Título original: Disappearance at Devil’s Rock

© de la obra: DISAPPEARANCE AT DEVIL’S ROCK

© Paul Tremblay, 2016

© de la traducción: Manuel de los Reyes García Campos, 2018

© de los encabezados de capítulo: PTDZ/Shutterstock

© de las guardas: Nares Soumsomboon/Shutterstock

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna: febrero de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-07-4

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Para Cole, Emma y Lisa, quienes evitan que me pierda

Mas en ningún momento se asocia la labor de la vidente con lo

demoniaco (…). Es la portavoz de Dios.

GERALD MESSADIÉ,

El diablo

Vas a sentir lo mismo que yo.

Vas a sufrir como yo.

Qué fácil es aprovecharse de él.

Del diablo cuando es joven.

PROTOMARTYR,

«The Devil in His Youth»

capitulos

Elizabeth y la llamada

Elizabeth no está soñando. Se oye un tintineo lejano, procedente de algún rincón de la casa; no es el sonido de unas campanillas de verdad, sin embargo, sino el timbre digital del teléfono fijo. El aparato, inalámbrico y barato, está descuidado, se deja sin cargar a menudo y suele encontrarse, la mayoría de las veces, encajonado entre los cojines del diván junto con una colección de cáscaras de pistacho, bolígrafos y gomas para el pelo. Elizabeth siente una repulsión visceral contra la ineficiencia de la línea fija por lo que al devenir de su día a día respecta. Las únicas llamadas que recibe ese teléfono son de ofertas de tarjetas de crédito, vacaciones ganadas en falsos sorteos, organizaciones benéficas o colectivos políticos minoritarios que buscan dinero y el ocasional mensaje colectivo grabado en la localidad de Ames con el que se anuncia el cierre de los centros de enseñanza cuando se desencadena alguna ventisca.

Cuando sus hijos eran pequeños, Elizabeth decidió conservar la línea para que pudieran marcar el 911 «si sucede alguna desgracia». Esa era la frase que utilizaba con sus encandilados retoños mientras se esforzaba por describirles el nebuloso y trepidante protocolo de emergencia del hogar de los Sanderson. Dejados ya atrás esos primeros años, más difíciles de lo que a ella le gustaría reconocer, cada uno de los tres Sanderson es dueño de su propio teléfono inteligente. Lo cierto es que la línea fija se ha convertido en una reliquia obsoleta. Sobrevive por la sola e inexplicable razón de que le resulta más económico conservar el teléfono junto con el lote que incluye Internet y la tele por cable. Es de locos.

Se oye un tintineo lejano, procedente de algún rincón de la casa, y no es el móvil que está debajo de su almohada. Elizabeth se quedó dormida esperando el tono de las pistolas láser de Star Trek que la avisa cada vez que recibe algún mensaje de texto de su hijo Tommy, que tiene trece años y está a punto ya de cumplir los catorce. Un simple mensaje de texto es la única cláusula innegociable de su acuerdo para quedarse a dormir en la casa de cualquiera de sus amigos, incluso en la de Josh. En el transcurso de este verano ha detectado ya una evolución, o involución, en la tendencia de Tommy a comunicarse con ella, reflejada en los mensajes que el muchacho se digna enviarle cuando duerme fuera: a mediados de junio era «Voy a acostarme ahora, mamá», lo que semanas después se redujo primero a «buenas noches, mamá», después a «buenas noches» y por último a «bn», y si Tommy hubiera podido mandarle un gruñidito irritado (su forma de expresión no verbal predilecta en esos momentos, sobre todo cada vez que Elizabeth o su hija Kate, quien tiene once años y está a punto ya de cumplir los doce, le piden algo), así lo habría hecho. Y ahora, a mediados de agosto, cambiada la fecha exacta al día 16 hace tan sólo una colección de minutos, los mensajes de texto brillan por su ausencia.

La una y veintiocho minutos de la madrugada. El teléfono fijo deja de sonar. El silencio subsiguiente está impregnado de temibles posibilidades. Elizabeth se sienta y comprueba el móvil dos veces, tres; ningún mensaje reciente. Tommy y su amigo Luis iban a pasar la noche con Josh. Llevan ya un mes turnándose para dormir en una casa u otra. Tommy, Josh y Luis: los tres amigos1. Ese es el apodo que ella misma les puso a principios de verano, cuando los chicos se habían reunido bajo su techo para pegarse una maratón con todas las películas de la trilogía de Batman. Tommy reaccionó emitiendo un gemido, abochornado. «Oye, ¿eso es un chiste mexicano o algo por el estilo?», preguntó Luis, y Tommy se puso más colorado que una señal de stop mientras los demás se mondaban de risa.

Elizabeth se ha levantado ya de la cama. Tiene cuarenta y dos años y unos grandes ojos marrón oscuro en los que siempre da la impresión de pesar la falta de sueño; su cabello castaño, liso y largo hasta los hombros, comienza a agrisarse en las sienes. Lleva unos pantalones cortos de tela muy fina y una camiseta de tirantes. Ahora que ha salido de debajo de la manta, el frío le pone la carne de gallina en los pálidos brazos y piernas. El entrometido aire acondicionado cobra vida con un chasquido, escupiendo remolinos de aire rancio y helado. Kate debe de haber puesto el termostato a escondidas por debajo de los veintiún grados, lo cual es absurdo, ya que duerme con sudadera y tapada con dos edredones. Pero una debe elegir sus batallas.

Cualquier noticia que se reciba pasada la medianoche no puede ser buena. Elizabeth lo sabe por experiencia. Aun así, en vez de zambullirse en el encrespado mar de las más ominosas posibilidades, se atreve a pensar que quizá la llamada se deba a que alguien se ha equivocado de número o a que alguien le quiere gastar una broma; a Tommy se le podría haber pasado enviarle un mensaje, sin más, y ya le regañará ella mañana por egoísta y olvidadizo. Enfadarse es preferible a la alternativa. Hay otras opciones, por supuesto. Y habrá miles más.

Vuelve a sonar el teléfono. Elizabeth sale corriendo al pasillo y pasa por delante de las habitaciones de los niños. La puerta de Tommy está cerrada a cal y canto. Kate, que la ha dejado entreabierta, aún sigue dormida. Los timbrazos no la despiertan ni consiguen que se menee siquiera.

