Un encuentro con la 99

—¡Oh, Max!, ¡qué terrible!
—Él se lo merecía, 99. Era un asesino de KAOS.
—A veces me pregunto si nosotros somos mucho mejores, Max.
—¿Qué estás diciendo, 99? Nosotros tenemos que disparar, matar y destruir porque representamos todo lo que es sano y bueno en el mundo.

Algún capítulo del Súper Agente 86,
entre 1965 y 1970.

Una luminosa mañana de otoño, en el paseo peatonal cerca de la oficina, Pancho vio a la Agente 99. Lucía tal cual como en la serie, con impermeable y su inconfundible flequillo. Hermosa. No se lo comentó a nadie; le pareció una cuestión trivial. Además, sus compañeros de trabajo eran mucho más jóvenes que él y probablemente ni siquiera sabrían de qué les estaba hablando. Pero verla mejoró inexplicablemente su día.

La segunda vez la situación fue sorprendente y algo incómoda. Caminaba por el mismo paseo peatonal con su mujer, Marcia, en dirección al centro médico, un sábado en la mañana, y entonces divisó a unos metros a un lustrabotas desocupado. Le dijo a Marcia que se lustraría los zapatos, aún tenían bastante tiempo antes de la cita con el doctor. Ella lo esperó mirando las revistas de farándula en un quiosco, a un par de metros. El lustrador le entregó un ejemplar de La Cuarta, sucio y doblado. Pancho lo abrió, pasó un par de páginas y al ver algunas mujeres con poca ropa, lo volvió a doblar y lo dejó sobre los muslos. Comenzó a revisar el celular. En algún momento levantó la mirada y ahí estaba nuevamente ante sus ojos, casi al lado de su esposa, con un chaquetón a cuadros hasta las rodillas y una boina de la misma tela. Su elegancia rompía la tosquedad del entorno, su sonrisa podría haber mejorado al más grave de los enfermos. En un instante se miraron directo a los ojos y ella amplió esa maravillosa risa de labios juntos y entornó los ojos. Pancho pensó que el corazón se le iba a salir del pecho mientras la 99 caminaba con una gracia insuperable hacia un destino desconocido. Pasó por su lado, luego dobló a la izquierda, e inevitablemente la perdió de vista. Cuando él giró de manera sutil el cuello para no acosarla con la mirada, ya no estaba. Pancho se movió de un lado a otro y al constatar que se había hecho humo, miró al muchacho que tenía al frente, él agitaba furiosamente un trapo sucio sobre sus zapatos viejos, que ahora estaban relucientes. Acto seguido llamó a Marcia.

—¿La viste? —le preguntó con entusiasmo.

—¿A quién?

—A la mujer de la boina, era idéntica a la 99. ¿Te acuerdas de la 99? ¿Del Súper Agente 86?

—No, no he visto a nadie con una boina —contestó lacónicamente Marcia mientras revisaba con la mirada el lugar, o al menos simulaba hacerlo—. ¿A quién dices que se parecía?

—A la Agente 99, de Maxwell Smart. No recuerdo cómo se llamaba la actriz, pero era bien guapa. La mujer de la boina era realmente idéntica. Y estaba vestida igual. A lo mejor van a filmar algún comercial. Me parece que hace unos días también andaba por acá.

—¡Ah! Una serie vieeeja. Era chistosa, creo.

—Sí, poh, y ella se veía igualita a como aparecía en la serie. No sé cómo estará ahora. Vieja, sin duda.

Marcia miró su reloj mientras el lustrador se echaba hacia atrás, insinuando que su faena había terminado. Pancho juntó las monedas de cien pesos y se las entregó. El muchacho las recibió con las manos inmundas y las arrojó a una cajita al lado del lustrín, causando un sonido estridente al golpear con el resto de sus ganancias. Luego Pancho se puso de pie y caminó de la mano de su mujer hacia el Centro Médico, conversando sobre series de los sesenta y setenta, de las cuales apenas recordaban algún nombre o personaje. Producciones que vieron en distintos tipos de televisores, los primeros gigantescos engendros a tubos. Algunas de aquellas historias pudieron asociarlas a vivencias importantes de su juventud.

