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Dedicatoria

Introducción. El día que murió Néstor Kirchner (y yo)

1. El tipo que supo. O cuando el kirchnerismo no existía

2. De determinismos y algunas carambolas de la historia. Kirchner y la posibilidad de imaginar una gobernabilidad inimaginable

3. Esa rara cosa llamada economía política. La mirada particular del presidente

4. Del cenicero a la mesa. La política según Kirchner

5. El día que los derechos humanos volvieron

6. El detrás de escena de la reapertura de los juicios a los represores

7. Descolgar el cuadro, subir el telón. Cuando los derechos humanos cambiaron de pantalla

8. Primer informe para Suecia: el kirchnerismo es un simulacro

9. Sombras destituyentes I. Blumberg, Cromañón y la muerte de la ilusión de la transversalidad

10. “No quiero disputar el peronismo, quiero disputar el poder”. Kirchner y el pejotismo

11. ¡A desendeudar, a desendeudar!

12. La Concertación, el (breve) sueño del pibe

13. Todas las voces, todas. La Argentina y la izquierda sudamericana, ¡qué equipo!

14. La sombra destituyente II. La mentada 125 y el segundo nacimiento del kirchnerismo

15. De la caída a la resurrección. Cuando la voluntad y la destreza pueden reconstruir mayorías

16. La pelirroja como objeto de estudio. De la derrota frente “al campo” al surgimiento del cristinismo

17. La hora de Cristina. Del “presidente-bombero” a la etapa superior de la institucionalidad

18. ¡Es más que la economía, estúpido! De cómo Kirchner militó la Ley de Matrimonio Igualitario

19. Qué pashó con Clarín y la Ley de Medios. Detalles de una batalla épica

20. Nunca más, demonios y nuestro futuro después de los gobiernos kirchneristas. Más allá de la pedagogía de lo obvio

Epílogo. Crítica, balance, corrupción, globos y la templanza del verdadero militante

Hasta más vernos

Agradecimientos

colección

singular

Mario Wainfeld

KIRCHNER

El tipo que supo

Wainfeld, Mario

© 2016, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Al familión que somos y construimos.

A Manuel, Lucas y Lucía Wainfeld, los hijos que son como los soñé y tanto mejores. Por cómo ríen, por las nobles personas que se hicieron. Les debo tanta dicha y tanto orgullo…

A Cecilia, que me encontró empezado y me mejoró bastante. Compañera, amiga, mujer, jefa de hogar.

A Santiago y Florencia Diehl Delpech, los hijos que vinieron con Cecilia, entrañables. Aprendimos a conocernos primero y a querernos luego, hace ya mucho.

A sus compañeros y parejas: Martha, Nati, el “Negro” José, nueras y yerno del corazón.

A los nietos Matías y Facundo, lo más.

La familia ensamblada se la rebanca y es lo mejor de mi existencia.

A mi hermana Estela, siempre dulce y cercana.

Entre las muchas tipologías posibles sobre la humanidad hay una buena que divide a deudores y acreedores afectivos.

Hay gentes que creen que el mundo les debe algo o mucho.

Otras piensan que la vida les dio más de lo que esperan o, en una de esas, merecen. Es mi caso. Un tímido que tiene en oro un puñado gigantesco de amigos y afectos.

Entre tantos y tan queridos, nombro a Raúl y Mónica.

Al otro Raúl y Alejandra. A Carlos y Clarisa. Nos escogimos mutuamente como hermanos y hermanas, llevamos décadas juntos.

Borges, inevitable e imbatible, dedicó un texto a Leopoldo Lugones: “[A usted] le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío”.

Evoco y dedico este volumen a personas que ya no están, a quienes (creo y deseo) les hubiera gustado que les gustara este libro. Horacio Rapaport, el “Tano” Hugo Donato, Norberto “Croqueta” Ivancich, el “Turco” Germán Abdala, Sergio Moreno.

Mi viejo, Roberto (a quien seguían llamando “Pibe” cuando era sexagenario), quiso que yo fuera abogado, aunque no lo decía para no influir sobre mí. Honré ese mandato durante veintiséis años.

Me volqué al periodismo hace cosa de un cuarto de siglo.

Él estuvo de acuerdo. Necesito su compañía y aprobación, las tuve siempre, incluso para este libro. Es extraño porque ni él ni yo creemos en ninguna forma de trascendencia.

Y se fue hace más de treinta y cinco años. Pero lo real es a menudo así: tan inexplicable como innegable.

Lo velaron en la Casa Rosada. Conozco el Palacio: a lo largo de los años lo he visitado muchas veces por motivos laborales. Observé el paso de varios elencos de gobierno. Ubico sus pasillos, sus sonidos; sé dónde están los baños y puedo colarme en espacios reservados si fuera menester.

Con independencia de quienes lo habiten, el Palacio tiene sus reglas, sus protocolos, sus recurrencias. Alberga ciertos modos de poder; allí se cocinan decisiones que ningún ser humano está capacitado para tomar. Suelen frecuentarlo asesores, amigos, consejeros leales, chupamedias e intrigantes, en todos los gobiernos. Es un territorio de élites diversas, que rotan.

