NO SOY UN ÁNGEL




V.1: mayo de 2019


© Sylvia Marx, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Nick Starichenko / Shutterstock

Corrección: Natàlia Mulero


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-38-5

IBIC: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.


NO SOY UN ÁNGEL


Sylvia Marx


1




Aquí empieza mi historia. Deja que te la cuente.

Por alguna razón, me siento en deuda contigo.

Las almas atormentadas solo descansan cuando comparten sus miserias más allá de lo que conocemos como real o tangible. Pero ahora puedo asegurarte

que hay algo más.


Desconozco cómo y por qué ha llegado este libro a tus manos, pero ahora tienes el deber de abrir sus páginas y leerlo. Solo así podrás ayudarme y sentirte en paz.

No, no soy un ángel…, pero tú tampoco.


Sara Darkness





Sobre la autora

3

Sylvia Marx es el seudónimo de la zaragozana Sylvia Martín. Es técnico en consumo, asesora laboral, guionista y profesora de teatro, y ha colaborado semanalmente en medios de comunicación como Cadena Ser y diversas revistas.

Sylvia se define como una persona inquieta, luchadora y tremendamente creativa que pone pasión en todo lo que emprende.

Desde 2012, ha publicado cinco novelas, pero con Mili…¡milagro! recibió el Premio Autora revelación 2013. Su obra No soy un ángel fue elegida finalista del Premio de Novela de Oz Editorial.

No soy un ángel


Todo el mundo esconde secretos, pero algunos pueden acabar contigo



Sara Bernal parece la típica universitaria de diecinueve años, pero lleva una doble vida: cuenta con una legión de seguidores en redes sociales gracias al éxito de sus cómics y mantiene una relación en secreto con Ángel, un famoso youtuber que jamás enseña su rostro en internet.

Cuando un día Ángel la deja sin ningún tipo de explicación, Sara decide revelar su verdadera identidad. Pero su exnovio está dispuesto a todo para silenciarla. ¿Conseguirá Sara que la verdad salga a la luz?




Obra finalista de la tercera edición del Premio Oz de Novela

CONTENIDOS

Página de créditos

Sinopsis de No soy un ángel

Dedicatoria


Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13


Segunda parte

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27


Agradecimientos

Banda sonora de No soy un ángel

Sobre la autora

Banda sonora de No soy un ángel


Angels, de Robbie Williams

Espectacular, de Fangoria

Love Yourself, de Justin Bieber

Él no soy yo, de Blas Cantó

Cuando nadie ve, de Morat

Promises, de Calvin Harris y Sam Smith

Girls Like You, de Maroon 5

Sincericidio, de Leiva

La lluvia en los zapatos, de Leiva

I’m Not The Only One, de Sam Smith

Stay With Me, de Sam Smith

What About Us, de Pink

He Could Be A Star, de Billy Elliot, el Musical

Believer, de Imagine Dragons

Like This, de Shawn Mendes

I Don’t Want to Miss A Thing, de Aerosmith

Se le apagó la luz, de Alejandro Sanz

Te esperaré toda la vida, de Dani Fernández

Manos vacías, de Miguel Bosé y Rafa Sánchez

Qué bonita la vida, de Dani Martín


Primera parte

La antigua Sara





Capítulo 1


Aquello era una tortura. Se había acabado. No aguantaba ni un minuto más allí, esperando una respuesta.

Si pensaba que podía dejarme con un simple whatsapp de dos frases poco originales, se equivocaba conmigo. No sabía cuánto.

¡Dios! Me iban a salir sapos y culebras por la boca, pero no me los iba a tragar; se los iba a escupir a la cara. 

Me incorporé de un salto. Arrojé el móvil sobre la cama, abrí de par en par mi armario y me puse lo primero que pillé. Total, para hacer lo que estaba a punto de hacer no hacía falta arreglarse mucho. ¿Acaso existe algún modelito especialmente indicado para cargarte a tu… —eso, a ver cómo se llamaba lo que tenía con Ángel—… por ser tan cabrón, tan capullo, como para dejarte por mensaje?

No, no hay un protocolo establecido, ni un vestuario especial, salvo que quieras usar unos finísimos tacones de diez centímetros para metérselos por donde más le duela. Y no, ese no era el caso. No porque me diese pena, sino porque yo nunca he sido de llevar taconazos.


