A MODO DE INTRODUCCIÓN

Todo comenzó una mañana de sábado de finales de marzo. Hacía calor y llevaba puesto un vestido corto a pesar de que caminaba por la parte fea del centro, metro Lagunilla (vaya intrepidez). Brenda Ríos y Verónica Bujeiro me habían invitado a su taller, en la terraza de El Hijo del Ahuizote. Fue ahí, al final del taller, cuando Verónica Bujeiro me recomendó El lugar donde crece la hierba, de Luisa Josefina Hernández. “Es difícil de conseguir –dijo–, la publicó hace muchos años la Universidad Veracruzana”. Me pareció natural que fuera un libro inconseguible y sentí curiosidad. Sabía que se trataba de una autora de medio siglo reconocida en el ámbito del teatro, pero ignoraba por completo que hubiera escrito novela, jamás había oído su nombre en boca de otros narradores. Mi curiosidad aumentó al descubrir, gracias a un rápido vistazo a la Wikipedia que Luisa Josefina Hernández, además de dramaturga, tenía al menos nueve novelas publicadas, y una de ellas, Apocalipsis cum figuris, había ganado el Premio Xavier Villaurrutia. La curiosidad entonces dio paso al desconcierto: ¿por qué no era más conocida?, ¿por qué el canon de la narrativa mexicana parecía haberse olvidado de ella? ¿Me irá a pasar lo mismo a mí, a nosotras, si es que llegamos a su edad, si es que escribimos más de diez novelas? Me decidí a buscarla.

Esa misma mañana de finales de marzo estallaba en redes sociales el hashtag #MeTooEscritoresMexicanos bajo el cual cientos de mujeres hicieron público el acoso, los abusos o agresiones que sufrieron por parte de escritores. Más tarde el movimiento se extendió a los dominios de las artes plásticas, la música, la academia y las editoriales. Las opiniones se polarizaron entre aquellas que daban su apoyo total a las víctimas y las que cuestionaban la veracidad o legitimidad de los señalamientos. Algunos de los casos tuvieron consecuencias graves, fatales incluso; pocos pudieron ser lleva­dos a instancias legales, algunos tuvieron repercusiones de carácter social y la mayoría se han ido conciliando con el paso del tiempo en una suerte de olvido provisorio. Solo unas cuantas denuncias fueron resueltas y muchas mujeres se quedaron con miedo a las represalias. Todos los que dimos seguimiento a los señalamientos o estuvimos involucrados en el revuelo mediático que causaron, nos vimos impelidos a reflexionar y cuestionar las narrativas de la violencia, la discriminación y la invisibilización. Ya no hubo marcha atrás. Varias iniciativas empezaron a señalar las tremendas desigualdades entre hombres y mujeres en el ámbito de la literatura: la marcada disparidad en los jurados de los concursos, en las becas estatales, en la dirección de proyectos, en los catálogos editoriales, consejos, antologías, premios, programas de estudio, etcétera; una disparidad tan asimilada que hacía parecer natural que obras escritas por autoras tan notables como Luisa Josefina Hernández hubieran sido relegadas por el canon, y en consecuencia, cayeran en el olvido. Así lo dice Liliana Pedroza en la introducción a su Historia secreta del cuento mexicano 1910-2017: “Ha habido un silencio, involuntario o no, que nos hizo creer que no había muchas mujeres que se dedicaban a la literatura”. Ante la evidencia de lo contrario, era urgente hacer algo.

Por esos días tuve oportunidad de asistir a la FILU, en Xalapa, donde es anfitriona la Universidad Veracruzana, de modo que aproveché para buscar la novela de Luisa Josefina Hernández, pero ni en la Editorial de la UV, ni en saldos, ni en las librerías de viejo pude encontrar El lugar donde crece la hierba. Por fin vine a dar con ella en un fondo reservado de la biblioteca de la Ibero. Se trataba de la edición de 1956 y el libro jamás había sido abierto, el pegamento del lomo se había cristalizado, el bloque de hojas color sepia estaba compacto y rígido, la ficha de préstamo estaba en blanco. La curiosidad se convirtió en tristeza, y la tristeza en un afán justiciero que me llevó a escribir una reseña de la novela y a decir a todo el mundo que la leyeran, que nos estábamos perdiendo de algo muy bueno.