La Plaza está ahí nomás, apenas a unos pasos. Desde 1983 compartió su relevancia con la del Congreso y la de Tribunales: las movilizaciones se diversificaron según el poder del Estado al que buscaban interpelar. Pero desde el 17 de octubre de 1945 “Plaza” por antonomasia hubo y hay una sola: la de Mayo, la que se ve desde el balcón de la Casa de Gobierno o desde sus ventanales.

No obstante esa proximidad, jamás, desde que tengo memoria, la Plaza y el Palacio estuvieron tan imbricados, tan hondamente comunicados, como aquella jornada del funeral de Kirchner. La multitud se desplazaba como en su casa: iba a despedirse, a decir lo suyo. Recorrían el Palacio como si fueran concurrentes asiduos porque sabían que serían acogidos.

Es habitual imputar al kirchnerismo carencias en su comunicación y sus modales (puedo compartir en alta proporción esos reproches), pero en esa ocasión se observó lo opuesto: se consagró el lugar con delicadeza, en patente armonía con un sentimiento popular. Subrayo: un sentimiento, no el sentimiento. Subrayo también: popular, no unánime.

La empatía con la sensibilidad de los asistentes conjugó un velorio único: un amplio abanico social campeó por la Rosada, por esos pasillos habitualmente fatigados por minorías (los periodistas, entre ellas). Los asistentes vivaron, lloraron, dejaron ofrendas, saludaron… Todos fueron atendidos y honrados.

Néstor Kirchner fue un presidente de crisis. Como tal, concitó una aprobación condicionada por las necesidades satisfechas; entre ellas, el anhelo de autoridad, de ver a alguien al timón. Barrunto que fue por eso que ganó terreno con acciones que en su momento parecían apelar sólo a minorías, como cuando ordenó al jefe del Ejército, Roberto Bendini, que descolgara los cuadros de los dictadores Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone. O, en general, con su política de derechos humanos.

Su modo de hacer política convalidaba la decisión antes que el norte. O mejor: se aceptaba casi cualquier norte si garantizaba que la nave siguiera su curso en lugar de encallar o naufragar.

Esa forma de consenso –extendido y poco pasional, bien pragmático– fue proporcional a los intereses satisfechos de una mayoría silenciosa, más bien quieta. A Cristina Fernández le cupo otra etapa, que forjó apoyos más restringidos y organizados, con discurso y militancia. Con ella llegaría una primera minoría activa o intensa, consciente de sí misma y con ansias de hacer política.

Kirchner recibió el adiós emocionado de decenas o cientos de miles de personas que expresaron a muchísimas otras. Me moví en la marea humana espontánea, tratando de comprender. Imposible no pensar: “Al tipo le hubiera gustado ver esto”. La comunión entre la Plaza y la Rosada –esa fantasía peronista y setentista que tanto lo motivaba– se materializó cabalmente entonces, cuando se fue.

Vi el Palacio como jamás antes. Y, malicio, como jamás lo veré. Kirchner lo consiguió, resuelvo ahora que entendí.

Devaneó sobre el peronismo, salió y volvió a entrar. Sus zigzagueos me llamaron la atención; algunos zigs me complacieron más que otros zags. El afán del presidente peronista por salirse del peronismo, por reconvertirlo, por desbordarlo, siempre me fascinó.

Nunca entreví que moriría envuelto en un fervor popular como el que rodeó a Perón y a Evita. Intuyo que él tampoco se entretuvo en hipótesis tan fúnebres.

Quien trabaja en un diario escribe un día para ser leído al siguiente. Es más extraño de lo que podría parecer. Uno pone “ayer” cuando se refiere al “hoy” en que está tipeando. Tan chocante es que muchos profesionales se trabucan cotidianamente con esa convención, como si la mente resistiera la “impostura”. A horas de la muerte de Kirchner, estremecido y acongojado, escribí para el Página del día después. Fui cerrando así:

Entre los que lo lloran, la mayoría son humildes, muchos son jóvenes que recuperaron la sed por militar. Lo lloran las Madres de Plaza de Mayo, las Abuelas, los integrantes de la comunidad gay, cantidad de artistas y trovadores populares.

Su nombre será bandera y todos ellos tratarán de llevarla a la victoria, a la continuidad, a la coherencia.

Se lo llora y ya se lo añora en la redacción de este diario, que clamó desde su primer día por banderas que en su gobierno se plasmaron en conquistas, leyes, procesos y condenas a genocidas.

Ya lo extraña este cronista, que lo conoció en su labor profesional, lo respetó y quiso más de lo que marcan las reglas de la ortodoxia del “periodismo independiente”, lo que nunca impidió discusiones.

Lo sigo extrañando, claro que sí.

Ese día triste y revelador me motivó a revisar y reformular lo mucho que había escrito y dicho sobre Kirchner, resignificado por el hecho ineludible de su muerte y por esa despedida que cualquier político popular hubiera envidiado. Ese día me propuse escribir este libro.

