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Noelie Ibañez Zabaleta

El nombre del pasaje / Noelie Ibañez Zabaleta. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB


Archivo Digital: online

ISBN 978-987-761-943-0


1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Novela. I. Título.

CDD A863


Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com


Diseño de portada: Justo Echeverría


Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A la vida por guiarme experta y paciente,

hasta alcanzar la fuerza espiritual y luminosa

que todos llevamos dentro.

Paladar

Silvio Rodríguez


Llegó al club de los cincuenta

y una mano trae la cuenta.

Llama la atención la suma

desde hoy hasta mi cuna.

Cada fuego, cada empeño,

cada día, cada sueño,

viene con importe al lado,

a pesar de lo pagado.

Me pregunto qué negocio es este

en que hasta el deseo es un consumo.

¿Qué me haré cuando facture el sol?

Pero vuelvo siempre el rostro al este

y me ordeno un nuevo desayuno

a pesar del costo del amor.

Vengan deudas, inflaciones,

vales, multas, recesiones.

Pruebe a arrancarme el ratero

el sabor de mi bolero.

Sea quien sea el gerente,

me lo cobre diligente

(ya sabrá esa mano cruenta cuando le pase mi cuenta).

Me pregunto qué negocio es este

en que hasta el deseo es un consumo.

¿Qué me haré cuando facture el sol?

Pero vuelvo siempre el rostro al este

y me ordeno un nuevo desayuno

a pesar del costo del amor.

Capítulo I

Cuenta regresiva

A punto de plantar el último bulbo de la hilera, Grace comenzó a regarlo con sus lágrimas. Permitió que la primera gota ruede por su mejilla y no consiguió contener el llanto. El bolero que escuchaba le trajo recuerdos, la invadió una gran angustia y su garganta la transformó en canto. A coro con Chico Novarro elevó la voz a su antojo, se encontraba como siempre: sola.

“No molesto a nadie”, pensó y siguió explayándose a viva voz.

Aguardó de rodillas sobre el césped que termine esa mezcla de fatiga vocal y llanto compulsivo. Las imágenes que surcaban su mente por momentos se tornaron felices y consiguió prestar atención a la letra en silencio. Logró sosegarse disfrutando la música y terminó con la hilera de bulbos.

Se levantó y corrió hasta el pasacasete a pulsar la tecla roja de stop. La cinta había dejado de girar y el ruido que producía aceleró su entrada a la casilla. Encendió la radio para enterarse cómo seguiría el clima y escuchar algunas noticias. Se fue a lavar las manos mientras le hablaba a Chico Novarro, pidiéndole disculpas por no poder concentrarse en sus poemas, que al ritmo de boleros le enseñaron el significado del amor.

Dejó de hablarle cuando probó un trago fresco, se había vuelto a servir en el vaso de boca ancha. Como de costumbre y sin darse cuenta, se encontraba bebiendo.

Recordó el vaso sobre la heladera limpio, seco y bocabajo, hacía casi dos horas. Lo había dejado sobre un repasador de hilo blanco. Lo miró, ahora sucio en sus manos mal enjuagadas, se las había secado instintivamente cuando enjuagó el vaso, para refrescarlo y quitar los restos del primer trago del día.

Abrió la heladera vieja que usó casi toda su vida. La excelencia de fabricación se evidenciaba, funcionaba como en el piso catorce del Kavanagh, se lo recordó la manija con la bocha blanca superior. Tuvo un déjà vu y se creyó en Capital. Aunque ahora la heladera del Kavanagh era distinta. Olvidándose que las cubiteras de aluminio se pegan en las yemas de los dedos. Sacó una con la mano derecha, la cual se adhirió a su piel y motivó su estampida hasta la canilla. Corrió el agua fría y pudo liberar los dedos.

La posición del sol indicaba que eran las tres de la tarde de un sábado abrasador de enero. Su hijo pasaría a buscarla por «la quinta» a las cinco de la tarde. Lo hacía de favor y sin ganas. Solo porque se encontraba cerca, comiendo un asado, en la casa del country de su mejor amigo.

Grace creía que su hijo tenía deudas para con ella, aunque no lo había criado, ni amado de verdad.

