EL DESPERTAR DE LAS BRUJAS




V.1: mayo de 2019


© Vanessa R. Migliore, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Boiko Olha - Shutterstock


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

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www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-37-8

IBIC: YFH

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.


EL DESPERTAR DE LAS BRUJAS


Vanessa R. Migliore


1




Para todas las que alguna vez habéis abandonado el camino, no estáis solas, seguid.




Sobre la autora

3

Vanessa R. Migliore es una escritora, periodista y ferviente apasionada de los libros. Adora contar historias, viajar a mundos imaginarios, valorar sus lecturas y compartir su pasión por la literatura en redes sociales, donde se la conoce como Iris de Asomo. A día de hoy, sus perfiles de YouTube e Instagram suman más de 40 000 seguidores.

En sus ratos libres, puedes verla disfrutando de la compañía de su querida perrita o disfrazándose de sus personajes literarios favoritos.

El despertar de las brujas


Ha llegado la hora de las brujas



Durante años, las brujas han sido perseguidas en el reino de Edris. Por eso, Erin vive recluida, sometida al poder de su captor, Grillo. Decidida a escapar en busca de su libertad, la joven no duda en aprovechar la oportunidad que se le presenta cuando conoce a Héroe, un misterioso hombre del rey con un terrible pasado.

El destino los llevará hasta Amras, una de las ciudades más peligrosas del reino. Allí, una hermandad de brujas dispuestas a luchar planea alzarse e iniciar una revolución para derrocar al rey, pero la aparición de un nuevo poder amenaza con destruir sus esperanzas para siempre. ¿Conseguirá Erin la libertad que tanto ansía?



Obra ganadora de la tercera edición del Premio Oz de Novela



«Vanessa ha conseguido la combinación perfecta de magia, valores y superación con una historia fantástica que te conquistará.»

reenwood_world, bookstagrammer

CONTENIDOS

Página de créditos

Sinopsis de El despertar de las brujas

Dedicatoria


1. Grillo

2. Héroe

3. Erin

4. Grillo

5. Héroe

6. Erin

7. Grillo

8. Héroe

9. Erin

10. Grillo

11. Héroe

12. Erin

13. Grillo

14. Héroe

15. Erin

16. Héroe

17. Grillo

18. Erin

19. Héroe

20. Erin

21. Héroe

22. Grillo

23. Erin

24. Héroe

25. Erin

26. Héroe

27. Erin

28. Héroe

29. Grillo

30. Erin

31. Héroe

32. Erin

33. Héroe

34. Erin

35. Grillo

36. Héroe

37. Erin

38. Héroe

39. Erin

40. Héroe

41. Grillo

42. Erin

43. Héroe

44. Erin

45. Héroe

46. Erin

47. Héroe

48. Erin

49. Héroe

50. Erin

51. Héroe

52. Erin

53. Héroe

54. Erin

55. Héroe

56. Erin

57. Héroe

58. Erin

59. Héroe

60. Grillo

61. Erin

62. Héroe

63. Erin

64. Héroe

65. Erin

66. Héroe

67. Erin

68. Héroe

69. Erin

70. Héroe

71. Erin

72. Rosya

73. Héroe

74. Erin

Epílogo


Agradecimientos

Sobre la autora

Agradecimientos


Creo que el hecho de escribir esta parte del libro significa que todo esto es real. Sin embargo, no siento que este sea el final, creo que es el comienzo de un nuevo reto, de nuevos sueños que quiero alcanzar.

Escribir con un trastorno de ansiedad es uno de los retos más grandes de mi vida. Cada mañana libras una nueva batalla contigo misma y no siempre resultarás ganadora. Luchar con sombras, miedos e inseguridades es un reto para el que nadie te prepara. He querido poner en esta historia algo de mí, algo pequeñito que pudiese dejar entre estas líneas que me han cambiado la vida. Cuando Erin sufre por no poder usar su magia y se autolesiona, he querido plasmar parte de la angustia que me ha supuesto no poder dar lo mejor de mí.

Si alguna vez sientes que estás perdida, que no te reconoces; no dudes en buscar ayuda. Aunque creas que no hay personas que están dispuestas a ayudarte y echarte una mano. Siempre hay alternativa, podrás salir de esto.

Yo he tenido suerte y por eso quiero agradecer a la persona que me ha ayudado a sobrellevar los días malos en los que salir de la cama era una odisea. A Tomás, porque este libro le pertenece tanto como a mí. Por las noches de aliento, por ser esa roca que siempre me salva. Gracias por la paciencia y por el ánimo y sobre todo por acompañarme en este proceso. Creo que ha sido la primera persona en conocer a Erin y Rosya.

A mi abuela Vity, por cada palabra de aliento y, sobre todo, por demostrarme que puedo ser tan valiente como ella. A mi madre, por todas las veces que me ha repetido que soy una escritora cuando ni yo misma estaba convencida.

Por supuesto, no puedo olvidarme de Lidia y Raquel. Por regalarme la oportunidad de llamarlas amigas y ser el mejor team escritoril de este universo. Han sido luz en todo este proceso y me siento profundamente agradecida de forjar una amistad con dos personas tan talentosas.

A mis lectores cero: Inés, tan dulce y mágica como solo ella puede serlo. A Fran, por querer descubrir esta historia. A Karla, por querer leer todo lo que escribo y ofrecerme su sinceridad siempre. A María, por ser una amiga incondicional.

Quiero agradecer a Oz Editorial por confiar en este proyecto y darme la oportunidad de llegar a más personas y de que otros conozcan a estos personajes. Gracias por cuidar esta historia y darle el hogar que merece.

Y a ti. Por leerme, por seguirme, por ver mis vídeos y fotos. Eres parte de todo este libro, del proceso. Ahora esta historia te pertenece tanto como a mí y solo puedo darte las gracias por estar siempre ahí. Gracias.

1. Grillo


La misma pesadilla cada mañana. Al abrir los ojos, los fantasmas lo abandonaron y Grillo logró tenderse tranquilo al percatarse de que tan solo era producto de su imaginación. Allí solo había una cama y una ventana; un techo de madera demasiado bajo y dos viejas lamparitas apagadas. No se oía nada, ni había señales de antiguas maldiciones, guerras u otros horrores que lo acosaran.

