© de la obra: Iria G. Parente y Selene M. Pascual, 2018

© de las ilustraciones: Kloe de Saga, 2018

© de las fotografías: Andrew Mayovskyy, Shutterstock, Hung Chung Chih, Shutterstock

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición: enero de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-16858-98-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A todas las personas que día a día son acalladas,

ocultadas y apartadas de un mundo que todavía

nos clasifica en niveles de normalidad.

A las que se han temido a sí mismas,

las que han sido rechazadas, pero también a las

que llevan la etiqueta «diferente» con orgullo

y la defienden cada día. Vuestro superpoder

es existir: que nadie os haga invisibles.

ADVERTENCIA

Todas las personas, organizaciones y situaciones

descritas en este libro son ficticias. Cualquier parecido

con la realidad es pura coincidencia.

O, al menos, eso creemos.

lily

Yeray

A veces hay secretos donde menos lo esperamos. A vuestro alrededor, a todas horas, incluso en este mismo momento, puede estar pasando algo extraordinario. Algo propio sólo de las historias más alucinantes. Pero aunque lo descubrierais, aunque vierais todas esas cosas extrañas, aunque os lo contasen todo de primera mano, seguramente no lo creeríais, porque nos han convencido de que todo tiene una explicación lógica, de que hay ciertos hechos reales y otros que no lo son.

Y así es como os hacen creer, entre otras cosas, que la magia no existe.

Pero sí existe. Y yo estoy aquí para descubriros la verdad.

Me llamo Yeray y voy a contaros mi historia. Tranquilos, pese a esta entradilla propia de conspiraciones, esto no va de contaros ningún drama, sino de compartir algo que el mundo tiene que saber porque es jodidamente genial.

Me llamo Yeray y tengo poderes.

Y no os he dicho lo mejor: tengo poderes siendo de España.

Lo sé, lo sé. Si viviese, no sé, en Londres y tuviese poderes, quizá no os sorprendería, porque esa gente siempre se lleva la parte divertida. Todo lo que mola, ¿sabéis? Quiero decir, se supone que Potter y su panda podían ir por ahí volando y lanzándose hechizos o escondiendo casas enteras de ojos muggles. Y los yanquis, lo mismo: tienen todo tipo de historias mágicas en la actualidad y peleas épicas a pie de calle entre tipos con armaduras chulas o movidas genéticas que les dan una fuerza brutal para poder luchar contra el mal y toda esa mierda.

Sin embargo, en España nunca pasa nada mágico ni guay.

«Pero, Yeray, lo que has dicho son sólo historias. Cuentos. No pasan de verdad».

Eso díselo a alguien a quien le guste Harry Potter y siga resentido porque no le llegó la cartita de Hogwarts a los once años. Y si eres un resentido porque no te llegó la carta, no te preocupes: a mí tampoco. Pero ya os he dicho que tengo poderes. Y esto no es ninguna historia inventada: esto es la realidad.

Siendo justos, no tengo poderes, en plural. Tengo sólo uno, pero me sobra.

Puedo teletransportarme.

Y es brutal.

El día que me enteré de lo que podía hacer estaba harto de pasar horas y horas en el autobús para visitar a mis abuelos en Asturias. En aquel momento deseé con todas mis fuerzas estar ya en la estación y ¡pum!, de pronto me encontraba allí, varias horas antes de lo previsto, desorientado y sin saber muy bien qué había pasado. Pensé en aparecer en el autobús y ¡pum!, estaba de vuelta. Al viejo que iba a mi lado casi le dio un infarto de la impresión, lo que me convenció de que todo había ocurrido de verdad y que no había sido un sueño. No lo volví a intentar durante ese trayecto para que el viejales no se muriera en el sitio y, cuando me preguntó si me había ido a algún lado, le dije que eso era imposible.

Pero la palabra «imposible» hace mucho que no forma parte de mi vocabulario. No existe nada imposible, sólo aquello de lo que todavía no tenemos pruebas.

Eso pasó cuando era un criajo de diez años, así que ahora que tengo diecisiete para mí es tan natural aparecer en cualquier lugar como para cualquier otra persona coger el metro. Ni os cuento lo que me ahorro en transporte.

En realidad, me ahorro mucho de muchos lados. Igual no es lo más inteligente admitir que soy un delincuente, pero, como no os vais a creer nada de lo que os cuente, ¿qué más da? Menos se lo creerá la policía. Si esto llegase a sus oídos, seguramente pensarían que son los desvaríos de un tipo que juega mucho a videojuegos o ha visto muchas películas de Marvel (y yo hago las dos cosas, pero eso no impide que esto sea verdad). Así que confesaré: uso mis poderes para robar. ¿Habéis visto la película de Jumper? El prota es un crack que va dando saltitos de un lugar a otro y enriqueciéndose robando bancos. Pues yo igual. No robo bancos (aunque debería, teniendo en cuenta que ellos hacen eso mismo con nosotros, pero eso es otra historia) porque tampoco necesito tanto. Sólo lo justo para ir tirando, no sé si me explico.

A ver, para que lo entendáis, y estoy seguro de que esto sí os parecerá muy real: las cosas en España andan jodidas, con esta crisis de la que todo el mundo quiere sacarnos pero nadie lo hace. Mi padre está en paro desde hace varios años y mi madre nos dejó no hace mucho, porque nuestra sociedad está superevolucionada para todo, excepto para curar el cáncer. De modo que sólo somos mi padre y yo, y hay que salir adelante como se pueda.

Y-yo-puedo-aparecer-donde-quiera-cuando-quiera.

Venga, no me jodáis: cualquiera haría lo mismo.

Es muy fácil: si no quieres llamar la atención, no das grandes golpes. Fichas a tu objetivo (gente rica o grandes empresas, no seáis cabrones si tenéis la oportunidad de ser maestros del robo como yo; los de abajo ya estamos lo suficientemente mal como para ir unos contra otros) y vas robando pequeñas cantidades, siempre en metálico, u objetos fáciles de revender. Nada demasiado llamativo. Ni siquiera necesito colarme en casas la mayor parte de las veces, y menos mal: mis poderes molan mucho, pero necesito como mínimo una referencia visual para aparecer donde quiera. No puedo inventarme lugares. Eso sí, con una simple imagen, asunto arreglado. Y ahora mismo, lo más fácil del mundo es encontrar fotos o vídeos de sitios en donde sobra la pasta, os diré. ¿Habéis visto la de famosos que muestran sus casas en revistas del corazón y en programas de la tele? En general, la gente siente un gran placer al enseñar su vida, desde qué come hasta las habitaciones en las que vive. Y yo sólo necesito conocer un centímetro de una para colarme en ella y quedarme lo que me dé la gana. Y os aseguro que esas personas no echan en falta quinientos euros, ni mil, mientras que a otros nos solucionan la vida.