Cuando lo entrevisté por primera vez, deseaba que ganara las elecciones, por descarte: era el mal menor. Le desconfiaba, como a cualquier dirigente. Esperaba, de máxima, que recauchutara un orden democrático y no represivo, que terminara su mandato, sin violencia y recobrando continuidad institucional, que canalizara un proceso de recuperación económica que se insinuaba.

A poco andar, disfruté la estupefacción de tener un presidente que impulsaba como políticas de Estado banderas que las mejores militancias argentinas y el diario en que trabajo desde hace años habían levantado de modo testimonial, tenaz… y sin eco alguno en la Casa Rosada. La nulidad de las leyes del perdón a los represores es apenas el ejemplo tradicional.

Algunas audacias superaban las demandas más entusiastas; eran movidas que uno no enuncia ni en la excitación del café de madrugada o en asados bien regados, como el enroque de Julio Nazareno por Eugenio Raúl Zaffaroni.

Otras contradecían esquemas clásicos del nacionalismo popular, al que adscribo: los equilibrios fiscales, el superávit, el desendeudamiento con el Fondo Monetario Internacional. Debimos aprender que algunos instrumentos desdeñados eran funcionales para recobrar autonomía nacional.

Otras recreaban búsquedas inconclusas adecuándolas a una etapa global nueva: las relaciones con las naciones de la región. La Patria Grande ocupaba el sitial de utopía fallida de los próceres o los militantes del pasado. Vimos cómo se adecuó el ideal a la práctica, con objetivos más modestos y precisos, embellecidos por el tránsito del sueño a la realidad tangible.

Escogiendo una tradición de pensamiento, llamo “ideología” a una visión del mundo que conjuga de modo coherente ideas, creencias y valores.

Kirchner llevó a la acción una ideología que no inventó y que trató de sintonizar con el momento histórico que le cupo en suerte. Lo hizo, como no podía ser de otro modo, con las limitaciones de poder y de recursos materiales y simbólicos que recibió, acrecentándolos todo y lo mejor que pudo.

Antes y después de ser periodista participé, como militante o ciudadano, en centenares de movilizaciones, casi siempre para oponerme: al Rodrigazo, a la dictadura, a las leyes de la impunidad, al ajuste menemista, al indulto, a los desaguisados de la Alianza, a los asesinatos del 19 y 20 de diciembre de 2001 o a los de Kosteki y Santillán. Para ponerle el cuerpo a un gobierno, en cambio, sólo participé en los remotos tiempos del segundo peronismo (un ratito) y en los primeros años del presidente Raúl Alfonsín.

Quiero abordar aquí una semblanza del presidente que llegó, casi de chiripa, a gobernar un país devastado, es decir, sin Estado, sin moneda, sin gobierno, en default. Con índices socioeconómicos escalofriantes, una población desolada, incrédula y enfurecida. Dos gobiernos sucesivos, uno radical y uno peronista, habían tenido que acortar sus períodos tras derramar sangre de argentinos, jóvenes en su mayoría.

Kirchner reconstruyó, paso a paso, el Estado, el gobierno. La Argentina se desendeudó, se recuperó la moneda, el empleo cobró centralidad, la redistribución de la riqueza volvió a ser una finalidad pública, se elevó la condición de los trabajadores. Se reconstituyeron derechos arrasados por la obra deliberada de la dictadura y por la defección de gobiernos democráticos. Se reconocieron otros, reivindicados por minorías tenaces, que son parte de la agenda más reciente.

En 2006 Carlos Díaz, director editorial de Siglo XXI, me persuadió de hacer un libro con un tema a mi elección. Acordamos que sería sobre Kirchner. Ya entonces se conocía u olfateaba que no iría por la reelección y que Cristina Fernández sería candidata, con todas las de ganar. Imaginamos una suerte de balance de sus cuatro años, en un contexto de continuidad. Navegaciones de la vida personal y laboral dejaron el proyecto en pausa, hasta que Kirchner se fue. En enero de 2011, la conmoción y el dolor por la pérdida me movieron a escribir de arrebato algunos capítulos. Retomé conversaciones con Díaz, que me seguía cual una sombra tenaz, persuasiva y cordial. Pero el proyecto quedó pendiente otra vez, hasta ahora.

Este libro pudo, pues, escribirse en 2006 o en 2011. Le toca ver la luz ahora, en un contexto doméstico e internacional muy diferente. La derecha gobierna, elegida por el pueblo soberano. Otra ideología anima al gobierno del presidente Mauricio Macri y a sus partidarios. Es consistente que propongan un nuevo modelo de país tanto como que cuestionen lo hecho u omitido. Lo que rebela, por falaz y avieso, es que se niegue lo realizado, no que se reniegue de ello. La polémica política puede (debe) ser acendrada, extrema, ácida. Pero convertir doce años de historia en un simulacro o en un capítulo del Código Penal ambiciona expulsar al adversario, dejarlo fuera de la esfera democrática.