***


Media hora después, y sin valorar las consecuencias, me presenté en la sala de urgencias del hospital Santa Cruz. Si era necesario, no me cortaría un pelo y sería capaz de arrancar el microfonillo a la de admisión para llamarle por los altavoces. «Se ruega al puto enfermero Ángel que acuda urgentemente a la sala de espera. Su ex le está esperando para inyectarle una buena dosis de suero de la verdad en vena».

Miré hacia todos lados, ansiosa por ver su cara de sorpresa cuando me encontrara allí. No tenía prisa, pero sí demasiada ira acumulada y, posiblemente, la tensión arterial disparada.

—¿Te atienden ya? —me repitieron tras la ventanilla.

—No, no…, pero estoy hiperventilando, y creo que me voy a desmayar. Tengo palpitaciones, sudores… Es una urgencia muy urgente.

—¿Me deja su tarjeta sanitaria?

—Pues… —Eché mano a mi bolso sin llegar a abrirlo—. No, no la llevo.

—¿Sus apellidos?

—Mmm… Beltrán Fernández —inventé a medias. Le di el primer apellido de mi amiga Bet y mi segundo.

Ahora venía cuando me decía que esa combinación de apellidos no existía, como si lo hubiese visto venir.

—¿Su nombre?

—¿Mi nombre? —pregunté mientras me sacaba el sudor con un clínex.

—Sí, hay diez personas que se apellidan Beltrán Fernández en el sistema.

—Pilar —contesté. No sé por qué pensé que debía de haber alguien con ese nombre en la base de datos.

—Perfecto. Espere en la sala, pronto la llamarán.

«Así que existe una tal Pilar Beltrán Fernández —me dije—. Y por ahora, esa soy yo». 


***


No podía quedarme quieta. Me removía sin parar en la silla y apreté los puños hasta clavarme las uñas en las palmas. Notaba el bombeo acelerado de mi corazón: pum, pum, pum. No quiero sonar como una hipocondríaca, pero… ¡aquello iba demasiado rápido! Necesitaba relajarme, quizá un poco de agua me ayudaría. Fui al baño y me apoyé en el lavabo. En el espejo, vi mi reflejo devolviéndome la mirada y sentí que la ira me subía desde el estómago y me quemaba la garganta. Ni siquiera era capaz de tragar mi propia saliva. 

Descargué un puñetazo contra la pared. Un grito de dolor escapó de mis labios y me agarré con fuerza la muñeca. Intenté tranquilizarme pensando que solo había sido un golpe, pero el dolor empezó a ser intenso. Abrí el grifo, coloqué la mano debajo y me eché agua por la nuca. No querría desmayarme.

¿Y ahora… no funcionaba el puto secador de manos? Lo golpeé con la mano sana y salí con el cuello empapado y sin haber conseguido librarme de toda mi ira.

No quería volver a la sala de espera. Toda aquella gente me ponía aún más nerviosa, así que seguí avanzando. Un celador me preguntó algo, pero no lo escuché, y continué caminando, sujetándome la muñeca inflamada.

—Pilar Beltrán Fernández, box número cuatro.

Y justo al traspasar la puerta, lo vi. Ahí estaba, saliendo de un box con otra enfermera. Su rostro se transformó en cuanto me vio. Jamás le había dado una sorpresa, jamás nos habíamos visto fuera de sus imposiciones y nunca en público.

Todo mi cuerpo se tensó y, aunque me quedé clavada en el sitio, sentí unas ganas irrefrenables de abofetearle a dos manos.

—¡Sara!

Noté su sorpresa, mezclada con temor e inquietud. Claro, cómo iba a imaginar que tendría el valor de presentarme aquí, en urgencias, para pedir explicaciones.

—¡¿Qué coño es esto?! —grité mientras le enseñaba el puñetero whatsapp que ya me sabía de memoria. Dos estúpidas frases que recité sin más—: «Lo siento, Sara. No podemos seguir así, esto no funciona».

La enfermera, claramente incómoda, bajó la vista y continuó su camino.

—Baja la voz, por lo que más quieras. —De pronto, señaló mi muñeca—. ¿Qué te ha pasado?

—Un golpe… en el lugar equivocado.