Él no opinaba lo mismo. La toleraba con gran esfuerzo, le hacía falta hasta la lectura del testamento de tía Corina. Sabía muy bien que, si ahora le prestaba la tarjeta de crédito, era para que terminara la obra y abandonara el departamento de tía Corina, que compartían en el edificio Kavanagh. Le cobraría en cuotas según el resumen de su tarjeta de crédito, o hasta la lectura del testamento, si heredaba alguna suma y podía pagarle el total. El joven imaginando el sacrificio de buscarla, accedió pues lo consideró una buena oportunidad para hacerle una visita y ver los avances de la quinta. Además, tenía que firmar el cupón de la tarjeta y hacía mucho tiempo que le había pedido el favor. Quería comprar los materiales y terminar el techo, aun sin el contrapiso iniciado. Grace había mencionado que antes de la lectura del testamento le gustaría tener su casa lista, por si debía partir.

Grace odiaba a su hijo y nuera.

–¡¡¡Claro!!! No debía seguir tomando. Con razón no siguió con el whisky. Le dolían la cabeza y las yemas de los dedos de la mano derecha. Observó el hielo dentro del vaso y no pudo aguardar a beber el segundo, sirvió una medida y media.

Comenzó a vestirse en el terreno, su forma de llamar a una habitación con baño precario y sin cocina. Una salamandra en una esquina a modo de calefacción en invierno y fogón los días lluviosos, para calentar agua y preparar fideos, sopa o mate. Un jardín pequeño cuidado al extremo. Rodeado por ligustrina de coronitas de novia, cornetones, glicinas y rosales que en verano desde la calle simula una selva nevada. Portón, alambrado de malla y postes de concreto.

Grace se sentía libre, era su lugar y se permitía vestir ropa cómoda o traje de baño. Permanecía bronceada casi todo el año, cosa que irritaba a sus hermanas.

En busca del pantalón Capri con el que había llegado de la ciudad y usaba solo para el trayecto de ida y vuelta, se dirigió al baño. En el sector que ocuparía la bañera, cuando pudiese comprarla, improvisó un lugar de guardado. El barral de la cortina apoyado a una distancia de cuarenta centímetros, paralelo a la pared de cemento alisado ocultaba el uso del lugar. A modo de puerta o como si existiera la bañera, la cortina de baño. Era del baño de Corina, su tía abuela, y disfrazaba enalteciendo semejante precariedad. Detrás guardaba estantes improvisados, con ocho cajones de madera antiguos de whisky irlandés. Acomodaba la ropa blanca, abrigos para el invierno, mantas, un mantel de lino y artículos de limpieza en general. En los cajones que apoyaban sobre el piso destinó uno para el calzado. Con alpargatas, los zapatos para el viaje, ojotas, zapatillas y un par de botas de lluvia. El cajón de la otra hilera estaba destinado a la leña. Lo llenaba de troncos secos por si tenía que encender el fuego dentro de la pieza. Una vieja salamandra, para Grace la mejor calefacción a su alcance. La encontró en la bodega del Kavanagh cuando Corina vendió su colección de arte y estaban enfadadas. Aun así, su tía le pidió que la llevara, al ver el brillo de sus ojos. Desconociendo que fue encendida para sobrellevar las inclemencias de pleno invierno, sin estar colocada de forma correcta. La vieja cortina desplegada en su totalidad cubría y se lucía delante del modesto lugar de guardado.

Mientras saboreaba el trago, pensaba en servirse otro. Así no desperdiciaba los hielos que habían quedado en la bacha del baño. Descolgó el pantalón, se lo puso y volvió a servirse. Empinó el último sorbo cuando subía el cierre. Regresó hacia la pileta, única canilla dentro de la quinta. Se lavó la cara y frente al espejo vio el rictus del alcohol en su rostro. Cerró los ojos y continuó secándose la cara. Pensando que sería el espejo que tenía una huella de humedad que lo surcaba y el reflejo distorsionado salía del biselado. Era de un lavatorio de la época del virreinato, también de la colección de Corina. Pero se conformó trasladando la culpa a que la pileta sea pequeña dadas las dimensiones del baño, se la habían regalado Mary y Cipriano. Seguramente no vio bien, volvió a dar un vistazo y el alcohol continuaba apoderado de su rostro. Se peinó el cabello y acomodó el cuello de la chomba deslucida de su hijo, que usaba como remera.