Mystra solía ser benevolente. Al menos, de todos los dioses, era la única que parecía escuchar sus plegarias.

Suspiró y se pasó una mano por el rostro para limpiarse el sudor. A pesar de haber dormido toda la noche, no tenía la sensación de haber descansado. Decidió que no valía de mucho lamentarse por sus desgracias, se levantó de la cama sintiendo los músculos engarrotados y la cabeza pesada, cerró con fuerza los párpados y se masajeó el puente de la nariz antes de correr la cortina. La luz se filtró a través de los cristales, y admiró las colinas que rodeaban el valle. La nieve empezaba a derretirse, por lo que pronto los días serían más largos y su vida sería más productiva. 

Silbando entre dientes, se calzó las botas y caminó hasta la pequeña ventana. Se miró en el espejo y en su rostro verde apareció algo similar a una sonrisa. De inmediato, la hizo desaparecer; no era alguien que pudiera permitirse sonreír. No. Debía centrarse en lo que realmente importaba. El deber lo llamaba y tenía que convencer a Erin de que no lo acompañara al pueblo. Como cada día, sería una discusión interesante. 

Contempló el reloj de la pared y dio un salto al ver que se le había pasado la hora; tendría menos tiempo del habitual. Desterró la pereza de su cuerpo y se vistió con una camisa color crema. El dolor lo sacudió como un viejo conocido al que saludaba cada mañana. Sus piernas, demasiado cortas, acarreaban los dolores de un crudo invierno, eso por no mencionar la cadera rota que le arrancaba lágrimas con cada movimiento brusco que hacía.

Dejó que sus pensamientos fluyeran y terminó de vestirse en absoluto silencio.

Agradeció volver a la rutina en cuanto bajó a las cocinas. Un plato de gachas calientes y una taza de té negro lo esperaban sobre la mesa. Miró la comida y su estómago gruñó. No puso ningún reparo al dar el primer bocado. Agradeció a Mystra en silencio. Erin era una bendición en su vida. 

Adoraba las gachas, no necesitaba hacer un uso excesivo de los dientes y le calentaban las tripas en los días helados. Se relamió los labios secos y cogió la cuchara. La comida seguía caliente cuando Erin entró en la cocina cargando una cesta de huevos y un poco de leña. La vio caminar hasta la barra junto a la ventana y le dedicó un gesto con la mano antes de acercarse. Llevaba una falda negra y el abrigo azul que le había regalado en su último cumpleaños. 

—¿Vamos al pueblo esta tarde? —quiso saber la chica.

Grillo dudó, se frotó las manos contra el pantalón buscando alguna sutil negativa que no fuese a enfadarla. Ella pareció percibir sus dudas y se cruzó de brazos, interrogándolo con la mirada. Entonces, él asintió sin decir nada. Aquello formaba parte de un pacto silencioso que ambos mantenían y, aunque estaban poco acostumbrados a las multitudes, el pueblo era el único lugar que se permitían visitar, en parte porque necesitaban suministros y, además, porque así podían dar buen uso a su trabajada economía. 

La mañana fue tranquila. A medida que pasaban las horas, el nerviosismo de Grillo aumentaba ante la angustia de visitar el pueblo.

—¿Vamos? —preguntó Erin, ya preparada en el umbral.

Él asintió, resignado.

Empezó a llover justo después de echarse la capa sobre los hombros. Vio a Erin moverse de una sala a otra metiendo frascos en el gran maletín que había dejado sobre la mesa. Ella frunció levemente el ceño, y él asintió para dar su aprobación. Aquello debía de ser más que suficiente para reunir unas cuantas monedas. Cerró el maletín y esperó a que ella terminara de ajustarse las botas y se cubriera el cuello con la bufanda.

Las tardes grises atraían los temores de una guerra fría, y ellos, en su viejo campanario, trataban de huir de esos miedos que acosaban las vastas tierras de su pobre reino. En Vado tenían suerte, los soldados de a pie solo frecuentaban el pueblo durante alguna búsqueda especial o cacería furtiva, pues consideraban que estaba maldito.

Erin estiró los dedos canalizando la energía, y Grillo sintió cómo la temperatura de su cuerpo aumentaba ligeramente. Era su especialidad.

—No hagas eso —le pidió con los labios apretados.

Ella dejó caer las manos y se las metió en los bolsillos del abrigo. 

—Lo siento —admitió y se dirigió fuera del campanario.

Grillo asintió y cerró la puerta, indicándole con un gesto de cabeza que se adelantara. 

El camino estaba prácticamente desolado y el cielo despejado. En los minutos que tardaron en rodear el campanario y alcanzar la carretera oeste no encontraron a nadie. Transitaron por una calle adoquinada rodeada por los áridos bosques de Vado y giraron antes de llegar a la Cantina de los Muertos para adentrarse en el camino principal. Grillo contempló el enorme arco de piedra gris que hacía las veces de entrada a Vado. El olor a humo le inundó la nariz, el aire estaba lleno de hollín y cenizas provenientes de las dos fábricas que había en el pueblo.

En Vado había todo tipo de ratas. Asesinos, ladrones y prófugos eran los que daban vida a ese sitio de mala muerte, olvidado por la justicia.

—Voy a ver a Aku —anunció Erin poco antes de perderse entre el gentío.

La vio alejarse entre la multitud y, de inmediato, le abordaron los remordimientos, y se mordió las uñas como si eso fuera a tranquilizarlo. Sabía que si en existía alguien el mundo capaz de lidiar y negociar con Aku, era Erin. 

«Habrá tiempo para vengarnos de ese cabrón», pensó Grillo sin dejarse llevar por el odio ciego que sentía ante esos traficantes tacaños. 

Grillo apoyó la espalda contra la pared de la taberna y escrutó el pueblo. El cielo azul besaba las dos torres picudas que se levantaban sobre la plaza del mercado, cerca del palacio central, donde los vehículos iban y venían cobrando vida propia. Alrededor había una serie de edificios pequeños, un par de calles largas y unos cuantos callejones que discurrían a lo ancho del pueblo. Nada de la grandiosa infraestructura que se suponía que debía tener Vado, desde luego. Con la crisis de la caza de brujas, las construcciones quedaron a medias, y muchos pueblos se detuvieron en su progreso para aportar grandes sumas de dinero destinadas a cubrir las obsesiones del rey. Vado era solo una más de esas ciudades prometidas. Sus habitantes se quedaron a la espera de respuestas, y muchos ladrones vislumbraron la oportunidad de convertirlo en su refugio, pues estaba alejado de las consignas reales y la ley.

