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Primera parte

Sin tierra a la vista

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Los hechos de la vida, bien que regidos por Nuestro Señor desde los cielos, para nosotros los mortales, que los vemos y padecemos en la Tierra, se asemejan en su desarrollo y concatenación a la tela que fabrican las arañas, con hilos tan leves e invisibles que no se siente su peso ni se sospecha su existencia hasta que estamos presos en ella, sin posibilidad ni manera de escapar. Pareciera, pues, que la suerte de cada cual no se forja golpe a golpe, como consecuencia de los actos y decisiones presentes y pasadas, sino que hilo a hilo es tejida por una caprichosa providencia desde el mismo momento en que nacemos.

Siendo así, para hallar el cabo de la madeja de mi destino habría de remontarme a un día, ya lejano, del año setenta y tantos, cuando el siglo andaba más que maduro.

Fue mi madre Luisa Huillac, hija de una de las damas de compañía de la princesa Cuxirimay y de un soldado de las huestes de Francisco Pizarro, a quien le fue entregada como botín de guerra en reparación, al parecer, por unas joyas de hermosa filigrana y mucha pedrería que mi abuelo había obtenido en el expolio de un palacio, y que el conquistador le requisó para enviarlas como presente personal al emperador don Carlos. Pese al origen tan arbitrario de tal unión y a lo poco que duró, pues mi abuelo casó después con una dama de blanca piel y rancio abolengo, mi madre juntó en su persona todos los dones de ambas razas, nobleza y bondad, encanto, ligereza, valor y resistencia, y una belleza que es difícil encontrar ni en una tierra ni en la otra, por lo que mi padre se enamoró de ella y la mimó y adoró hasta que el buen Dios tuvo a bien llamarla a su lado.

Diego Torres, mi padre, fue de los llegados de Castilla después de la primera conquista, cuando ya estaba hecha la ocupación, como soldado para pacificar el Perú después del alzamiento de Gonzalo Pizarro. Al terminar aquel periodo de guerras civiles y revueltas, mi señor padre dejó la pica y el arcabuz, asentó la cabeza y, aunque nunca tuvo ni recibió encomienda, consiguió licencia para establecer hacienda en el valle de Zaña, donde fundó familia junto a mi madre y salió adelante con ella, pues era hombre esforzado, diligente e ingenioso.

Así pues, si bien legítimo e inscrito como español, soy lo que en estas tierras llaman castizo, o cuarterón, término que anuncia el cuarto de sangre india que corre por mis venas. Lejos de amilanarme, yo siempre me he enorgullecido de mi linaje y jamás he hecho mayor cosa por ocultarlo, pero es bien sabido que en este Nuevo Mundo la mezcla de las sangres, y aun la proporción de dicha mezcla, es estigma que lo persigue a uno desde la cuna hasta la tumba, y, por más que se pretenda ignorar, tiene su inevitable peso, como más adelante se verá, en el devenir de nuestras vidas.

Fue mi infancia más feliz que desdichada, como el rapaz díscolo y asilvestrado que dicen que fui, siempre corriendo por la hacienda, ideando travesuras, escurriéndoles el bulto a las faenas más ingratas y sin más infortunio que la muerte de mi madre cuando apenas contaba los doce años de edad.

Mas cuando llegué a mozo, y siendo yo el último de cinco hijos y sin posibilidad ninguna de heredar, mi padre me dio a elegir entre las dos opciones que a su recto entender más provecho me reportarían: la religión o el estudio, excusando aquella que, por mi edad y carácter, más me atraía, es decir, la carrera de las armas, por ser, según me explicó, en extremo dificultosa e ingrata.

Pese a la contrariedad de tener que renunciar a la gloria de las hazañas militares, que tan extendida estaba entre los jóvenes, sin dudarlo opté por los estudios, pues nunca he sido muy apegado a los asuntos de la Iglesia. Provisto de muchos consejos, de un ramillete de cartas y recomendaciones y de una cantidad justa pero suficiente de dinero para vivir sin estrecheces, pronto marché a la Ciudad de los Reyes, en la que pasé varios años dedicado a ellos, o al menos conviviendo con ellos. Cursé primero las materias fundamentales de gramática, arte, filosofía, teología y latín, y con una parte de suerte, otra de diplomacia y no poca picardía obtuve la carta de bachiller, que era requisito imprescindible para acceder a los estudios de medicina en la Real y Pontificia Universidad de San Marcos de Lima.

