quiero hacer cuando crezca. Nuestra profesora había escrito varias sugerencias en el pizarrón: doctor, astronauta, policía, científico, hombre de negocios y Mamá. Mamá era la única escrita con mayúscula.

Trabajé en silencio, me dibujé a mí mismo como Mamá. Pensé en las Mamás en los anuncios de revistas y libros, siempre inclinadas con sus delantales amarrados y sus pechos balanceándose libremente, sirviendo panqueques, envolviendo regalos, acariciando cabezas de cachorros, usando la aspiradora para dejar reluciente el piso. Me dibujé a mí mismo con un halo de cabello, con bebés en pañales a mis pies. Una sonrisa de oreja a oreja. “Yo quiero ser Mamá”.

Dos días después, encontré mi cuaderno abierto de par en par en mi cama. Habían arrancado esa página. Le pregunté a Bonnie, mi hermana menor, si ella lo había hecho. La evidencia apuntaba a que no podía ser Bonnie: difícilmente la hubiera podido arrancar limpiamente desde las grapas del cuaderno, como si nunca hubiera existido. No quise confrontar a nadie más en la familia.

El año en que me volví amigo de Roger, nos preguntaron de nuevo. Yo dije bombero. La imagen era optativa. Trabajé furiosamente en la mía. El bombero tenía un hacha en una mano y a una mujer en la otra, sus músculos eran tan voluminosos como arvejas. Las llamas bailaban a su alrededor. Sólo podía imaginarme a mí mismo como la mujer, mis brazos alrededor del grueso cuello de mi salvador, un zapato de tacón alto colgando del dedo gordo de mi pie. Dejé mi cuaderno abierto sobre la mesa del café cuando me fui a dormir.

Mi padre entró en la habitación que compartíamos Bonnie y yo después de nuestra supuesta hora de dormir. Vi su silueta bajar en picada como un pájaro para besar a Bonnie en la frente. Se detuvo cerca de mi cama y vio el blanco de mis ojos. Le dio unas palmaditas a mi pie sobre la sábana. La puerta se cerró. Me quedé despierto un largo rato, moviendo los dedos de mis pies calientes.

Ollie y yo esperábamos a Roger en la base de los Grandes Escalones. Le pregunté a Ollie por su pierna y me dirigió una mirada marchita, como si le hubiera preguntado algo demasiado íntimo. Intenté pensar en algo que lo pudiera interesar. Estaba acostumbrado a hablar con mis hermanas.

—¿Cómo se rompió la nariz Roger?

Ollie apuntó hacia el final del campo, desde donde Roger venía trotando hacia nosotros.

—Una vez dijo que fue en una pelea con su primo, el que vive del otro lado de la ciudad. Otra vez dijo que intentó saltar con su patineta desde el tejado. Una niña le preguntó ayer y dijo que le había caído un rayo.

El niño que me había empujado el día anterior se nos unió.

—Hola, Lester —dijo Ollie.

Ambos asintieron con la cabeza.

—Hola, Peter —dijo Lester.

Le hice el mismo gesto con la cabeza y crucé los brazos sobre mi pecho del mismo modo que ellos.

No hablamos hasta que Roger llegó.

—Nuevo juego —dijo.

No había miedo en las caras de Ollie y Roger.

—Yo pongo tres piedras grandes del otro lado del campo —explicó Roger—. Se las aventamos todas al último en llegar.

Ollie y Lester asintieron. Yo volteé a mirar. Detrás de nosotros, podía ver a la profesora del patio castigando a una niña por masticar chicle. No había razón para que nos molestara. Esto es lo que los niños hacen.

—Ok. ¡Vamos!

Ollie salió disparado. Lester y Roger lo seguían muy de cerca, y yo al final. Pasamos corriendo entre unos niños que pateaban una pelota. Sus gritos quedaron atrás.