—Sara… —dijo Ángel, y resopló mientras se masajeaba el puente de la nariz. Intuía que estaba cansado—. ¿Te… te han visto ya?

No soportaba ese farfulleo estúpido. Vaya, si ahora resultaría que le preocupaba más mi muñeca que dejarme mediante un frío mensaje de WhatsApp.

—Más vale que me des una explicación. —Lo amenacé de un modo en el que no me reconocía.

—Estoy trabajando —respondió señalando a su alrededor. 

—Puedo esperar. No me iré de aquí hasta que me des una explicación —repetí muy digna.

De pronto, detuvo a una de las auxiliares que pasó por su lado.

—¿Puedes echarle un vistazo a esta muñeca, por favor? Acompáñala a rayos —le dijo a la chica al tiempo que señalaba mi mano—. Luego hablamos —añadió dirigiéndose a mí. 

La auxiliar levantó la vista, asintió y me hizo un gesto para que la siguiera. Me alejé de Ángel, sin apartar mi mirada de la suya durante unos segundos.


***


Media hora más tarde y tras dos radiografías, apareció la misma auxiliar de antes. 

—Acompáñame, tenemos que ponerte un vendaje compresivo. Tienes un esguince. —Caminaba ligera a su lado y volvió a mirarme—. No ha sido una caída, ¿no?

Negué con la cabeza

—Un golpe. —Y añadí—: Golpeé con fuerza la pared.

—Vaya, los arranques de cólera pasan factura… Te tiene que doler bastante.

No sé si lo de «doler» lo dijo con segundas.


***


De nuevo en la sala de espera, y con mi recién estrenado vendaje, releí una vez más el mensaje: no quería que durante este rato se me pasaran las ganas de partirle la cara. No, él no me conocía. A las buenas, soy dulce y comprensiva, pero a las malas… no sabía quién era.

Vi pasar el tiempo. Hacía ya dos horas que estaba allí, pero, aunque fuera lo último que hiciese, esperaría. Su turno estaba a punto de terminar y sentía los nervios aflorar otra vez, así que decidí salir a fumar para intentar aplacar los nervios. Por fin se asomó por la sala de espera. Se estaba quitando la bata y señaló hacia fuera.

—Tengo el coche ahí. Salgo en dos minutos.

Asentí con la cabeza y me aproximé muy dignamente a su Volkswagen rojo, aparcado en una plaza reservada para trabajadores, mientras encendía con impaciencia otro cigarrillo.

Ángel no tardó en aparecer y abrió el coche con el mando a distancia.

—Sube —me ordenó.

Abrí la puerta y ocupé el lugar del copiloto con rabia, pero con la cabeza bien alta, estirándome tanto como pude. 

—¿Por qué me haces esto? No se puede ser más rastrero. —Le escupí las palabras a la cara, tratando de aflojar un poco el nudo que tenía en la garganta.

—Sara —empezó con un tono condescendiente que odiaba—, lo nuestro ya no iba bien.

—¡¿Que no iba bien?! —interrumpí, cabreada—. ¿Has hecho tú algo por verme en esta última semana?

Bajó la mirada, se concentró en los nudillos de sus manos, esas que tantas veces me habían acariciado la piel. Pero no quería mostrarme débil, así que espanté de un manotazo imaginario cualquier atisbo de flaqueza y resoplé ruidosamente.

—¡No paras de presionarme, joder! —gritó—. Lo dejé todo muy claro. ¿Te crees que esto ha sido fácil para mí?

—Ahora resulta que tú eres la víctima —ironicé—. Eso sí, bien que hace dos semanas me llevaste a un hotel…

—Eso fue… el de la despedida —admitió mirando al frente.

Me quedé sin palabras, conteniendo la respiración, y él aprovechó para asestar el golpe de gracia.

—Cuando empezamos lo nuestro —susurró—, te avisé de que no sería fácil, que tendríamos que escondernos, que no debería salir nada a la luz.

—Ya, ¿y qué? ¿Acaso no he hecho lo que me has dicho? —Levanté el tono más decibelios de lo necesario—. ¡Siempre! ¡Cada vez que nos hemos visto, ha sido como tú querías y donde tú querías! ¡Jamás me he quejado de eso!