—¡Grillo! —saludó un hombre calvo, de mejillas flácidas y barba gris que iba camino a la plaza—. ¡Qué gusto verte tan temprano! Últimamente madrugas mucho.

Grillo sonrió con asco, no podía evitar que sus ojos destilaran odio ante el simple contacto con esos delincuentes. Le dio la mano y el hombre se la apretó con entusiasmo. 

—¿Quieres tomar algo? Lo digo porque he visto a tu pequeña de camino al mercado y asumo que tardará un poco.

—Tengo cosas que hacer. Lo siento, Tod, otro día será.

Convencido de su victoria, se dio media vuelta esperando desaparecer de su vista. 

—¿Sabes que han venido soldados?

La voz de Tod lo tomó por sorpresa, no por su rigidez, sino por lo que significaba. Se giró y lo miró con preocupación. Tenía el ceño fruncido y la boca apretada.

—¿Cuándo? —preguntó con la voz temblorosa—, ¿cuántos son?

—Un par de ellos. Era una misión rutinaria, están buscando a esas malditas brujas —respondió Tod mientras sacaba una pipa del bolsillo—. Como si quedase alguna viva. Me gustaría saber qué esperan encontrar realmente.

Grillo contuvo un escalofrío y asintió en silencio. Sin despedirse, echó a andar lo más rápido que sus piernas le permitían, con la espalda encorvada y los ojos fijos en el suelo. Esquivó a un par de personas y continuó su marcha sin dejar de echar vistazos por las esquinas, necesitaba cualquier pista que le indicara dónde estaban los soldados. 

Hacía casi dos meses que ningún soldado pasaba por Vado. Esperaban que el rey se hubiese olvidado de su existencia. Pero este resultaba ser muy codicioso y se enfrascaba en una guerra ciega de la que nadie regresaba con vida, y las tierras olvidadas no eran la excepción. 

Llegó a creer que Tod mentía, hasta que los vio. 

No necesitaba grandes indicios para reconocer a los hombres que venían a investigar el pueblo. Dos de ellos, muy altos y fuertes, lucían armaduras pulidas con el emblema del reino como una insignia solemne que les garantizaba el respeto de aquellos con los que se cruzaban. Estaban en la puerta de una de las tabernas más visitadas de Vado, apoyados contra la pared de madera.

Se detuvo a observar el porte distinguido que derrochaban, esperando que Erin hubiese intuido lo que se avecinaba y decidiera regresar al campanario. ¿A quién quería engañar? Dudaba que alguien le hubiese dicho algo. 

Los soldados se movieron, y él, impulsado por la preocupación, se puso en marcha. Caminó arrastrando la pierna, que comenzaba a dolerle horrores; se mordió la lengua, y se mantuvo a una distancia prudente de los soldados. Caminaban con confianza hablando y riendo, pero sin mencionar nada que resultara sospechoso. 

El más alto se detuvo y se acercó a un par de hombres que vendían pescado en uno de los puestos de la plaza. Grillo se detuvo lo suficientemente cerca como para escuchar de qué hablaban.

—¿Habéis visto algo digno de mención? —preguntó el soldado.

El anciano se encogió de hombros y se limpió las manos en el delantal.

—Nada. Este lugar parece olvidado de la faz de la tierra, quiero decir, solo hay escoria, y de eso ya tenemos suficiente como para llevarle más al rey.

El pescadero arrancó unas tripas y las lanzó a un cubo de basura sin dejar de mirarle.

—Algo habrá que llevar —insistió el otro soldado—, sabemos cómo están las cosas y llegar con las manos vacías no nos deparará nada bueno.

Los otros dos se encogieron de hombros, el pescadero tragó saliva y los vio alejarse.

Buscaban algo y no se marcharían hasta encontrarlo. 

El miedo se apoderó de él. La simple idea de perder a Erin lo hacía volverse loco. 

No. Nadie se la quitaría, le pertenecía. Nadie volvería a dejarlo a merced de la soledad, antes tendrían que matarlo.

2. Héroe


El pueblo olía a estiércol y suciedad. Arrugó la nariz y se limpió el sudor de la frente con la manga de la camisa. No podía creer que estuviera ahí. Llevaba casi dos semanas escondido en misión de vigilancia y fue esa mañana cuando se atrevió a ponerse el uniforme del que tantos rehuían. Se ajustó el chaleco rojo sobre el pecho y se acomodó la insignia de lord donde todos pudiesen admirarla. 

Las calles estaban repletas de gente. En el fondo, Héroe los envidiaba. Al menos ellos podían seguir adelante y mantenerse ocupados, no pensar en nada. Él no. Continuaba con una búsqueda absurda en la que sus manos ocultaban el arma que lo convertía en verdugo. 

Suspiró y dobló la esquina; iría a la pastelería Dovre, un lugar bonito y limpio frente a la catedral de la plaza, donde preparaban unos bollos de azúcar y manzana que eran lo único capaz de iluminar aquel día gris en el que, finalmente, se atrevería a afirmar que era un hombre de la ley.

—Milord —dijo el mozo de cuadras que le había aconsejado subir al suburbano para moverse por el pueblo—. ¿Necesitáis que os sirvan el desayuno en la terraza?

Héroe negó con la cabeza.

—Hoy voy a pasear y comeré fuera.

El chico asintió mirando su uniforme con curiosidad.

—Y si la chica aparece… —reflexionó el joven sin atreverse a mirarle a los ojos.

—No creo que venga esta tarde. En cualquier caso puede dejarme un mensaje —respondió y se alejó de la posada sin volver a mirarle. 

No, ella no volvería a verlo, de eso estaba convencido. Recordó esos labios rojos y cómo lo rechazó tras un simple beso. No es que fuese muy diestro con las relaciones, pero, por su experiencia, las mujeres solían tardar un poco más en mandarlo a paseo. 