Mis pulmones me apretaban. Corría tan rápido como podía. La distancia entre yo y sus espaldas crecía, se volvía inalcanzable. Mientras veía a Ollie estrellarse contra la reja con los brazos extendidos y a Roger y a Lester frenar poco a poco, pensé en darme la vuelta y correr hacia el lado contrario.

Para cuando llegué al final del campo, los otros niños ya tenían las piedras en sus manos. Roger arrojaba la suya de una mano a la otra. Me incliné, con las manos sobre mis muslos, y me quedé viendo a través de mis rodillas. A lo lejos podía escuchar a alguien cantar mientras saltaba la cuerda: voces musicales, incluso con métrica.

—Párate derecho —dijo Roger.

Intenté erguirme, pero en el momento en el que echaron sus brazos para atrás, instintivamente me agaché y me cubrí la cara con las manos. Con mis ojos cerrados, escuché los golpes de las piedras: Pum. Pum. Pum.

Todos habían fallado.

Roger ladró:

—¡Peter! ¡Quédate quieto!

Juntaron las piedras otra vez. Ollie me vio a los ojos y rápidamente se volteó. Lo estaba gozando: era, por fin, el vencedor; su complexión pequeña de ratón le había servido de algo.

No pude evitarlo. Las piedras salieron disparadas de sus manos y yo me eché al suelo de inmediato. Las piedras volaron por encima de mi cabeza.

—No está funcionando —dijo Lester.

La mirada de Roger me lo advertía: debí haberme quedado quieto. Lo que sucedió después fue mi culpa.

—Acuéstate boca abajo.

La grava se me enterraba en la cara, en las manos, en las rodillas. Los niños se pararon junto a mí. Fijé mi mirada en las agujetas blancas de Ollie, en el agujero del dedo gordo en su tenis. El polvo me picaba en los ojos. Los cerré. Las niñas seguían saltando la cuerda en algún lugar, bajo la mirada del vestido gris y el silbato. Patrones de canciones.

Me hundí. Todo mi peso contra el centro de la tierra.

La primera piedra cayó desde arriba, como lluvia. Me dio en la parte alta de la espalda, justo a la izquierda de la columna. La segunda cayó sobre mi coxis. La última aterrizó al lado de mi oreja, tan fuerte como un trueno. Alguien le había apuntado a mi cabeza.

—Eres bueno, Peter —dijo Roger.

Una tarde, cuando estaba en primer grado, regresamos de la escuela y la casa apestaba a azúcar hirviendo. Mi madre estaba cocinando sopa de hongos blancos. Dijo que su madre solía prepararla.

Padre levantó la olla de la estufa, salió sin zapatos y la tiró sobre el césped. No era por el olor. El caldo dulce se hundió en la tierra, dejando tras de sí un montículo de orlas blancas. El primer día parecía como si una muchacha se hubiera arrancado el camisón y lo hubiera abandonado ahí. El segundo día, parecía un montón de huesos pasados por lejía.

La noche siguiente, mi madre intentó hacer sopa de chícharos con jamón. Los seis miembros de la familia nos sentamos a la mesa para cuatro, y mis hermanas obedientemente trataron de comer aquel fango. Yo me llevé la cuchara a la boca y casi vomito. La sopa corrió por las comisuras de mi boca y regresó al tazón.

Mi padre se puso de pie y se acercó a mi lugar. Su cabeza bloqueaba la luz del comedor, como un eclipse. Tomó mis manos. Les dio forma de tazón, como si yo estuviera mendigando.

Miró a mis hermanas y a mi madre. Seguí su mirada. Adele, Helen y Bonnie: los mismos ojos negros, tan oscuros que el iris se fundía en la pupila. Mi padre puso el tazón en mis manos.

—Bebe.

Mi propia saliva flotaba sobre el denso lodo.

—Bebe o mañana no comes —dijo. No había enojo en su voz.

Tratando de saltarme a mi lengua, inhalé la sopa como si fuera aire, directo a la garganta. Dejó un rastro baboso a su paso. Pedazos grandes y rosas quedaron en el fondo del tazón. Mi padre volvió a su lugar.