—Sara…

—¡Ni Sara ni pollas! —Seguía desatada. No me reconocía, no suelo hablar como una choni poligonera, pero apreté los puños y continué—. Solo te preocupa tu fama, tu dinero y tu maldita reputación de youtuber. ¡Siempre lo has antepuesto todo a mí!

—Tú no lo entiendes.

—Claro, ahora soy imbécil y no lo entiendo.

—Me han llamado para la película. Ya está en marcha. 

—Volvió a desviar la mirada hacia el frente—. No puedo mantener el ritmo, cada vez me cuesta más conservar mi anonimato, tú no…

—Pues nada, enhorabuena —respondí con todo el cinismo del que fui capaz, y sentí como el dichoso nudo que tenía en la garganta se tensaba—. Espero que te vaya genial.

Me ahogaba. Abrí la puerta dispuesta a salir cuando me agarró por el brazo.

—Sara, te lo dije, no puedo perder este tren.

Ahí estaba la frasecita, otra vez. Moví la cabeza y sonreí con sarcasmo. 

—Ya.

Ángel me miró con la mandíbula tensa. 

—Borra mi número, rompe nuestras fotos…

—¡Claro! —exclamé más cabreada todavía—. ¿Por quién me tomas?

—Más te vale… Hablo muy en serio.

—De mi boca nunca saldrá nada de lo que pasó entre nosotros, tranquilo. No será difícil olvidar que estuve saliendo unos meses con el Youtuber del Antifaz antes de darme cuenta de la clase de cabronazo que eres. —Y antes de marcharme, añadí—: Por cierto, las ventas de mi saga en todas las plataformas literarias también se han disparado, son un éxito total. 

Entonces sí, salí del coche y cerré de un portazo, con toda mi mala leche. Me alejé deprisa y sin mirar atrás, luchando por contener el torrente de lágrimas que intentaban brotar de mis ojos, mientras me preguntaba cómo iba a olvidarlo, qué iba a hacer a partir de ahora y si sería capaz de soportar todo este dolor.

Capítulo 2


Abrí un poco los ojos y di media vuelta en la cama, tapándome la cabeza con la sábana para no oír como Atila arañaba la puerta. Finalmente, su insistencia pudo conmigo y me arrastré hacia el baño. La cabeza iba a estallarme en mil pedazos… ¡Maldita resaca!

Vale, no era el fin del mundo. Sí, sé que el tiempo lo cura todo…, pero, mientras tanto, ¿qué?

Llevaba días sin apenas dar señales de vida, inventándome cualquier excusa para no tener que salir con mis amigos, y había decidido que así es como quería vivir en estos momentos, o quizás el resto de mi vida.

Paradójicamente, ahora que los molestos rayos de sol anunciaban el principio del verano, en mi interior se instalaba un invierno desolador. Sin sus abrazos, sin sus besos y sin sus risas, se preveían días extremadamente largos y de un frío glacial. A pesar de todo lo negativo que me había dejado Ángel, lo necesitaba.

Pero debía levantarme y seguir adelante, aunque solo fuese para continuar trabajando en mi saga. Refugiarme en mis cómics se había convertido en una verdadera adicción, era como una droga que me llevaba a un mundo imaginario donde él aún existía. Por supuesto, ocultaba su identidad con otro nombre, pero la expresión, el físico y los rasgos que, bajo su antifaz, nadie conocía tan al detalle como yo, eran suyos. Todavía era mi inspiración. 

Sí, sabía que necesitaba desengancharme de Ángel, aunque no lo conseguiría mientras estuviera presente en mis cómics. 

El ruido que hacía mi madre mientras organizaba la vajilla en la cocina me estaba perforando la sien. Arrepentirse de haber ahogado las penas en alcohol la noche anterior no servía de nada. 

Me humedecí la cara para despejarme y observé mi patético reflejo en el espejo. 

¿Y si terminaba con todo aquello de una vez? Muerto el perro, se acabó la rabia. O lo que es lo mismo, podría cargarme al protagonista, a mi querido Luka. ¿Cómo lo haría? ¿Una muerte accidental o quizá una tremendamente sensacionalista? 

No, no podía hacerlo. Era el protagonista de la historia. ¿Qué pensarían todas mis seguidoras si me lo puliera así como así? Claro que ni ellas ni nadie sabía quién se escondía detrás de él. Era mejor no pensar en ello. 

Volví a mi cuarto y me dejé caer en la cama.