Suspiró, ignorando la sensación fría que se extendía por sus tripas, y levantó el mentón, sacando orgullo de donde no lo tenía. De todas formas, aquello no tenía futuro; en cuanto descubriera que pertenecía al ejército, se alejaría sin dudarlo; era lo que siempre ocurría.

Decidió que no tomaría el suburbano, en el pequeño vehículo solo cabían unas siete personas, y no le apetecía ir con el hombro de un desconocido contra el pecho. Iría a pie; la pastelería estaba cerca y no tardaría ni cinco minutos en llegar. 

El suburbano recorría el pueblo de norte a sur y hacía varias paradas a lo largo de la calle principal. Resultaba útil en ocasiones que no incluyeran llevar el uniforme de soldado.

Apretó los dientes y caminó por una de las calles menos concurridas. Había pozos de agua estancada y los edificios estaban ennegrecidos por el humo. 

Descendió por las escaleras que daban al mercado y rodeó los puestos principales que se abrían paso junto a la fuente; avanzó, y su pierna izquierda se hundió en el fango hasta la rodilla; maldijo por lo bajo mientras se apresuraba a quitarse la bota para sacudirla y quitarle el barro, que casi le había ensuciado el uniforme. 

Bufó intentando esquivar las miradas hoscas que le dedicaban las mujeres a su alrededor. 

Cada segundo que pasaba en el pueblo le hacía sentirse más estúpido y desilusionado. Brujas, hechiceras o lo que fuera. ¿Qué le importaba? Había tardado tanto en ganarse una posición importante que casi había olvidado lo difícil que resultaba mantenerla. A decir verdad, lo único bueno que tenía ser un lord era poder mantener sus tierras y a las personas que trabajaban en ellas.

Siguió caminando y, cuando estaba a punto de entrar en la pastelería, Erik le sonrió desde el otro lado de la calle. Llevaba el uniforme limpio y el cabello largo peinado hacia atrás. Le hizo un gesto con la mano para que lo esperara y se apresuró a acompañarlo. Parecía casi tan cansado como él.

—¿Qué tal va todo, Grim? —preguntó.

Héroe apretó los dientes. Erik y él no tenían la confianza suficiente como para que lo llamara por su nombre de pila, Grim, pero le agradecía el gesto. Le hacía sentirse más persona y menos leyenda. Héroe era el apodo que lo convirtió en lord: era un héroe de guerra, un soldado ejemplar que había acabado con cientos de vidas que lo perseguían en sus pesadillas.

—He estado investigando en el barrio de los artesanos —mintió—, pero no hay rastro de atlius, ni nada sospechoso.

Héroe vaciló un instante sin saber muy bien qué responder. Una parte de él había renunciado a encontrar algo interesante en Vado, quizá por eso no se tomaba demasiado en serio lo de patrullar. Se preguntó qué pensaría Erik cuando le dijera que en lugar de vigilar la plaza, había bajado a comerse unos bollos.

—Por allí —señaló Erik— he descubierto que hay dos comerciantes que trafican con atlius, pero uno de ellos ha cogido la peste y no ha venido al mercado.

Suspiró y asintió. No le resultaba agradable dirigir esa misión; no le gustaba haber pasado de ser un héroe a perseguidor de brujas para el rey. Ese viejo degenerado tenía un pie en la tumba y parecía estar volviéndose loco. Se había preguntado «¿por qué un guerrero sangriento emprendía una misión de búsqueda?». Había muchos hombres mejor preparados que él dispuestos a llevar a cabo dicha cacería. Además, el atlius no debía ser su responsabilidad, era una droga que cada vez ganaba mayor popularidad en Edris y que decían que podía llevar hasta las brujas.

Apretó los dientes y vio a Erik señalar el edificio de ladrillos rojos, en el que tenían un par de habitaciones para descansar. Deem, su compañero, todavía estaría durmiendo. 

—¿Crees que encontremos algo aquí? —preguntó Erik—. No es que considere esta misión una pérdida de tiempo, solo que me gustaría ir a un lugar tranquilo y echarme una siestecita. 

Héroe no pasó por alto su mirada abatida. 

—Más vale que sí, de lo contrario tu siestecita se demorará lo suficiente como para pasarte la vida entera en este pueblucho.

Erik asintió. 

—¿Vas a la Dovre? —preguntó el chico sin dejar de mirar hacia la avenida principal.

Héroe se giró con el ceño fruncido.

—¿Qué te hace pensarlo?

—Bueno, durante las dos últimas semanas te has atiborrado de bollos allí cada vez que estabas decaído —respondió, girándose con una sonrisa traviesa en los labios—. Y tampoco has pedido el desayuno en la posada, así que asumo que vas…

—De acuerdo —Héroe interrumpió su discurso, y Erik soltó una carcajada—. Iba a ir porque me has sacado de quicio y empieza a dolerme la cabeza solo con escucharte. 

Erik se acomodó el cuello de la camisa azul y entornó los ojos antes de responder con aire triunfal:

—Le veré en la cena, milord. —Hizo un saludo militar sin poder contener una sonrisa—. Que tengáis suerte.

Erik fingió una reverencia y se dio media vuelta para desaparecer entre la multitud. 

Héroe sacudió la cabeza y de muy mala gana renunció a la dosis de azúcar que su estómago le reclamaba. Se encaminó hasta la catedral, que se encontraba en el medio de la plaza; era enorme, y tenía dos torreones circulares a cada lado. En lo alto, se distinguían dos estatuas y tres gárgolas de piedra gris posadas sobre el muro vigilando el lugar sagrado, y la torre de Mystra estaba custodiada por otras tres gárgolas que enseñaban los dientes en señal de amenaza. 

Las ignoró y se quedó allí, maldiciendo en voz baja por la poca suerte que tenía. Apoyó la espalda en la pared y se miró la punta de los dedos de la mano. Desde donde estaba obtenía una amplia visión de casi toda la plaza: podía ver el mercado y la taberna en la que se hospedaban. Irónicamente, le resultaba difícil vigilar con el estómago vacío. No podía estar alerta si las tripas continuaban rugiéndole de esa manera. 

Por el rabillo del ojo detectó un movimiento y, casi con fastidio, comprobó que Erik le hacía un gesto para indicarle que podía seguir hasta los comercios. 