No os rayéis si sois de los que subís mil fotos a vuestras redes sociales: lo más seguro es que nunca me vaya a colar en vuestra casa. ¿Que por qué lo sé? Porque el tipo de gente a la que suelo robar no escucharía ni un segundo de una historia sobre magia; pensarían que son gilipolleces o inventos de niños.

Bueno, que me voy por las ramas. Aunque entrar en casas es la solución más lucrativa, es también la que más trabajo da: tienes que descubrir quién vive ahí, averiguarlo todo sobre esas personas, encontrar las imágenes, saber cuándo no hay nadie… Un coñazo. Por lo general, es más simple fichar a tu objetivo por la calle, dar un pequeño empujón en el momento adecuado y desaparecer sin dejar rastro. Y eso se me da genial.

Total, que un poquito de aquí, un poquito de allá…, al menos da para terminar de pagar la hipoteca y para comer, y así mi padre no se hunde más en la depresión que lo tiene consumido desde hace años, convenciéndole de que no vale para nada. Y, eh, él sí que es un crack, como lo era mi madre. Fui inesperado para ambos y ninguno tenía ni un duro por entonces: ni siquiera vivían juntos todavía. Mi madre acababa de terminar Medicina, así que se puso a estudiar para el MIR y a trabajar en cuanto pudo después de darme a luz. Mi padre abandonó Magisterio para hacerse cargo de mí. Con el tiempo, se sacó las asignaturas que le faltaban poco a poco y a distancia, y encontró curro cuando ya pudo empezar a dejarme en la guardería o con los vecinos. Fueron buenos años. Después, ni siquiera haber estudiado Medicina salvó a mi madre, y con los recortes en educación mi padre se fue a la calle.

Nos fuerzan a prepararnos para un gran futuro, nos prometen que si haces ciertas cosas tendrás una vida mejor, y en realidad nadie sabe cómo será el mundo mañana y si todo eso servirá de algo.

Pero no nos pongamos intensos, que no estoy aquí para contaros mis dramas. A mí eso no me va. Ya os he dicho lo que me va: la magia. Creo que si las autoridades conociesen el secreto de su existencia, harían redadas para encontrar a la gente que la tiene, porque es una puta droga. La mejor que he probado, y he probado algunas. (Quizá eso tampoco debería haberlo dicho, pero he venido a contar mi historia y eso incluye toda la realidad). La sensación que te deja la magia es la mezcla más perfecta de adrenalina y realización. Un subidón en toda regla, vaya. Sientes el corazón latiendo a trescientos por hora; tu cuerpo mismo parece palpitar. Tengo la capacidad de ver el mundo sólo con un salto, sin límites. He ido a Japón mientras debía estar en clase y he vuelto a tiempo para la merienda; he vivido días sin noche marchándome a lugares en los que amanecía cuando aquí se ocultaba el sol. He visitado todos los continentes mientras mis compañeros hacían los deberes.

Eso sin tener en cuenta todos los preestrenos de películas y conciertos en los que me he colado a lo largo del mundo. O las notazas que he sacado sin dar un palo al agua porque he conseguido robar algún examen.

Mi vida podría ser una mierda si no tuviera poderes, pero con ellos es la hostia.

Ayer, sin embargo, unas personas vinieron a mi casa. Estaba con los cascos puestos a todo volumen en mi cuarto, así que ni me enteré hasta que mi padre apareció en la puerta advirtiéndome de que un día me iba a reventar los tímpanos.

—Hay dos personas que preguntan por ti —añadió después.

Me extrañó desde ese momento. No soy muy sociable, la verdad. No es que la gente no me guste, pero por lo general voy bastante a mi bola; es más cómodo. Además, cuando tienes un secreto tan grande como el mío, uno que no puedes contarle a nadie, pesa más. De todos modos, lo único que necesito es a mi padre y mi poder. El resto, incluidas otras personas, me da absolutamente igual.

Cuando llegué a nuestro diminuto salón, había un hombre y una mujer allí. Y no los había visto para nada, nunca jamás, en mi vida. Habría pensado que venían a vendernos algo o hablarnos de alguna religión de no ser porque habían preguntado directamente por mí.

Compartieron una mirada. El hombre se acercó a mí. La mujer, en cambio, se quedó ante mi padre.

—Discúlpenos, señor Ayala, pero debemos actuar así.

Ni siquiera me dio tiempo a reaccionar. Antes de que pudiese abrir la boca para preguntar qué estaba pasando, el tipo que se me había acercado me agarró el hombro.

El vértigo llegó demasiado rápido. La oscuridad se abalanzó sobre mí después de poner mi mundo patas arriba. La voz se me cayó a media palabra.

Me desmayé un segundo después.

lily

Yeray

Venga, adelante, lanzad vuestras apuestas. ¿Desperté en un laboratorio en el que me usarían de experimento? ¿Los tipos que aparecieron en mi casa eran unos psicópatas que me secuestraron para hacerme toda clase de cosas? ¿Habían descubierto mis robos y la policía había venido de incógnito porque me consideraban un delincuente reconocido y al que era importante capturar cuanto antes? Algo así habría satisfecho bastante a mi ego, siendo sinceros.

Nada de eso. Ya os he dicho que a vuestro alrededor pueden estar pasando cosas acojonantes y vosotros no tenéis ni idea, pero es que yo mismo, incluso con mis poderes, no sabía hasta qué punto podía llegar todo este asunto.

Cuando desperté, me encontraba en un cuarto que no reconocía, sin decoración y con pocos muebles: la cama en la que alguien me había tumbado, un pequeño escritorio y un armario empotrado. La habitación en sí me importaba una mierda, la verdad: a mi lado había una mujer (muy mona, por cierto) que en ese momento guardaba material clínico en un maletín. Vi una jeringuilla y varios tubos llenos de sangre. Los que habéis apostado por el laboratorio estaréis ahora pidiéndole la pasta a los que no lo hicieron, pero no os apresuréis: no se trataba de algo así. Aunque admito que yo también lo pensé; era eso o que fuera un sueño erótico con enfermeras. Y en mis sueños suelen aparecer con menos ropa.