Me sorprendió encontrar mi Samsung enterrado entre las sábanas y entonces lo recordé. ¡Oh, Dios mío! La noche anterior, en medio del tremendo pedal que llevaba, Ángel respondió a la imagen que le envié con un desagradable emoticono, algo que borré inmediatamente antes de quedarme dormida.

¿Qué se había creído ese imbécil? Si me estaba declarando la guerra, no sabía dónde se había metido.

Me incorporé de un salto y rebusqué entre los últimos dibujos que había perfilado. 

Con el móvil, hice una foto del boceto en el que se descubría quiénes eran mis personajes, incluso podía leerse detrás de ellos el nombre del hotel al que Ángel me había llevado la semana anterior, para la «despedida». ¡Maldito cabrón! Sí, esta vez se iba a enterar. Empuñé el lápiz con todas mis fuerzas y añadí un bocadillo con unas palabras muy significativas. Se la envié con un mensaje de WhatsApp. Mis dedos se deslizaban rápidos por el teclado del móvil.


Sabes ya quién es Luka, ¿verdad? A los seguidores de mi saga, les va a encantar la sorpresa.


Mi corazón dio un salto mortal cuando le di a «enviar». No me creía capaz de hacer semejante locura, pero lo hice.

Necesitaba darle una lección a Ángel —mi personaje, mi verdugo, mi droga— porque realmente todo me daba igual ya. Y así, sin apenas darme cuenta ni pensar en las consecuencias, acababa de tomar la decisión que cambiaría mi vida: iba a sacarlo todo a la luz, desvelaría nuestras identidades, y que Sara Darkness era en realidad mi alter ego.


***


El móvil, que llevaba abandonado horas sobre la cama, no paraba de vibrar. No me motivaba nada quedar con mis amigos esa noche, pero ya no podía esquivarlos más.


Ana

Pasaremos a recogerte a las ocho, sí o sí.


Ana, de verdad que me ha venido la regla y no…


Ana

Me da igual. Si hace falta te regalo una caja de tampones y te saco de tu casa arrastrándote de los pelos.


Andrés

Sara, es un ultimátum, y no bromeo. Nos vemos esta noche. P.  D.: Te echo mucho de menos.


No seas petardo, Andrés. ♥😂

Acabo de decirle a Ana que vale, pero me quedaré solo un rato. 👍


Que sí, Bet, muy bonito el sitio, las fotos… que sí, ¿vale? Saldré un rato esta noche.


Bet

♥♥♥♥♥ Nos los pasaremos genial 

en la inauguración del pub, ¡ya verás!


Yue

A mí no me engañas, solo hace falta que 

nos cuentes lo que te está pasando.


Yue, tranquila, ya lo hablaremos.


Yue

¿Seguro? Prométeme que no te echarás atrás 

en el último momento, aunque yo no pueda estar.


Prometido, Yue, mil besos.


Lo sentía por Yue; al parecer iba a tener que quedarse trabajando. 

En realidad era muy afortunada por tener unos amigos que se preocupaban tanto por mí, pero también me aplastaba como una losa la sensación de culpabilidad, porque no se merecían la forma en que los había tratado últimamente. Si se enteraban de todas las mentiras que les había dicho y lo que les había escondido en estos últimos meses, me matarían… Bueno, no, estaba exagerando…, pero estaba segura de que los perdería, o mucho peor, de que les decepcionaría.

Después de sufrir en soledad durante varios días, y aunque no lo sabía en esos momentos, aquel sábado me deparaba una sorpresa de esas que te cambian la vida. 

La puerta de mi habitación se abrió de golpe y me incorporé de un salto en la cama. La silueta de mi madre con los brazos en jarras se recortó en la puerta. Después de echarme una bronca monumental por cómo tenía el cuarto a esas horas, decidió que esa mañana era tan buen momento como cualquier otro para ordenar y ponerme con el cambio de armario. Era inútil protestar. Ella tenía toda la razón: mi habitación era un auténtico desastre.

Llevaba un rato enfrascada en la pesada tarea cuando los inconfundibles ladridos de mi perro revelaron que teníamos visita. 

—Mira quién ha venido, ¡mi nieto preferido! —Mi madre abrazó al pequeño Jorge.

—Claro, abuela, ¡soy el único! —dijo él con soltura mientras ella lo aupaba.