Durante tres años asistí, bien que con cierta intermitencia, a las lecciones de las cátedras de Vísperas y de Prima, donde se enseñaban los Tratados Hipocráticos, la Doctrina de Galeno y el Canon de Avicena, conocimientos que, si interesantes y valiosos para un futuro cirujano, resultaban difíciles de conciliar con la vida desordenada de estudiante en la capital del virreinato. Para un joven alocado y ávido de nuevas experiencias como yo, no era fácil sustraerse al ambiente de bribonería, pendencias y burladores que por doquier me rodeaba, ni renunciar a las mujeres de partido que llenaban sus atestadas calles, ni al riesgo y la emoción de conquistar a las damas más recogidas o a doncellas casaderas.

En una ocasión, y a cuenta de un amorío pasajero con una señora de alta cuna aunque liviana condición, vime obligado, por no mancillar su nombre, a huir de noche y cruzar desnudo el río Rímac, hazaña que me valió unas fuertes tercianas que me tuvieron postrado durante dos meses en el interior de la iglesia de la Magdalena, acogido a sagrado, donde los buenos frailes me cuidaron y rescataron de la muerte.

A causa de esa aventura, enterose mi padre de mis descarríos y mala vida y me obligó a dejar la universidad y los excesos de la Ciudad de los Reyes para regresar al valle de Zaña y a la floreciente villa de Santiago de Miraflores.

El único provecho que saqué de aquellos días, y puedo decirlo ahora, con la sabiduría que da el tiempo y la perspectiva que ofrece la distancia, fueron las muchas jornadas de práctica de medicina que, como complemento a las lecciones teóricas, debíamos realizar en el hospital mayor de Santa Ana para naturales, donde visitamos a muchos y muy variados enfermos, aprendimos los síntomas de las dolencias y padecimientos y la aplicación de remedios y específicos.

Mi padre, si bien se enojó y me reprendió con dureza, no tardó en olvidar mis descalabros, me acogió con mucha benevolencia y se dedicó a buscarme una ocupación con la que pudiese tener provecho y ganarme honradamente la vida. Así, gracias a su reputación de hombre juicioso y a sus muchas amistades, consiguiome empleo de escribano con el propietario de un pequeño almacén en Cherrepe, el puerto de la villa, que hacía negocio con el abastecimiento y suministro de mercancías a los navíos que navegaban entre Chile, el Perú y la Nueva España.

Santiago de Miraflores, por su excelente ubicación en medio de las principales vías comerciales del virreinato, de la fertilidad de su tierra y los útiles sistemas de regadío que allí habían construido los indígenas, se estaba convirtiendo en una villa próspera, que atraía a muchos vecinos y hacendados de Truxillo y otras ciudades, como don Bartolomé Montes de Oca, mi patrón, que se dedicaba con mucho éxito al comercio de telas, cerámicas y, sobre todo, de los excelentes cordobanes que producían las numerosas tenerías que se habían establecido en el valle de Zaña.

Tenía mi patrón dos almacenes, uno en el propio puerto de Cherrepe, donde guardaba la mercadería que iba a ser embarcada, y otro dentro de su propiedad en la villa, en el que recibía el género y lo reservaba hasta que se decidía su destino. Y allí era donde yo pasaba la mayor parte del tiempo, dedicado a labores de escribanía. En un rincón bien iluminado que había arreglado como despacho anotaba largas relaciones de mercancías, precios, acarreos, fletes, barcos y nombres. Cuando se acercaba algún navío con el que don Bartolomé tenía contratado un flete, debía viajar al puerto para anotar las cantidades cargadas o descargadas, y supervisar que todo se hiciera según lo acordado. El trabajo me obligaba, por tanto, a recorrer con frecuencia las siete leguas que separaban la villa del puerto, para lo que mi padre habíame regalado un tordillo castrado de pequeña alzada pero andar muy cómodo.

Don Bartolomé, a pesar del gran amor que les profesaba a los doblones amarillos, era persona a la que disgustaban las rencillas que a veces surgían entre los contratistas y se holgaba de mantener buenas relaciones con todos ellos.