Es despectivo y discriminador reducir un ciclo riquísimo a un conjunto de episodios de corrupción, al “hiperpersonalismo” o a la estupidez colectiva. Lo es, asimismo, desvirtuar una época trascendente pintándola como si un par de flautistas de Hamelin hubieran arrastrado al abismo a millones de descerebrados, acompañados por una caterva de oportunistas.

Como bien define la politóloga Chantal Mouffe:

El debate democrático es entendido como una confrontación real. Los adversarios luchan –incluso ferozmente– pero de acuerdo con un conjunto compartido de reglas y sus posturas –a pesar de ser irreconciliables en última instancia– son aceptadas como perspectivas legítimas.[1]

El conflicto, “lo agonístico”, siguiendo a Mouffe, puede llegar a la radicalidad pero siempre considerando la (co)existencia del adversario.

Todo en democracia es controvertible y, en su frontera, negociable o sujeto a modificaciones. La condena por inmoralidad, en cambio, es excluyente. Aquel a quien se descalifica como esencialmente inmoral es exiliado de la política, se lo equipara al enemigo, queda fuera del sistema. A esa condición se quiere relegar el kirchnerismo, no a tres malos o pésimos gobiernos, cosa que cualquiera tiene derecho a pensar.

Este libro renuncia a la cronología y, en parte, al inventario minucioso de medidas o personajes. Es un ensayo libre, género de noble linaje nacional, que ansío no haber deshonrado, aunque no intento competir con los pesos pesados que admiro y a los que pretendo emular, sin imitar.

La propuesta a quien lea estas líneas, nuestro contrato, es hablar de políticas públicas, de realizaciones, de fracasos, de rumbos, de lo que puede la voluntad, de sus límites.

Entre otros “tips”, se recorren la política económica, la laboral, la internacional, la de derechos humanos, la transversalidad, la Concertación, la Ley de Medios, la nacionalización del sistema jubilatorio, la Cumbre de las Américas, el canje de la deuda, el Indec. Planteo que un proyecto, un gobierno, un ciclo, un “modelo” se deben discutir evaluando esas variables u otras de similar calibre, calificándolas, si se prefiere, en una escala imaginaria de diez a menos diez. Una suma algebraica, que dará tantos resultados como intérpretes. El pacto de lectura no es que lleguemos a la misma cifra, sino que acordemos en la mayoría de los factores a calificar. Sobre esa base, lo invito a avanzar. Si le atraen más los escándalos que la política, amablemente creo que el material no lo interpelará. Como escribió el historiador francés Jean Bouvier:

No hay que dejarse atrapar por el prestigio de los escándalos. No son ellos los que dan cuenta del desarrollo histórico. Los regímenes económicos y políticos no mueren jamás por los escándalos. Mueren por sus contradicciones. Es absolutamente otra cosa.[2]

Quiero fundamentar, con argumentos racionales y no dogmáticos, explicitando cuáles son mis premisas ideológicas, que Kirchner supo para qué arco patear. Que a veces metió goles y se hizo alguno en contra. Que representó bien la visión del mundo en la que creyó. Es reconfortante dialogar con lectores o lectoras que piensan parecido al autor, pero mi propuesta es más inclusiva: plantear un recorrido, un inventario imperfecto de una etapa, que sea admisible para quienes disientan con algunas o todas las tesis del autor.

Kirchner se valía de la expresión “verdad relativa”. Nadie es dueño de la verdad, decían los viejos, mi abuela entre tantos. Pero uno cree tener la verdad (¿ser su inquilino?) cuando “hace” política. A la vez, reconoce que otros piensan distinto, que discuten en nombre de otras visiones.

Además de las dedicatorias personales y agradecimientos del autor, que se consignan al comienzo y al final del libro, estas páginas están también dedicadas a la memoria de Néstor Kirchner. Desde un ángulo subjetivo, situado, jamás encolumnado, ni vertical, ni acrítico, compartiendo bastante, discutiendo, señalando tropiezos, contradicciones o errores… siempre “con reshpeto, eeh, con reshpeto”, como él sabía decir.

[1] Chantal Mouffe, Agonística. Pensar el mundo políticamente, Buenos Aires, FCE, 2013, pp. 26-27.

[2] Citado en Pierre Rosanvallon, La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza, Buenos Aires, Manantial, 2007, p. 61.

Fidel Castro, todavía en la presidencia de Cuba aquel 2003, fue uno de los invitados al juramento de Kirchner. Los gobernantes de izquierda y populistas de la región marcaron el tono de la ceremonia.

El 26 de mayo Fidel debía hablar en el Salón de Actos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Exótico el ámbito, conservador por linaje. Los convocantes se equivocaron: resultó muy pequeño para contener a la multitud.

Con la organización rebasada, Fidel fue invitado a hablar en las escalinatas de la facultad, ante una masa que llegaba como un aluvión incesante. Habló durante horas, sedujo como tantas veces antes frente a los públicos más diversos. Usó la palabra “autoestima” tres veces en un fragmento del discurso.