—¡Qué guapa estás con ese nuevo look! —exclamé al ver a mi cuñada, Yolanda.

—¿Te gusta? —Sacudió su media melena color caoba con fuerza.

—¡Me encanta!

Mi hermano, Jorge, como de costumbre, me saludó con un beso en la mejilla, mientras Atila y el pequeño diablillo de mi sobrino saltaban como locos entre nosotros.

—Os quedáis a comer, ¿verdad? —ofreció mi madre.

—Sí, claro, pero mete esto en la nevera. —Mi hermano le pasó un par de botellas de cava.

Había algo que celebrar y no se trataba de un cumpleaños. Primero supuse que mi hermano había conseguido un ascenso en la gestoría donde trabajaba. Yolanda se quejaba a menudo de la cantidad de horas que pasaba en la oficina, sobre todo cuando llegaba la época de hacer la declaración de la renta e incluso los fines de semana cuando el trabajo apremiaba, y esperaba que obtuviese un puesto en otra empresa con unos horarios más flexibles. Pero entonces reparé en la sonrisa de mi cuñada. 

Mientras pasaban al salón, yo me retiré para terminar lo que estaba haciendo, pero unos minutos después, Yolanda se acercó a mi cuarto.

—Bueno, me has pillado con el cambio de armario —me disculpé señalando toda la ropa que había esparcida por encima de mi cama.

Se echó a reír. Aquello era precisamente lo que me encantaba de ella: su risa, tan auténtica y espontánea que lograba contagiarte.

—¿Te ayudo? Yo también odio hacer esto y siempre encuentro alguna prenda que me parece mentira que haya comprado, ¿no te pasa?

—¡Sí! ¡Cierto! —exclamé entre risas.

Levantó una camiseta de manga corta, una de mis preferidas.

—Este color te tiene que quedar genial, Sara. —La acercó hacia mi cuerpo para ver el efecto—. ¡Me encanta!

—Demasiado ajustada, ¿no crees? —dije haciendo una mueca.

— Tonterías, estás en esa edad en la que nada es demasiado. —Me guiñó el ojo—. ¡Aprovecha! A mí no me cabría ni aun encogiendo tripa, pero seguro que a ti te hace tipazo.

Yolanda formaba parte de la familia desde hacía ocho años y se había convertido en la hermana mayor que nunca tuve. Incluso ahora, cuando mis padres me atosigaban con el tema de la hora o me echaban bronca por algo, ella siempre me defendía. Su presencia me animaba, aunque no la veía todo lo que quería. Jorge, mi hermano, mucho más despegado, podía pasarse días sin llamar ni venir, simplemente por pura dejadez. 

—Puede que me la ponga esta noche.

—¿Sales hoy? —Sus ojos verdes centellearon.

—Sí, he quedado con mis amigos —afirmé con desgana.

—Depende de adónde vayas, te quedaría muy bien con zapatos de tacón y una falda bonita.

—Bah, bah. —Hice un gesto con la mano—. Pensaba ponerme los típicos vaqueros.

—Sara, cambia un poco. Deja que se te vean las piernas alguna vez. —Exageró una mueca.

Seguí colgando la ropa en las perchas mientras Yolanda las repasaba.

—¡Mira este vestido! ¡Póntelo, ya estamos en verano!

—¿Y? ¿Para qué…? —me arrepentí antes siquiera de terminar la frase. 

Yolanda me agarró por los hombros y me giró para observarme de frente.

—¿Cómo que para qué? Sara… —Bajé la vista para eludir su pregunta—…, ¿qué te pasa? ¿Es por algún chico?

Vaya, no podía engañar a mi cuñada. Hacía tan solo un mes, me estaba maquillando, silbando, bailando por casa, cuidando mi apariencia, y ahora… me arrastraba en plan zombi por casa con un pijama de lo más viejo, los ojos hinchados, el pelo más revuelto que de costumbre y sin una pizca de ganas de salir a pasármelo bien.

—No hay ningún chico.

—Porque tú no querrás.

—Pues por eso mismo.

—¿Y ese amigo tuyo, Andrés?

—Tú misma lo has dicho, es solo un amigo. Nada más.