Miró a mi madre, levantando la cuchara llena de jamón.

—Está bueno.

Seguimos a Roger más y más lejos del patio. Teníamos que correr de regreso a nuestras clases cuando la campana sonara, mientras Roger trotaba morosamente. Yo no iba en su clase. Después se jactó de haberle hecho una seña obscena a su profesora cuando lo regañó por llegar tarde.

Ollie tuvo que explicarle la seña. Nos sentamos en la zanja de pasto hecha para drenar la lluvia del campo, detrás del final del patio. Una larga sequía había secado el terreno. La hierba que los niños usaban como látigos se estaba volviendo amarilla.

—Es como maldecir.

—Pero, ¿por qué?

—Porque parece una verga, creo.

Los dos levantamos nuestros dedos medios para examinarlos.

—No realmente, dije.

Lester dijo:

—Es más como: “¡Clávese este dedo en el trasero!”

—Eso sí suena grosero —dije.

—Pero ¿por qué eso es un insulto? —dijo Ollie—. ¿No es peor para mí meterte mi dedo en el culo?

—Bueno, pero no parece una verga —dijo Lester, defendiendo su argumento.

—Seguro que sí. Estos otros dos dedos parecen las bolas, ¿ves? —Ollie levantó la mano con el dedo alzado.

—No me señales con eso.

Roger no había hablado en un buen rato. Estaba acostado boca arriba, mirando al cielo; los engranes se movían en su cabeza. Con la botella vacía de jugo que había tomado en su almuerzo le daba golpecitos a su estómago. Su mente estaba muy lejos de nosotros. Era como dormir junto a un león.

—Nuevo juego —dijo

Ollie no reaccionó.

—No me digas. El recreo ya casi termina.

Roger se puso de pie.

—Nuevo. Juego —repitió. Usó la botella de jugo para hacer un hoyo en la tierra del tamaño de la base de la botella, de modo que ésta quedó erguida—. Den tres pasos hacia atrás e intenten mear en la botella. El que no lo logre, tiene que bebérsela.

Sentí una oleada de pánico. Yo nunca orinaba parado. Cuando tenía que hacerlo, me imaginaba que mi cuerpo era una máquina, un robot que lo hacía por mí. Una combinación de piernas y brazos y corazón y pulmones. No tenía nada que ver conmigo. Mi cuerpo verdadero estaba en algún otro lugar, esperándome. Se parecía al cuerpo de mis hermanas.

Lester y Ollie aún estaban sentados.

—Vamos —ordenó Roger—. ¿Son gallinas?

Ollie se paró. Roger había dicho la palabra mágica.

—No soy gallina —caminó hacia la botella y contó los pasos hacia atrás—. Uno, dos, tres.

Se desabotonó los pantalones de pana. Los niños eran feos y extraños, como de otra especie. Como babuinos. Yo no era uno de ellos. La evidencia estaba justo ahí, todo el tiempo, encogida en mi apretada ropa interior, pero aun así no lo creía: yo no tenía una de esas cosas, ese pequeño apéndice carnoso.

La botella se inclinó en la tierra en el momento en el que le cayó un chisguete. Ollie logró meter un poco, menos de un dedo de líquido amarillo. Siguió Roger. Lester me dio un suave codazo.

—Déjame ir al final —dijo.

Negué con la cabeza.

—No, yo quiero ir al final.

Quizá la campana sonaría antes. ¿Con eso bastaría? ¿Roger nos dejaría ir? Probablemente no. Sus juegos prevalecían sobre las clases. No nos dejaría ir hasta que hubiéramos terminado.

Roger no pudo. Su chorro se arqueó y no alcanzó a llegar a la botella. Siguió intentándolo hasta que terminó por completo. Ollie se burló.

—¡Ja! ¡Te la tienes que tomar!

Roger subió la cremallera de sus pantalones. Su mirada muerta era aterrorizante. Ollie siguió presionando.