Antes de ser consciente de toda la situación, ella habló:

—Ya has despertado.

Lo sé, qué tópico de mierda.

—¿Dónde estoy?

Ya, ya. Tópico otra vez, pero fue sólo una pregunta retórica, porque me di cuenta de que no importaba. Estuviese donde estuviese, no iba a quedarme ahí mucho tiempo. Por eso intenté desaparecer: pensé en mi casa, en una habitación más pequeña y hecha un desastre, con mis cosas y una seguridad placentera. Cerré los ojos, esperando la familiar sensación de adrenalina…

No ocurrió nada.

—En un sitio al que deberías haber llegado ya hace tiempo, Yeray. Parece que has robado mucho, ¿no es cierto?

Ahí ya sí empecé a asustarme. O a encabronarme. O a ambas cosas.

Me incorporé con la mayor rapidez posible. Mis ojos controlaron la habitación con más atención. La enfermera sexy (que ya no me parecía tan sexy) se giró hacia mí con expresión escéptica. En el dormitorio no había ventanas para saber si era de día o de noche o si seguía en Madrid, siquiera. La puerta no estaba muy lejos.

—Sé que estás pensando en huir, Yeray. Y yo que tú no lo intentaría. Hay seguridad y tus poderes están anulados ahora mismo. Y así van a seguir.

—¿De qué coño me estás hablando? —gruñí. Entonces me di cuenta de lo que parecía obvio: conocía mi secreto—. ¿Qué sabes de mi poder? ¿Qué es esto? ¿Me vais a convertir en un experimento?

Os dije que yo también lo había pensado.

—Tu padre no sabe nada de lo que puedes hacer, ¿verdad? Ni de para qué lo usas.

—¿Qué?

—Antes de capturarte creíamos que tenías su apoyo. Pero que no sepa nada facilita las cosas porque no es cómplice.

¿Cómplice? Claro que mi padre no era cómplice de nada. Por supuesto que no sabía nada. El deber de un adolescente es esconderle cosas a sus padres, va con la edad. De hecho, prefería que siguiera pensando que el dinero que llevaba a casa era de lo más legal.

—Estoy seguro de que esto no es necesario.

—Te equivocas. De hecho, lo es. Si vienes conmigo, te enseñaré las instalaciones. Después te recibirá la psicóloga.

—¿Instalaciones? ¿Psicóloga? ¿De qué cojones estás hablando? No, espera, no quiero saberlo. Yo me piro de aquí.

Intenté desaparecer. Nada. Ni un solo flujo de poder en mis venas. Así que hice lo único que se me ocurrió: salir corriendo. Por suerte para todos, aunque llevo muchos años apareciendo y desapareciendo, el deporte se me da bien. Por eso, cuando abrí la puerta, pensé que sería todo tan sencillo como salir por patas.

Pero no, claro que no. Tendría magia, pero no tuve la suerte de que mi vida se convirtiese en una película de aventuras ni yo en el héroe que siempre sale airoso. Por eso no me dio tiempo ni a dar dos pasos antes de que un pinchazo en la cabeza, como cuando bebes una bebida demasiado fría, me hiciese perder por completo el control de mis movimientos y cayese al suelo, mareado.

La enfermera, que ahora ya me parecía de todo menos atractiva, se acercó con tranquilidad.

—Mala idea, Yeray. Duerme un rato. Quizá cuando despiertes lo veas todo desde otra perspectiva.

Y me dormí.

Lo sé, esa tía es una auténtica cabrona. No es oro todo lo que reluce, se podría decir. Más tarde descubrí que mi primera archienemiga se llama Carla Carrasco, es una telépata y la médica del centro. ¿De qué centro? Ah, estáis a punto de averiguarlo. Yo no tardé mucho más. Lo hice en cuanto desperté, esta vez de golpe. Carla me tomaba el pulso, aunque en cuanto abrí los ojos me aparté todo lo que pude de ella. No sabía cómo había conseguido que cayese inconsciente de nuevo, pero estaba seguro de que no había sido casualidad. De todos modos, no fue ella lo que más me llamó la atención: ahora allí estaba otra persona que reconocí.

—¿Qué has hecho, Yeray?

Tragué saliva. Mi padre estaba horrible, sin afeitar, ojeroso y con la camisa desarreglada. Me miraba con censura, pero yo sólo podía pensar en que esa médica había descubierto mi preciado secreto. La miré valorando seriamente la opción de desaparecer con ella y dejarla a su suerte en lo más alto del Himalaya o en el fondo del mar.

—Os dejaré solos, señor Ayala. Supongo que querrá comunicarle a su hijo la noticia. Gracias por su colaboración.

—Gracias…

Abrí la boca, pero, antes de que pudiera decir nada, Carla Carrasco se había largado. Y no sólo eso: oí el chasquido de la cerradura, que nos dejaba sin posibilidades de marcharnos. Mi padre no tardó ni un segundo en dejarse caer en la silla del escritorio y llevarse una mano a la cara. Yo empezaba a ahogarme. Me sentía atrapado. Atrapado. No sé si os hacéis una idea. Hasta hacía unas horas podía estar en la otra punta del mundo en lo que dura un parpadeo. Y ahora no conseguía salir de una puta habitación. Antes os he dicho que la magia es como una droga: pues efectivamente. También produce síndrome de abstinencia, y yo empezaba a sentirlo en toda su intensidad.

—¿Has estado robando, Yeray?

—Tengo que salir de aquí.

—Yeray, contéstame.

Lo que menos me importaba era la pregunta. Me levanté. Empecé a caminar por el cuarto de un lado a otro, ansioso. Me costaba respirar. Mi secreto. Mi libertad. Todo se iba a la mierda. Quería desaparecer. ¿Por qué coño no podía desaparecer?

—Tengo que salir de aquí. —Lo repetí varias veces porque era lo único en lo que podía pensar. Creo que mi padre comentó algo, pero no lo oí. Intenté abrir la puerta, sin éxito. Comencé a golpearla. A gritar—: ¡¡Tengo que salir de aquí!!

—¡¡Yeray!!