Cabe la posibilidad de que el teléfono de Tommy se haya quedado sin batería, que haya perdido el cargador y que esté portándose como un buen chico, utilizando el fijo para llamar a casa y darle las buenas noches a su madre. Pero, si tuviese el teléfono apagado, ¿no habría preferido mandarle un mensaje desde el móvil de Josh o Luis para no despertarla a estas horas tan intempestivas? Le extrañaría que Tommy se acordase de cuál es el número de su propia casa. Con lo distraído y absorto en sí mismo que está desde que empezó a explorar el recién descubierto mundo de la adolescencia, resulta imposible saber en qué ocupa sus pensamientos.

Ha llegado a la sala de estar, cuyo suelo de madera se revela frío y granuloso bajo sus pies. Se suponía que Kate iba a pasar la aspiradora para eliminar la arena que su amigo Sam y ella habían metido en casa al volver del estanque. Elizabeth se acerca por fin al aparador y extiende una mano en dirección al teléfono, cuya diminuta pantalla reluce con un color verde enfermizo. El identificador de llamadas reza «Griffin, Harold». Es de la casa de Josh. Así que no están intentando localizarla desde el hospital, ni desde la comisaría, ni…

—Hola, sí, ¿diga? —farfulla atropelladamente Elizabeth.

—¿Señora Sanderson? Hola. Soy Josh.

Tras haber visto el nombre de su padre en la pantalla, Elizabeth esperaba escuchar la jovial voz de barítono de Harry. Es como si el teléfono le hubiera hecho una promesa y estuviese rompiéndola. No se esperaba ni a Josh ni el modo en que suena su voz, tan indecisa y dubitativa.

—¿Qué ocurre, Josh? ¿Ha pasado algo malo?

—Pues, esto… ¿Está Tommy ahí? ¿Ha vuelto ya a casa?

—¿A qué te refieres? ¿Por qué no está contigo? —Elizabeth se apresura a volver sobre sus pasos y se dirige al cuarto de Tommy.

—No lo sé, no sé adónde ha ido. Esta noche salimos a Borderland. Por pasar el rato. Y se metió en el bosque… ¿Está ahí? ¿Está con usted? Esperaba que se hubiese ido a casa, a lo mejor…

Las palabras de Josh, que está hablando como una ametralladora, brotan en oleadas torrenciales, atropellándose las unas a las otras.

—Tranquilízate, Josh. No te entiendo. Voy a asomarme ahora a su habitación. —Elizabeth abre la puerta de Tommy sin llamar, cosa que no ha hecho en todo el verano, mientras piensa «Por favor, que esté en casa, por favor, por favor» y manotea el interruptor de la pared con torpeza. Entorna los párpados frente al molesto resplandor; la cama de Tommy se ve sin hacer y vacía—. Aquí no está.

Sale corriendo al pasillo, encendiendo todas las luces sobre la marcha por si Tommy fuese a aparecer en algún rincón arbitrario e insospechado de la casa, como un par de zapatillas abandonadas de cualquier manera. No está en el cuarto de Kate. Ni en el suyo, ni en la cocina, ni en la sala. Activa los focos del porche de la parte de atrás, pero tampoco hay nadie allí.

—No. No. Aquí no está.

—¿No? ¿Está usted segura?

—Que no está aquí, Josh. —Lo dice sin levantar la voz, pero bajo sus palabras subyace el mismo «qué tonto eres» del que Tommy ha empezado a abusar con su hermana últimamente. De nuevo a la carrera, Elizabeth baja las escaleras que conducen al sótano cargado de humedad y llama a su hijo, pero allí tampoco hay nadie. ¿Qué iba a estar haciendo allí, de todas formas? Quién sabe. En alguna parte tiene que estar.

—Ay, lo siento, señora Sanderson. Ay, Dios… —Josh exhala un hondo suspiro contra el auricular, provocando un estallido de estática. Está llorando o a punto de hacerlo. Elizabeth se aferra con uñas y dientes a la irritación y el enfado que siente contra el mejor amigo de Tommy, tan ingenioso y extrovertido, que ahora inexplicablemente se ha metamorfoseado en un mocoso gimoteante. Un mocoso que, de la forma más tonta, se las ha apañado para perder a su hijo.

—Vale, espera. Rápido, vuelve a contármelo todo. A ver si conseguimos solucionar esto. ¿Estabais en Borderland? ¿Y qué hacíais allí?

Josh repasa a toda velocidad la accidentada historia de su excursión por los bosques, desde el porche trasero de su casa hasta el Parque Nacional de Borderland, donde Tommy decidió adentrarse en la espesura por su cuenta y riesgo. Nadie lo ha visto desde entonces. Elizabeth oye a los padres de Josh hablando de fondo.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste con Tommy?

—Hace más de una hora. Quizá dos.

—Santo cielo. ¿Y me llamas ahora?

Elizabeth sigue deambulando por su hogar de una sola planta, estilo rancho, conteniéndose para no abrir todos los armarios y mirar debajo de las camas. Tiene el fijo pegado a la mejilla y la mirada clavada en la pantalla del móvil, atenta a cualquier posible mensaje de Tommy.

—Lo buscamos, lo juro. Y lo llamamos, esperamos y miramos por todas partes, pero no regresaba y no sabíamos qué hacer, así que desanduvimos nuestros pasos pensando que se nos habría adelantado, pero no está aquí y no contesta al teléfono ni nada.

—¿Habéis probado a llamar a alguien más? ¿Dónde están tus padres?

—Mamá está justo a mi lado. —Josh ya ha empezado a llorar a moco tendido—. Quería que la llamase a usted, esperando que estuviera ahí. Siento que se haya perdido. Ay Dios, ay Dios…

—Vale, shh. No podemos dejarnos vencer por el pánico. Escucha. No pasa nada, Josh. —Se arrepiente de sus palabras nada más haberlas pronunciado, aunque sólo fuese por consolar al muchacho. Es como si estuviese gafando la suerte de su hijo diciendo eso en voz alta, cuando todo apunta a que sí pasa algo, y grave—. ¿Ha probado Luis a llamar a sus padres?