Pancho cambió la ruta al trabajo, agregando un par de cuadras al recorrido, para caminar por el paseo peatonal en que había visto dos veces a la mujer, con la esperanza de divisarla de nuevo. Revisando en Google recordó que el nombre de la actriz era Barbara Feldon y constató que aún estaba viva. De seguro ahora estaba hecha una tierna ancianita que nada tenía que ver con esa belleza clásica que derrochaba en la serie. Por entonces era una mezcla de mujer sexy —una femme fatale— con una chica ingenua que pedía a gritos la protección de un macho alfa de la época. Y Maxwell Smart, el Súper Agente 86, era cualquier cosa menos un macho alfa. Esto llevó a muchos a envidiar la suerte del monigote estúpido a quien la 99 le rendía pleitesía.

Pasaron unos días y no la vio. Días en que olvidó varios de sus deberes fundamentales en el trabajo. Álvaro Larredonda, su jefe directo, lo llamó una tarde a la oficina y le hizo ver la gravedad de los olvidos, de los cuales Pancho parecía no tener cabal conciencia. Sin embargo, se hizo cargo y propuso ciertas fórmulas de registro y calendarización para evitar más inconvenientes, asumiendo implícitamente que tenía problemas. La honestidad de Pancho le agradó a Larredonda, quien lo invitó a un café y terminaron hablando de política, del clima; de cualquier cosa. Y de la 99.

—¿Se acuerda de la 99, jefe?

—¿La de Get Smart?

—Ehh.

—El Súper Agente 86 —dijo el jefe—, la serie vieja de la que hicieron un remake hace unos años. La actriz era, mijita rica, Anne Hathaway.

—No, se llamaba Bárbara algo —lo corrigió Pancho, sin entender que el jefe se refería a la nueva intérprete—, la cosa es que he visto a una mujer igual en la calle, varias veces. Es igual de linda.

—Que no lo escuche su mujer, estimado. Son celosas hasta de la tele.

Cuando Pancho llegó a su casa quiso darse un baño de tina. Abrió la llave, moderó la temperatura, debía estar bien caliente, hacía frío y se helaría pronto una vez llena. Caminó unos metros al dormitorio, se sacó los zapatos y los calcetines. Marcia se acercó y le dijo que tenían que hablar seriamente. Había consultado los resultados de algunos exámenes por internet y no estaban muy bien. Le dijo, con bastante sutileza, que tenía que ir pensando en dejar de trabajar. Él ya tenía 67 años, debería haber jubilado hace dos. Ella puso énfasis en que estaban en condiciones de vivir de manera más modesta con la jubilación y un poco de ayuda de los hijos. Pancho se quedó pensativo. Le confesó que Larredonda le había llamado la atención por algunos problemas con su memoria, pero agregó que él tenía la situación bajo control. Se comprometió a evaluar y planificar el retiro definitivo. Se tomaron tiernamente de la mano entre pensamientos melancólicos sobre el ocaso de la vida. De pronto, él miró el agua que escurría bajo la puerta del baño y corrió a cerrar la llave, se resbaló cerca del lavamanos que le sirvió para amortiguar con el brazo el impacto de la caída. Sintió un dolor intenso e intentó mirarse el codo, pero le costó una enormidad. Marcia lo ayudó a pararse y lo llevó al Servicio de Urgencias, a pesar de sus reclamos. La radiografía reveló que se trataba de un hematoma, grande, pero sin compromiso óseo ni muscular.