Un tirón me echó hacia atrás. Me desestabilicé y caí al suelo, aunque sé que no era su intención. Desde abajo, lo miré con los ojos muy abiertos. Él me observaba como si no me reconociera. Estaba destrozado. Apreté los dientes. Era culpa de esa mujer. Él no tenía que saber lo que yo hacía o no hacía para llevar dinero a casa. Mi secreto había estado a salvo conmigo y, de pronto, ya no.

—Respóndeme.

—Necesitábamos dinero.

—¿Crees que esa es la manera?

—¡Qué más da la manera! El caso es que así lo teníamos, ¿no? ¡Lo que he hecho estaba bien!

—¡¡Lo que has hecho es un delito, y por eso estás aquí!!

Me quedé callado. Miré a mi padre sin comprender y cerré la boca. Sí, claro que sabía que lo que hacía era un delito, en distintos grados. ¿Acaso estaba en una cárcel? No podía ir a la cárcel. Soy menor de edad. Y la ley española es una mierda en ese sentido (bueno, en la mayoría de sentidos), pero me favorece. Entonces, ¿dónde estaba? ¿En un reformatorio?

Miré alrededor con más detenimiento, inquieto; no había nada que confirmase o desmintiese mis dudas.

—¿Desde cuándo puedes hacer eso?

—¿Qué?

Eso. Me han enseñado varios vídeos. Apareces y, de repente, ya no estás. Creen que eres tú en todos ellos. En la calle. En las casas. La… magia. Es imposible. ¿Cómo haces para que parezca que haces eso? Tienes que convencerles de que tú no puedes hacerlo. Bueno, nadie puede. Esto…, esto es absurdo. Es una broma de mal gusto.

Os avisé de que la gente normal no cree en cosas extraordinarias ni cuando tiene la prueba delante de sus narices. Y mi padre es un ejemplo evidente de ello. Se apartó de mí y volvió a su asiento, pasándose las manos por el pelo encanecido. Es un hombre joven, pero el tiempo ha pasado mal por él. Hay arrugas en su rostro, tiene el cuerpo consumido, ojeras bajo los ojos. ¿Se puede saber cómo alguien pretende que me sienta culpable por intentar ayudarlo? Ayudarnos a los dos. Me importa una mierda si lo que hago es legal o no. De hecho, la legalidad en España hace mucho que no le importa ni siquiera a los que ocupan lugares en el Gobierno, así que ¿por qué debería importarme a mí?

—¿Te han dicho qué es este sitio, papá? ¿Te han dicho por qué me tienen aquí?

—Por lo que has hecho —repitió. Eso lo entendía. Estaba ahí por los robos. Posiblemente, por alguna otra cosa más en los límites de lo legal—. Dicen que este es un lugar para personas como tú. Pero tú no eres como estos locos. Tú no puedes…

—¿Un lugar para personas como yo?

Mi padre me miró. Creo que lo hizo sólo porque no le daba la razón. No estaba asegurándole que no tenía ciertas capacidades que nunca le había enseñado. Tuve que contener la respiración. Tenía la mirada llena de desconcierto, preocupación y tristeza.

Y, aun así, yo sólo podía pensar en ese «personas como yo». ¿Qué significaba? ¿Más gente que podía teletransportarse? ¿Estaba en Jumper, con sus saltadores? ¿Habría también organizaciones intentando cazarnos?

No se trataba de eso, por supuesto.

—«Centro de Investigación y Reacondicionamiento de Capacidades Especiales», lo han llamado. Por una parte, sirve como reformatorio para menores con habilidades extrañas que usan para… cometer delitos. Como tú. Aunque tú no… Esto es…

Jodidamente genial, pensaréis algunos. Lo que yo os había dicho. Porque suena jodidamente genial. ¿Una institución para gente con poderes que además se han usado para todo, menos para ayudar a viejecitas a cruzar la calle? Suena de puta madre. Suena a historia épica propia de los ingleses o los yanquis. Y seguro que me parecería jodidamente genial

… si no estuviera dentro.

Porque me han metido aquí, sin posibilidad de escapar, y no he podido decir nada al respecto. Dudo que ninguno de los que traen aquí tenga algo que decir, en realidad.

Tras la conversación con mi padre, llegó una señora mayor, gris por su ropa y su pelo. Se presentó como Nuria Silva Beltrán, directora del centro, y me dio la bienvenida. Por supuesto, protesté. Por supuesto, dejé claro que no quería estar aquí. Por supuesto, se me dijo que esto no tenía nada que ver con mi elección.

Se me ha acusado de hurto, allanamiento y unos cuantos cargos menores más, y no se me puede llevar a un reformatorio normal donde no sean capaces de controlarme. Para eso existe el Centro de Investigación y Reacondicionamiento de Capacidades Especiales o CIRCE, como ellos lo llaman: para tener bajo control a personas incontrolables. Para quitarnos nuestro poder. O para redirigirlo adonde los peces gordos quieran. Aquí nos ponen dispositivos —collares, como si fuéramos perros— para inhibir nuestras capacidades y se nos vigila día y noche. Según parece, se nos enseñará a usar nuestras aptitudes, aunque para todo lo contrario para lo que pudiéramos haberlas usado hasta ahora.

Mi padre no tuvo más remedio que firmar los papeles de mi ingreso en el centro al que me han traído, que es uno de los tantos que debe de haber en Madrid. Yo, al parecer, me encuentro en uno escondido en la estación abandonada del metro de Chamberí. Ni siquiera puedo determinar en qué punto de la estación estamos porque no me han permitido salir de la habitación que se me ha asignado (y no parecen dispuestos a permitirme asomar la cabeza hasta que no deje de intentar escapar en dirección contraria).

Por otra parte, dudo que mi padre firmase los papeles en plena posesión de sus facultades. Justo después de la bienvenida de la directora, nos llevaron a los dos ante otra mujer: Alejandra, la orientadora. A mí me tuvieron que llevar casi inconsciente, claro, entre dos tipos altos y fuertes que deben de tener contratados como seguratas. Sin embargo, cuando estuve ante ella, no sentí tantas ganas de luchar. Sólo me sentí ido, casi drogado, y cuando empezó a hacerme preguntas ni siquiera pude pensar en negarme a responder. Después de mi entrevista —de la que no recuerdo apenas nada—, le dijo a mi padre que podía pasar y que debía firmar los impresos; él lo hizo con movimientos automáticos y sin presentar la más mínima protesta. Yo ni siquiera pude sentirme traicionado.