Caminó hasta el mercado por una de las calles laterales. Notaba las miradas reacias de los que no se molestaban en disimular. Al menos, allí había menos gente, lo que significaba menos personas atentas a su uniforme. No tardó demasiado en llegar al extremo sur del pueblo. El mercado estaba situado en una pequeña rotonda rodeada por adoquines y con una fuente en el medio. Había carretas y máquinas de metal que se abrían paso llevando las mercancías a las tiendas. Esquivó uno de los coches de metal y se quedó anclado a la tierra para ceder el paso a un hombre que llevaba un par de sacos de café al hombro. Este maldijo cuando vio el uniforme y continuó su camino por el callejón. Héroe se acomodó la chaqueta y observó el mercado antes de aventurarse a entrar; había un centenar de establecimientos que se organizaban en hileras cortas, y del techo alto colgaban dos claraboyas gigantes que derramaban una luz clara y cristalina sobre las paredes grises de piedra. Avanzó casi a trompicones, esforzándose por abrirse paso entre la marea de personas que no reparaban demasiado en él, pegó los brazos a su cuerpo y caminó intentando no tocar a nadie. Le disgustaban el contacto excesivo, los olores y los gritos. 

Se llevó una mano al rostro y se tapó la nariz. El pasillo olía a basura, a ácido y a quemado. El recinto comercial parecía próspero a simple vista, pero de cerca no era más que mucho bullicio y desorden. El lugar estaba atiborrado de gente que se abría paso a empujones. Algunas personas se encogían en cuanto lo veían, otros bajaban la vista y murmuraban algo antes de cambiar de dirección. 

Se hizo a un lado y dejó pasar a un hombre mayor y calvo que iba dando golpes con un bastón. Tras él corría una jovencita que llevaba el bajo de la túnica manchado; se hizo a un lado y casi se cayó al ver el uniforme. Héroe los observó alejarse y estuvo tentado de maldecir el momento en el que decidió buscar por allí; era como buscar una aguja en un pajar. 

No se había adentrado demasiado cuando apareció alguien a quien reconocería en cualquier parte: era ella. Iba enfundada en un abrigo de lana gris y llevaba un maletín entre los brazos. A pesar de su corta estatura y de la ropa rancia y vieja, los rizos naranjas la delataban. La vio girar a la izquierda y tuvo que apresurarse para no perderla de vista. Contuvo el aliento y caminó a paso lento, alejándose de la agitada multitud. 

La chica cruzó dos veces más a la izquierda, y él estuvo a punto de estamparse contra un hombrecillo muy delgado que caminaba renqueando con una bolsa enorme sobre el hombro.

—Perdón, milord —se disculpó. 

Héroe inclinó la cabeza y vio que el hombre se ruborizaba cuando continuó avanzando sin añadir nada. La chica caminaba con la frente alta saludando a algunos de los comerciantes. La vio contonearse, y su corazón dio un salto involuntario que le hizo sentirse estúpido. Estuvo a punto de soltar un chillido cuando la joven se detuvo y miró por encima de su hombro antes de entrar en un pequeño cubículo. Corrió una cortina oscura y su melena rojiza se perdió en el interior.

No tenía nada que ver con la nave principal. El pasillo estaba parcialmente iluminado por dos faroles que colgaban de las paredes grises, y el suelo estaba cubierto por una alfombra rota. Además, casi todos los puestos estaban cerrados. 

Héroe cruzó la distancia que lo separaba del puesto en el que había perdido a la chica y escuchó voces al otro lado. Durante unos segundos se debatió entre si debía entrar o no. Tomó aire y reunió el valor suficiente para hacerlo. Antes de que sus dedos apartaran la delgada cortinilla, un hombre de casi dos metros de altura y rostro redondo salió a su encuentro.

—¡Bienvenido, estimado comandante! —le saludó con una sonrisa que se movía bajo un bigote blanco—. ¿En qué puedo ayudarrle? ¿Busca alguna planta medicinal, incienso o cualquierr otra cosa…?

Arrastraba las frases en el aire de una manera que resultaba casi persuasiva. Héroe escupió en el suelo maldiciendo su mala suerte.

—Solo quería echar un vistazo…

Notó que las palabras le temblaban en la garganta de manera extraña. 

—Oh, muy bien. Solo una cosa, para echarr un vistazo debe tenerr claro qué está buscando, de lo contrrario no podré ayudarrle.

El hombre tenía una expresión afable que contrastaba con su apariencia dura. Héroe farfulló una frase incompleta y bajó la mirada mientras se le formaba un nudo en el estómago. Se encogió de hombros, dándose por vencido, y giró sobre sus talones sin añadir nada más. Sentía los ojos del hombre clavados en su nuca. El vello se le erizó, pero no se atrevió a volver la vista, había algo en ese lugar que le resultaba escalofriante. 

Regresó a la posada, cansado. Se liberó del abrigo y de las botas, sin poder deshacerse de la sensación de vacío que le pesaba en el pecho. La vida de un lord no era complicada, excepto cuando te expulsaban de palacio para abandonarte en aguas peligrosas.

3. Erin


—Te he dicho mil veces que no —protestó Aku con fastidio—. Tú lo que quieres es que estos tipos me arruinen el negocio. De verdad que estoy convencido de que te seguía el rastro.

Ella puso los ojos en blanco y volvió a tenderle el maletín. Se mordió el interior de la mejilla y mantuvo el mentón relajado. Si quería que confiara en ella, debía transmitirle seguridad y, tal vez, hacer uso de su energía para estar en una posición más favorable. Aku podría negarse, pero ella sabía que, tarde o temprano, acabaría por aceptar. El hombre se movió hasta uno de los muebles y buscó su pipa. Ella lo observó sin decir nada y apoyó los codos sobre el mostrador.

—¿Quieres un té? —preguntó el vendedor, mientras dejaba las cosas sobre la mesa.

Ella negó con la cabeza y él se volvió hacia la estufa para poner la tetera al fuego. Lo vio masajearse las sienes con un gesto cansado.