—No, no…

—Pues dile que lo haga. Y después llama a los demás amigos de Tommy, a ver si se ha ido con alguno de ellos. —Elizabeth no sabe quiénes podrían ser esos otros amigos, con quién preferiría haberse ido Tommy antes que con Josh o con Luis. Antes de haber vuelto a casa.

—De acuerdo, señora Sanderson.

Se produce una pausa. Elizabeth necesita colgar, pero le da miedo hacerlo. Cuando lo haga, el resto de todo esto, sea lo que sea «esto», tendrá que continuar.

—Llámame en cuanto hayas averiguado algo.

—Vale.

—Y diles a tus padres… Da igual. Volveré a ponerme en contacto enseguida.

Elizabeth cuelga, suelta el teléfono encima del diván y, así de fácil, la llamada termina. El aire acondicionado resucita con un chasquido y un chirrido. Qué escandaloso es, como si estuviera despegando un avión. Se encuentra sola en la sala de estar, tiritando, con el móvil acunado en las manos. No sabe qué hacer. Piensa que debería despertar a Kate para contarle lo que está pasando, aunque ni siquiera ella sabe muy bien qué es lo que ocurre. Marca el número del móvil de Tommy, pero le salta directamente el buzón de voz. La voz de Tommy dice: «Bip, bip-bip, bip, biiip-bip-bip, bip, bip-a-dip-bip». Después, una pausa, y a continuación un último «¡Biiip!», prolongado y ensordecedor. Los pitidos electrónicos enmudecen antes de dar paso al siseante silencio que indica que ahora estás siendo grabado, y Elizabeth titubea sobre si debería dejar un mensaje, titubea sobre si decir algo o no, porque, de alguna manera, podría decir las palabras equivocadas y empeorar todavía más la situación.

—Tommy, no sabemos dónde estás y nos tienes a todos muy preocupados, llámame en cuanto escuches esto. Te quiero. Hasta luego.

Y cuelga.

No es suficiente. Tiene que haber algo más que pueda hacer para traer a Tommy a casa desde dondequiera que esté, aparte de correr arriba y abajo por toda la calle llamándolo a gritos. Tiene que haber algo que pueda hacer antes de avisar a la policía. Elizabeth siente ya sobre sus hombros el peso de esa cuenta atrás que culminará con la implicación de las autoridades, aunque los amigos de Tommy aún no han agotado todas las posibilidades. El tiempo pasa a toda velocidad y, al mismo tiempo, da la impresión de eternizarse.

Vuelve a repasar el último intercambio de mensajes que mantuvo con Tommy. Se contiene para no retroceder demasiado y leer y releer los mensajes más antiguos con la esperanza de encontrarlo escondido entre sus palabras del pasado, aún tan reciente.

Elizabeth todavía está tiritando y siente las manos temblorosas, pesadas; sus dedos redactan un nuevo mensaje con el equivalente a una voz implorante y desesperada.

Teclea: «Por favor, llama a casa. Por favor, ven a casa».

Lo envía.

Se tapa los ojos y murmura para sí, para la casa en silencio:

—Esto no puede estar pasando. Otra vez no.

Después marca el número de la policía.

capitulos

Josh en casa y con los chicos

en la Roca Partida

Son las 2:35 y los agentes Ed Baker y Steve Barbara, de la comisaría de Ames, están entrevistándose con Josh y Luis en el hogar de los Griffin. Josh no se ha sentido más niño en su vida, como si la pareja de hombres rigurosamente uniformados representase el inescrutable e indiferente universo de los adultos que pronto habrá de engullirlo. Los oficiales dan la impresión de ser dos monolitos, incluso sentados como están con los chicos apiñados alrededor de la encimera de granito de la isla de la cocina. Josh se siente perdido en su propia cabeza; las preguntas que le hacen los agentes y las respuestas que él les proporciona no conducen a ningún sitio reconocible.

El cuarteto de progenitores está en la mesa del desayuno, a escasos centímetros de distancia, tomando café a sorbitos, con desgana, y evitando mirarse entre sí o a sus hijos. Están escuchando en silencio. Se rebullen en las sillas cuando los muchachos confiesan haber consumido alcohol antes, unas cervezas que se llevaron al parque tras haberlas sacado de la nevera que el padre de Josh mantiene siempre bien abastecida en el garaje. Los adultos sacuden la cabeza y se reacomodan en sus asientos. Tal vez, en circunstancias muy distintas, uno o más de los padres hubiera intentado ir de guay, guiñando el ojo y diciendo «Hay que ver, los chavales» en tono de complicidad.

La única en hablar tras la revelación de las cervezas es la madre de Josh, que susurra «Lo sentimos de veras» a los padres de Luis. Josh la oye mientras el agente Barnes le suelta una andanada de preguntas orientadas a averiguar si habían consumido también marihuana o cualquier otro tipo de droga (la respuesta es negativa, y Luis prácticamente se la grita a la cara). A Josh la disculpa de su madre se le antoja algo extraño que ofrecerles a los padres de Luis, puesto que este se encuentra allí mismo, en su cocina, sano y salvo.

La entrevista continúa y los chicos trazan su ruta y señalan su destino en un gran mapa desplegable de la reserva natural. Los agentes no aseguran ni prometen en ningún momento que Tommy vaya a aparecer y que vaya a estar bien. Quieren que uno de los chicos y un padre los acompañe al parque ahora mismo para enseñarles la localización exacta donde pasaron la mayor parte de la noche antes de que Tommy se desvaneciera. Luis se ofrece voluntario. A Josh le avergüenza el alivio que lo invade. No le apetece nada ir allí.

Luis y su padre se marchan con los policías. La madre de Luis sale de la casa tras ellos, empeñada en seguirlos con su propio coche y llamar a las hermanas del muchacho, universitarias. A Luis se le olvida su sudadera de DC Shoes, que se queda colgada en el respaldo del taburete en el que está sentado Josh.

Ya son las 3:35. Josh y sus padres están solos en la casa. Papá reorganiza las sillas, tan vacías de súbito, alrededor de la isla de la cocina.

Mamá se va al porche de la parte de atrás, iluminado con focos, y regresa unos minutos más tarde. Acaba de hablar por teléfono con la señora Sanderson. Todavía ni rastro de Tommy. Cierra la puerta corredera, echa la llave y tira con fuerza de la manilla para comprobar que haya encajado bien en su sitio.