Se sentó en la vieja otomana que la acompañaba desde su niñez y se perdió en el vaso. Solo pensaba cómo una habitación de cuatro por cinco, con baño incluido, una heladera antigua, la otomana, tres toneles antiguos de madera medianos, que usaba como sillas y además cumplían la función de almacenamiento, la bicicleta, el motor, la parrilla, la reposera, herramientas de jardín y tantas cosas más quedaban limpias, casi inmaculadas y en perfecto orden cuando ella regresaba a la ciudad.

En su mente repasaba el ritual acostumbrado y hecho tantas veces antes de regresar al Kavanagh. Memorizó en perfecto orden los movimientos que le permitían dejar bajo llave sus pocas pertenencias. Sonrió al darse cuenta de que sabía y conocía hasta los milímetros de su casa, “el terreno”.

Ahora no sentía que su hogar se ubicaría en la Capital, su casa era “el terreno”.

Sabía que a nadie le importaba dónde iba. Su familia la evitaba, solo la participaban a grandes eventos o fiestas de guardar. Tampoco era invitada cuando Corina vivía. Sus cuatro hermanos e hijo salían de vacaciones juntos, aun después de que su tía falleciera. Grace tenía pocos amigos y estaban allí, vecinos al terreno.

¡¡¡La quinta, la quinta!!! Tanto insistía Marianito y ella se irritaba por la vanidad de su hijo. El destino le haría saber que era pura herencia del padre y su familia materna.

Grace no se vanagloriaba de vivir en el Kavanagh siempre lo consideró ajeno, la arrancaron del campo de niña y extrañó siempre todo, hasta el olor a bosta. Únicamente supo trabajar y acceder ya casi en la curva de su vida, al terreno, su verdadero y único hogar. Se sentía orgullosa y feliz en su mundo, en ese mundo que venía anhelando desde que la llevaron del campo a la Capital, para asistir a un colegio pupila. Eso le bastaba “el terreno”, era lo que había añorado toda la vida.

Su hijo salió igual a varios miembros de su familia y en poco tiempo se enteraría de la manera más cruel que también era igual al padre. Vivía del qué dirán y del cómo te ven te tratan. Como tía Corina que colaboró en la crianza. Aunque el muchacho parecía haber sido educado más para ser príncipe de Gales y solo había asistido a un colegio inglés. No considerando aceptables los términos con los que su madre se dirigía al personal de servicio. No le gustaban sus amistades. Ni aprobó la ubicación del terreno, aunque eso no influyó en la decisión de Grace. Cuando comenzó a quedarse en su nuevo lugar de descanso, él fue saboreando el agradable gusto de no cruzarla a diario, ni escucharla. Tenía el departamento para él y tía Corina. Marianito agradeció con el correr del tiempo que su madre tenga un lugar donde dormir. En complicidad con Corina convivía con la novia, cinco de los siete días de la semana. Así continuaron hasta que se casaron por civil. Quedaron solos después que falleció la tía. Hasta su muerte Marianito se encargó de acompañarla, alimentarla y cuidarla. Grace regresaba dos días a la semana y no lograba apaciguar el rencor que rozaba el odio y como madre reconocía en los ojos del muchacho. Él se consolaba aguardando la lectura del testamento y sabiéndola feliz en el terreno. Mientras no le haga pasar más vergüenzas, podría tolerarla.

A Grace no le interesaba su hijo, nunca le preguntó si era feliz o si solo aparentaba, como ella pensaba. Marianito siempre la entorpecía y envidiaba las cosas buenas que ella lograba. Además de despreciarlas por humildes.

Para él todos eran descartables, su ego se asemejaba a la imagen del Kavanagh tapando toda la vista de la basílica.

“Ironía de tía Corina”, pensó sonriendo.

A ninguno le dolía la falta de afecto, la sabían recíproca.

Dos bocinazos la volvieron a la realidad, pero no en sí. Saltó de la cama un segundo antes que abriera la puerta su hijo, pero no pudo disimular su estado.

Comenzó la puesta en escena, que es habitual en varias familias patricias de nuestro país: “de eso no se habla”.

El viaje fue eterno y silencioso, apoyada contra la puerta del auto, para mantenerse erguida. En el corralón, tuvo que intervenir Marianito, indicando al empleado lo que la voz pastosa de su madre no dejaba entender. De regreso a «la quinta», pues delante de los amigos de Mariano y su familia no podía llamar a “SU LUGAR” de otra manera. Su hijo comenzó a hablarle con frialdad:

–La primera cuota es en veinte días. No podés volver conmigo a la Capital, pues mi mujer arregló para cenar con los amigos del country y no sé a qué hora regresaremos. Demás está recordar cómo se pone cuando estás en estas condiciones. Esto fue lo último que expresó Mariano, y no habló más...