—¿Te duele? —preguntó ella, entreviendo una escasa posibilidad—. Podría ayudarte, es decir, el atlius

—No, yo no consumo esas porquerías. —Aku la cortó en seco—. Lo siento, ya sabes que me gustan las cosas claras. Que venda atlius no significa que lo consuma. Tengo serias dudas sobre lo adictivo que puede resultar y lo único que me interesa es el dinero.

Erin asintió, molesta. Él sacó la tetera y echó dos bolsitas de té verde con canela y menta. Esperó un par de minutos antes de servirse en una pequeña taza y volvió a la mesa para sentarse a su lado. Era una estancia pequeña, que contaba con una mesa, dos sillas y un par de muebles apostados contra la ventanilla, una alfombra peluda traída de las tierras libres y una cocinita diminuta.

—Erin, querida, debemos actuar con prudencia. No puedo enviar ningún cargamento con esos soldados husmeando por aquí. Ante todo, esperemos a que se amansen las aguas. Bien sabes que tus servicios me resultan necesarios, pero en esta ocasión, debo declinar tu oferta.

Ella tamborileó los dedos en la superficie de madera.

—Yo que te hacía inteligente —bufó ella fingiendo aburrirse—. Grillo tiene razón, en este maldito pueblo nadie sabe apreciar las buenas cosas.

Tomó el maletín con una mano y estiró la espalda. Aku asintió por encima de su taza, y ella se levantó de su asiento, resignada.

—Habrá muchos más interesados en la frontera.

No había dado dos pasos cuando Aku se aproximó para impedirle la salida. Erin reprimió una sonrisa y se limitó a asentir levemente mientras él le rodeaba los hombros con un brazo y la conducía de nuevo hacia su silla. Sabía que no la dejaría marchar. Le proporcionaba un tesoro que podría vender a precios muy altos.

Aku le rodeó la muñeca derecha con los dedos cuando volvió a sentarse. Sus ojos parecían dos pozos insondables sitiados por nuevas arrugas, que le conferían un aspecto más cansado. El hombre asintió y señaló el maletín con el mentón al tiempo que se rascaba la barba; una sonrisa asomaba por las comisuras de sus labios, y Erin finalmente accedió a sacar algunas de las botellitas que llevaba. Estaban organizadas meticulosamente dentro del maletín en orden alfabético. Primero los fuegos fatuos, el líquido rojo flotaba dentro del cristal y Aku lo tomó con sus dedos callosos. Los fuegos fatuos eran una difícil creación que solo una bruja experimentada podía elaborar, tenían tal potencia que podían prender cualquier superficie con el mínimo contacto. 

El hombre admiró el frasquito con un brillo codicioso en los ojos y soltó una exclamación. Luego la miró e instó a sacar el resto de lo que llevaba. 

Sacó tres botellitas más con un líquido negro: negraselva, un brebaje a base de valeriana y otras hierbas aromáticas que se dejaba en reposo durante las noches de luna llena. Solo una buena bruja conocía las cantidades adecuadas y el calor necesario para hervir el agua.

Aku cogió la botellita y miró a través del cristal.

—No sé si voy a necesitar tanto. Las últimas semanas no he conseguido vender mucho del negraselva que me quedaba.

Erin asintió y siguió revolviendo en su maletín. Antes de volver a sacar algo, canalizó su vendaval, el alma de su magia, y lo conectó con la energía que la rodeaba. Cuando esto ocurría, sentía el cuerpo pesado, los dedos rígidos y como si una bola de fuego la quemara desde dentro.

El aire sopló ligeramente, sacudiendo la cortina. Sintió el calor corporal del hombre en sus dedos; el corazón le latía a un ritmo constante, pero muy en el fondo se sentía incómoda. Respiró por la nariz, ignoró el dolor de cabeza y dejó que su vendaval rozara la energía del hombre como una pluma. Casi de inmediato, notó que los hombros de Aku se relajaban. 

—¿Cuánto me has traído esta vez?

Ella sonrió ligeramente y se agachó para rebuscar en su bolsa. Su vendaval era tan ligero que, con un simple toque, podía acceder a las emociones ajenas y construir otras en base a estas como miedo, seguridad o dudas. 

—¿Cómo lo haces? —preguntó cuando dejó diez botellas diminutas sobre la mesa.

Frunció el ceño, y Erin descubrió verdadera curiosidad en sus ojos negros.

—¿El qué? —preguntó con fingida inocencia.

El hombre se acercó hasta el mueble de la esquina, Erin escuchó las monedas tintinear y no pudo ocultar su satisfacción. Apartó la vista y se concentró en el atlius mientras él regresaba con el dinero.

—A veces me pregunto de dónde te habrá sacado ese bastardo de Grillo. 

«De la muerte», habría querido responderle. Él le entregó una bolsa de coronas de oro, y ella empezó a contar, desconfiada.

—Podrías unirte a mi negocio. Ya sabes que necesito gente que sepa buscarse la vida.

Erin sonrió sin dejar de contar las coronas y las anillas. No era la primera vez que se lo ofrecía. Sí, podría unirse a su negocio, prosperar y, con suerte, reunir suficiente dinero como para salir de Vado. Pero más le valía estar con Grillo, no podía alejarse. Al menos conocía sus trucos y, en el fondo, sabía que podía manejarlo o eso deseaba creer. Aku, en cambio, era una caja de sorpresas que no tenía intención de descubrir. Si de algo estaba segura era de que sola no sería capaz de triunfar en ese mundo de hombres. Necesitaba protección para mantener un perfil bajo y no ser acusada de brujería. 

Se aclaró la garganta y le sonrió.

—Estoy contenta. Ni el mejor cargamento de chocolate y té negro podría disuadirme de mi decisión —respondió antes de añadir—: Por ahora, volveré la próxima semana.

Aku la miró con preocupación y dos arrugas profundas se dibujaron en su frente morena. Algo raro en él, puesto que solo tenía ojos para su mercancía. 

—Buena suerte y mantente alejada de los hombres del rey.

Asintió antes de desaparecer. Lo haría. No quería toparse con ninguno de esos cobardes que venían dispuestos a venderle su alma al diablo. Hacía tanto que no pasaban por allí que casi no le sorprendía una visita de rigor en busca de nuevas sospechas.