—¡Es lo que dijiste! ¡El que no pueda se la tiene que tomar! Empujó a Lester.

—Adelante. Es tu turno. Luego Peter. ¡Luego Roger se la tiene que tomar!

La campana sonó. La distancia la hizo sonar suave y amable.

—La campana —dijo Roger.

—No importa —dijo Ollie—. Terminamos primero.

—La campana —repitió Roger.

—¡Te la tienes que tomar! Fue lo que dijiste. ¡Son las reglas! ¡No seas tan gallina! Roger le pegó a Ollie en la oreja.

Ollie cayó en la zanja que estaba cerca de Lester y de mí.

—¡Vete al carajo! —gritó.

Roger se paró frente a nosotros, haciendo sombra sobre el foso de pasto. Me lo imaginé echando tierra y enterrándonos allí. Probablemente él había pensado lo mismo.

—La campana significa que se acabó —dijo—. Yo hago las reglas, no ustedes.

Bonnie y yo, de cinco y seis años, estábamos sentados en el piso afuera de la habitación de Adele y Helen. Yo tenía la oreja pegada a la puerta. Whitney Houston salía amortiguada, más ritmo que melodía. Bonnie intentó empujarme para quedarse con mi lugar. Tropezamos y la puerta se abrió y caímos dentro de la habitación.

—¡Hola! —dijo Bonnie, boca arriba en el suelo—. ¿Podemos hacerlo del pelo?

—Tengo que estudiar —dijo Helen.

El tablero de corcho sobre su escritorio amenazaba con caerle encima y aplastarla, sobrecargado de medallas y premios.

Adele estaba leyendo una revista, recostada sobre su cama tendida.

—Claro. Cierren la puerta.

Incluso dentro de la habitación, apenas se escuchaba el radio. Bonnie estaba sentada con las piernas cruzadas en el piso. Adele se sentó detrás de ella y le pasó un peine por el cabello. Yo me senté detrás de Adele y la peiné, usando el peine como si fuera de porcelana fina.

Helen cerró su libro de texto de historia y se sentó detrás de mí, agarrando un cepillo de una canasta que estaba sobre la mesa entre las dos camas. Siempre me cepillaba un poco fuerte, irritándome el cuero cabelludo.

Todos nos parecíamos en ese entonces. Los mismos ojos en nuestras caras sin moldear, el mismo cabello azul-negro, incluso si el de Adele era lacio y tieso y Helen se lo enchinaba de modo que parecía la pelambre de algún animal. Bonnie y yo teníamos el mismo corte de cabello que nuestra madre, de hongo. Sentados en fila, conectados por los peines y por nuestros dedos que hacían de rastrillos, el aire perfumado de la habitación a nuestro alrededor, nada que pudiera separarme ellas.

Un golpe en la puerta.

Nos separamos, girando de lado. Tomé todos los cepillos y peines y los metí de vuelta a la canasta. Adele nos aventó papel y lápices a mí y a Bonnie. Bonnie comenzó a garabatear números. Helen se sentó a su escritorio y le aventó un libro a Adele, mientras apagaba el radio.

—Adelante —dijo Adele.

La puerta se abrió de par en par. Se alcanzaba a ver la mitad de mi padre. Un brazo, un hombro, la mitad creciente de su rostro.

Ba-ba —Adele tenía recuerdos que yo no me podía imaginar—. Padre —corrigió—. Estábamos estudiando.

Padre asintió.

—La puerta se queda abierta —ninguno miraba directamente a nuestro padre, nuestros cuellos encorvados como hoces—. Mándenme a Peter cuando terminen.

Desapareció en las sombras del pasillo. Dejé de aguantar la respiración.

—No creo que a Padre le guste que pases tanto tiempo con nosotras —dijo Adele.

—¿Por qué? —pregunté.

Quería escucharlo en voz alta, con palabras reales. Quería entenderlo, no sólo sentirlo en mis entrañas.