Después, Alejandra le indicó que debía irse a casa y que no podría decir ni una palabra de lo que aquí había visto o de lo que le habían contado. Podría venir a visitarme (una vez por semana, siempre que yo «colaborase»), pero nadie más debía saber dónde está el centro o cuál es su objetivo.

Y así mi padre se marchó, como si sus pasos no fueran suyos, y yo me quedé aquí.

Os dije que mi vida podría ser una mierda si no fuera por mis poderes.

Bienvenidos a mi nueva vida, en la que me han quitado mis poderes. Ahora es una mierda.

lily

Alicia

Todo el mundo tiene un secreto inconfesable. Todo el mundo ha deseado en alguna ocasión algo prohibido. Algo tabú. Algo que haría fruncir el ceño a alguien en algún lugar. Algo que tememos que los demás descubran y nos recuerden el resto de nuestra vida. Algo que revele que no somos como nos hemos mostrado ante el mundo.

Pero al final esos secretos sólo son oscuros porque nosotros los pintamos así. Si permitimos que nos asusten es porque les damos ese poder. Si dejamos que los demás nos amenacen con descubrirlos es porque nos avergonzamos de ellos. Porque realmente nos sentimos inferiores a los demás.

Sé de lo que hablo, porque yo comerciaba con secretos. Lo cual no es más que mi forma bonita de contar que extorsionaba a la gente de mi entorno para que hiciera justo lo que yo quería. Porque yo, al contrario que ellos, no tengo nada que ocultar.

Sí, hubo un tiempo en el que me aterraba no ser perfecta. No cumplir las expectativas de los demás. Me esforzaba por ser una persona que no era, la hija encantadora y trabajadora, la hermana adorable y alegre. La estudiante modelo. La adolescente exótica y preciosa, delgada y bien moldeada por los cánones de belleza.

Pero esa Alicia está muerta.

Quizás esa Alicia nunca llegó a nacer.

—¿Creéis que alguna vez tendré la atención de todos?

La voz de Javier llega hasta mí cuando se detiene ante mi pupitre y yo alzo la vista, un poco adormilada. Mi libro de Lengua está cerrado todavía, pese a que el reloj que hay sobre la pizarra indica que llevamos ya media hora de clase. Creo que no he prestado atención más allá del saludo. En ocasiones me pasa. En ocasiones, de hecho, puedo pasar toda la jornada sin ni siquiera saber de qué me han hablado. Al otro extremo del estrecho pasillo, Esther dibuja relojes en los márgenes de las páginas, tan sumida en sus pensamientos como lo estaba yo hace un minuto. Mei y Cristian, por el contrario, parecen esperar a que Javier siga con la clase; los bolígrafos apoyados sobre las páginas de sus cuadernos, preparados para tomar apuntes. Pero él sólo se fija en mí; la punta de los dedos apoyados sobre la mesa. Yo le devuelvo la mirada sin vergüenza.

Quiero preguntarle cuál es su secreto. Qué trapos sucios tiene. Él, que parece tan severo, siempre tan impecable, con sus jerséis de punto que dejan asomar el cuello de las camisas. Él también tiene que haber hecho algo de lo que no se sienta orgulloso. ¿Qué fue, Javier? ¿Te tiraste a la novia de tu mejor amigo? ¿Fumabas porros en la universidad? ¿Acaso has fantaseado con matar a alguien? O con usar tus poderes para algo malo… ¿Es ese siquiera tu aspecto real? Tú, que puedes transformarte en quien quieras o lo que quieras, ¿por qué no ser una persona diferente? ¿Por qué no elegir una vida que no te pertenece, dejando tu pasado atrás? Con esos poderes, sinceramente, ¿nunca te tocaste delante del espejo adquiriendo la identidad de la persona que te gustaba para ver qué se sentía teniendo lo inalcanzable…?

Eso, por supuesto, no lo digo. No quiero tener que enzarzarme en otra larga charla con Alejandra sobre mi supuesta necesidad de sentirme superior a los demás. Y sobre lo necesario que es que respete las mentes de todos los que me rodean, pese a que pedirme eso signifique pedirme que vaya en contra de todo lo que implica ser una telépata.

—¿Crees, Alicia, que podrías concentrarte durante sólo cinco minutos para leer la página 120, como llevo un buen rato pidiéndote? —susurra Javier. No porque sea un secreto, sino porque sé que está usando toda su fuerza de voluntad para no alzar la voz—. ¿Por favor? —recuerda añadir.

Aparto los ojos con desgana y abro el libro. Me tomo mi tiempo para encontrar la lección. Siento un oscuro placer al llevar a los demás al límite de su paciencia. Y con los adultos de Chamberí es especialmente estimulante. Nunca sabes lo que pueden decir. Nunca sabes lo que pueden hacer. Lo que pueden delatar de su vida y de su personalidad.

—No sé qué voy a hacer con vosotros —suelta de pronto por encima del ruido de las hojas del libro cuando las paso una a una—. Parece que no tengáis sangre en el cuerpo. —Esther, desde su asiento, resopla como si le pareciese un chiste que mencione, de entre todas las cosas, nuestra sangre. Javier se vuelve hacia ella—. ¿Es que no tenéis planes de futuro? ¿No queréis un trabajo?

—¿Trabajo? —se me escapa, casi sin pensar—. Querrás decir esclavitud, en un puesto que CIRCE decida para nosotros de antemano, ¿no? Son conceptos semejantes, puedo entender la confusión.

—CIRCE no va a obligarte a nada, Alicia.

No necesito leerle la mente para saber que miente.

—No, sólo me coaccionarán y quizás usen a Alejandra para convencerme de lo buena idea que es servirles con un poco de ayuda mágica, ¿no?

Esther parece salir de su burbuja de indiferencia para mirarme: lo hace como siempre, con fijeza, como si hubiera descubierto algo que no podría haber imaginado hasta ahora. Cristian, más allá de ella, se ha girado hacia la pizarra con ojos vidriosos, dejando claro que no piensa decir ni una sola palabra. Mei tiene los labios apretados e inclina el cuerpo hacia delante, como si quisiera encogerse y desaparecer. Puedo verla retorcer su bolígrafo. El pelo liso oculta su perfil, así que no distingo su expresión, pero su lenguaje corporal grita su incomodidad.

—Le diré a Alejandra que te gustaría hablar sobre tu futuro. Ahora lee lo que te he pedido, Alicia, ¿quieres?