Por transigir y perder unos reales hoy solía decirme, ten la seguridad de que mañana ganaré el doble.

Y así se me pasaba el tiempo, entre días ajetreados y otros tan aburridos que, por entretenerme, me dedicaba a escribir cartas de amor a algunas mozas casaderas de la villa, a hacer vanos corrillos con otros jóvenes de mi edad e incluso ayudaba, algunas veces, a los mozos con la carga y descarga de la mercancía.

Poco sospechaba yo que con aquel fastidioso oficio la araña habría de poner un hilo tan sutil como primordial en mi destino, pues me hallaba un día ayudando a los mozos a amontonar unos fardos, cuando un criado me avisó de que don Melchor Navarrete, ricohombre de la villa y propietario del almacén más importante del puerto, preguntaba por su buen amigo Bartolomé. Dejé lo que estaba haciendo y salí afuera para atender al caballero, a quien no vi por parte alguna, pero frente al almacén se hallaba un birlocho tirado por dos caballos y ocupado por una joven algo menor que yo. Al verla quedé mudo de la impresión, pues era mujer de una belleza tan deslumbrante como no la había visto nunca, pese a que sus rasgos proclamaban su origen Navarrete. Mas estaban estos dispuestos con tal primor que, lo que en su padre eran rudeza y vulgaridad, en ella eran delicadeza y perfección.

Observome un instante desde lo alto del carruaje y, al verme sudoroso y tan sucio como cualquiera de los mozos, me tomó por uno de ellos y me ignoró con petulancia. Vestía la damita un brial celeste de rico tejido, demasiado caluroso para el día, y se refrescaba con un abanico de hermoso bordado.

Cuando pude recuperarme de la impresión, me presenté y le indiqué que podría atenderlos mientras esperaban a don Bartolomé, lo que ni pareció interesarle ni modificó su altanería. Sus ojos claros seguían mirándome con insolencia, mas al poco cruzó por su rostro una sonrisa ligerísima que la hizo parecer más hermosa de lo que aún era.

No será necesario, caballerete me respondió, señalando detrás de mí, pues a lo que parece mi señor padre ya ha encontrado a vuestro patrón.

Y, acto seguido, tendió la vista al frente y se olvidó de mi existencia. Don Melchor y don Bartolomé se acercaban en amena parla. El primero, al pasar a mi lado, agachó ligeramente la cabeza en señal de reconocimiento y el segundo me pidió que preparase un recibo para don Melchor y me despidió sin misericordia, pues yo habría dado la vida por permanecer allí eternamente, contemplando a la que se había adueñado ya de mi corazón.

Nunca antes me había sucedido una tal pasión por una mujer como la que me poseyó por doña Elena Navarrete, que tal era su nombre, a pesar de que a mi corta edad era ya diestro en lances de alcoba. Pero siempre se han de aprender cosas nuevas en esta vida y, así, las otras mujeres que había conocido se me antojaban ser sin sabor ni color comparadas con ella, que era dama de porte garboso, el rostro angelical, la piel blanca y los cabellos de un rubio dorado igual a los granos del maíz cuando aún están tiernos. Pero lo más admirable en ella eran sus ojos, de una color cambiante según le mudase el humor: azulados en las bonanzas, grises cuando se acercaban tempestades y verdes al ponerse el sol.

No obstante, no era fácil ganar su favor, asediada como estaba por un tropel de galanes, todos ellos, si no más hidalgos y resueltos que yo, sí más acomodados y mejor recibidos por la familia Navarrete por ser cristianos viejos de sangre limpia. Pero un corazón cobarde no conquista damas ni ciudades y, seguro y convencido de que mi futuro estaba ligado al de doña Elena, no desfallecí en la voluntad de enamorarla.

Después de varios meses de cortejo, de festejarla y pretenderla sin desanimarme en el empeño ni amilanarme por la indiferencia y los desaires con que pagaba mi fervor, por más que a veces los matizase con promisorias sonrisas y miradas cautivadoras, no había conseguido sino sostener con ella unas breves palabras, necesariamente en público, ganarme la animadversión de sus dos hermanos, que veían en mí a un advenedizo en busca de dote, y, sobre todo, atiborrarme de oír misas, rosarios y novenas en las muchas iglesias y conventos de Santiago de Miraflores que mi piadosa dama gustaba de visitar. A tantas liturgias asistí por estar cerca de ella, que con creces pagué la deuda contraída con el Altísimo en mis irreverentes años de estudiante. Y así habrían seguido las cosas quién sabe por cuánto tiempo, si lo que damos en llamar destino no se hubiese cruzado en mi camino para trastornarme la vida en el breve espacio de una conversación.