—Ah, tal vez debería dejar la llave sin echar —dice—. Por si acaso vuelve aquí Tommy. —Se encoge de hombros.

Después le pide a Josh que suba y se prepare para irse a la cama. Él no opone resistencia. Necesita tenerla de su lado. Cuando regresaron del parque y se toparon con ella esperándolos en el porche de la parte de atrás, Josh supo que se había dado cuenta del olor a cerveza que desprendían por el modo en que entrecerró los ojos y se inclinó bruscamente hacia atrás mientras intentaban explicarle lo que estaban haciendo y qué había pasado. Él no habría probado más que un par de sorbitos (tiró la mayor parte cuando no miraba nadie, como hacía siempre), pero el sabor y el olor perduran aún, irritantes, atrapados en el fondo de su garganta.

Josh se dirige a la planta de arriba, cierra la puerta del cuarto de baño a su espalda y echa el pestillo. Se lava la cara con agua fría mientras combate las crecientes ganas de vomitar.

Papá se queda en la cocina y empieza a lavar a mano unos platos que en estos momentos en realidad no están sucios, más una pequeña colección de tazas de plástico de superhéroes que sus amigos y él habían usado para beber agua y refrescos esa misma tarde. Josh puede oír a papá hablando solo, incluso con la puerta del cuarto de baño cerrada. Lo cierto es que sus palabras van dirigidas a Josh, o por lo menos al Josh de hace dos horas. El muchacho encaja el sermón de su padre asintiendo en silencio mientras se cepilla los dientes: sí, por supuesto, se supone que él es el más sensato de todos, el que mejor tiene la cabeza sobre los hombros, el que tendría que haber dicho algo, el que debería haber dado ejemplo en vez de salir de su propia casa a hurtadillas para ponerse a beber cerveza y participar en cualquiera que fuese la mamarrachada que estaban haciendo en el parque, y en cambio ahora mira, ahora ha pasado algo, algo espantoso, algo que seguramente ya no se podrá cambiar ni solucionar nunca.

Se lava los dientes durante mucho más tiempo del necesario, soportando el escozor mentolado que está dejándole la lengua y las encías irritadas, hasta que su padre se calla por fin.

Mamá está ya en el dormitorio de Josh. Bosteza y se restriega los ojos cuando entra él. Mamá es cariñosa, leal e intensamente seria, características que no han hecho sino aumentar con los años. La lamparilla con pinza sujeta al cabecero de la cama, de largo cuello ajustable, está encendida. Iluminada por ella, mamá se ve pálida y demacrada. Tiene los labios finos tan apretados que se repliegan en el interior de la boca. En lo alto de la cabeza, allí donde la raya le divide el cabello, comienzan a insinuarse unas cuantas raíces canosas que prácticamente brillan en la oscuridad, tan acusado es su contraste con el resto de la lustrosa melena negra, lisa y poblada. Josh tiene por costumbre recordarle cuándo ha llegado la hora de teñirse con su autoproclamado ingenio y encanto de humorista. En más de una ocasión ha oído que algún día será político. Se supone que es un cumplido, en teoría, pero todos los adultos que él conoce se dedican a meterse con los políticos.

—¿Te has lavado la cara? —pregunta mamá para la almohada, negándose a mirarlo a los ojos—. Lo primero que tendrás que hacer mañana es ducharte.

—Sí. Vale, lo haré, mamá. —Josh se pone unos pantalones cortos y una camiseta limpia, de espaldas a su madre, mortificado por los rollitos de grasa que le aniñan el vientre y el torso. Pasa por su lado, cohibido, y se mete en la cama. El armazón de madera emite un crujido mientras ajusta su posición, girándose hasta colocarse de costado, de cara a la pared. Está agotado tras todo este tiempo esforzándose por interpretar el silencio y sostener la mirada de tantos adultos—. Me despertarás si llama alguien por lo de Tommy, ¿verdad?

—Sí. Por supuesto. Procura dormir.

Ante esas palabras y el modo en que las pronuncia, contra su espalda, el muchacho amenaza con echarse a llorar otra vez.

—¿Puedes quedarte conmigo un poco más?

—Pero sólo un ratito. —Le acaricia la espalda. Su contacto es suave aunque distraído.

No va a conciliar el sueño, imposible. No se ha sentido más despierto en toda su vida. Fingirá haberse quedado dormido, tarde o temprano.

Mamá apaga la lámpara y continúa acariciándole la espalda. Un cúmulo de nubes negras se forma y danza en el campo visual del muchacho mientras este contempla la pared, sin parpadear, a un palmo o así de su cara.

—Ay, Josh. ¿Qué ha pasado ahí fuera?

—No lo sé, mamá. De verdad que no.

Ahora sí pestañea, con fuerza, aferrando la manta junto a su boca. Josh y Tommy han sido amigos desde el verano anterior a primero. Se conocieron en el parque infantil de Ash Street, donde la zona de juego está cubierta de virutas de madera que siempre consiguen colársete en las deportivas. La madre de Josh y las otras estaban cuchicheando acerca de aquel niño tan tímido que estaba enfrascado en la solemne tarea de encaramarse a la estructura con forma de barco pirata. Josh aún recuerda el cuidado con el que el pequeño hizo girar el timón mientras usaba los pies para barrer el puñado de trozos de madera dispersos que cubrían la cubierta de mando. Las mujeres se referían a él como el Niño sin Padre y Josh quería conocer su historia, quería saber cómo era posible tal cosa, porque todo el mundo tenía una mamá y un papá, ¿no? Su madre aseguraba ignorar qué había ocurrido, pero era una lástima, eso seguro. Animó a Josh a jugar con el Niño sin Padre porque este de verdad que necesitaba un amigo, un buen amigo como Josh.

Josh no se atreve a imaginarse dónde está ahora el Niño sin Padre.

Mamá dice, como si no tuviera importancia, que si nadie ha encontrado a Tommy ni tenido noticias suyas para cuando amanezca, saldrán todos a ayudar a rastrear el parque.

Josh preferiría no tener que regresar nunca a ese parque. Sólo quiere cerrar los ojos y hacer que todo vuelva a ser como era al comenzar el verano.