Mi tajante respuesta la dejó sin saber qué decir. Vale, no se merecía que fuese tan arisca. Preguntaba con la mejor intención, pero no podía decirle nada sobre Ángel. Confieso que en ese momento estuve tentada de hacerlo, y estoy segura de que ella jamás hubiera contado nada a nadie, pero mi lealtad hacia ese capullo integral era superior.

—Perdona, no quiero parecer una cotilla, ni nada de eso —se disculpó.

—No, no… —Me detuve con la percha en la mano y la miré—. Eres como mi hermana mayor, y sí…, bueno, tienes razón en algo. Había un chico que me gustaba bastante, pero no se llama Andrés, no lo conoces. El caso es que no salió bien, no llegamos a nada. —Traté de forzar una sonrisa—. Y prefiero no recordarlo, y mucho menos que se enteren mis padres, ya sabes.

—Vaya, cuánto lo siento —contestó con sinceridad mirándome a los ojos. Entonces, con una expresión divertida, añadió de pronto—: ¿Sabes lo que te digo? ¡Precisamente por eso tienes que arreglarte! Si me dejas, después de comer, te peino, te hago la manicura y te maquillo. Ya verás…, te dejaré como nueva.

—Yolanda…

—En serio, Sara, que solo se tienen diecinueve años una vez. Disfrútalo y diviértete, no seas tonta.

En cuanto el torbellino de mi sobrino apareció buscándola, zanjamos la conversación. Terminamos de recoger y pusimos la mesa con las indicaciones de mi madre de sonido de fondo.

Mi padre llegó con puntualidad alemana y, tras los saludos de rigor, nos sentamos a la mesa.

El pequeño Jorge acaparó la atención durante la comida. Nos contó sus cosas e incluso nos cantó una canción a la que había cambiado la letra.

—Sé que no es así, pero me gusta cambiarla, soy «rampero».

Siempre lograba sorprendernos con su desparpajo y, según aseguró después Yolanda, el niño tenía mucha facilidad para inventar y rimar. 

—¡Anda, como mi amigo Andrés! Si me enseñas tus letras, igual le pone música y tu canción triunfa.

Jorge se movió en el asiento, con aire de importancia.

—Este chico nos va a salir poeta —afirmó mi padre mientras terminaba de pelar una manzana.

Mi hermano nos recordó que sacáramos el cava al tiempo que cruzaba una mirada cómplice con mi cuñada. Un minuto después, descorchamos la botella.

—¿Qué celebramos? —preguntó mi padre mientras mi hermano nos llenaba las copas.

—Eso, eso… Me mata la curiosidad —añadí yo.

De nuevo otra miradita y el asentimiento de Yolanda, para que mi hermano lo soltase de una vez. Levantó la copa y todos lo imitamos.

—La gran noticia es que Jorge va a tener un hermanito. —Se volvió hacia mis padres—. ¡Vais a ser abuelos otra vez!

Pegué tal bote en la silla que estuve a punto de regar la mesa con cava. Al instante, todo fue alboroto, jolgorio, risas y abrazos por parte de todos… hasta que mi pequeño sobrino empezó a protestar porque prefería una hermanita.

—Jorge, cariño, aún no se sabe, puede ser niño o niña —le aclaró con dulzura su madre.

—Pues hay que avisarlo ya, antes de que venga, no sea que nos traigan un niño y después no nos lo cambien —aseguró muy serio.

—¡Voy a ser tía otra vez! —exclamé riendo—. Yo también quiero que sea niña, ¿eh?

—Por si acaso, tejeré sus primeros jerséis en blanco o en un tono neutro —añadió mi madre, pletórica de alegría—. Un momento, ¿cuándo nacerá?

—A finales de noviembre —respondió mi cuñada—. Estoy de once semanas.

Volví a rellenar mi copa y mi padre pronunció mi nombre en señal de advertencia.

—Vamos, que no pasa nada, Alonso, dos copitas de cava no le van a sentar mal —dijo Yolanda, y añadió con un tono de voz más suave—: En unos meses cumplirá veinte años.

Agradecí una vez más que mi cuñada estuviese ahí. Aunque, a decir verdad, tras la larga sobremesa, había bebido dos más sin que se dieran cuenta.

Sobre las cinco y media, Jorge júnior se tumbó en el sofá y se quedó dormido, con la cabeza de Atila entre sus pies, mientras Yolanda y yo recogíamos la mesa.