Debo decir que me acerqué a la novela desde un cuestionamiento muy concreto: la identidad del personaje femenino, ¿cómo se configura? y ¿cómo se plantea su conflicto?, sobre todo en contraste con el tratamiento que recibe en obras de otros autores de medio siglo, que suelen asignar a estos personajes un papel ornamental, funciones básicas, un carácter monocromático, o bien, en los casos en que se adivina una psicología compleja, el personaje masculino o el narrador se descubren incapaces de comprenderla, de modo que acaban por representarla o calificarla de insondable, le adjudican un halo de misterio o de franca sinrazón.

En este sentido, me cautivó desde las primeras páginas la sutileza de los gestos y lo minucioso de los rasgos con que la narración va tejiendo los efectos anímicos de los personajes, tanto masculinos como femeninos. Por ejemplo el modo como se plantea la progresiva disminución de la protagonista, una mujer joven, acusada de robo, recluida en la casa de un extraño, en el cuarto de los niños, infantilizada, impedida de toda agencia e incapaz de ejercer su voluntad. Me asombró que esa misma degradación se pusiera en contrapunto con el arrojo confesional y el ánimo indócil con que la voz registra los hechos y reflexiona su conflicto, mediante una falsa escritura epistolar, que llega mucho más allá (o más acá) de la segunda persona.

Otro aspecto que me parece muy destacable y que se encuentra estrechamente ligado al desarrollo de los personajes es la dimensión filosófica de la novela. El personaje de Eutifrón, el dueño de la casa donde se refugia la protagonista, alude al diálogo de Platón en el que se cuestionan las nociones de piedad e impiedad, aquello que la justicia habrá de perdonar o castigar, y que en el caso de esta novela adquiere un carácter específico: la protagonista es una mujer despojada de su libertad, circunscrita a la voluntad de tres hombres más uno, Eutifrón, quien además de ser el cuarto muro de su encierro, es también la puerta de entrada y de salida, el interlocutor ante quien encara las aporías de la piedad, la justicia, el libre albedrío. La paradoja que la novela nos plantea, más que señalar la culpa, exculpar o esgrimir una defensa, parece cuestionar ¿en dónde realmente se encuentra la transgresión del personaje?: ¿en el crimen del que se le acusa o en el intento de aspirar a un privilegio que socialmente no le corresponde? ¿Puede una mujer –una mujer pobre– ser dueña de sí misma? ¿Puede una mujer pobre aspirar a ser dueña de su propio deseo? La historia que se narra en estas páginas da cuenta del modo lento e implacable en que se enzarza la hiedra que va recluyendo al personaje en una prisión hecha de miedo, precariedad, nulificación, desa­mor y abandono: de impiedad.

Un par de semanas después de leer la novela me encontré con Socorro Venegas para tomar un café: quería invitarme a trabajar con ella, para Publicaciones de la UNAM, en una colección de rescate de novelas que no han vuelto a ser reeditadas en mucho tiempo, escritas en español por mujeres. Fue así como nos dimos a la tarea de crear la presente colección, para dar respuesta a lo que la misma Luisa Josefina Hernández declara en sus Memorias: “Pienso que en ciertos países el verdadero peligro es el olvido, por descuido de editoriales y de universidades. Con esto quiero decir que existe la obligación de proteger la cultura nacional, y esto significa hacerla llegar al prójimo y al mundo. Se hace con estudios y con ediciones cuando los libros se agotan.”1