Corría finales de junio. Habían pasado veinticuatro horas de la jornada posterior al último día de su séptimo curso. Josh y Luis se dedicaban a montar en bici de una punta a otra del largo camino de entrada de los Griffin, celebrando un torneo de justas armados con réplicas de la espada y el pico de Minecraft, el videojuego. Se aburrieron enseguida y hacía demasiado calor para echar unos tiros, de modo que se sentaron en el parche de césped en sombra que limitaba con el acceso y consultaron los mensajes que tenían en Snapchat y en Instagram.

Tommy llegó conduciendo con una sola mano su vapuleada bicicleta de montaña de color negro, cuyo sillín estaba bajado al máximo, por lo que prácticamente iba pegándose rodillazos en la barbilla al pedalear. De los agujeros para las orejas de su casco sobresalían unos mechones castaño oscuro y el flequillo le tapaba los ojos. Se apeó en marcha y clavó el aterrizaje entre Luis y Josh con un atletismo desgarbado, al límite del desastre, que únicamente parecía poseer él.

—¿Qué pasa? —Les rodeó los hombros con los brazos, flacos y larguiruchos, mientras la bicicleta proseguía su tambaleante trayectoria fantasma hasta estrellarse contra los arbustos de la parte delantera del hogar de los Griffin.

—Como eso lo haya visto mi madre —dijo Josh—, te clavará un garfio en el ojo. —Era una broma a medias, y se cercioró de que mamá no estuviera observándolos por la ventana saliente.

—¡Ojo con ese ojo! —exclamó Luis.

—Qué chispa tienes. —Tommy intentó retorcerle el brazo a la espalda, lo que dio pie a un improvisado combate de lucha libre en el césped.

Tommy era más alto, más fuerte y, en términos físicos, también más maduro. Era el único de los tres que lucía una pátina de acné puberal y una voz que ya había terminado de instalarse en un registro más grave, sin gallos. Por su parte, Luis, tan delgado que parecía estar embarcado en una interminable huelga de hambre, era el chico más bajo de su clase; entre su aspecto y su voz aflautada, parecía que estuviese aún en quinto. Los chistes y las pullas de los alumnos del centro de enseñanza secundaria de Ames eran el pan suyo de cada día, las chicas mayores lo etiquetaban de «adorable» al instante, y las más perversas de ese colectivo en concreto llegaban incluso a pellizcarle las mejillas y alborotarle los negros cabellos, como quien le hace monerías a un cachorrito.

Pese a la disparidad de estatura con respecto a Tommy, no obstante, Luis se caracterizaba por su tenacidad y no se rendía, no tiraba nunca la toalla. Se enhebró entre las piernas de su adversario y lo derribó.

—¡T’o! ¡T’o! ¡Que me vas a partir la rodilla! —chilló Tommy, entre risas. «T’o» era la forma que tenía él de pronunciar «tío», con un incomprensible acento impostado.

—¡Toma esa! —le espetó Luis mientras se incorporaba, aporreándose el pecho de colibrí con los puños.

Entre gemidos de dolor y protestas, con un renqueo de tullido exagerado, Tommy se dirigió a la bici, cuya rueda delantera había quedado encajada entre los arbustos como la proverbial espada en la piedra.

Josh se llevó la mano al bolsillo de la culera y sacó un mapa del Parque Nacional Borderland.

—Escucha, zurrapa, que he traído el mapa.

Luis y Tommy entonaron al unísono la canción «Soy el mapa», de Dora la Exploradora, mientras Josh señalaba una mancha de color verde oscuro identificada como la Roca Partida y les explicaba que ese era el sitio en el que habían quedado. Durante el trayecto tomarían caminos previamente inexplorados, cosa que era un aliciente añadido porque no estarían tan frecuentados como las rutas principales.

La Roca partida estaba demasiado lejos, según Luis, y una de las sendas que deberían seguir se llamaba Colinas de Granito, lo que significaba que iba a ser superempinada, lo que a su vez significaba que iban a tener que cargar con las bicis a cuestas la mitad del trayecto, con lo que tardarían una eternidad y sería un agobio de tres pares de narices y un rollo en general para todos los implicados. Tommy y Josh hicieron oídos sordos a sus quejas. Luis tenía por costumbre enrocarse en la oposición cada vez que se proponía alguna actividad cuya idea de partida no hubiese salido de él y no le importaba proclamar su disconformidad a los cuatro vientos durante tanto tiempo como fuese preciso para que sus protestas constasen en acta con letras de molde. En su favor, había que reconocer que Luis no era de los que se regodeaban restregándote ningún «te lo dije» ni sacaba a relucir objeciones pasadas si la historia terminaba dándole la razón. Algo ya menos en su favor: una vez consumados los hechos, en pocas ocasiones Luis se lanzaba con entusiasmo a abrazar las mismas ideas contra las que inicialmente había cargado.

Josh agarró su mochila azul, repleta de botellas de Gatorade y barritas de granola, de la base de la canasta de baloncesto. Los chicos cruzaron el patio de Josh empujando las bicis y se internaron en la densa foresta que lindaba con la propiedad de los Griffin. El verano anterior se habían deslomado para practicar un sendero raquítico que atravesaba la maleza hacia la sección suroccidental del Parque Nacional Borderland y su Senda Oeste. Solían seguirla hasta la entrada principal y dirigirse en bici al Paseo de los Estanques, que se extendía alrededor de las Charcas de las Sanguijuelas Superior e Inferior, y una vez allí tomaban cualquiera de las otras rutas transitadas, diseñadas para las excursiones a pie o en bicicleta de montaña más fáciles. Ese día siguieron la Senda Oeste hasta la zona más septentrional, más abrupta y menos frecuentada del parque en busca de la Roca Partida.

La profecía de Luis se cumplió cuando la Senda Oeste dio paso a la Senda del Francés. El terreno se volvió de inmediato más rocoso y escarpado, surcado por nudosas raíces tan gruesas como pitones y sembrado de peñascos del tamaño de utilitarios. Tuvieron que apearse de las bicis y empujarlas. Como ciclistas no eran ni lo bastante expertos ni lo bastante fuertes, y, a excepción de la bicicleta de Josh, las demás no eran de montaña ni estaban preparadas para afrontar semejantes terrenos especializados. La máquina de Tommy era un despojo que su madre le había comprado en Craiglist; sólo funcionaban como debían los renos. La de Luis era un modelo barato de imitación procedente del catálogo deportivo de una tienda cualquiera.