Cuánto sufre un analfabeto, no se lo imagina nadie; porque hay algo que se llama autoestima, que es más importante, incluso, que los alimentos. La calidad de vida es otra cosa, calidad de vida es patriotismo. Calidad de vida es dignidad, calidad de vida es honor [aplausos y exclamaciones]; calidad de vida es la autoestima que tienen derecho a disfrutar todos los seres humanos.

Kirchner la incorporó a su vocabulario. Ni el diccionario tradicional del marxismo ni el lenguaje peronista la incluían entre sus términos clave: pertenecía más a los dominios de la psicología o de la autoayuda. La lectura de aquella crisis cuasi terminal de finales del siglo XX la convirtió en un concepto pertinente y necesario.

La desocupación creciente, la pérdida del valor de la moneda, la erosión del Estado habían dejado secuelas perceptibles en la vida cotidiana de los argentinos. Había familias enteras que carecían siquiera de un miembro con trabajo; hubo hijos que crecieron sin ver trabajar a sus padres.

Los varones, que habían encarnado el papel de los jefes de hogar, padecieron hondamente la desestructuración de su existencia. Era imposible reproducir lo que habían aprendido de sus padres, la realidad se los negaba y se volvía incomprensible. La depresión, el alcohol y la violencia disgregaron a las familias.

Por su parte, las mujeres –reseñan la crónica y la sociología acelerada de aquellos años vertiginosos– supieron reconvertirse, capacitarse y responder mejor a la crisis. Quedaron al mando de nidos monoparentales donde la comida siempre resultaba insuficiente. En la Argentina, esa experiencia era ignota, y su grado de expansión, inverosímil.

Los comedores comunitarios, las ollas populares y las cooperativas que sumaban nada más nada y obtenían algo fueron obra de estas alquimistas de la crisis.[4]

El paliativo trasuntaba el potencial comunitario y organizativo de una base trabajadora que debía asegurar la comensalidad familiar, la mesa de los argentinos. Hasta las escuelas públicas privilegiaron el comedor, la asistencia acuciante. Los maestros actuaron como trabajadores sociales: la función docente quedó relegada, de manera tan razonable como indeseada.

Las mujeres, más despiertas y dinámicas, fueron mayoría entre quienes se anotaron en el Programa Jefas y Jefes de Hogar Desocupados, el primer programa de ingresos para personas sin trabajo formal.

La autoestima era irrecuperable si el crecimiento y la redistribución de la riqueza se postergaban hasta un futuro impreciso. La misión era concretarlos en el menor tiempo posible. El resultado no equivaldría a una perfección virtual e irrealizable. Gobernar es jerarquizar: lo mejor o lo menos malo según el momento.

Crecer a tasas chinas, redistribuir desde el punto de partida, crear empleo fueron las vigas de la estructura. Kirchner no era un arquitecto refinado, pero sí un constructor experto o un maestro mayor de obra capaz de pensar una casa sólida, que luego se podría ampliar con un cuartito al fondo.

Para comprender hay que ver.

Y para ver hay que saber mirar.

Kirchner comprendió mejor que nadie la crisis de 2001, interpretó ese índice inexorable del “dolor país” sobre el que escribió Silvia Bleichmar. Un dolor país que era colectivo y permeaba las sagas familiares.

El mandato era salir rápido de ese Infierno y navegar la etapa del Purgatorio. Esa frase-eslogan del presidente reflejaba una obsesión; nuevamente, la metáfora del barco que no hay que dejar encallar ni naufragar.

Si es cierto que hablaba a borbotones cuando narraba o daba su visión de la coyuntura, y que desplegaba números sin pulcritud, agregando un cero a las cifras o valiéndose de redondeos y aproximaciones, también lo es que mantenía claros los conceptos.

[3] Arturo Jauretche, Política y economía, Buenos Aires, Peña Lillo, 1977, pp. 6-7.

[4] Tomo la expresión de María del Carmen Feijóo, quien la propone en su libro Alquimistas en la crisis (Experiencias de mujeres en el Gran Buenos Aires), Madrid, Siglo XXI, 1991. Uno de los primeros textos que abordó teórica y empíricamente el protagonismo de las mujeres; un trabajo pionero, agudo, con un título notable.

2. De determinismos y algunas carambolas de la historia

Kirchner y la posibilidad de imaginar una gobernabilidad inimaginable

Si yo voy a tocar la mesa con una de mis manos, y me pregunto: ¿la tocaré con la mano izquierda o con la mano derecha?, y luego la toco con la mano derecha, los deterministas dirán que yo no podía obrar de otro modo y que toda la historia anterior del universo me obligaba a tocarla con la mano derecha, y que tocarla con la mano izquierda hubiera sido un milagro. Sin embargo, si la hubiera tocado con la mano izquierda me habrían dicho lo mismo: que había estado obligado a tocarla con esa mano.