El canon literario, ese ambiguo tamiz que decide lo que prevalece y lo que no, ha estado regido por un criterio tremendamente reducido y parcial: el de los hombres, sobre todo el de los hombres de pensamiento blanco (occidental, colonialista, capitalista). Necesitábamos un nombre combativo, que diera cuenta de esta lucha contra el olvido mediático y la invisibilización de la escritura de las mujeres, contra la extensa serie de obstáculos, prejuicios y reparos con que se ha topado a lo largo de la historia, entre ellos, la normalización de su borradura. No queríamos seguir haciendo énfasis en la omisión que ya de por sí han padecido, queríamos un nombre que atendiera más al sentido de compensación que al de venganza, más al amor con que reconocemos y enarbolamos el valioso trabajo de las autoras que nos precedieron, que a la gravedad de su ausencia. Es así como nace Colección Vindictas. Es muy necesario replantear el canon literario con un criterio más incluyente, tanto de las y los que leemos, como de la forma en que nos aproximamos a los textos. Me parece que la mejor manera de lograrlo es poner estos libros al alcance de las nuevas generaciones y dejar que sean ellos, ustedes, quienes den el veredicto.

AVE BARRERA


1 Gaitán, David, Memorias de Luisa Josefina Hernández, México, Ediciones El Milagro y Universidad Autónoma de Nuevo León, Edición digital, 2018.

EL LUGAR DONDE
CRECE LA HIERBA

I

Enrique:

Ayer mi esposo, Patrick, me ha traído a esta casa extraña a vivir con un hombre. Ha sido necesario, no podía quedarme ni un minuto más en el lugar donde vivimos.

Antes de irse, Patrick habló largamente con el dueño de la casa para que me aceptara, y él, que es un hombre gentil, íntimo amigo de Patrick y extranjero como él, dio su consentimiento. Te advierto que es afectuoso y bueno; varias veces durante el relato de Patrick, me acarició la cabeza y me apretó la mano; yo sonreía un poco tontamente.

Patrick le explicó en forma muy detallada que no podía llevarme a otro lado porque nadie era de tanta confianza como él, y sobre todo, porque su esposa está ausente en un largo viaje y no molestaré a nadie. El dueño de la casa sale a trabajar por las mañanas y regresa ya tarde; estoy segura de no intervenir en sus metódicas costumbres ni en lo más mínimo y de que él será tan feliz como si estuviera solo.

Me llevó al cuarto de los niños, aunque yo hubiera preferido dormir en el escritorio. Pero sucede que hace diez años que guarda su ropa en el armario de esa habitación y hacia allá atraviesa desnudo desde el baño, que no está lejos. Además, el cuarto de los niños tiene un baño pequeño que ahora es solo para mí como también son solo para mí las paredes pintadas a listas azules y color crema, una repisa donde se entumecen un gallo, un pescado y un centauro de barro; el dibujo de unas extrañas jirafas verdes y un cuadrado e impresionante muñeco de papel de china con armazón de alambre.

Me acosté en una cama baja y atormentadora, donde antes durmió un niño; y entre mis desesperaciones inexplicables dentro del sueño, me parecía que alguien me había convertido en niña para obligarme a vivir de nuevo todos los malos detalles de mi vida.

Durante la noche, con el amanecer ya muy cercano, escuché sin despertar un ruido sordo y rítmico. Tuve miedo y ahora recuerdo exactamente que el corazón me latía tanto, que aún adormecida, sentía amenazada otra entraña más fina, más exigente, que debía por todos motivos conservar intacta.

Me levanté temprano y comí algo en la cocina, desde donde se ve un terreno baldío, al lado de una casa construida a medias y en donde salen a jugar docenas de ratas. (No te hagas el asombrado, tú ya sabías que las ratas juegan.) Y yo las he visto así como niñas, como hadas, como locas, mientras mi sexualidad asustadiza y profunda se deshacía en símbolos.

Luego me he encontrado con el dueño de la casa. Lo he mirado a los ojos para darle los buenos días y él ha conversado un momento conmigo suave y paternalmente. Después se ha despedido de mí y yo estoy sola hasta dormirme, hasta escribir una larga carta… y sin poder fumar.

Me ha asaltado, como una invasión de insectos prohibidos, la conciencia de tu ternura; la del otro día y la de siempre. No puedo olvidar el tono con que me dijiste:

–Quítate un solo guante.