Me concentro en respirar hondo. En estos momentos es él quien está llevándome al límite de mi paciencia.

Trescientos cincuenta días para salir de aquí. Claro que, cuando salga, me seguirán vigilando, y ya me han avisado varias veces de que, si uso mi poder de mala manera, iré a una de las cárceles que tienen para la gente adulta.

Unos golpes suenan en la puerta antes de que pueda abrir la boca. Una cara sonriente se asoma por el ventanuco. Hablando de la reina de Roma… Javier suspira, probablemente preguntándose qué ha podido hacer para merecer esto, y abre la puerta para Alejandra, que le susurra algo antes de entrar, seguida por un chico.

Así que tenemos un novato.

Alejandra se detiene delante de la pizarra. Tiene su sonrisa habitual, ese intento de ser agradable cuando trata con todo el mundo que la hace parecer un poco inestable. Irónicamente, ya que es nuestra «orientadora», lo cual sólo es otra manera de decir que se ha licenciado en Psicología y, además, tiene el poder de la hipnosis. Es ella quien se encarga de controlarnos a voluntad cuando no hacemos lo que se espera de nosotros. E incluso cuando lo hacemos, porque dirige las sesiones de prácticas. Evito mirarla a los ojos; si lo haces, estás perdida: establecer contacto visual con Alejandra es darle el poder completo sobre ti.

El chico nuevo se para a su lado, con las manos dentro de los bolsillos de sus vaqueros. Es alto y supongo que de mi edad, porque parece mayor, pero es imposible que tenga dieciocho si está en este lugar. Sé que lleva aquí poco tiempo por la forma en que mira alrededor, absorbiendo los detalles: la vieja pizarra verde; las paredes con carteles educativos en español, inglés e incluso francés; los pupitres que parecen sacados de fotos de la época de mis abuelos. Su incomodidad me queda clara por cómo cambia el peso del cuerpo de un pie a otro, como si estuviese pensando en escapar. Iluso. Nadie ha salido de aquí jamás, a menos que la organización así lo haya querido. Sus ojos vagan por la estancia como si esperase encontrar una salida que nadie haya descubierto hasta ahora. Pero probablemente ya se habrá dado cuenta de que no hay ventanas en nuestra prisión, ni tampoco puertas que no estén vigiladas. Nos mira un instante, por turnos, como si fuéramos parte del mobiliario. Al final se fija en la frase que está analizada sintácticamente en el encerado. Yo me echo hacia atrás en la silla y me cruzo de brazos.

¿Y tú qué has hecho para acabar aquí?

—Somos un grupo con capacidades extraordinarias —dice, volviéndose hacia Alejandra, que aún tiene esa sonrisa de mosquita muerta—, ¿y en vez de enseñarnos a dominar el mundo, nos tenéis separando sujeto y predicado? Vale, analiza esta frase: tienes que estar de coña.

Cristian deja escapar una risita nerviosa. Los demás ni siquiera pestañeamos. Por favor, un iluminado que cree estar en una película de superhéroes no. Ni tampoco un payaso. De esos ya tenía que soportar suficientes en mi antiguo instituto. Ya que aquí no hay posibilidad de escapatoria, ¿tanto sería pedir que al menos mis compañeros de celda fuesen normales? Pero, claro, si estamos aquí es porque ninguno de nosotros lo es.

—No podemos descuidar vuestra educación —explica Alejandra muy suavemente. Su voz siempre me recuerda a esos caramelos blandos que se te pegan al paladar. Estoy segura de que ni necesita echarle azúcar al café—. Clase, este es Yeray, vuestro nuevo compañero. Se quedará con nosotros un tiempo, así que espero que lo ayudéis a sentirse cómodo.

Es una forma muy sutil de decir que es un delincuente juvenil que va a cumplir condena, como el resto de nosotros. Casi consigue que parezca que somos una feliz y acogedora familia o una clase de primaria de conducta modélica.

Hasta Javier parece incómodo, y no sé si es porque en el fondo también teme estar a merced de los poderes de su compañera o porque cree que no ha hecho nada malo para tener que ocuparse de otra forma de vida en desarrollo.

—Claro… ¿Puedes contarnos algo sobre ti, Yeray? ¿Cuál es tu poder?

Es obvio que está intentando hacer un esfuerzo sobrehumano por ser amable. Algo que el recién llegado no aprecia, a juzgar por cómo bufa.

—Pues podía aparecer y desaparecer a mi antojo, hasta que decidisteis joderme trayéndome aquí. Y paso de vuestras gilipolleces de adaptación, como si esto fuera un sitio que he elegido. —Con tranquilidad, como si fuera el dueño de todo Chamberí, se acerca a la amplia mesa del profesor y se sienta sobre ella. Ha dejado a Javier y Alejandra con cara de sorpresa y, sólo por eso, su presencia aquí ya merece la pena—. A ver, Patrulla X, ¿qué podéis hacer y por qué le hacéis caso a esta gente?

Todos nos quedamos callados. Al parecer, es payaso y friki. Todo en uno.

Para mi sorpresa, y casi por primera vez desde que la conozco, Esther endereza la espalda y se echa un poco hacia delante en la silla, con verdadera atención. Tiene los ojos entrecerrados y fijos en el nuevo, y casi juraría que le brillan durante un segundo. Espero que la chica a la que todo le resbala no haya tenido un flechazo. Y menos con ese. No me creo que sea su tipo, con ese pelo engominado y el aire macarra de John Travolta en Grease.

—Yo tengo poder sobre el tiempo —contesta tras un segundo de duda que ella seguro que ha contado más que yo—. La pequeña, Mei, tiene telequinesis. Alicia es telépata. Y Cristian es médium, o lo sería si pudiera controlar los espíritus que le poseen…

La voz de Esther es clara, confiada, mientras nos señala uno por uno. Puede pasarse días enteros sin pronunciar una palabra, por eso que esté hablando ahora sorprende a nuestros profesores tanto como a mí. ¿Qué le ha dado?

—¿Tienes trances y esas mierdas, como en las películas? —pregunta el nuevo, dirigiéndose a Cristian. Él se hunde más en el asiento cuando le prestan atención—. ¿Te da vueltas la cabeza? ¿Vomitas?

Por lo que parece, Cristian va a responder, pero Alejandra da un paso hacia delante, distrayendo su atención. Javier ya ha tenido suficiente, y la está fulminando con la mirada: «No debías haberlo dejado salir de su cuarto si está claro que no sabe comportarse».