—Quiere pasar tiempo contigo —dijo Adele.

Su sonrisa era tan amable que rayaba en la compasión.

—¿Por qué? —pregunté de nuevo.

Me concentré en la cara amable y reacia de Adele y evité los ojos penetrantes de Helen, sus cejas que se resbalan hacia el centro de su cara.

—Porque quiere que seas como él —dijo Helen.

Adele agregó:

—Fuerte y grande como él.

—Pero yo quiero ser como ustedes —dije, aferrándome a la rodilla de Adele—. Quiero tener cabello como el de ustedes. Quiero ser bonita como ustedes.

Su expresión triste y de santa me asustó.

—No puedes.

Helen había girado su silla. Adele le lanzó una mirada feroz.

—¿Qué? No puede. No puedes, Peter. Puedes ser guapo, como Padre o Bruce Lee.

Señaló a un póster que tenían, uno que Padre no aprobaba: iluminado en pixeles como en un cómic, un Bruce Lee sin camiseta posaba en posición de pelea, su cuerpo envuelto en músculos. Miré, horrorizado, el póster. Comencé a llorar.

—Eres un niño —Helen lo dijo como si pensara que eso fuera a calmarme.

—¡No es cierto! ¡No es cierto!

A Bonnie siempre le encantaba que alguien mayor que ella llorara. Comenzó a picarme en los costados.

—¡Un niño! ¡Un niño! ¡Un niño!

Adele se hincó frente a mí.

—Peter, no tiene nada de malo ser niño. Ser niño tiene grandes cosas. A veces deseo ser niño.

Comencé a gimotear, un suave y continuo llanto sin pausar para tomar aire. Me sentía fuera de control. ¡Un niño! ¡Un niño! ¡Un niño!

Helen le dio la vuelta a la página en su libro.

—Padre lo va a oír y nos va a joder a todos.

Adele asintió. Me jaló hacia el clóset y cerró la puerta detrás de nosotros. La apertura de la bisagra dejaba entrar un hilito de luz y mi respiración agitada parecía más fuerte en el espacio cerrado. Sentí los brazos de Adele cerrarse alrededor de mí.

Bonnie golpeó la puerta, enojada por haber sido excluida, un sonido distante y sin importancia. Adele me susurró al oído.

—Puedes ser bonita. Puedes ser bonita.

Roger no fue a la escuela el día de su cumpleaños. Había estado hablando durante semanas acerca de la fiesta que le iban a hacer. Habría caballos, decía, y juegos electrónicos y rifles de municiones. Hizo como si disparara uno y un pájaro cayera de un árbol invisible.

Cuando salimos de la escuela ese día, Roger estaba parado junto a la puerta delantera. Ollie y Lester caminaban juntos. Yo los seguía. Se detuvieron abruptamente y me estrellé contra sus espaldas.

—Hola, perdedores —dijo Roger.

La cicatriz de su nariz estaba más visible que de costumbre; palpitaba sobre el punto en el que el puente se desviaba.

—Feliz cumpleaños —dijo Lester.

Ollie sonreía sin abrir la boca.

Esperamos a que se vaciara el frente de la escuela. Los chicos pasaban velozmente junto a nosotros. Vi a Bonnie dirigirse al autobús escolar. Se veía igual que yo desde atrás: un casco de pelo negro, un par de overoles viejos de Helen. Vi a una versión de mi persona quedarse con la multitud, subirse al autobús e irse a casa. A casa con mis hermanas.

—¿Dónde estuviste hoy? —preguntó Ollie.

—Mi papá me llevó a un juego de béisbol, dijo Roger.

Nos examinó de arriba abajo, como buscando algo.

—¿Cuál juego? —preguntó Ollie, retándolo.

—Los Blue Jays. En Toronto.

—¿Y cómo es que ya regresaste? —preguntó Lester.

Yo sí había creído en la fiesta de cumpleaños de Roger.