Y la inquietud con que yo lo hice, esperando de aquello no sé qué inimaginables consecuencias.

Tuve que huirte, ese último día, tuve que dejarte de pie en medio de la calle, rondado por una sonrisa socarrona, que al llegar a tus ojos se convirtió en acero y me hizo temblar. Tuve que rechazar todas esas ofertas que yo sé de memoria de tu voz, con la memoria de los tímpanos. Las rechacé por ti, por mí, y un poco…, creo que sí…, por Patrick.

¿Sabes, has sabido tú de la sensación que deja el miedo repetido en forma medida y continuada? Es un no acercarme a las ventanas, un no encender las luces, un quedarme lívida, muerta por anticipación cuando alguien viene a tocar la puerta y luego empieza a darle de puñetazos como si quisiera tirarla.

A ese respecto hay algo que no te he dicho todavía y que me martiriza. Ayer, cuando llegamos, el dueño de la casa dormía y Patrick creyó que estaba en el edificio de enfrente, donde vive un amigo de los dos. Fue a buscarlo y me dejó de pie en el pasillo, muy nerviosa, al lado de mi valija de cuero. Inmediatamente salieron de la puerta de otro departamento tres mujeres morenas y achatadas, cada una con una labor de mano, y rápidas, en forma decidida, comenzaron a hacerme preguntas íntimas, empezando desde el momento y el lugar en que fui dada a luz, hasta el momento en que por necesidad y sin ningún deseo de mi parte, había sido colocada en ese vestíbulo, junto a mi valija. Al volver Patrick desaparecieron una a una y sin saludar.

Creí haber salido triunfadora, porque hice una magnífica imitación del acento de Patrick (mejor de las que te he hecho a ti en ocasiones de alevosía y de euforia), pero después me he puesto triste al descubrir por mi anfitrión que ellas salen al menor ruido; ya sea timbre, teléfono, grito, o algún objeto roto. Esas tres caras chatas, que a un puntapié mío pudieran rodar como discos, me han reducido al silencio. He sabido también que ellas trabajan; hacen comidas para banquetes, cambian cuellos de camisas recortándolos de las faldetas y confeccionan pelucas. Malditas sean.

Después, al mediodía, llegó mi dueño, no tan solo de la casa, sino mío; si no fuera por él, no tendría qué comer y estaría en un lugar más desagradable que este acojinado y luminoso cuarto de niños. Llegó y me entregó unos alimentos esenciales (es frase suya), lo esencial parece ser pan, jamón, y unas latas obscenas que no he abierto. También me contó lo bien que había comido en casa de un empleado suyo. Me confesó humildemente que se llama Eutifrón. Creo que eso no lo sabe nadie, ni siquiera su esposa, quien lo llama siempre “querido”; pero eso sí, muy insistentemente y en tonos variables.

–Ah, señora, espero que disfrute usted el viaje a su país natal y que tal vez un contratiempo inofensivo retrase su regreso, para dar tiempo a que yo pueda irme, pero no vaya usted a morirse, por favor, porque la soledad de Eutifrón sería conmovedora, y tal vez él buscara refugio en nuestra casa, que no se parece nada a la suya, y donde él sucumbiría en medio de todos aquellos papeles arrugados, libros, platos sucios y nubes de humo de carne y de cigarro, hechos uno solo.

A Eutifrón no le gusta el humo, por eso no hay cigarros y si algún extraño los trajera no me atrevería a fumarlos, porque no deseo disgustarlo.