No sabe si lo soñó o fue verdad, pero el domingo se despertó con la sensación de que su hijo la había dejado a dos cuadras, para no embarrar el auto y a mitad de cuadra le chistaron del rancho de Mary:

–Hay asado y vino. Reconoció la voz de Cipriano.

Haciendo un gran esfuerzo por el dolor de cabeza, se vio abriendo la puerta y entrando con don Cipriano. Las arcadas fueron espontáneas y corrió al inodoro, pero usó el lavatorio. Más arcadas y meteorismos se manifestaron en su interior. La bacha mínima estaba por desbordar. Cipriano que dormía sentado en el inodoro, se despertó por los ruidos.

–Le cedo el trono pa’ que continúe, mi niña. Saltó raudo y se mantuvo desnudo a su lado, pero sin haber evacuado el excusado, aunque higienizado sus partes.

Una ráfaga de olor, el buscar la cadena, las arcadas seguidas de vómito y el ruido del excusado, le devolvieron la conciencia. Puso a don Cipriano de patitas en la calle y limpió a la perfección el retrete, con asco, rabia y bronca.

Comenzó a sentir, aun habiendo pasado varios minutos desde que se levantó de la cama, cómo se deslizaba por su entrepierna el goce de Cipriano. Salió hacia la bomba a bañarse, con ayuda de un balde y utilizando la esponja del cuerpo. Se frotaba, como si se tratara de sacar la piel del pecado o el pecado de la piel. El agua fría del pozo despejó su cabeza. Entró miró el reloj, las ocho de la mañana de un domingo de verano, acorde a la paz en el barrio. Salió en bicicleta a buscar pan. No quería cruzar a nadie y menos hablar. Se puso un vestido hindú, regalo de su nuera para Navidad, “muy de tilinga, según el gusto de Grace”, había pensado cuando abrió el presente. Aunque lo usaba de modo cotidiano, pues era fresco, cómodo y más femenino que toda la ropa que acostumbra a vestir.

Regresó con el pan a las ocho y media. Intentó prender el fuego para tomar unos mates y quitarse la resaca.

No encontraba la paja y las ramas finitas de 12 centímetros de largo que tenía guardadas para tal fin. No aparecían dentro, ni fuera de la casa.

En su vaso sin enjuagar, sirvió dos centímetros de agua, tiró una pastilla efervescente e hizo fondo blanco. Tragando además la segunda pastilla que traía el blister para el dolor de cabeza.

No bien sintió el vacío en su estómago, se comió las dos facturas recién compradas. Tragó el último bocado y le hacía falta el mate, así que lavó su vaso con detergente en la bomba y decidió bajarlas con cerveza fresca, que encontró cuando abrió la heladera.

Pasó toda la mañana recordando su feliz niñez y cómo aprendió a prender el fuego, mientras seguía buscando la paja y las ramas finas.

Dio con ellas, dentro de la salamandra, pues era verano. Miró el reloj, era más del mediodía y estaba a punto de abrir la segunda cerveza. Sacó medio salame de la heladera, unas aceitunas y el tupper con la carne para su asado, que seguro lo comería por la noche tibio, ya que tampoco hoy tenía ganas de regresar a Buenos Aires.

En su mundo de ocho por quince metros, Grace había logrado respirar aire puro, contemplar los diferentes tonos de verde y olvidarse de su familia e hijo. Además, exhibía las mejores flores, en todas las estaciones, pues el jardín la ayudaba como terapia y amaba el aire libre.

La construcción no estaba terminada, por falta de recursos, primero se construyó el pozo y en forma de ele (L) el contrapiso. La zona terminada era la perpendicular a la entrada y el cemento que quedaba al aire libre, paralelo a la calle, servía para apoyar una pileta de lona de un metro por uno y medio, regalo de uno de sus hermanos; la reposera, los caballetes de madera y un tablón antiguo, a modo de mesa. Con suerte a partir del mediodía el tablón ya tenía la sombra del sauce y llegaba a cubrir la bacha de loza blanca, que hizo colocar junto a la bomba. Recién a las tres de la tarde, en verano se cubría la parte destinada a parrilla, también sobre el contrapiso y cerca de la bomba, aprovechando la canilla de afuera, ubicada en una punta de la mesada de ladrillos refractarios, adosada a la medianera del fondo...