La Senda del Francés se convirtió en la Senda Noroeste y la marcha se volvió todavía más complicada. No sólo empujar las bicicletas por aquellas montañas en miniatura era una tarea agotadora, interminable y, en ocasiones, prácticamente imposible, sino que además se veían obligados a cargar con ellas en volandas por las zonas más escarpadas y pedregosas. Por un instante contemplaron la posibilidad de abandonarlas y proseguir a pie hasta la Roca Partida, pero incluso allí fuera, en lo más hondo del bosque, les preocupaba que alguien les pudiera hacer algo o incluso que se las robaran. Como los alumnos de secundaria de primer ciclo que eran, vivían atemorizados por la posibilidad de que hubiese algún grupo de chicos de segundo ciclo apostados en cualquier recodo del camino, listos para acosarlos y meterse con ellos en cuanto se descuidaran.

Decidieron perseverar. Tuvieron que volver sobre sus pasos en la Senda Noroeste cuando se les pasó por alto el giro a la derecha, no muy bien señalizado, que conducía al sinuoso tramo inferior de la Senda de las Colinas de Granito. Tras anunciar que se le iban a encoger las pelotas de lo mucho que estaba sudando y que ya estaba harto de cargar con la bici, Tommy probó a montar en ella, metió el piñón más pequeño que tenía y se cayó casi al instante. La rueda trasera se le quedó atrapada entre dos piedras y salió disparado de la bicicleta, derrapando sobre las manos y las rodillas hasta detenerse por fin al pie de un pequeño terraplén.

—Estoy bien —dijo, poniéndose en pie de inmediato—. Sin daños cerebrales ni nada.

Tenía un par de frambuesas en las rodillas. Se limpió las palmas de las manos y se las miró repetidamente mientras resoplaba con los dientes apretados.

—Tío —se rió Luis—, ¿seguro que estás bien?

Tommy asintió con la cabeza mientras empujaba la bici hasta situarse junto a Josh. Este se dio cuenta de que Tommy estaba muy dolorido. Tenía las mejillas coloradas y no dejaba de parpadear, como hacía siempre que se esforzaba por no llorar.

Llegaron por fin al indicador de la senda de la Roca Partida. De medio metro de alto, plantado en medio del camino como un gnomo de jardín extraviado, el cartel de madera estaba pintado de marrón y lucía unas letras blancas grabadas. Después de caminar un poco más se encontraron con un puente de tablas por el que cruzaron una franja cenagosa hasta desembocar en la base de la Roca Partida.

—Será aquí, ¿no? —preguntó Tommy.

—Sí. Aquí es —dijo Josh. Si sus palabras carecían de entusiasmo no era porque la Roca Partida resultase decepcionante, sino para recalcar lo arduo que había sido el trayecto.

Se quitaron los cascos y soltaron las bicis en el suelo, cubierto por un manto de agujas de pino. Tommy dejó su máquina suelta en otra carrera fantasma que culminó como solían hacerlo todas, entre chirridos metálicos y ruedas girando en el aire.

La Roca Partida era un impresionante risco glacial de seis metros de altura por dieciocho de diámetro en su punto más amplio. Hendida prácticamente por la mitad en la cara norte, presentaba una grieta de un metro de ancho que llegaba hasta el centro del peñasco, como una tarta gigantesca en la que alguien hubiese practicado un corte muy fino. Los muchachos se adentraron corriendo en la grieta y se turnaron para sacarse fotos y grabarse en vídeo los unos a los otros al grito de «¡Parkour a lo bestia!» y «American Ninja Warrior» mientras intentaban encaramarse a pulso a la cima. Ni Josh ni Luis eran lo bastante fuertes, no lograron impulsarse presionando con un pie en cada una de las paredes y acabaron elevándose tan sólo unos palmos del suelo antes de volver a caer deslizándose. Tommy debía de seguir resintiéndose después del trompazo que se había pegado con la bicicleta, porque empezaron a temblarle las piernas y renunció a seguir intentándolo tras escalar algo menos de dos metros.

Dieron la vuelta hasta la cara sur de la Roca Partida, donde esta se había desmoronado y desmenuzado en parte. No tardaron en encontrar un camino entre los cascotes cubiertos de musgo y escalaron hasta lo alto del peñasco, lo bastante liso como para caminar sobre él sin temor a resbalar y precipitarse al vacío. Se hallaban muy por encima del lecho del bosque, sin duda, pero no tanto como para haber dejado atrás las frondosas copas de los árboles que los rodeaban.

—¿Creéis que nos podrán oír aquí arriba? —preguntó Josh. No se habían cruzado con más ciclistas ni excursionistas por el camino.

—A saber —replicó Luis antes de chillar a pleno pulmón—: ¡Eco, eco!

—Qué chispa tienes —dijo Tommy. Y Luis:

—Aclarado. No pueden oírnos.

Una fisura se extendía desde la fractura principal en la roca hasta un árbol de dos metros y medio que, misteriosamente, se las había apañado para crecer en el centro del risco. Ya estaba muerto; petrificado y ceniciento, descolorido por el sol, parecía una escultura de piedra. El tronco era retorcido y fibroso, tachonado de nudos y protuberancias puntiagudas, vestigio de unas ramas que se habían partido hacía tiempo. El árbol se estrechaba y ahusaba en lo alto, como una punta de lanza.

—Hala —murmuró Tommy—. Me mola ese árbol.

—Es como una estatua muy chunga —dijo Josh.

—O como algo surgido del Nether.

El Nether era el inframundo o infierno de Minecraft, un sandbox al que los chicos llevaban jugando esporádicamente desde que iban a quinto. Tommy no era el mejor de los tres, pero sí el que se veía más tutoriales y vídeos de Minecraft en YouTube y Let’s Play, y había llegado incluso a configurar y administrar su propio servidor incluido en una lista aprobada (o sea, privado) para uso exclusivo de los tres.

Recorrieron el perímetro de la Roca Partida jugando a empujarse por los impresionantes desniveles en vertical a las rocas aserradas de abajo, se agarraron a las ramas de los árboles aún con vida que delimitaban los contornos del risco y saltaron de un lado a otro de la enorme fisura. A Josh se le encogía el estómago cada vez que sobrevolaba la grieta; era como si se abriese un abismo a sus pies.