He comido cosas frías, “esenciales”, y la tarde ha transcurrido en medio de mis temores. He encendido la luz del comedor porque es la única pieza que no da a la calle; es el centro de esta rebanada de pastel que forma el departamento con la sala y los tres dormitorios. Después, asustada por unos pasos lentos y ceremoniosos, apagué la luz y vine a la sala, a esta sala de gusto exquisito, pensando en lo mucho que disfrutarías tú de poder vivir en ella, aunque fuera quince de tus tardes sin significado, aquellas en que aseguras las puertas con cerrojos: te entregas al reconocimiento de ti mismo y en unas ocasiones te intoxicas y quedas en un mar de discos rotos y libros deshojados, y en otras te entregas libre y humildemente al ejercicio de regar tus plantas. Esas plantas que siempre me dieron una impresión de hacinamiento humano y rebajado, de tal manera que cuando el gato blanco brincaba sobre ellas yo temblaba creyendo que iban a devorarlo. Yo temblaba muy a menudo. Me deshacía toda por dentro, y tú paciente, placenteramente, me ayudabas a reunir mis pedazos, como si se tratara de un rompecabezas o de algún mueble fácil de desarmar. Hasta que un día yo, armada, completa, derecha como una lanza, supe atravesarte sin dar tiempo a que te defendieras… ¡No! No es eso de lo que quiero hablar, olvídalo, no quiero hablar de ninguna de mis culpas, mi intento era solo asegurarte, recordarte que he sido continuamente la casa del terror.

Ahora, aquí en esta penumbra habituada al sonido de un lenguaje extraño, mirando los automóviles pasar por la explanada, recuerdo intensamente el color y la forma de cielo que se mira al través de tu ventana, y aquel instante escaso, como recortado con tijeras y siempre perdurable, en que dijo tu voz:

–¿Te gusta mi cielo?

No quise confesarte entonces que tu cielo me daba miedo y es ahora, precisamente ahora, cuando lamento no haberlo aceptado para poder mirarlo desde aquí.

Veo pasar algunas parejas de estudiantes y lamento que tú y yo no poda­mos ya ir a la escuela juntos y volver; sobre todo, porque en una época no demasiado lejana, cinco o seis años, hemos ido y hemos vuelto. Aquella época en que las palabras salían confusas de los labios y en que las manos, sin querer, imitaban los gestos taquigráficos.

De todas las cosas, esta es la verdadera lamentación: Ya la he tenido. Y no­s­otros hemos tenido casi todo, menos dinero. Hemos sido miserables, mal vestidos, y hemos comido mal. Y lo que hemos ganado de centavo en centavo, se ha gastado de centavo en centavo, y parece que hemos vivido en un asque­roso regateo de satisfacciones. Hemos sido ambiciosos: si tuviera la posibilidad de arrastrarme por un desierto, golpeándome el cuerpo con alguna piedra, mis dientes gritarían: Soy ambiciosa. Perdón… nunca he tenido nada, solo una oportunidad malograda y casual de vivir en la casa de un señor llamado Eutifrón, y esa casa me hacía notar continuamente que era de él y no mía…

Ha llegado Eutifrón y hemos hablado largamente. He dicho todos mis secretos para que él no los sepa jamás. Tu nombre ha cabalgado nuestra conversación como un invisible caballero vestido con saco de montar y pantalones de golf. No sé qué tenía de grotesco y de equívoco metido en el escritorio de Eutifrón. El escritorio donde puedo sentarme de día y de noche sin ser vista, porque él ha colgado en las persianas unas redes en las que suspiran unos pescados de madera al aire escaso de ventana que no se abre. Un aire que apenas se hace lugar entre mis aglutinamientos de palabras.

Eutifrón mío querido: qué palpablemente has tenido mi vida entre tus dedos y en qué forma tan distraída la has dejado escapar. No sé cómo has podido creer que lo que yo contaba era una historia urdida para pagar tu hospitalidad, si estaba escrita en las paredes de mi cuerpo y hasta los dibujos que cubren los muros iban tomando una expresión angustiosa que se hacía cada vez más intolerable.

Eutifrón ha querido ayudarme y me ha dicho que le cuente con detalle el motivo que me trajo aquí. Pero yo me he negado graciosamente y le he dicho que eso queda a la discreción de Patrick.

Luego me retiré al cuarto de los niños reconfortada y segura. Aquí te escribo; mis palabras, como tu nombre, no caben en este cuarto de paredes a listas. Adiós, Enrique, no envenenemos el alma de este muñeco de papel de china, que será quien presida mis sueños en las próximas tres semanas.