Vado tenía de todo, aunque algo que no se veía desde hacía años eran brujas. Excepto por ella, pero nadie tenía por qué sospechar que lo era. Hacía años que ocultaba su vendaval, el vínculo sagrado de su magia con la energía de las cosas. A ojos de los habitantes de Vado, Erin era una huérfana con muy mala suerte que se ganaba la vida como intermediaria entre brujas y traficantes. Sabían lo que Grillo quería que supieran para no levantar sospechas, aunque en el pueblo nadie solía preguntar demasiado. Todos tenían algo que esconder y no querían que nadie indagara en sus pasados.

Caminó hasta la entrada del pueblo donde Grillo la esperaba. Nunca cogía el suburbano, aunque pudiera ahorrarle tiempo. Prefería aprovechar las pocas oportunidades que tenía para caminar sin que Grillo la vigilara. La idea de volver al campanario le pesaba, pero no tenía alternativa. Lo único que conocía era su vida con Grillo, y cualquier cosa más allá de los límites de Vado podía resultar peligrosa.

Se acomodó la bufanda y se le formó un nudo en la garganta. Se detuvo y miró la calle medio vacía. Hacía frío y las ventanas estaban cerradas en su mayoría; no alcanzaba a ver nada tras los cristales. El suburbano pasó zumbando por los rieles en medio de la calma que dominaba las calles. Era la hora de la comida y muchos estarían en sus casas o en las posadas engullendo un plato caliente y bebiendo cerveza. Se encogió de hombros y siguió su camino.

Tal vez estaba preocupada por los soldados. Había visto a uno de lejos y sabía que tenía razones de sobra para ser vigilada: era una mujer. Suspiró al pensar en lo injusta que era la situación; cualquier mujer podía ser acusada, pero muy pocas eran realmente brujas. Y todo por culpa de un rey loco. 

Se rumoreaba que Edris estaba en peligro. El rey había enfermado hacía poco y sus dos hijos se disputarían el trono. Eran herederos de dos de los ducados más grandes del reino y, como si eso no bastara, estaban dispuestos a arrancarse los ojos por hacerse con el trono. A nadie le sorprendió la situación, pues era algo que había marcado la historia de Edris desde siempre; cada nuevo rey dejaba un rastro de terror y sangre poco antes de hacerse con la corona. 

La sensación de preocupación no la abandonó hasta que llegó a la cima de la callejuela. Un pequeño muro derruido rodeaba el arco de piedra; a un lado, había un viejo letrero marrón que invitaba a los viajeros a visitar el pueblo, aunque nadie en su sano juicio haría una parada allí. Grillo salió de la nada, y ella estuvo a punto de soltar un grito.

—¿Y bien? —preguntó él con nerviosismo.

Señaló una pequeña bolsita que colgaba de su cinturón, y el hombre suspiró aliviado llevándose las manos al pecho. Grillo tomó la bolsita entre las manos y le dedicó una sonrisa con sus dientes torcidos y amarillos, la guardó en el bolsillo de la chaqueta y se revolvió el pelo antes de dirigir una mirada nerviosa hacia el pueblo.

—Erin, creo que deberíamos esperar a que los soldados se marchen. Hasta entonces no volveremos al pueblo.

—¿Por qué no? —inquirió ella mientras caminaban de regreso al viejo campanario.

Grillo estaba pálido.

—Porque es peligroso. Eres una tentación para cualquiera de ellos. Ya sabes lo que te harían, ya has pasado por ello, y no creo que quieras volver a ser testigo de una masacre.

Ella se mordió el labio sin responder. No, desde luego que no quería ser testigo de ninguna matanza. Después de tantos años, el olor de la sangre y la carne quemada de su familia seguían persiguiéndola.

Anduvieron en silencio bajo el sol. Erin no se atrevía a decir nada, y las monedas que escondía en el bolsillo le suponían una carga tremenda para su conciencia.

—No quiero que te acerques al pueblo —le ordenó él al llegar a casa—. De verdad, Erin, espero que no te atrevas a desafiarme porque no tendré ningún reparo en echarte una cadena al cuello.

Ella no replicó, entró en la cocina sin detenerse y subió las escaleras de caracol hasta el ático. Encendió la lamparita y parpadeó un par de veces en un intento de deshacerse de la rabia que bullía en su pecho. Consiguió reprimir las lágrimas, cerró la puerta a su espalda y se sentó junto a la ventana. Su alcoba no era gran cosa: un espacio semicircular con una cama de paja, una ventana enorme y un arcón en el que guardaba sus cosas. Cuando estaba decaída subía allí, donde Grillo no podía alcanzarla, disfrutaba del silencio y contemplaba los campos y valles que rodeaban Vado. Siempre trataba de convencerse de que tenía que existir algún lugar en el mundo al que ella perteneciese. Una vida lejos de Grillo y lejos del encierro. 

«Pronto», se dijo sintiendo cómo las mentiras inundaban sus pensamientos. Tenía miedo. Sin la protección de un hombre correría riesgos, pero estaba tan cansada de esa vida, que no le importaba. En cuanto reuniera las monedas suficientes, lo abandonaría. Era lo único que conocía desde que era una niña y estaba convencida de que incluso la muerte sería un destino mejor que su situación actual.

Había escuchado leyendas sobre brujas que vivían tranquilamente lejos de las persecuciones y la muerte. Eso era lo que anhelaba. 

Vio el sol desfilando sobre el cielo blanco sin nubes y se levantó. Se movió y buscó debajo de la cama. Sacó una pequeña cajita en la que dejó caer un par de monedas, que había escondido en el bolsillo interno y miró lo poco que tenía allí: algo de dinero, un broche de su abuela y una libreta de cuero. Lo único que tenía en la vida. Cerró la tapa y la volvió a esconder. La llegada de los soldados podría ser una ventaja; si buscaban brujas y estaban dispuestos a encontrarlas, ellos necesitarían otro refugio, y eso significaría una nueva oportunidad para ella.

—¡Erin!

El grito de Grillo la hizo sobresaltarse, y dejó caer la colcha sobre el suelo gris. Grillo volvió a llamarla desde la cocina, y ella se apresuró a bajar. Cuando llegó al último escalón, lo encontró sentado en la mesa con los brazos cruzados y la frente arrugada. Le hizo un gesto con la mano para que lo acompañara, y ella dudó antes de obedecer. 