La mañana siguiente Pancho insistió en ir trabajar. Más que dolor en el brazo, sentía un gran peso sobre los hombros. Pena. Siguió el recorrido habitual, intentando caminar más erguido que de costumbre. Cuando estaba muy cerca de la oficina apareció ella. Impecable, con un abrigo blanco y su clásico peinado con melena corta y chasquilla, derrochando elegancia. Pancho podía oler su dulce perfume. Decidió que esta vez no la dejaría ir y se acercó. Cuando la tuvo enfrente, a no más de dos metros de distancia, entró en pánico. No sabía qué decirle. No quería incomodarla, no eran tiempos para acercarse a una mujer y piropearla en la calle; arriesgaba incluso una multa por una conducta de ese calibre. Pero tampoco quería dejarla ir, que pasara por su vida y se le escurriera para siempre. La mujer, sin dirigirle la mirada, sacó una cajetilla metálica de cigarros y luego registró infructuosamente en sus bolsillos. Entonces Pancho vio la luz, se acercó esgrimiendo, cual ramo de rosas, su encendedor Bic amarillo y ella le dirigió una dulce sonrisa. «Muchas gracias», expresó con la misma voz de la mujer que doblaba el personaje al castellano. Pancho sintió que le flaqueaban las piernas, apretó con fuerza los labios durante unos instantes y luego, mientras la mujer se alejaba, le comentó, alzando la voz: «¡Se ve muy elegante hoy!». La mujer giró la cabeza, sin detenerse, le regaló una sonrisa de agradecimiento y luego siguió caminando, segura de sí misma, con la vista al frente. Inmediatamente, Pancho le dijo con un tono apenas más bajo que el de su último comentario y, por cierto, sin que ella pudiese escucharlo: «Es usted igualita a la 99…».

Pancho perdió la noción del tiempo, se fumó un cigarro, sumido en complejas reflexiones y mirando en dirección hacia donde ella se había ido. Cuando decidió volver a la rutina habitual era muy tarde. Miró el teléfono y tenía diez llamadas perdidas, de al menos cuatro teléfonos distintos. Corrió a la oficina y solo entonces recordó que cuarenta minutos antes debía estar en una reunión de su equipo de trabajo. Una de sus virtudes era la puntualidad, por lo que, más que molestia, el retraso causó sorpresa en sus compañeros, y también algo de lástima. Era inevitable asociar sus recientes desajustes con la edad y, eventualmente, con algún problema de salud. Les mintió diciendo que la caída había sido esa misma mañana. Larredonda le pidió que se tomara el día, pero él no quiso. Pensó en que debía terminar varios informes muy importantes y en la reunión de las tres con la gente de infraestructura. Él estaba preparado para el invierno, pero el edificio no. «Es importante que esté yo, jefe, estos cabros no van a poder con la pega», dijo antes de que Larredonda, con una sonrisa bonachona, lo invitara a abandonar la oficina para que continuara con sus labores.

Cuando Pancho salió del trabajo aquella tarde un impulso irresistible lo llevó a un antiguo centro comercial, al norte de la Plaza de Armas, uno con paredes cubiertas de pequeñas baldosas cuadradas, muchas de las cuales se habían salido dejando indecorosos agujeros que revelaban la decadencia de la construcción. En ese lugar había varios locales oscuros y de mala muerte en los que vendían discos, revistas, películas (la mayoría pornográficas) y posters. Comenzó a revisar los artículos con viva curiosidad, hasta que de pronto encontró un tesoro: un afiche de 75 x 45 en que aparecía ella, con la mano bajo la barbilla y esa cautivante mirada, bajo el título Get Smart, seguido de una frase en inglés que no entendió. Una exclamación ahogada, parecida a un «¡bien!», brotó espontánea de su boca, al tiempo que sacó con ansiedad el póster y lo llevó a la caja para pagarlo. El hombre del local le cobró en silencio, mirando la imagen en el papel offset de 150 gramos. «Era bonita la Barbara Feldon», dijo, venciendo el desgano, y luego ajustó uno de los extremos del cilindro que había creado con papel de envolver y se lo entregó.