—Sí —dijo Ollie—. ¿A qué hora acabó el juego para que puedas estar aquí a las tres de la tarde?

—Juego matutino —dijo Roger, vagamente—. ¿Me trajeron regalos, perdedores?

Yo dije:

—Te tengo algo. Está en casa. Te lo iba a llevar a tu fiesta.

Roger se chupo los dientes, succionando sus mejillas hacia adentro. Se dirigió a Lester y a Ollie.

—¿Y ustedes?

Lester se encogió de hombros. Ollie sacó algo de su mochila: un regalo envuelto en papel estraza amarrado con cuerda delgada. Roger se lo quitó de las manos y le hizo un hoyo al papel.

Vi brillar algo de metal. No pude leer la expresión en la cara de Roger mientras veía el regalo medio abierto.

—Eres un pendejo —le dijo.

—¿Qué? —dijo Ollie; la palabra salió por un lado de su boca cerrada.

Roger arrancó el papel por completo.

—Es tu lonchera, la he visto.

La cara de Ollie se retorció. Quizá en una sonrisa.

Roger pateó los restos del papel estraza. Flotaron melindrosamente, como si se estuvieran burlando de él.

—Váyanse al carajo.

Entrecerró los ojos en blanco y sus mejillas se apachurraron. Sorprendido, me pregunté si iba a llorar. Sus ojos se abrieron. Sus manos se cerraron lentamente en torno del cuello de la camiseta de Ollie. Mientras su aliento se aceleraba, pude ver a Ollie recordar lo grande que era Roger.

Lester los separó.

—Ya basta. Viene alguien.

Una figura pequeña saltaba hacia nosotros. Mientras se acercaba, la reconocí: una niña de mi clase, Shauna. Se sentó cerca de mí y verla me sosegó. Su cabello rubio siempre estaba perfectamente peinado de raya en medio, sujeto por peinetas que se quedaban todo el día en su sitio. Ojos de vidrio azul, como de muñeca. Se parecía a la hija de la Mamá que yo quería ser, la que recibía el plato de panqueques, la de calcetines blancos y botines Mary Jane de piel que no dejaban nunca una huella de lodo tras ellos.

No parecía consciente de nuestra presencia mientras intentaba seguir hacia el edificio. Vestía una falda amarilla que se mecía mientras caminaba, corta sobre sus piernas sin forma. Roger soltó a Ollie, quien había empezado a toser. Se estiró para tomar a Shauna del brazo.

—¿A dónde vas?

—Olvidé mi lapicero.

Los dedos de Roger se hundieron en su brazo regordete.

—Suéltame. Me estás lastimando.

Lo último sonó a queja.

—Roger —dijo Lester—. Ya basta. Vamos a la tienda de la esquina. Te compraremos una Coca o algo.

—Cállate —dijo Roger, sin ningún tono en particular. Se quedó enfocado en Shauna—. Hoy es mi cumpleaños. ¿Lo sabías?

—¿Qué? —Shauna intentó liberarse—. ¡Suéltame!

—Dime Feliz Cumpleaños, primero.

—Bueno. Feliz cumpleaños. ¡Suéltame!

La posibilidad de soltarla, de dar el asunto por terminado, nació y murió en los ojos de Roger.

—Ven con nosotros, dijo.

Después de calmarme lo suficiente para salir del clóset, Helen me recordó que nuestro padre quería verme. Salí de la recámara de mis hermanas y caminé por el pasillo como si fuera una marcha de la muerte. Mi madre, que no era para nada como las Mamás de las revistas, estaba lavando la mesa de la cocina. Mi madre, más como el viento que como una persona, sólo visible en las secuelas de su presencia, la limpieza y la destrucción que dejaba tras de sí, olvidable hasta que un tornado arrancaba el tejado. Señaló silenciosamente la puerta de su recámara.