—Perdona, Erin. No quería ser grosero. Solo te pido que entiendas mi posición. Es difícil protegerte. Te conozco desde que eras solo una niña. Te salvé, y estás en deuda conmigo. Tienes que comprender que todo lo que hago es por tu seguridad.

Ella se mordió el labio, nerviosa. Su vendaval se revolvía furioso en su pecho. Por un momento, sintió unas ganas tremendas de matarlo. Era la única alternativa para escapar de su tortura… pero el miedo la sacudió, recordándole que no era una asesina y que, tal vez, no estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario por ser libre.

—No tienes que hacerlo…

—Es mi deber. Por tu familia y por ti. Yo te cuido, Erin. No tienes ni idea de cómo es el mundo.

Su deber…

Ella se levantó enfadada, odiaba que se refugiara en un deber que solo él consideraba como tal. Sabía que era un truco para conmoverla, pero no se atrevió a decir nada. Era muy valiente para desenvolverse en el mercado y una cobarde para hacer frente a su captor.

—No me mires así. Sabes que te quiero. Hago esto por tu seguridad.

Al no recibir respuesta, abandonó la habitación y la dejó sola.

Estaba harta de ser la prisionera de alguien que decía quererla. Nadie debía privar a otros de su libertad y de ser ellos mismos. Estaba dispuesta a liberarse de sus cadenas y a luchar por ser libre. Quería escapar de los muros que la rodeaban y del miedo que la anclaba a permanecer junto a él. 

4. Grillo


Erin no bajó a cenar, y él no le pidió que lo hiciera. Había tomado la decisión de acabar con eso. Estaba cansado de intentar llevar una vida normal a expensas de ese pueblo maldito.

Iba a retener a Erin por la fuerza. Empezaría por hacer desaparecer cualquier amenaza que pudiese disuadirla de dejarlo. Conocía la soledad y no estaba dispuesto a volver a ella. 

Necesitaba alejar esos pensamientos de su cabeza. Puede que solamente estuviera confusa. Hacía casi un año que no había tenido que recurrir a ningún tipo de castigo. Erin era una fiel seguidora que comprendía su dolor. 

Apuró el vino y se puso en pie, limpiándose el mentón con el dorso de la mano. Le faltaba el aire, por lo que corrió al otro lado de la habitación y abrió la ventana. Sacó la cabeza y respiró el viento frío de la noche. Rápidamente, sintió cómo sus preocupaciones se desvanecían.

Erin era una niñata insensata, le parecía incapaz de apreciar lo que tenía gracias a él. Sería la última vez que cuestionaría sus palabras. 

La próxima vez que se cruzaran con los soldados, él no sentiría miedo. Iba a encargarse personalmente de ajustar cuentas, no solo con ellos, sino también con todos los que habían juzgado su relación con Erin. Porque Grillo era feo y podía ser algo torpe, pero si algo no le faltaba era inteligencia. 

Miró a su alrededor y comprendió que solo tenía una oportunidad para cambiar su destino. Dejó la cocina y corrió al pequeño salón que estaba iluminado por una lamparita verde, se calzó las botas y salió al exterior. 

Grillo se encaminó hacia el pueblo amparado por la niebla de la noche. Al llegar a la entrada de Vado, esquivó el arco de piedra y tomó el camino de tierra que rodeaba los edificios principales. 

Aunque las calles estaban vacías, veía luces y escuchaba ruidos; Vado no descansaba nunca. 

Caminó encorvado con la capucha puesta. Una brisa sopló, y el olor a cerdo asado y cerveza le embriagó los sentidos. Estarían celebrando un banquete en alguna de las posadas; se encogió de hombros y continuó. Que no viera a nadie por la calle no significaba que estuviese solo. Incluso a esas horas los traficantes atendían a clientes desesperados.

Con cuidado de no llamar la atención deslizó una mano en el bolsillo de su chaqueta. El calor de los botecitos le quemó las yemas de los dedos y asintió para sí mismo, ahuyentando las dudas que le rondaban la cabeza.

Los soldados estarían hospedados en la taberna del Tuerto, un local de mala muerte que aseguraba ser el mejor de Vado. Pegó la espalda a la pared cuando una pareja pasó cantando a viva voz y se obligó a caminar con la cabeza gacha bajo la luz mortecina de las farolas para no llamar la atención. 

Esa noche ardería Vado y toda su gente desaparecería de sus vidas.

Sabía exactamente el lugar en el que comenzaría todo. 

La niebla cubría la parte trasera de la posada del Tuerto. Era un edificio de cuatro plantas con la fachada de ladrillo rojo que el humo de las fábricas había teñido de gris, de allí provenían risas y música. 

Grillo rodeó la entrada principal. Vaciló antes de moverse. Las conversaciones despreocupadas eran como un hierro candente sobre su piel. Tensó la mandíbula y se deshizo de la rabia. 

La caballeriza era una cabaña de madera rancia con una verja de metal donde guardaban a los animales. Había un mozo que dormía. Le cubrió la boca con una mano y, con la otra, le clavó el puñal, que llevaba en la chaqueta, en el pecho. Dejó el cuerpo en la entrada y se limpió las manos en el pantalón. El corazón le latía tan deprisa que tuvo que respirar por la nariz un par de veces para poder tranquilizarse. Estiró la pierna mala, esperando a que el calambre pasara, y se masajeó la pantorrilla.

El tiempo le había enseñado a lidiar con el dolor, pero era algo a lo que nunca se había acostumbrado. Las pócimas de Erin, en especial el atlius, resultaban muy útiles para aliviar el malestar y permitirle moverse casi con absoluta normalidad.

Relajó los músculos de la espalda y respiró profundamente. Se puso en pie, con algo de dificultad, y se le nubló la vista por el esfuerzo. Uno de los caballos relinchó pero no se detuvo a tranquilizarlo. Caminó hacia donde estaba el heno y tomó un poco, antes de dirigirse de nuevo a la entrada. Los dedos le temblaron al quitar el corcho de la botella, y admiró el pequeño fuego fatuo que salió de ella. Las llamas consumieron la paja y alcanzaron la madera en menos de un minuto.

El fuego se alzó hasta el cielo, y no tardaron en oírse gritos desesperados, lamentos y llantos.