Ocurrió que una mañana de domingo doña Elena había ido a misa en la iglesia de San Francisco acompañada por Inés, su sirvienta india, por su hermano Martín Navarrete, mozo poco más o menos de mi edad, y por un tal Abel Hinojosa, buen amigo de Martín y hombre con fama de fanfarrón y mirada de hiena con el que había tenido, a causa de mi hermana Josefa, unas pocas palabras e incluso más que palabras. Y andando el tiempo habría de tener tales diferencias con él, que más me habría valido darle de estocadas y echar su cuerpo al arroyo.

Al salir del templo, se detuvo el grupo en el centro de la plaza, bajo la sombra de un frondoso cedro, para saludar a un caballero santiagueño, y yo aproveché el momento para acercarme a ellos y presentarle mis respetos a doña Elena. Al hacer la reverencia barrí el suelo con el ala del chapeo, como manda la cortesía, y le dediqué un cumplido.

Nuestro Señor se complace en iluminar la mañana con vuestra presencia, mi señora le dije.

Estaba ese día alegre mi amada, sin las ganas de otras veces por mortificarme, y recibió mi cumplido con una bella sonrisa que ocultó, decorosa, tras el abanico.

Y que de ello nos aprovechemos todos, señor Torres me respondió con muy buena disposición. Parece que la estuviera viendo allí plantada, con un brial esmeralda a juego con su cutis blanco y su cabellera rubia, envuelta en un halo luminoso tal el que rodea a las vírgenes de los cuadros.

Mas al pronto su hermano Martín intervino con mucha ligereza y no poca descortesía.

¿A qué señora os referís, señor Torres? preguntó con la voz suave, en exceso amable, la mirada astuta y una sonrisa hipócrita bajo el bigotillo.

Dado que allí sólo había dos mujeres: doña Elena y su criada Inés, la pregunta planteada era ofensiva de todo punto. Ofendía a su hermana al ponerla a la altura de la sirvienta, y también a esta, pues la dejaba en evidencia. Dudé unos instantes en decidir qué respuesta darle y preferí finalmente ofrecerle una salida que fuera honorable para ambos.

¿Acaso lo dudáis, don Martín?

Alzó una ceja el Navarrete, haciéndose el sorprendido, se atusó el bigote con el dedo pulgar y dejó escapar las palabras con el mismo tonillo melifluo y burlón de antes:

Por cortesía lo pregunté, señor Torres, pues sé que entre indios y cuarterones bien os entendéis.

Su amigo Hinojosa rio la salida con mucho descaro, pero el caballero santiagueño torció el gesto y los miró con severidad.

Señor, guardad las risas para mejor momento dijo, y vos, don Martín, mejor sería que cuidaseis los modales.

Agradecí al caballero sus buenas intenciones, pero las palabras no son como las velas, que al igual que se largan se recogen; al contrario: una vez arrojadas ya no se pueden retirar. Y las de Martín Navarrete eran ofensa pública, difícil de lavar. Pero más difícil de borrar en mi ánimo fue la leve sonrisa que iluminó los labios de doña Elena. Una puñalada no me habría hecho más daño. Y como el despecho no es buen consejero, respondí a su hermano con afilado desafío.

De lenguas sucias están los cementerios llenos, don Martín. Y llevé la mano a la empuñadura de la daga, que era costumbre acompañarse de ella hasta para ir a misa.

Lo honorable en este caso habría sido callarse y dejar la partida en tablas, o fijar fecha y hora para un duelo entre caballeros, sin damas por delante y con padrinos de fiar. Y tengo para mí que si hubiera estado solo don Martín, quizá nada habría sucedido, ya que, aunque caprichoso y muy pagado de sí mismo, era inconstante y con facilidad mudaba de opinión; pero Abel Hinojosa le susurró algo al oído y Martín Navarrete engalló la cabeza, desenvainó un espadín muy adornado que portaba y se abalanzó sobre mí.