Jorge Luis Borges, “El escritor argentino y la tradición”

Quien repasa la historia se entrevera con el determinismo y la contingencia o se entretiene con los contrafactuales. Todo el tiempo, aun aquellos que hablan en prosa sin saberlo. No soy una excepción. Tal vez por eso pienso que el advenimiento de Néstor Kirchner fue una carambola virtuosa de la historia, comparándola con otras opciones disponibles.

Si hasta Juan Domingo Perón pudo haber quedado en el camino, sin llegar a ser tres veces presidente.

Él mismo entrevió ese futuro en un momento culminante. Vale la pena refrescarlo.

La carta es manuscrita, con caligrafía legible y envidiable. La escribió Perón y la fechó el 13 de octubre de 1945 en la isla Martín García, donde se encontraba preso.

El texto atrajo la atención de dos grandes ensayistas, de linajes políticos diferentes. El primero, no peronista: el historiador Félix Luna. La reprodujo, en facsímil, en El 45, su libro fundacional.[5] El segundo, peronista-romántico a su manera: el sociólogo Horacio González. Es otro apasionado de esa epístola dolida, personalísima, errada en su percepción de los hechos.

Está dirigida a la “Srta. Evita Duarte”. Comienza llamándola “Mi tesoro adorado” y esparce otros vocativos sentimentales como “mi chinita”. Perón le anuncia: “Hoy le he escrito a [el entonces presidente Edelmiro] Farrell pidiéndole que me acelere el retiro, en cuanto salga nos casamos y nos iremos a cualquier parte a vivir tranquilos”.

Perón, el constructor y líder de una fuerza política que perduraría hasta hoy, se reconocía derrotado. Pensaba en un repliegue personal, sin épica ni multitudes, un regreso mustio a la vida privada.

La carta es extensa y fascinante: no tiene desperdicio pero tampoco se la puede transcribir acá, donde se la usa como lección o como fábula. Perón la cerraba con un pedido de comprensión y compañía: “Tesoro mío, tené calma y aprendé a esperar. Esto terminará y la vida será nuestra. Con lo que yo he hecho estoy justificado ante la historia y sé que el tiempo me dará la razón. Esperaré a escribir un libro sobre esto y lo publicaré cuanto antes, veremos entonces quién tiene razón”.

Un libro. Una casita quién sabe dónde. La minúscula gloria de tener razón. Una vida calma en pareja.

Ese era el porvenir que avizoraba el hombre del destino.

El periodista Hugo Ezequiel Lezama noveló ese porvenir posible de un Perón avejentado, dejado de lado por sus colegas de armas. En la fantasía de Lezama (un gorila ilustrado, un cuadro civil de dos dictaduras), un día Evita le gritaba: “¡Te dejo porque siempre fuiste un cagón!”.[6] Y el coronel retirado se quedaba solo, con su jubilación, perdido en una nube de evocaciones.

No fue así, lo sabemos.

Cuatro días después de la carta, Perón comenzó a entrar en la historia por la puerta grande: la Plaza de Mayo que durante treinta años fue suya.

El diagnóstico contenido en esa misiva, que hoy suena disparatado, habilitó decenas de interpretaciones sobre quién hizo el 17 de octubre de 1945, la movilización popular que ocupó el espacio de la realidad y se elevó a mito. Pero tales lecturas son ajenas a este relato.

Lo central aquí es otra cosa: subrayar que Perón no comprendía lo que estaba por suceder.

Extraño: se había esmerado en cimentar su popularidad durante el gobierno militar de facto del que había sido una pieza central.

Un economista y brillante periodista de izquierda, Enrique Silberstein, publicó en 1972 el libro ¿Por qué Perón sigue siendo Perón?[7] Respondía que la perduración del liderazgo y de la fuerza política se debían a las medidas tomadas entre 1943 y 1945, antes de la gran movilización, desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, el más importante de los cargos que había ocupado Perón en esos años. Un paquete de derechos laborales y sociales que le granjearon el favor de los trabajadores, a pesar de sus adversarios, de sus derrocadores y hasta del exilio.

Perón había promovido su ascenso y aceptación, había obrado con racionalidad y decisión. Eppur, Perón no captó –al menos en el transcurso de un día, o de un rato, de tristeza– la posibilidad y el significado del 17 de octubre.

Cuando estudiamos la historia en perspectiva, todo cierra. Pero en el minuto a minuto de cada episodio, en el momento en que suceden los hechos, suele ser insondable: campean la confusión y la incertidumbre hasta para los protagonistas más audaces e inteligentes.

La caída catastrófica del gobierno de Fernando de la Rúa a finales de 2001 suscitó una crisis política terminal. Pero el sistema democrático logró conjurarla: con tropiezos y magullones, remiendos y desprolijidades, pudo elaborar su propia continuidad.

Una seguidilla de mandatarios efímeros decantó en la llegada del entonces senador y ex gobernador de la provincia de Buenos Aires Eduardo Duhalde. El presidente provisional y no electo era lo más sensato accesible.