Esto le permitía iniciar el fuego en la esquina más alejada de la pileta, apoyar la parrilla sobre ladrillos refractarios, que atesoraba, pues no tenían asimetrías y encastraban perfecto, permitiéndole subir y bajar la parrilla, según la altura deseada. La parte de mesada de refractarios que quedaba entre la parrilla y la pileta le servía para comer sin sacar el tablón y los caballetes. Eso ocurría siempre porque estaba sola. Sacaba un tonel chico para sentarse, a almorzar al aire libre y la reposera para dormir la siesta debajo del sauce al sol.

La tabla del asado, cuchilla, pan, fósforos, paja y ramas fina llevaba cuando salió de la habitación semioscura. Ella misma la había dejado en penumbras, para que permanezca fresca. Apoyó todo en la mesada de refractarios junto a la bomba. Volvió y cerró bien la puerta de entrada.

Al comenzar a hacer el fuego recordó nuevamente la estancia, su niñez y entró para buscar más cerveza fresca. Cosa que repitió, hasta que no hubo más botellas que abrir.

La encontró Mary a las siete de la tarde, regresaba con sus hijos del mercadito. Pasó para pedirle orégano de la pequeña huerta.

Grace estaba en el césped, tirada bocabajo con sangre en una mano y el rostro.

Desde el portón, vio que tenía una pierna completamente torcida, de no haber notado sangre y reparado en su pierna, había pasado como tomando sol o dormida por el alcohol. Aunque Mary la conocía desde niña y sabía que respondía siempre al llamado de sus hijos.

Cuando consiguió que reaccione, no se explicaban de dónde era la sangre, Grace no paraba de gritar:

–“Me tropecé con la ojota y me caí, no me corté con nada”

Al levantarse en un grito con ayuda de los niños mayores y tomada del hombro de Mary consiguió sentarse. Los niños obedeciendo a su madre y además por lo asustados que estaban, corrieron a la casa a llamar al padre; Grace se dio cuenta de que tenía el tobillo fracturado. Mary vio el vaso sobre el césped, que seguramente tendría en la mano en el momento de la caída. Y de inmediato observó lo que había provocado las heridas del brazo y la cara. Algunos vidrios tenían sangre, los vio hechos añicos, sobre un colchón de césped aplastado con el diseño del cuerpo de Grace.

En todo el terreno el césped era de una altura de cinco centímetros. Así había mandado a calibrar Grace su cortadora de pasto, al colocarle ruedas más grandes. El césped se lo habían traído hace años desde Irlanda, por eso no permitía que nadie lo corte, ni que se pise con calzado puesto.

Ramón entró con los niños abrochándose la camisa de mangas cortas, que se había colocado a los apurones, ya que estaba en short. Cuando vio el pie de Grace, le sugirió que llamaran a la ambulancia o a su hijo, que la llevaran directo a un traumatólogo de guardia. Ella no podía llamar al hijo, en ese estado y su obra social no cubría el costo del traslado. Decidió esperar y calmar el dolor. Ella sabía y podía acomodar el hueso. Con lo cual despidió y agradeció a sus vecinos el haberla ayudado. Antes de que hubieran salido, llamó al mayor diciendo:

–Chipi entrá a casa, traeme mi vaso, hielo de la heladera y un vino del cajón, que está debajo de la cama. El niño se apresuró a hacer lo que le pedía, mientras que Mary desde el portón, le recordaba que había levantado vidrios del pasto, y que se lave bien los cortes que tenía. Grace agradeció al niño la atención y saludó a Mary con el brazo en alto.

El asado, un chorizo y una morcilla ya se habían cocido demasiado, más para ella que solo prefería la carne jugosa. Pero al sentarse en el barril e introducir las piernas en el agua de la pileta de lona, el dolor aflojaba, comenzó a cenar y beber, hasta que tuvo que pararse a buscar otra botella. Un dolor punzante le impedía mover el pie izquierdo, la paralizó y aterrorizó, por primera vez en su vida. Nunca había sentido algo similar. Se tomó de la mesada y la bomba, trató de caminar solo con la pierna derecha, pero fue imposible. Saltando en el mismo pie, el que quedaba en alto, con el rebote del cuerpo dolía aún más.