Entré en su recámara. Mi padre estaba parado en la oscuridad, al lado de la ventana. La casa estaba distribuida de tal forma que la luz de la cocina daba a la ventana de su recámara. La camisa blanca de mi padre resplandecía, revelando los músculos de su espalda. Por primera vez pensé en cómo se vería su cuerpo. ¿Tenía pectorales cuadrados como los de Bruce Lee, abdominales marcados y todos esos ángulos afilados y atemorizantes?

—Ven conmigo —dijo.

Caminó hacia el baño y me arrastré detrás de él. Mis ojos comenzaban a ajustarse a la oscuridad. Empujó un banquito hacia el lavabo. Salté sobre el banquito sin que me lo dijera. Nos quedamos lado a lado, en la penumbra, de cara al espejo.

Escuché el chasquido del interruptor. En el destello de luz, la cara de mi padre quedó momentáneamente borrosa, desprovista de su color broncíneo. Mi cara estaba suavizada, borrosa en los bordes donde no podía encontrar mis ojos. En el espejo, un hombre blanco y una niña.

Entonces —con las pupilas contraídas— nosotros otra vez.

—El plato especial del día, para padre e hijo. Vas a aprender a rasurarte —dijo mi padre.

Respingó con el sonido de su voz, pronunció las palabras por segunda vez. Nadie escuchaba su acento tan agudamente como él mismo.

—Te voy a enseñar a rasurarte.

Recorrí mi suave barbilla con mi mano, un recordatorio mudo de que tenía seis años.

—Haz lo mismo que yo —dijo.

Mezcló la crema de rasurar en un tazón de madera resquebrajado. Miré alrededor del baño. Había una curiosa falta de cosas femeninas: los aceites y las cremas y los polvos del baño que yo compartía con mis hermanas. Ninguna evidencia de mi madre.

Padre se untó la cara y el cuello y yo hice lo mismo. Me dio un rastrillo desechable. Era más fácil ver su reflejo en el espejo, como ver al sol a través de un proyector solar. Seguí su ejemplo, retirando la crema de mi cara lampiña por retazos.

—¿Tu madre te ha dicho alguna vez cuál es tu nombre chino? —preguntó.

No quería meter a mi madre en aprietos, pero me asustaba más decir una mentira. Asentí. No podía recordar las sílabas que ella me había susurrado. Recordaba que rimaban.

—Rey poderoso —dije.

Enjuagamos las navajas en otro tazón con agua.

—El nombre chino de Adele es su segundo nombre. Le complicará la vida cuando sea doctora en Canadá —hizo una pausa. Yo no sabía que Adele quería ser doctora—. Quizá se lo cambie.

Hizo correr la navaja sobre su manzana de Adán.

—Te esperamos mucho tiempo. En una familia, el hombre es rey. Sin ti, muero, y no hay rey.

Deslicé la navaja sobre mi garganta plana. Se atoró en la piel. Ah. Un hilo de sangre apareció.

Mi padre echó un vistazo, sin alarmarse. Arrancó un pedazo de papel de baño. Me sostuvo el cuello por atrás y apretó fuerte con su otra mano para detener el sangrado; se sentía como si me estuviera estrangulando.

—Está bien. Es parte de ser hombre.

Lo miré directo a la cara, mi cabeza echada hacia atrás como una bailarina en pleno abrazo.

—Las mujeres sangran mucho más.

El espacio debajo de los Grandes Escalones estaba cerrado por un lado. Sólo había una entrada y salida. Rayos de luz pasaban entre las gradas, arrojando las sombras de una ventana de prisión.

Roger arrastró del brazo a Shauna. Nuestros pasos crujían en la grava. La guiamos hacia la parte trasera del hueco, bloqueando la entrada con nuestros cuerpos. El impulso parecía irrefrenable. El codo de Lester se encajó en mi costado, como había sucedido en la pelea con las hojas de hierba entre Ollie y Roger. Su expresión era la misma: enloquecida, llena de nausea.