La gestión desastrosa de la Alianza (la Unión Cívica Radical de De la Rúa en unión con el Frepaso conducido por Carlos “Chacho” Álvarez) inducía a que el péndulo volviera al peronismo. Duhalde, que había sido derrotado en las elecciones presidenciales de 1999, era su dirigente más gravitante, aunque a nadie enamorase. En 2001, sin embargo, había sido elegido senador con muchos votos bonaerenses. En la dispersión que se vivía, era el menos peor… o, si queremos ser positivos, quien mejor podía flotar en un país convulsionado.

Su aspiración era terminar el mandato en 2003 y mantenerse en la Casa Rosada tras ganar las elecciones de ese año. Era un plan factible: el peronismo llevaba las de ganar, la coyuntura económica mejoraba de a poco.

Los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán a manos de la Policía Bonaerense le cerraron el camino. Dos jóvenes militantes populares del movimiento de desocupados fueron masacrados en la represión de una movilización realizada en Avellaneda.

Duhalde fue el responsable político de los crímenes, que la barbarie policial consumó en su provincia y con –cuando menos– la anuencia del gobierno. Las normas penales son estrictas: los tribunales no incriminaron a Duhalde por delitos de sangre. Pero en términos políticos su culpa resultó innegable. El gobierno había instigado la masacre con mensajes previos alarmistas y altisonantes. Y en las horas siguientes procuró encubrirla con explicaciones delirantes. La más canallesca fue difundir que los manifestantes se habían baleado entre ellos. Tuvo enorme (vergonzosa) receptividad en la cobertura radial y televisiva de la jornada.

Cuando la prensa develó a los responsables materiales, Duhalde se percató del final de su sueño, un final del cual había sido responsable consciente en buena medida. Dejó la impresión de una paradoja; a menudo las conductas de los grandes decisores lo son.

Adelantó las elecciones, se autoexcluyó como candidato. Una decisión sólo aparente: estaba más cerca de ser una redundancia que un paso atrás. La sangre joven que había contribuido a derramar le bloqueó el paso.

Con el peronismo y el radicalismo obligados a pagar los costos de la hecatombe, las elecciones se anunciaban raras. Se presentaron cinco candidatos con perspectivas de ganar, una diversidad que hizo trizas el diseño que se mantenía desde 1983: un candidato elegido con alrededor de la mitad de los votos, un segundo que cerraba el círculo del bipartidismo, la alternancia entre peronistas y radicales.

El ex presidente Carlos Menem podía ser el puntero en la primera vuelta electoral con alrededor del 25% de los votos. El piso del riojano, elevado e incomprensible, tendía a coincidir con su techo: en la segunda vuelta del balotaje caería inexorablemente, como le acababa de suceder a Jean-Marie Le Pen en Francia. El segundo puesto en la primera ronda representaba una carta ganadora: el favorito de Duhalde podía apostar a esa victoria en dos etapas.

El presidente provisional había escogido un candidato sin dudar, en sintonía con el sentido común de la primera línea de la dirigencia peronista. El gobernador de Santa Fe, Carlos Reutemann, daba la talla.

Más conocido que cualquiera de sus adversarios, antes por su trayectoria de corredor de autos que como jefe provincial; moderado a gusto del establishment, que moteja así a los conservadores. Además, medía mejor que nadie en las encuestas.

Todo estaba a pedir de boca. Excepto la voluntad del candidato.

Reutemann declinó la oferta que no podía rechazar. Inexpresivo hasta el paroxismo, declaró: “Vi algo que no me gustó”. Y con esa parquedad definió su retiro. Pocos le creyeron. Casi nadie lo entendió.

Las lecturas y las hipótesis brotaron como mil flores. Se especuló con chantajes personales y hasta con amenazas mafiosas. A los periodistas, a los políticos y a gente del común les agradan esas versiones, que se pueden inventar en una mesa de café y tienen el charme de ser muy difíciles de verificar e imposibles de desmentir. Jamás se corroboraron, ni hay elementos para creer en su existencia.

Caído el gran favorito, hubo un amago de sustituirlo por el gobernador de Córdoba, José Manuel de la Sota. Pero no movía el amperímetro en las encuestas.

Le llegó entonces el turno al tercero en orden de preferencia: Néstor Kirchner.

Tanto tiempo y tantas cosas han pasado desde entonces que hoy cuesta aceptar que el santacruceño, casi un perfecto desconocido para la inmensa mayoría de los argentinos, midiera significativamente mejor que De la Sota. También es posible que ahí hayan mediado otras razones: desconfianzas, recelos y operaciones en el Palacio.

Tanto da.

Lo cierto es que a Kirchner le llegó el momento, cuatro años antes de lo que proyectaban sus ambiciones y sus devaneos.

Lo que vio Reutemann –opino, con información pasable– fue en realidad un déjà-vu. Vio el desenlace de los mandatos de De la Rúa y de Duhalde. Vio la protesta social, la insatisfacción, la perspectiva cierta de “tener” que reprimir. No supo vislumbrar ni se animó a trazar una alternativa.