En un momento nos enzarzamos ambos en mortal contienda, sin que hubiera dado tiempo a nadie de detenernos ni evitar la riña. Tirome el Navarrete un puntazo con muy malas intenciones que paré casi con los gavilanes de la daga y un segundo tajo que también logré desviar sin mucho apuro. Por el rabillo del ojo veía que doña Elena, muy pálida, gritaba algo que no entendí y que el caballero e Hinojosa se le habían acercado y la atendían y consolaban mientras nosotros seguíamos enzarzados en la lid. Yo me movía con rapidez y giraba alrededor del Navarrete, evitando ponerme al alcance de su espadín, que era un palmo y medio más largo que mi cuchillo. Hizo con él varios molinetes, alcanzóme con uno de ellos en el hombro, y, viéndome herido, me lanzó dos, tres y hasta cuatro mandobles cruzados muy violentos aunque un tanto alocados, ya que con el último alzó el espadín en demasía y dejó muy desprotegida su guardia. Yo, que había ido retrocediendo ante sus embates y amagaba el cuerpo hacia uno y otro lado, aproveché el descuido. «Ahora o nunca», pensé, y, agachándome, di un paso largo con el pie derecho y le lancé una estocada baja que mordió su costado.

Tan deprisa como había comenzado terminó el combate, pues mi adversario trastabilló, perdió fuerza y empuje y no hubo más porque doña Elena, a la vista de la sangre, se desasió del caballero y se interpuso entre nosotros con dramáticos ademanes.

¡Auxilio! exclamaba ella, dedicándome miradas tan iracundas que me dolían más que el corte recibido.

Muerto es don Martín por la mano de un bellaco gruñía el Hinojosa, arrodillado junto a su amigo.

Con el jaleo de la lucha y las voces de doña Elena, pronto se formó corro a nuestro alrededor y dos alguaciles, desarmándome y prendiéndome, me llevaron consigo.

A causa del lance y de las denuncias que se hicieron, formáronme causa criminal, sufrí un proceso harto retorcido y fui condenado a cinco años de reclusión. Ante sentencia tan injusta, mi buen padre habló con el corregidor de Santiago de Miraflores, con oficiales de la Real Audiencia de Lima e incluso visitó a uno de los oidores del virreinato; pero como donde fuerza hay derecho se pierde, de nada sirvieron sus oficios, pues en todos los caminos se tropezaba con las influencias y los dineros de don Melchor Navarrete, empeñado en hacerme pagar cara la cuchillada que estuvo a un tris de llevarse a su hijo.

No me quedó otro remedio que resignarme a cumplir aquellos años de encierro y, lo que me pareció peor, a perder el favor de mi amada, que si bien nunca se había mostrado muy propicio, a partir de entonces me fue del todo esquivo. Su desapego me tuvo durante un tiempo triste y apático. Yo procuraba entretener las horas con cualquier pasatiempo, por ridículo que fuera, desde los juegos de azar hasta las pláticas más insustanciales.

Sin embargo, empezase la tarea que empezase, no había día en que mis pensamientos no me condujesen a ella. Si era el juego de naipes, las espadas me recordaban el duelo; si contaban los fanfarrones lances de alcoba, su imagen se me hacía presente; el azul del cielo me recordaba a sus ojos; una cabellera rubia, por más sucia y piojosa que estuviese, me hacía pensar en la suya; el timbre de las voces femeninas, que en la entrada del presidio preguntaban por sus hombres, hacía galopar mi corazón. ¿Tanto era el amor que le profesaba? ¿Acaso a ella no podía olvidarla como olvidé a otros amores anteriores? Me atormentaba meditando en que no era la prisión el lugar más apropiado para olvidar un amor, y me abatía pensando los muchos años de reclusión que me quedaban por delante, sin una ocupación, sin nada que hacer y, aún peor, sin poder hacer nada por conquistar su favor. En los momentos más sombríos me daba por pensar en los muchos galanes que la estarían cortejando, dedicándole relamidas atenciones y desplegando todas sus plumas para ganar su corazón, y me desesperaba imaginando las sonrisas con que ella les recompensaría y temiendo el día en que se prometiera con algún pisaverde, sin que pudiera hacer mayor cosa para evitarlo. Y aunque el paso del tiempo es remedio que cura todos los males, y poco a poco fui recuperando el ánimo y alejando las sombras, lo cierto es que no conseguía arrancarme del todo la espina de la pasión que por ella sentía.