Volvió a sentarse mirando el portón, aguardando que pasara alguien. A los cuarenta y cinco minutos, rogaba al cielo transitará un alma caritativa y recordaba las palabras de su hermano Lisandro de hace unos años;

“Este barrio se está llenando de negros, tratá de irte lo antes posible”.

Como si ella tuviera una casa de dos plantas con piscina en un lote que ocupaba dos manzanas. Grace aún estaba pagando un crédito, le resultaba imposible vender e irse.

Además, el amor de su vida se encontraba ahí, tan cerca y lejos, como estuvo siempre.

Sus ahorros apenas alcanzaron para el anticipo, Cipriano habló con un amigo concejal. Y por medio de este tuvo la posibilidad de acceder al loteo municipal, además de salir sorteada en la primera adjudicación.

Debiendo reunir la seña solicitada, estampillado para la aprobación de planos e inicio de construcción de la loza. Únicos requerimientos municipales para la posesión inmediata. Gastó los ahorros de toda la vida, aunque fue con tanta alegría que no llegó a notar sus arcas vacías.

Solo un terreno, comparado con las estancias, el piso 14, la casona de las Barrancas y los departamentos del Kavanagh, donde había vivido por tantos años con tía Corina y su hijo Marianito. Nada quedaba de esos tiempos, solo el departamento de la tía, que compartía con su hijo, hasta la lectura del testamento. Lo demás se había esfumado.

Seguía en su pecho la angustia del poco tiempo que llegó a vivir con sus padres en el campo. El recuerdo más feliz de su vida.

La zona donde se asentaba el loteo municipal era baja, tenía problemas de humedad y se anegaba cuando llovía. Pero para Grace, era revivir su infancia y firmó con agrado. La mayoría de sus vecinos eran trabajadores, pues el Municipio solo aceptaba dar cuotas contra recibos de sueldo. Cuando llegó a alambrar con Cipriano y conoció a los vecinos, se encontró con gente decente, que improvisaban y multiplicaban sus casas, a modo de villa de emergencia.

La ruta y una inmensa lomada eran la distancia que la separaban del Barrio Parque. A veinte cuadras de la quinta de Lisandro, sobre una calle de tierra, sin servicios cloacales y aún con una luz en cada esquina, decidió dar la seña y comenzar la obra.

Compró ahí, pues estaba cerca del amor de su vida, aunque su familia creyó siempre que era por estar cerca de Marianito, ya que se reunían religiosamente los domingos con Lisandro. Pasaban el día en la quinta, almorzaban asado y Adolfito, el hermano menor, llevaba desde el geriátrico de Buenos Aires a mamá Mecha. Tía Corina llegaba con el postre, acompañada de Marianito, en su auto con chofer.

Por tres años almorzaron los cinco hermanos reunidos. Además de hijos, esposos y en las fiestas primos segundos. Los niños jugaban y corrían todo el día en el agua o subidos en las casitas de los árboles.

Cuando comenzaba a sentir la nebulosa en su cabeza, Grace tomaba la bicicleta, besaba a Mecha y a Corina en la frente y se iba. Salía enojada, sin saber el motivo y sin saludar a nadie más. Pedaleaba las 20 cuadras y al abrir el portón del terreno, se sentía segura en casa y seguía bebiendo, hasta perder la conciencia.

Esos tiempos habían terminado. Lisandro vendió la propiedad y compró una más pequeña, en zona norte. Tía Corina había muerto hacía poco tiempo, y Marianito aguardaba recibir algo de herencia.

A las nueve de la noche, pasó don Cipriano, según dijo, porque “No vi la luz prendida”. Pero Mary lo había mandado a buscar al boliche y los niños le contaron en el camino de regreso cómo se encontraba Grace. Ella seguía con un dolor paralizante, sentada en el pequeño tonel, la pierna sana fuera del agua, y la otra muy hinchada disimulada por el agua y la falta de luz.

Cipriano abrió el portón y entró la camioneta, hasta llegar lo más cerca posible y cargar a Grace, evitando haga esfuerzo. Tardó casi una hora en limpiar, acomodar, tapar la pileta con su funda y hasta ayudar a vestirla.

Ella le indicaba como de memoria, sacado de un manual, los movimientos precisos para que finalmente cierre la puerta, con doble llave, las trancas y los candados. Le gritó un improperio, cuando la cargó hasta el asiento del acompañante, pues con las luces del vehículo encendidas, vio cómo la camioneta había pisado su césped. Le dio las últimas instrucciones, cuando manejaba marcha atrás de cómo cerrar el portón. Mientras colocaba y cerraba dos candados, la espió, sus miradas se cruzaron y sus ojos la delataron dolorida.