II

Después de mi segundo sueño en esta casa me sentí empavorecida.

Todo lo miro desde el lugar donde lo mira un niño de tres años que ha ido de viaje con mamá y que yo no conoceré nunca. Me siento identificada con él y me urge la necesidad de haberlo tenido, de tenerlo todavía entre mis brazos. Mis brazos quedarán vacíos… ellos lo saben ya y no se ilusionan.

Enrique, Enrique, ¡qué rebeldes han sido nuestros hijos! A pesar de todos nuestros esfuerzos, no han querido nacer. Lo mismo ha sucedido con los hijos de Patrick y míos. Época de niños inteligentemente prenatales, que como una legión disciplinada a un solo paso y a una sola voz, han tomado la decisión de no intentar la vida. Es injusto de nuestra parte, entonces, martirizarlos con invocaciones, digamos:

–¡Oh niños, niños, concédasenos alguna vez, en algún mundo, el poder de estrecharos intensamente!

Eutifrón ha tocado con suavidad a mi puerta y me ha comunicado que no irá a trabajar. La perspectiva de otra conversación me ha parecido repugnante y he resuelto no hablar más de ti ni de mí. Será muy probable que hablemos de Patrick, de su inocencia, de su juventud, de sus supuestas cualidades que hasta ahora me han parecido indescifrables.

Siempre que digo cosas así de Patrick al conversar contigo, se asoma a tus ojos una interrogación y un gesto de ironía pliega tu boca. Eso se reduce a una pregunta:

–¿Para qué te casaste con él?

Y es verdad que no lo sé. En un momento dado, sentí que toda mi sangre circulaba hacia él y que había un impulso más adentro de la piel y más arriba de la entraña que me hizo seguirlo. Era como el único lugar de refugio, obvio, tranquilo. Un lugar donde abundan las parejas como Patrick y yo, donde tal vez podría escaparme de ser algo consciente y abultado como Enrique y yo.

Eutifrón me dijo que hoy no habría ningún peligro en que Patrick viniera a verme. Las pesquisas se han suspendido por las fiestas y aunque el aviso que nosotros recibimos era correcto, Patrick estaba seguro de no haber visto ninguna persona sospechosa cerca de nuestra casa y de que no lo habían seguido.

Él insistió en que debía atravesar la explanada y comer con el amigo suyo que vive enfrente. Me resistí, pero por nada del mundo quisiera ser brusca con él, sobre todo porque cada vez tengo un miedo menos claro y susceptible de discusión. De manera que atravesamos la explanada, después de haber esco­gido un momento propicio para que no salieran a la puerta las tres mujeres chatas, quienes por cierto, no me dejan hablar por teléfono, ya que se encuentra en medio de las puertas de los dos departamentos, y ellas lo ocupan todo el día y salen para oír lo que dicen las otras personas que se atreven a utilizarlo. Si tú no estás en México, ¿con quién había yo de hablar? Eso me consuela.

Fuimos a casa del amigo; un hombre corpulento que fumaba dejando caer sobre su cuerpo todas las cenizas. La señora estaba embarazada, pálida y estentórea, parecía no saber nada, vivir a base de intuiciones. Antes de sentarnos a la mesa me dijo:

–La comida que yo hago no será muy buena, pero sí mucho mejor que la que le servirían en la cárcel.

Callé y Eutifrón me miró compasivamente, mientras que el amigo me servía una buena ración de vino tinto. Pero yo había perdido la noción de mi aparato digestivo y comía y bebía sin apuntar resultados, como si lo tiraran a la calle. Como habían convenido, llegó Patrick a vernos de sobremesa.

Había dado varias vueltas inútiles porque el autobús no lo había dejado en la cuadra correspondiente, sino en otra más alejada. Pude ver que temblaba, que estaba más inarticulado que de costumbre, y que tenía heladas las manos.