Colgó la mochila en una de las afiladas ramas truncadas que sobresalían del tronco de aquel árbol tan raro y repartió las bebidas y las barritas de granola. Se pasó de ansioso con el primer trago y se empapó de líquido rojo la camiseta blanca del equipo de baloncesto de Ames que tenía desde hacía ya dos inviernos. Cuando empezó a jugar, estando aún en cuarto, era el chiquillo más veloz que existía y no le costó nada entrar en la formación oficial de la ciudad. Tres años después lo expulsaron. No estaba obeso ni mucho menos, pero exhibía unos michelines incipientes y no había ganado ni en agilidad ni en puntería lanzando a canasta. Lo habían adelantado muchos chavales, por lo que a habilidad y condición física se refería. Josh ya no podía regatear ni taponar a nadie. Aunque estaba acostumbrado a sufrir innumerables desplantes en el catastrófico día a día que constituía su paso por el instituto, ninguno había sido tan devastador como verse expulsado de la alineación oficial del equipo.

—Mierda, mierda, mierda —masculló mientras se levantaba e intentaba evitar que las gotas de bebida derramada le mojasen los pantalones cortos y las piernas.

—¿Te traigo una pajita? —se burló Luis—. O mejor una taza de aprendizaje de esas, como las de los bebés.

—¡Pumba! —dijo Tommy.

—Me voy a quedar pegajoso perdido —se lamentó Josh—. Se van a enamorar de mí todos los bichos.

—Como Alyssa, ¿eh? —En los labios de Tommy aleteó una sonrisita dirigida a sus zapatillas. Típico de él, siempre tan inseguro de sí mismo, como si se temiera que pudiera llevarse un bajón.

—¡Toma ya, pumba! —exclamó Josh, imitando la forma de hablar de Tommy a la perfección—. ¡T’o!

—Ya le gustaría a él. —Luis miró su teléfono—. Aquí sólo tiene una rayita.

—Pues se te acabó el porno —replicó Josh. Y Tommy:

—Arf, arf, arf.

—Siempre puedo pedirle a tu madre que se conecte a Snapchat. —Luis hizo como si se estuviera sacando una foto de la entrepierna.

—No vería nada —dijo Josh.

Tommy vació la botella y volvió a guardarlo en la mochila de Josh.

—Aquí es. Este es el sitio perfecto, chicos —anunció, arrastrando la ese final: chicosss—. Adjudicado. Aquí arriba se podría sobrevivir de miedo al apocalipsis zombi.

—Demasiado tarde —dijo Luis—. El árbol zombi ya ha atacado a Josh.

Este emitió un estertor gutural y se dejó caer contra el árbol muerto.

—De acuerdo. A ver ese plan de contingencia contra los zombis.

Tommy y sus zombis. No tenía reparos en reconocer que era un miedica integral y se negaba en redondo a ver cualquier peli de miedo, no le gustaban las series de televisión ni los cómics, ni siquiera se atrevía con los videojuegos más truculentos. Pero de un tiempo a esta parte no paraba de hablar sobre los zombis, sobre cómo podría darse el caso de que surgieran y qué habría que hacer para sobrevivir a una invasión de muertos vivientes. Había llegado incluso a obligar a Josh y a Luis a leer varios blogs y a tragarse un vídeo sobre un extraño hongo de la selva sudamericana que se apodera del cerebro de las hormigas y, en teoría, podría propagarse a los humanos. En primavera, en el transcurso de un deprimente debate sobre temas medioambientales, superpoblación y el reto de alimentar a todos los habitantes de la Tierra, su profesora de Ciencias Naturales, la señorita Ryan, les había contado que seguramente los insectos terminarían convirtiéndose en nuestra principal fuente de sustento. Tommy, que por lo general prefería esconderse tras su flequillo para pasar inadvertido en vez de participar en clase, se había animado a tartamudear una pregunta: ¿qué le ocurriría a alguien que se comiera una hormiga zombi infectada con el hongo cerebral ese? A continuación había vuelto a hundirse en la silla, abochornado, mientras a su alrededor se elevaba un coro de risitas maliciosas. La señorita Ryan respondió que, aunque ella no sabía gran cosa sobre ese hongo en particular, estaba segura de que la hormiga no se convertiría en el vector de ninguna infección fúngica, al menos no para las personas. Aquella noche, conectado con Josh a Internet para enfrentarse a los hombres cerdo zombis de Minecraft, la subespecie de muertos vivientes más ridícula que había en el juego, Tommy le dijo a su amigo que la señorita Ryan no tenía ni idea y que él seguía estando convencido de que el hongo cerebral de las hormigas podría convertir a los seres humanos en zombis.

—Me iría a lo fácil —anunció Luis—. Fortificaría mi casa. Trasladaría todos los víveres a la planta de arriba y demolería la escalera. Después usaría una de mano para subir y bajar y la recogería cuando no me fuese a hacer falta. Listo, a prueba de zombis.

—Me gusta —aprobó Tommy—, pero ¿qué pasa con las rutas de escape de emergencia? Además, si tuvieses que pirarte, cargar con los suministros por la escalera de mano sería un coñazo.

—Tiraría las cosas por la ventana y saltaría detrás —replicó Luis.

—Qué gallo eres. —Un «gallo» era alguien que se esforzaba demasiado por hacerse el valiente, el listo o el guay—. Ni hablar; saltarías, te torcerías el tobillo y acabarías reducido a carnaza.

—Para carnaza, la que tengo aquí colgada.

—Usaría la Roca Partida.

—No podrías vivir aquí.

—No, pero sería, no sé, como un fortín extra o…, o un puesto de seguridad. Construiría un refugio o plantaría una tienda de campaña o algo por el estilo por si invadieran mi casa o donde estuviera, o por si me tuviera que pasar unos días ocultándome de los no infectados.

—Para eso está el centro comercial.

—Qué va. Para nada. El centro comercial es lo primero que se llenaría de zombis. Como punto de abastecimiento está bien, pero hay que entrar y salir a toda leche. Fijaos en El amanecer de los muertos. —Luis, a diferencia de Tommy y de Josh, se había tragado todas las películas de miedo habidas y por haber en compañía de sus hermanas mayores—. Tommy, ¿la has visto ya?