Pancho llegó a la casa con el tesoro que había obtenido, oculto. Había pensado durante todo el camino dónde ponerlo. Esperó a que Marcia se durmiera y lo instaló en la muralla de la pieza que alguna vez había ocupado su hijo mayor y que ahora estaba llena de libros, recuerdos y cachureos. Al fijar el último pedazo de scotch, pensó que sería mejor enmarcar la lámina, pero mientras estaría bien así.

La imagen de aquella mujer se transformó en una obsesión para Pancho. Algunas mañanas avisaba en la oficina que bajaría a comprar remedios y se dedicaba a recorrer las calles, buscándola. Un día en que almorzaba con algunos compañeros venció los prejuicios y les preguntó derechamente si la conocían. «¡La 69, querrás decir!», bromeó Lucas, un técnico treinta años menor que él. El chiste más que molestarlo lo decepcionó. «Ustedes no saben nada, todo este mundo de millennials es basura», los increpó, luego tomó su chaqueta y abandonó la mesa del casino. Esa tarde, a la salida del trabajo, la vio a la distancia, de espaldas, pero con el inconfundible impermeable y la boina, por lo que no le cupo duda alguna. Corrió varias cuadras tras ella, pero no pudo alcanzarla; finalmente la perdió de vista cuando entró a una galería. Estaba exhausto y sintió un dolor repentino en el pecho que lo aterró. Tras unos minutos sentado en la silla que le facilitó el dueño de un local de teléfonos celulares, se sintió mejor. Pero triste. Emprendió entonces el regreso a su casa.

Días después, mientras la buscaba en las inmediaciones de la misma galería, se encontró de golpe con Marcia y Lorena, su hija menor. Parecían muy preocupadas. «¡Dios mío! ¡Acá estás!», dijo Marcia, rompiendo en llanto. «¿Qué te pasó, papi? ¿Por qué no fuiste a trabajar?», escuchó de la desconcertada boca de su hija. Pancho tragó saliva e intentó recordar lo que había ocurrido horas antes. No tenía ninguna duda de haber salido de su casa en dirección al trabajo, pero solo lograba capturar recuerdos difusos. Nervioso, miró su reloj: las tres de la tarde. Las miró, disimulando la culpa, e intentó construir una respuesta creíble. «Tu… tuve un problemilla. Nada grave, ya lo solucioné. Vuelvo de inmediato a la oficina, me están esperando».

En la oficina estaban muy preocupados por él. Su mujer y su hija hablaron con Larredonda mientras Pancho, notablemente ruborizado, volvía a sus labores. Diez minutos después, salieron de la oficina de su jefe, Marcia lo pasó a buscar a su puesto de trabajo, con algo de alivio en su inquebrantable semblante, y le dijo: «Amor, te autorizaron a irte más temprano, solo por hoy. Vamos al Café Torres, hace tiempo que no tomamos once los tres». En la entrada del café los esperaba también Lucho, su hijo mayor. Fue una hermosa velada.

Cuando a la mañana siguiente quiso levantarse para ir a trabajar, Marcia le dijo que tenía que quedarse en casa. Pancho se sentó a los pies de la cama y bajó la cabeza, molesto; estaba dispuesto a discutir lo que fuese necesario para después salir. Entonces la miró. Ella, de pie, cubierta con un pijama grueso con interminables hileras de flores de pétalos grandes, dio un paso en dirección hacia él. Solo uno, luego se detuvo. Pancho volvió a mirar el piso, el silencio se quebró por la bocina de algún auto a la distancia, abrió levemente la boca y, emitiendo un sonido pegajoso, la miró a los ojos y dijo: «Estoy realmente mal de la cabeza, ¿no?». «No te preocupes, viejo, nada que no se arregle con un buen descanso», respondió ella, abrazándolo como hacía años no lo había hecho.