Con el consejo de los economistas de la derecha vernácula –entre ellos, el ex ministro radical y candidato a presidente Ricardo López Murphy–, Reutemann se suponía compelido a calcar lo trillado: un programa atado a la lógica de los organismos internacionales, con descontento popular. No se animó, lo que en cierto sentido insinúa que temía hacerlo. Fue incapaz de concebir que se podía gobernar con otros parámetros, alterar la base material de la Argentina, revertir la herencia del neoconservadurismo. Encerrado en los límites conceptuales de su visión del mundo, abdicó antes de reinar.

Esta hipótesis no puede demostrarse científicamente pero es verosímil, y se refuerza hoy al contar con la ventaja de conocer lo que sucedió después.

Kirchner, en cambio, se animó a buscar la presidencia y a concebir una gobernabilidad distinta.

Los ahorristas defraudados y los trabajadores desocupados que piqueteaban conseguirían conchabo. Multitudes de piqueteros devendrían laburantes con ingresos razonables. La devastación de las familias se restañaría de a poco merced al trabajo como vertebrador de la vida cotidiana. El odio a la política transmutaría, con zozobras, en la valoración de un gobierno que enfrentaría a la banca depredadora, a los acreedores externos que asolaban la Argentina.

El paradigma elegido buscó aliados en las mayorías ciudadanas, mientras predisponía fuertemente en contra a los adversarios y los enemigos. El rumbo no aseguraba la llegada a buen puerto, ni siquiera al Purgatorio. Pero valía la pena jugarse, recobrar las banderas arriadas y las palabras desvalorizadas por la hegemonía cultural neoconservadora o el desuso.

Kirchner vio un futuro muy distinto al que pudo concebir Reutemann. No era el único posible ni el tránsito sería sereno. La voluntad fue lo primero, la opción después. Había que saber hacerlo, había que ganar la aprobación a pulso.

[5] Félix Luna, El 45. Crónica de un año decisivo, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1969, facsímil de pp. 320-321.

[6] Hugo Ezequiel Lezama, Balcarce 50. Los presidentes argentinos y la guerra psicológica, Buenos Aires, La Bastilla, 1972, pp. 209-213.

[7] Enrique Silberstein, ¿Por qué Perón sigue siendo Perón? (La economía peronista), Buenos Aires, Corregidor, 1972.

3. Esa rara cosa llamada economía política

La mirada particular del presidente

Usaba al interlocutor para medir lo que él mismo tenía en mente, como si pensara en voz alta, o mejor, como si estuviera poniendo a prueba sus propias ideas. No era tan diferente conversar con él on the record u off the record. Con o sin micrófono o grabador delante expresaba casi lo mismo. El off de ayer devenía on en cuestión de días o de semanas, frecuentemente.

Los diálogos (en los que se reservaba la parte del león) jamás eran protocolares: hablaba “de política”, buscaba convencer. Aparecía de sopetón en el despacho de su jefe de Gabinete Alberto Fernández, a sabiendas de que lo visitaba algún periodista. Y daba charla.

Podían darse otros formatos. Una vez, nos cruzamos en un pasillo de la Casa Rosada, cuando yo iba o venía de ver a alguien. Kirchner debía salir del Salón Blanco, de un acto. Saludó, reporteó al cronista. Le dio un cursillo de economía política aplicada en cinco minutos. Tenía un papelito astroso con varios números, que debía ser un ayuda memoria en tránsito al cesto.

“¿Sabés cuántos splits se vendieron en estos años?”

El cronista calló, por una combinación de ignorancia absoluta y lógica instrumental. Convenía esperar: el discurso estaba en camino.

“X millones”, se ufanó, y continuó con la interview socrática: “¿Cuántos habrán comprado los más ricos, los que ya tenían alguno, eh?”.

“Ponele la cuarta parte, porque ya tenían. ¿Y cuántos la clase media?”

El cronista, que había adquirido uno, se encogió de hombros. Todo aconsejaba escuchar y no tirarse lances.

“Ponele las dos cuartas partes, y exagero. Así que la cuarta parte la compraron los más pobres, los que ni soñaban con tener uno. Y ahora se refrescan en verano y se abrigan en invierno.” “Son X splits”, ponderó. “Multiplicalo por cuatro o cinco personas por familia.”

No anoté las cifras entonces, ni las recuerdo ahora. En todo caso, serán cientos de miles o algún millón de aparatos, multiplicados por cuatro o cinco usuarios.

Volvió el entrevistador: “¿Y cuánto paga de luz cada familia?”.

Ahí se animó el reporteado silente: “Poco, muy poco”.

“Una miseria.” Usó una expresión más enérgica, coloquial. “Así que los morochos ahora tienen el split, no pasan calor en verano… están mejor, viven mejor. Por eso andan por ahí un montón que me quieren rajar.”

El consumo inmediato, subsidiado, como base del consenso popular. El mercado interno, émbolo del modelo económico. La satisfacción de demandas como impulso de la autoestima. Un ejemplo jauretcheano de pura cepa, incluida la bronca de clase de los que también habían comprado split…

Quedaban flotando algunos puntos suspensivos, pero de eso se trataba.