Shauna había perdido una de las peinetas de su cabello en algún momento del recorrido. Su madre le preguntaría al respecto, pensé. Sus calcetines estaban manchados por el pálido polvo que había debajo de la grava. Lloraba. No como yo había llorado, no como yo había resoplado y sollozado contra el pecho de Adele en el clóset. Lágrimas sin sonido, como si llorar fuera maleducado.

—Levántate la falda —dijo Roger.

Shauna parpadeó. Yo podía oler el aliento agrio de Ollie. Le salía en exhalaciones cortas y excitadas. Ella se levantó el borde de la falda, ni rápido ni lento. Con más idea de lo que yo había esperado. Como si ya lo hubiera hecho antes.

Roger fijó los ojos en el lugar.

—Peter, bájale los calzones.

Miré a Shauna a los ojos. Mis manos en sus pequeñas caderas. Intenté decirle que lo sentía. Que ambos éramos víctimas. Quería que ella viera quién era yo de verdad. Al que apedrearon en la espalda. El que peinaba el cabello de mis hermanas. Sólo podía ver el reflejo de cuatro atacantes en sus ojos, cuatro niños en aquel azul muerto y marmóreo, como si se pudiera ver el cielo a través de ella.

Así. Las rodillas de Shauna atadas juntas. Una herida calva y rosada.

Las piernas de Shauna temblaron y luego se doblaron. Cayó de rodillas en el suelo. Su falda se extendía protectoramente sobre sus muslos. Mejor ser uno de nosotros, mejor estar de pie de este lado que arrodillada y llorando en la grava mientras ellos te miran con lascivia, era lo que mi padre quería de mí, que fuera uno de ellos, que fuera un rey.

Pero yo pertenecía al lado de Shauna, dueña de algo tan hermoso que los chicos robarían para obtenerlo, que mirarían su cálido centro incluso si los cegara.

Nos tomó largo tiempo caminar a casa, sin hablar. Las luces de la calle ya estaban encendidas. Cruzamos el área sin construir entre la escuela y nuestras casas. La tienda de la esquina, un taller mecánico, una lavandería, un tramo de lotes baldíos. Nos entretuvimos un poco con una rata muerta, aplastada y con marcas de llantas. La cola era lo más reconocible.

Llegamos primero a mi casa. Me quedé en la vereda de grava y los vi alejarse. El camino se elevaba y luego descendía, creando la ilusión de que desaparecían en el horizonte más rápido de lo que en realidad sucedía.

Abrí la puerta de la entrada. Mi padre estaba sentado a la mesa de la cocina. Madre estaba sentada en el suelo, cerca de donde poníamos los zapatos. Mis hermanas no estaban. Lo sabían. Los padres de Shauna ya debían de haber llamado.

Mi madre me tomó por las axilas. Apenas podía levantarme, mi cabeza por encima de la suya, mis pies a rastras en el suelo. Me sostenía lo más lejos de ella, como a una bolsa de basura. Me llevó a su recámara y me dejó caer sobre una silla.

Padre entró detrás de nosotros. Se recargó en la pared al lado de la puerta. Madre abrió la boca y una larga retahíla de injurias salió, en un idioma que yo apenas podía reconocer, un idioma de sonidos duros y cortos, un idioma de dolor. Mi padre puso la mano en su hombro para detenerla. No debía hablarnos en cantonés. Nuestro inglés saldría perjudicado, insistía. Como el de ellos.

Despojada de su única otra arma, me abofeteó. Por un instante, nadie se movió, como si el sonido de su palma restallando contra mi mejilla necesitara tiempo para hacer eco. Madre salió de la recámara. La puerta quedó abierta.

Mi mirada se encontró con la de mi padre. Seguía recargado en la pared opuesta a donde yo estaba, con su expresión inescrutable. Lenta, deliberadamente, se incorporó. Sonreía. No habló por largo rato, sólo sonrió. Sentí su aprobación como un cálido rayo de luz.

Dijo:

—Bonnie se va a mudar a la habitación de Helen. Tendrás tu propio cuarto, hijo.

Mi padre me amaba.