—¿A qué hora has quedado? Necesito una hora y media como mínimo.

Después de preguntarme cuáles eran mis planes y adónde iba, me hizo sacar del armario varias faldas y vestidos.

—Definitivamente, este.

—En serio, Yolanda, que no me apetece nada ir tan puesta…

—Es tu noche, lo presiento. Además, vais a la inauguración de ese sitio… Al Manhattan, ¿no?

Torcí el gesto como si mi saliva se hubiese convertido en limón al escuchar el nombre del distrito en el que Ángel quería vivir, y no sé cómo me recompuse con una sonrisa forzada.

—Brooklyn, no Manhattan —rectifiqué sin poder evitar pensar en el maldito nombre que ya siempre relacionaría con él.

—Bueno, tiene pinta de tener mucho glamour.

—Desde luego, lo ha elegido Bet, con eso te lo digo todo —bromeé.

Yolanda ya estaba al corriente de lo diferente que era nuestra amiga más chic, y por eso se echó a reír animadamente. Siempre le había contado muchas cosas, incluida mi amistad más reciente, con Yue, desde hacía año y pico.

—Aun así, no sé…

—No querrás tener un sobrino con un antojo de flores en alguna parte del cuerpo. —Abrí los ojos y fruncí los labios al imaginarme a un bebé con tatuajes de margaritas—. Así que… andando, te pones el vestido de flores y punto.

Una hora más tarde, apenas me reconocía, el cambio era impresionante. Aunque conservaba mis rizos indomables, sueltos, el maquillaje había hecho milagros.

—Mírate —dijo completamente orgullosa del resultado.

Me di la vuelta y aluciné frente al espejo. La verdad es que tenía razón: el vestido me favorecía bastante y no hay nada como saber sacarse partido.

—Solo te hará falta una chaqueta y la noche será estupenda. —Yolanda separó las perchas para elegir una que combinara a la perfección con mi atuendo.

Me retocó los labios con mi nuevo gloss Beso de fresa justo antes de salir.

—Pásalo genial, ¿vale? 

—Vale. —Cogí el bolso y me dirigí hacia la puerta, pero entonces volví sobre mis pasos y nos dimos un abrazo—. Gracias. Mil gracias. Te quiero.

Capítulo 3


A pesar de que el Brooklyn era un local enorme, esa noche de la inauguración —también porque era viernes— estaba lleno hasta arriba. Las chicas llegamos primero y esperamos en la puerta a los chicos.

Ana y Bet no paraban de decirme lo guapísima que estaba, y eso me hizo sentir más segura y optimista, mucho más que todas esas semanas anteriores en las que me creía un desecho humano.

—Espera a que te vea Andrés.

Y, como si nos hubiese escuchado, justo en ese momento, lo vimos acercarse con Fred y Óscar.

Reconozco que yo también tenía ganas de saber qué opinarían ellos sobre mi nuevo look. Pero antes de nada, Fred y Ana se saludaron con un pico y un arrumaco.

—¡Hostia, Sara! —Andrés se quedó literalmente clavado al verme—. ¡Estás…, estás…!

—Coño, Andrés, ¡suéltalo ya! —lo animó Óscar—. Si no se lo dices tú, se lo digo yo: estás para echarte un polvo…, si no fueses mi amiga.

—¡Pedazo de bestia! —Le propiné un puñetazo en el brazo.

—Vale, vale… —Se mofó divertido mientras se tocaba donde le había pegado—. Lo retiraría solo si no fueses tú. Mi oferta sigue en pie.

Andrés carraspeó sin disimulo.

—A mí me gustáis siempre más al natural, sin tanto potingue —dijo Fred mientras pellizcaba la mejilla de Ana.

—Estás increíble, de verdad, me has dejado sin palabras —reconoció Andrés antes de ajustarse las gafas sobre el puente de la nariz y mirarme de arriba abajo. 

Le di un sonoro beso en la mejilla de los míos, un beso «sacamuelas».

—Eso no es difícil… —le tomó el pelo Ana—. Lo de que Sara te deje sin palabras, digo…

—Bueno, ¿entramos ya? —intervine para que no empezaran a chincharnos, pero también porque me sentía impaciente por descubrir qué tenía ese lugar para congregar a tanta gente.