—Yeray. —El chico la mira, y entonces es cuando está perdido. Su nombre sale de los labios de la mujer como un ronroneo. Ahora lo está haciendo. Está usando su poder—. ¿Por qué no te sientas en el pupitre vacío detrás de Alicia?

Yo doy un respingo cuando me señala y se gira hacia mí. Tengo que evitar la reacción instintiva de echar a correr para alejarme de ella. Me limito a arrastrar mi silla un poco hacia atrás.

—Sé que los comienzos son emocionantes —continúa—, pero debes guardar las formas durante el resto de la clase. Tendrás tiempo de hablar con tus compañeros después.

Yeray ni siquiera protesta, aunque seguro que lo haría si pudiese. Su postura se relaja y, con andares de borracho, se levanta, pasa por mi lado y se sienta mansamente en su nuevo asiento. El silencio es tan espeso que se podría cortar con un cuchillo. Esther le dirige una mirada asesina a la psicóloga. El boli de Mei chasquea de forma irritante cuando ella saca y esconde la punta una y otra vez.

Siempre me he preguntado por qué Alejandra trabaja aquí, si podría tener el mundo en sus manos con un poder semejante. Una vez conseguí sonsacarle que ella también estuvo en el centro un tiempo cuando era menor, y desde entonces no puedo dejar de preguntarme si hizo algo para que la arrestaran y por qué ahora tiene pinta de no haber roto un plato. Seguro que la historia de cómo le lavaron el cerebro es digna de ser contada.

¿Cuál es tu secreto, mosquita muerta? ¿De qué cosas terribles eres culpable? ¿Cuántos delitos has cometido sin necesidad de mancharte las manos? ¿Cuántos se han despertado sin saber que su mente ha sido violada? ¿Qué es lo que tanto te reconcome para tener que hacer penitencia rodeada de adolescentes que te odian porque no pueden tener el mismo poder que tú…?

Ella me sonríe, ajena a mis intentos de traspasar su barrera, o quizá consciente de ellos. Al fin y al cabo, sabe que soy inofensiva mientras lleve el collar que absorbe nuestros poderes. O mientras ella pueda controlarme con un simple vistazo.

—Os dejo para que sigáis con la clase. Nos vemos más tarde.

Eso último se lo dice a Javier, que asiente, aunque ella ya se ha dado la vuelta y emprende su retirada. Nadie mira al chico nuevo. Nadie quiere ser él.

Nos esforzamos en fingir que no ha pasado nada, como siempre que lo más horrible ocurre.

—Mei, ¿puedes leer?

Me hundo en mi silla, aliviada de que no recuerde que iba a hacerlo yo. Me tiemblan los dedos, así que me apresuro a apoyarlos sobre los muslos, intentando mantenerlos quietos. Me encuentro con la mirada de Esther cuando giro la cabeza, pero ella no comenta nada. Es obvio que se ha percatado de mi nerviosismo, lo que me hace sentir expuesta. No quiero que este momento arruine mi imagen de chica segura de sí misma. No quiero que vea mi miedo. Pero, si lo hace, no dice nada. En su lugar, centra los ojos en el reloj que hay sobre la pizarra y luego escribe algo en una página de ese cuaderno que siempre lleva consigo. Yo me quedo con la vista clavada en el libro de texto, sin llegar a enfocar las letras.

Trescientos cincuenta días para alcanzar la mayoría de edad y salir de esta casa de locos.

Y después, ni CIRCE ni nadie podrá cazarme, porque me iré lejos.

Justo después de descubrir todos los secretos del mundo.

lily

Esther

How many ways to get what you want

I use the best, I use the rest

I use the enemy

I use anarchy

Sex Pistols: «Anarchy in the U.K.»

Querida Esther de 2015:

Ha llegado un chico nuevo a Chamberí. Creo que puede ayudarme a conseguir que algún día leas esto y todo lo demás. Es alguien que no está resignado todavía: quiere salir de aquí tanto como yo, quiere recuperar su poder tanto como yo. Está decidido y nadie le ha convencido todavía de que ya no hay nada que hacer. El chico puede aparecer y desaparecer donde quiera, algo que nos vendría muy bien para huir si lograse utilizar su capacidad; casi nos parecemos, sólo que nosotras podemos aparecer y desaparecer en el momento que queramos, ¿verdad? O deberíamos poder hacerlo. Todavía no. Pero no te preocupes, sigo trabajando en ello. Cada vez retrocedo un poco más. Cada vez estoy un poco más cerca de alcanzarte.

Nada más llegar nos ha preguntado qué podíamos hacer, y sé que no era curiosidad real por nosotros. Le damos igual, no hacía falta fijarse mucho para verlo. Lo que le importa son nuestros poderes: seguramente estaba valorando cuáles podrían ser útiles para salirse con la suya y desaparecer de Chamberí. Me parece magnífico. Ese chico está desesperado por escapar, y eso es justo lo que necesito: gente dispuesta a hacer lo que haga falta con tal de recuperar el control.

Y tú también necesitas a gente así, Esther, o nunca podrás leer esto y Daniel nunca se salvará. Tú misma no te salvarás.

Veamos si este chaval puede ayudarnos.

Esther, desde la cárcel, 1 de marzo de 2018, 01:23

lily

Cristian

Los ejercicios de la fotocopia me devuelven la mirada. El cuarto me guiña una o, así que leo lo que pone. Las líneas de letras bailan ante mí. Empiezo a escribir. Me detengo. Alzo la vista. Javier está sentado a su mesa corrigiendo nuestros deberes. Bueno, los míos y los de Mei, y los pocos ejercicios que Alicia nos ha copiado antes de la clase. En la pizarra, las huellas del borrador forman figuras que no pueden atraparme, aunque lo intentan. No hay sitio en mi cerebro para más monstruos.

No, al menos, mientras mis poderes sigan inhibidos. Eso me hace libre. Eso me hace ser consciente de mi cuerpo. De mis acciones. Aunque no tenga calma.

Echo un vistazo por encima de mi hombro. Mis compañeras trabajan diligentemente. O fingen trabajar. O simplemente se cruzan de brazos en su actitud de indiferencia con el mundo de forma pasivo-agresiva. El chico nuevo, detrás de Alicia, escribe en su hoja. Tiene una sonrisa estúpida en la boca, como si estuviera grogui. Y lo está. Los poderes de Alejandra hacen que te sientas sin fuerza y que todo lo que ella te diga te parezca buena idea. Te convierten en un muñeco sin voluntad. Podría pedirnos que nos tiráramos a las vías cuando la línea 1 pasa por la estación abandonada y nosotros ni siquiera tendríamos una opinión al respecto.