Mas dejaré de lado a mi amada doña Elena, que ya habrá tiempo de hablar más largamente sobre ella, para volver a la araña del destino que, mientras yo me regodeaba en mis desdichas, tejía en silencio la tela que habría de enredarme. Así, lo que mi padre no consiguió con sus apelaciones y una considerable sangría de su hacienda en dádivas a secretarios y escribanos, habría de hacerlo la providencia por medio del mismísimo virrey del Perú, don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, que estaba haciendo un esfuerzo muy importante por ayudar a don Álvaro de Mendaña en su empeño de viajar por segunda vez a las islas Salomón.

La empresa de Mendaña, como más adelante supe, tenía una historia larga y accidentada, pues don Álvaro había explorado aquellas islas en el año de mil quinientos sesenta y ocho en una expedición que partió en busca de la mítica Tierra Austral.

La azarosa travesía duró más de dos años, al cabo de los cuales los expedicionarios regresaron diezmados y divididos, sin riquezas que mostrar y sin haber hallado el continente austral, pero con la asombrosa noticia del descubrimiento de un archipiélago lleno de posibilidades comerciales, que no podía ser sino la antesala del continente; entusiasmo que, dados los escasos resultados prácticos del viaje, las autoridades no compartieron.

Sin embargo, don Álvaro no se desanimó por la frialdad con que fue acogido su descubrimiento y viajó a España para ver al rey don Felipe, de quien consiguió unas muy amplias capitulaciones que lo autorizaban a armar una flota para poblarlas y colonizarlas, y le otorgaban el título de Adelantado de las islas Salomón y de todos los territorios que pudieran descubrirse más al sur.

Sin embargo, las reales capitulaciones, por sí solas, no eran garantía de nada, ya que establecían que la expedición se hiciese a costa del marino, con su esfuerzo y su fortuna, y no de la Real Hacienda. Arduo escollo al que pronto se sumó la enemistad del nuevo virrey de Perú, don Francisco de Toledo, que obstaculizó y dilató claramente los planes del Adelantado, a pesar de la autorización del monarca. Durante años luchó don Álvaro sin resultado contra la voluntad del virrey y contra otros obstáculos y calamidades que, como las pulgas en el perro flaco, se cebaron con él.

Mas al fin el sueño de retornar a las islas Salomón pareció encaminarse a buen puerto merced a la conjunción de dos hechos felices. El uno fue su matrimonio con Isabel Barreto, mujer joven, arrojada y con buena hacienda, asunto nada baladí, pues que la de don Álvaro se hallaba muy menguada. Y el segundo fue el advenimiento del virrey don García Hurtado de Mendoza, que era pariente de su esposa y pronto se interesó por la empresa y le concedió su eficaz apoyo y patrocinio. Así, casi un cuarto de siglo después, y gracias a la autorización y la importante ayuda del virrey con medios, barcos y bastimentos, don Álvaro pudo hacer realidad su sueño de organizar la segunda expedición a las islas de Poniente.

Pero como lo cortés no quita lo valiente, y dadas las dificultades que el Adelantado estaba teniendo para reclutar a la dotación, el virrey vio en la empresa una ocasión a propósito para librarse de los muchos rufianes que llenaban las prisiones del Perú y dio carta de libertad a cuantos quisieran enrolarse en ella.

Aquel inesperado perdón virreinal fue como lluvia caída del cielo sobre la aridez de mi espíritu, una oportunidad que no podía desaprovechar, pues, aparte de que una expedición al confín del orbe conocido se le antojaba a mi joven espíritu una aventura fascinante, me ofrecía la oportunidad de escapar a la enfermiza atracción que doña Elena ejercía sobre mi espíritu. Ya que no podía tenerla, poner una distancia insalvable entre los dos era, sin duda, mejor solución que permanecer recluido en el presidio de Santiago Miraflores, a pocos pasos de ella y recociéndome a fuego lento con mi alocada pasión.

Así que, cuando se hizo público el bando, no dudé un instante en alistarme en la expedición de Mendaña.