Tommy responde que no con la cabeza.

—Dios, qué gallina eres —suspira Luis—. Pues no dejes de verla. Sale un zombi que es clavadito a ti. En serio, es la versión setentera de ti. Acojona. La tienes que ver. Aunque no sea la peli entera, busca ese zombi en YouTube.

—¿Y qué pongo en el cuadro de búsqueda? ¿«Tommy zombi»? ¿«Luis es un capullo»?

—Estás mezclando dos pelis distintas.

—Eh —los interrumpió Josh—. La escuela estaría bien para esconderse y enfrentarse a los zombis. Hay un montón de suministros ahí.

—Pasable —respondió Tommy—, pero tampoco se podría quedar uno allí todo el tiempo. Habría que preparar un puñado de bases más pequeñas, ¿vale? Para tener repartidas las provisiones. No se puede depender en exceso de un solo sitio. Vivir encerrado en una fortaleza, eso sí que sería un error. Se necesita más de un lugar. Convertiría esta roca en una de mis bases. Sin duda. Está elevada, como tu casa sin escaleras, y podrías oír y ver llegar a los zombis a más de un kilómetro de distancia.

—¿Y qué ruta propones para escapar de esta roca en caso de emergencia? —preguntó Luis.

—Puedes bajar deslizándote por ese árbol de ahí, como si fuese la barra de una estación de bomberos. Mucho mejor que tirarse por una ventana. Además, defender la roca estaría chupado. Sólo habría que atraer a los zombis hasta la grieta, ¿lo ves? Y después les clavaríamos unas lanzas muy largas en la cabeza.

—Pero si se reunieran en una horda lo bastante numerosa, inundarían la grieta y seguirían agolpándose contra las paredes, apisonándose los unos a los otros, y pasarían por encima de esta roca como un tsunami, tío. Igual que en Guerra Mundial Z o Los muertos vivientes.

—En la vida real eso no pasaría. Con lo densos que son estos bosques, les resultaría imposible acudir en masa. Irían a paso de tortuga.

—Ya, te equivocas. Ni siquiera tendrían por qué seguir los caminos marcados. Se desparramarían por todas partes como les resultase más fácil.

Tommy se tocó con cuidado las postillas que empezaban a recubrir las heridas que se había hecho en las piernas.

—Bah. Estamos tan altos que los veríamos llegar y los oiríamos de lejos. Estaríamos a salvo.

A Josh no le apasionaban las pelis de miedo tanto como a Luis ni compartía la reciente obsesión por los zombis de Tommy. Después de que los dos hubieran ignorado su sugerencia de encerrarse en la escuela para sobrevivir al apocalipsis, se sentía peligrosamente al margen de la conversación. Determinar cuáles de los tres formaban la pareja de mejores amigos y quién era la carabina siempre había sido la espada que pendía sobre sus cabezas sin que nadie hablase de ella, una competición tácita. Tommy y Luis seguían enfrascados en su vertiginoso intercambio de opiniones, como si hubieran ensayado este tira y afloja sobre los zombis sin contar para nada con él. Quizá fuese así. Desesperado por no quedarse obsoleto, por aportar alguna contribución ingeniosa, Josh dijo:

—Por las noches haría demasiado frío como para dormir aquí al raso.

A lo que Tommy repuso:

—Podríamos encender una fogata.

—Fuego al aire libre, claro que sí. Para eso ponte a tocar una campana y reparte invitaciones para la barbacoa zombi que se avecina.

—Mmm —se relamió Josh—. Costillitas asadas.

Luis se rió. Josh exhaló una bocanada de vaho.

—El frío nos vendría bien, en realidad —dijo Tommy—. El frío es bueno.

—Y una mierda —protestó Luis—. Vivir aquí, a la intemperie, sería un rollo de cojones.

—¿Cojones zombis?

—A ellos me refiero, precisamente —insistió Tommy—. Se quedarían como carámbanos. No están vivos, ¿vale?, así que nada de calor corporal.

—O sea —murmuró Josh—, ¿qué insinúas, que son… como lagartijas o algo por el estilo? ¿Bichos de sangre fría que necesitan tumbarse al sol para entrar en calor?

—Zombis bronceados —se carcajeó Luis de nuevo—. Me mola.

—Cuando llegase el invierno —dijo Tommy—, los zombis se convertirían en témpanos de hielo. Esperamos hasta que se hayan congelado todos y nos los cargamos tranquilamente uno por uno, nada más fácil.

Luis frunció el ceño y arrugó el entrecejo, concentrándose, como si se dispusiera a impartirles una lección de sabiduría de incalculable valor.

—En Zombis Nazis no sale ningún zombi congelado.

—¿Qué coño es Zombis Nazis? —preguntó Josh.

—Una peli que va de zombis nazis, como su nombre indica. Finlandesa, creo. O de otro país de esos en los que hace un frío de muerte, ni idea. Ahí los zombis nazis no sólo no se quedaban congelados, sino que corrían por la nieve y todo. Habían vuelto a la vida por culpa de no sé qué leches de maldición u otra chorrada por el estilo.

—Pero no estamos hablando de zombis sobrenaturales —protestó Tommy—. Los que tú dices no nos los encontraríamos en la vida real. Los zombis de verdad se congelarían.

—Bueno, no sé —dijo Luis—. Sería cutre de cojones que se quedasen todos petrificados con esa facilidad y unos capullos como nosotros pudiéramos ir por ahí cortándoles la cabeza, sin más.

—Si estuvieran congelados de verdad —matizó Josh—, necesitaríamos un escoplo o algo por el estilo.

—Da igual. Antes de la gran glaciación aún habría que sobrevivir durante unos cuantos meses cálidos con todas esas hordas pululando por ahí y devorando a la gente.

—No me dan miedo las hordas.

—¡Qué gallo! —exclamó Josh.

—Pero si ni siquiera eres capaz de ver Scooby Doo sin tener pesadillas —se burló Luis.

Tommy se encogió de hombros y dejó aflorar a sus labios una versión desnatada de la sonrisita con la que solía dar a entender que ya no tenía nada más que añadir. El gesto no tardó en esfumarse.