A no ser, claro, que algo más fuerte haya asido tu mente y no quiera soltarla…

—Cristian, no te distraigas.

La voz de Javier es suave, no tanto una reprimenda como un recordatorio. Al parecer, la psicóloga les ha dicho a los profesores que me distraigo con facilidad. Que, si eso pasa, me tienen que ordenar que trabaje. Con paciencia, porque soy un buen chico. Siempre con una sonrisa y amabilidad.

Pero yo no me distraigo. Me distraen.

Me inclino de nuevo sobre mis ejercicios. Las líneas han dejado de bailar. Ahora están quietas, muy quietas…, y algo parece esconderse tras ellas. Intento ignorarlo mientras pinto la barriga de una b de azul.

Describe las siguientes oraciones:

No hay escapatoria.

Oración simple, enunciativa negativa. Impersonal y transitiva. Irreal. Siempre hay una escapatoria. En el comedor usamos cuchillos para comer. Esa podría ser una escapatoria. En el corazón. De noche, en silencio, una cuerda. Una almohada sobre la cara. Esas son escapatorias. Escribo «Sí» encima del «No». ¿No dice siempre Alejandra que debemos ser positivos?

Si el mundo no recuerda que existimos, ¿estamos muertos?

Oración compuesta. Condicional. Estamos vivos con la condición de que alguien se acuerde de nosotros. Mis padres aún vienen a visitarme los domingos. He tenido un hermano pequeño. Marcos. Se llama Marcos. Tiene ya un año, pero nunca lo he visto. Lo dejan con los abuelos porque creo que les da miedo que le haga algo. Que pueda contagiarlo, como si mis poderes fueran una enfermedad. Dicen que lo veré cuando salga de aquí, pero eso no sucederá hasta dentro de un par de años. Y si no lo hago, si nunca lo veo o si nunca abandono Chamberí, ¿significará que ese bebé no existe? En ocasiones, mamá llora cuando me ve. Quizá, después de todo, sí que esté muerto.

¿Por qué no usas tus poderes para que volvamos a vernos si nos echas de menos, Cristian?

Oración fantasma.

Cuando Javier recoge los ejercicios, mi hoja sigue en blanco. Me mira, pero no dice nada.

lily

Mei

Javier recoge nuestra hoja de ejercicios y yo me apresuro a sacarte de la cajonera para abrazarte. Necesito tenerte en mis manos de nuevo. Sobre las piernas. Sentir el peso reconfortante de tu cuerpo suave entre mis brazos. Te he echado de menos esta hora, Arlenne. Ha sido una hora rara; ha venido un chico nuevo. La última que llegó antes que él fue Esther, pero de eso hace ya un año. Ha pasado mucho tiempo y cuando ella apareció recuerdo que sólo me dio pena; parecía muy enfadada, pero sobre todo muy triste, siempre silenciosa y con la mirada tan rota como sus pantalones.

No obstante, cuando el chico nuevo ha entrado por la puerta, he tenido muchas ganas de cogerte, angustiada. No lo he hecho porque sé que Javier se habría enfadado, así que empecé a jugar con el bolígrafo. Aunque, claro, el bolígrafo no eres tú. Un bolígrafo no me entiende, pero tú lo sabes todo de mí.

No deberíamos acercarnos a él, ¿sabes? Al nuevo, quiero decir. Creo que no es buena persona. Me recuerda a papá. Cuando llegó tenía su expresión de enfado y cerraba los puños como él. Deberíamos alejarnos, Arlenne. ¿Y si corremos lejos? Aunque tú hace mucho que no corres…

Da igual, vayámonos de aquí. En la habitación estaremos a salvo. Allí nunca pasa nada. Pero salir de la habitación…, salir de la habitación es peligroso. Siempre es peligroso.

Vamos a la habitación. A jugar. No pasa nada.

Me levanto. Javier está ante mí cuando lo hago y me encojo, estrechándote con fuerza.

—Mei —me llama con tranquilidad—. Arlenne debería quedarse en tu cuarto, ya lo hemos hablado muchas veces.

Me da igual. Nunca te dejaré atrás, Arlenne. Tú nunca me has dejado atrás.

—A Arlenne le gustan tus clases, Javier —susurro. Es cierto, ¿verdad, Arlenne?—. Siempre quiere aprender, y por eso tiene que venir conmigo.

Sé que Javier protestará. Por alguna razón no le caes bien, pero no me importa. Somos las mejores amigas, después de todo. Y ahora me necesitas para ir de un lado a otro, porque ya no caminas. Antes podías hacerlo; incluso podías volar. Pero ahora te tengo que cargar en brazos porque dejaste de hacerlo.

Estoy preparándome para que me repita una vez más que eres una muñeca y que los juguetes se quedan en el cuarto. No entiende nada. No eres una muñeca. Claro que no. Eres mi amiga de toda la vida. Y las amigas de toda la vida van juntas a todas partes.

Sin embargo, no pasa, porque el chico del que nos tenemos que alejar reacciona entonces. Parpadea varias veces y sé que está escapando del poder de Alejandra.

—¿Qué coño…? —pregunta con voz pastosa.

Levanta la mirada desde su asiento. Javier lo ve y, cuando lo observa, la expresión del chico pasa de la confusión a una máscara de desprecio. Me encojo sobre mí misma, abrazándote. No, no es bueno. Tenemos que marcharnos, Arlenne. Este chico da miedo.

Con rabia, da un golpe en la mesa con el pie y comienza a gritar, y en ese instante yo echo a correr.

En nuestro cuarto estaremos a salvo.

lily

Yeray

—¿Qué coño os pasa con el control mental? ¡Estoy seguro de que esa mierda es ilegal!

Es lo primero que se me ocurre decir en cuanto soy consciente de dónde estoy y de lo que ha pasado en la hora anterior. Todo forma parte de una niebla extraña e inquietante, como tener recuerdos que no te pertenecen o que no reconoces, la misma sensación que queda tras un sueño. O una pesadilla, más bien, teniendo en cuenta que sé que una psicóloga con poderes ha sido la culpable.