Cuando cerró por fin el último candado del portón, la vio como cuando lo había enamorado. Subió a la camioneta y la luz interna se encendió, revelando el rostro más hermoso y perfecto que conocía. Le extendió su mano con las llaves. Mientras se sentaba y encendía las luces altas, solamente escuchó gracias y el ruido de las llaves al guardarlas. Recién ahí Cipriano cerró su puerta, sin dejar de observar a Grace, hasta que la cabina quedó a oscuras.

La madrugada del lunes, llegó a la guardia de traumatología del Hospital Británico, con don Cipriano quien no desatendía ninguno de sus movimientos y solicitó una silla de ruedas, para desplazarla sin que haga esfuerzos. Ingresó a los 10 minutos que se anunció en el mostrador de Urgencias y salió luego de tres horas de haber sido admitida en la guardia. Demacrada y con un yeso hasta la rodilla, que debía usar por cuarenta y cinco días, Cipriano vio el mal humor en sus ojos.

Eran las tres y media de la madrugada. Estaba cerca de su casa de Buenos Aires. Podía pagarse un taxi hasta la casa. No quería que don Cipriano la acompañe. No encontró pretexto, ni excusa que Cipriano hubiera podido aceptar. Él la quería dejar a salvo en su casa. Ella no deseaba que la vean llegar a la madrugada en el auto de un extraño.

–Calmate, te deja un vecino del barrio en la puerta, quién va a pensar que venís de una amueblada, con la pata como la tenés. Bajá con la receta en la mano, así sabrán que venimos del Hospital Británico. Y con estas palabras consiguió llegar a un acuerdo.

Estacionó en la puerta del edificio. Don Cipriano aguardó, como ella la había explicado hacía años, a que llegue el mayordomo a abrir la destartalada puerta de su camioneta. El joven la tomó, como en el aire de los hombros con una mano y con la otra cargaba su bolso y cartera. El ascensorista lo ayudó en la vereda y rebatiendo el asiento, que él usaba, le ofreció sentarse cuando subió al ascensor. Cargó el bolso y la cartera. Abrió la puerta del ascensor no bien se detuvo y alcanzó hasta su departamento las cosas que cargaba, mientras Grace era alzada por el mayordomo.

“Tenga buenas noches, Mrs. Grace” y sin hacer ruido abrió la puerta, con la llave que ella le había dado, minutos antes, cuando subían. Ayudaron a Grace a pararse, descender e ingresar al living. Dejando a un costado de la puerta, el bolso y arriba la cartera. Grace, sin fuerza, le hizo un gesto con la mano de agradecimiento. Levantó la vista y encontró a seis personas en su sala de estar, escuchando música, bebiendo y fumando marihuana.

Reconoció la melena azabache de Azucena, su nuera. A su hijo lo vio, recién cuando se paró para ayudarla. Se acercó, para interiorizarse de lo ocurrido y ella lo envió a darle unos pesos a don Cipriano por la molestia.

Al salir del edificio, frente a la puerta, Marianito encontró la camioneta. El viejo parado al lado estiró la mano sonriendo falsamente. Marianito que bien lo conocía y sabía que era él quien ayudaba a su madre siempre, le agradeció la gentileza que había tenido y la espera. Le indicó cómo llegar al bajo y para qué lado doblar en Libertador. Le dio unos pesos por la discreción que mantuvo delante de los empleados de recepción. Lo despidió con un frío:

“Gracias querido”, seguido de tres palmadas en el hombro. Típico de la gente “bian” cuando no te considera un par.

Subió a los cinco minutos, para contener el enojo de Azucena y acostar a su madre. No hizo falta, Azucena y sus amigos estaban idos por el humo y el alcohol.

Tampoco llegó a tiempo de acostar a Grace. Estaba tan agotada y dolorida que dijo “buenas noches” y tomándose de algunos muebles llegó a su habitación en el tiempo habitual. Ya estaba recostada en su cama cuando escuchó los pasos de Marianito. El joven abrió la puerta y le comentó:

–He agradecido y despedido a Cipriano, entregándole unos mangos por la gauchada.

–Y le preguntó: ¿Estás bien, deseás algo fresco?

Grace despectiva respondió:

Sí, cianuro.