Ya sabes que de las Euménides que me persiguen, la más feroz es la de la compasión. Me dejo caer en gotitas empalagosas sobre el agente provocador y luego lo detesto tanto, que me gustaría sacarlo al aire y al sol, para que sea exterminado en una repentina invasión de moscas y de hormigas. Y así estuve toda la tarde de hoy, segregando miel, como una colmena vieja y vengativa.

Nos despedimos de los amigos de E. y regresamos a esta casa exquisita en donde una planta lujuriosa que ocupa casi la mitad de la sala, parecía haber crecido cinco o seis centímetros.

Patrick nos siguió después de un momento, y comenzó a recitar con los brazos, las uñas, los dientes, una conversación devastadora. Cada doce pa­labras repetía con su lengua torpe:

–La policía… la policía… la policía… el fraude… la acusación, de fraude… la cárcel…

Yo no quería escuchar ni escribir la palabra cárcel. Recordaba intermi­nablemente la otra vez que estuve en la cárcel. Estuve, Enrique, un solo día, a causa de este mismo asunto y salí por falta de pruebas.

Poco después empecé a rogarle a Patrick que se fuera para que me comprara un billete de la lotería de diez millones. Yo necesito por lo menos un millón, lo he necesitado siempre, pero no hubo forma de que Patrick se convenciera de ello: fue volviéndose cada vez más necio y más estúpido. Cuando dijo que no quería irse porque deseaba pasar la mayor cantidad de tiempo a mi lado; que se sentía solo en la casa y que había comprobado que no podía estar sin mí, por lo que no me abandonaría nunca, hubiera podido matar su juventud y su inocencia de un solo golpe sin ningún remordimiento.

Eutifrón debía asistir a una fiesta y estaba vistiéndose. Decidió rasurarse y por una equivocación suya se apagó el calentador y el gas comenzó a salir. Quise encenderlo pero no pude y una turbación muy extraña se apoderó de todos, como si acabaran de hacernos en conjunto una profecía que debían de habernos confiado uno por uno.

Por fin se encendió y Eutifrón y Patrick entraron en calma: son evidentemente de esas personas que temen que un instrumento se use para lo que no está significado y que se horrorizan a la menor amenaza de esta clase. En cambio yo, siempre he aceptado estas cosas con sincera resignación.

Por fin, Patrick se fue. Me dejó convertida en un campo sucio y arrasado, como si el encargado de cultivarme, equivocando el procedimiento y a base de cuidados extremos, hubiera estado dándome comida en vez de agua y yo me hubiera secado y podrido al mismo tiempo.

Después, he pensado en estos dos días y los he visto desfilar por la explanada como dos hombres extremadamente flacos, llenos de transparencias y de huesos: y han desfilado haciendo señales con las manos abiertas y yo no conozco esas señales, pero sé que quieren decir algo ancho, profundo y duradero.

Era necesario despertar ahora, a las dos de la mañana, para sentir el pánico, las supuestas respiraciones de las cosas y esos ruidos que no se sabe bien si son latidos nuestros.

Sin hacer el menor esfuerzo he leído por dentro de mis párpados la carta de seis renglones que te escribí cuando tú te hallabas, por una ironía asquerosa y torcida, en la tierra natal de Patrick. La ignominiosa carta, escrita con esta letra mía hecha de lanzas, espadas y pistolas, dice así:

“Enrique:

”He decidido no volverte a ver. Esto te ofende y te hace daño, pero estoy dispuesta a hacerlo. Me hallo perfectamente convencida de que no te quiero. Quiero a otro y voy a casarme con él. No me escribas.”

Pero tú me escribiste y lamento no haber guardado la carta aquella, porque si la hubiera tenido delante de mis ojos y la hubiera repasado de vez en cuando mientras me arrepentía, su sola vista, tus palabras solas, se hubieran levantado en batallones y todo hubiera terminado allí.

Ahora no estaría tan sola, tan acosada y con la posibilidad de que en cualquier momento se lea en las palmas de mis manos, en el hueco de mis rodillas o en el interior de mis labios, estas palabras muy claras y distintas: “yo soy ser de traición”.