Título original inglés: The Last Namsara

© de la obra: Kristen Ciccarelli, 2017

Publicado por acuerdo con Lennart Sane Agency AB

© de la traducción: Carmen Torres y Laura Naranjo, 2018

© de las guardas y encabezados: Baleika Tamara/Shutterstock VA_Art/Shutterstock

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición: enero de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-16858-96-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Joe:

Compañero, amado y paladín de todos mis sueños.

ISKARI

ftexto

Uno

Asha atrajo al dragón con una historia.

Era una historia antigua, más vieja que las montañas que tenía a su espalda, y debía desenterrarla del profundo y latente escondrijo en su interior, donde yacía.

Odiaba hacerlo. Contar aquellas historias estaba prohibido y era peligroso, por no decir mortal. Sin embargo, después de acechar a esa criatura por tierras bajas y pedregosas durante diez días, sus esclavos de caza se habían quedado sin comida, por lo que debía elegir entre volver a la ciudad con las manos vacías o infringir la prohibición de su padre con respecto a los viejos relatos.

Nunca regresaba sin haberse cobrado una pieza y no iba a empezar ahora. Después de todo, era la Iskari y tenía cupos que cumplir.

De modo que contó la historia.

En secreto.

Mientras los cazadores creían que estaba afilando su hacha.

El dragón salió culebreando del cieno dorado rojizo como el ser traicionero que era. Por el cuerpo le caían granos de arena en cascada que centelleaban como el agua y revelaban unas escamas gris mate, igual que el de la roca de la montaña.

Con un tamaño tres veces superior al de un caballo, se cernió sobre ella mientras azotaba una cola bífida y clavaba su mirada hendida en la chica que lo había convocado. La chica que lo había engañado con una historia.

Asha silbó para que los esclavos se pusieran a salvo tras sus escudos y luego hizo una señal con la mano a sus arqueros. Aquella bestia había pasado la noche agazapada bajo la fría arena del desierto y, como el sol apenas había despuntado, su cuerpo aún no había alcanzado la temperatura óptima para volar.

Estaba encallado. Y los dragones encallados presentaban batalla.

Asha agarró con la mano izquierda un escudo oblongo mientras con la derecha alcanzaba el hacha arrojadiza de su cadera. La basta hierba de esparto se agitaba a la altura de sus rodillas mientras el dragón dibujaba un círculo a su alrededor a la espera de que bajase la guardia.

Ese fue su primer error: ella nunca bajaba la guardia.

El segundo fue escupirle una llamarada.

Había dejado de temerle al fuego desde que el Primer Dragón le dejó una fea cicatriz por todo el lado derecho del cuerpo. Ahora, una armadura ignífuga, hecha con la piel de todos los dragones que había abatido hasta la fecha, la cubría de la cabeza a los pies. El cuero curtido ajustado y su yelmo favorito —uno con cuernos negros que imitaba la cabeza de esas criaturas— la protegían de dicho elemento.

Mantuvo el escudo en alto hasta que la llamarada se apagó.

Entonces, lo bajó. Disponía de cien latidos antes de que el ácido de los pulmones de la bestia se repusiera y le permitiera volver a escupir fuego. Tenía que matarlo antes de que eso ocurriera.

Blandió el hacha. Su filo de hierro curvado capturó los primeros rayos de sol de la mañana. A través de sus dedos llenos de cicatrices sentía el mango de madera, suave por el uso, que se ajustaba cómodamente a su palma.

El dragón siseó.

Ella entrecerró los ojos. «Hora de acabar contigo».

Antes de que la alimaña tuviera oportunidad de avanzar, apuntó y le lanzó el hacha…, directa al corazón latiente. El arma hizo diana y la bestia lanzó un rugido. Empezó a revolverse y a revolcarse mientras su savia se derramaba por la arena. Después apretó las fauces y clavó en ella una mirada furibunda.

Justo entonces, alguien se plantó a su lado, distrayéndola. Desvió la mirada y se encontró con su prima, Safire, que hincaba el extremo de una puntiaguda alabarda en la tierra. La chica contemplaba al dragón, que no paraba de agitarse y de chillar. Tenía el pelo negro cortado a la altura de la barbilla, lo que resaltaba sus pómulos angulosos y la sombra de una magulladura en la mandíbula.

—He dicho que os quedarais detrás de los escudos —gruñó Asha—. ¿Dónde está tu yelmo?

—No veía nada con él puesto, así que lo he dejado donde los esclavos cazadores.

Vestía un equipo de caza de cuero curtido que le había confeccionado a toda prisa y llevaba las manos protegidas con sus guantes ignífugos; no había tenido tiempo de hacer un segundo par.

El ensangrentado dragón se arrastró por la arena, absorto en Asha. Sus escamas rechinaban. Resollaba.

La Iskari alcanzó la alabarda. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última llamarada? Había perdido la cuenta.

—Atrás, Saf. Detrás de los escudos.

Safire no se inmutó. Se quedó allí embobada contemplando a la moribunda criatura mientras sus latidos se ralentizaban.

Pum-pum.

Pum… pum.

El sonido rechinante cesó.

El dragón echó la cabeza hacia atrás y profirió un chillido de odio hacia la Iskari. Justo antes de que su corazón dejara de latir, unas llamas se precipitaron por su garganta.

Asha se colocó delante de su prima.

—¡Agáchate!

Su mano desnuda seguía estirada. Expuesta. El fuego le envolvió los dedos y la palma, chamuscándole la piel. Reprimió un grito mientras el dolor la laceraba.

Cuando el fuego se apagó y el dragón cayó a plomo, muerto, se giró y se encontró a Safire de rodillas, sana y salva en la arena. Protegida.

Dejó escapar un suspiro tembloroso.

—Asha… —Safire le miró la mano—. Te has quemado.

Su prima se quitó el casco y se llevó la palma de la mano a la altura de la cara. La piel chamuscada burbujeaba. Latía dolorida, brillante y llena de ardor.

El pánico la atravesó. Hacía ocho años que un dragón no la quemaba.

Echó un vistazo a sus esclavos cazadores, que en esos momentos bajaban sus escudos. No llevaban armadura, sólo hierro: hierro en sus flechas, alabardas y lanzas, hierro en los collares que les rodeaban el cuello. Tenían la mirada clavada en el dragón. No habían visto lo que había sucedido.

«Bien. Cuantos menos testigos, mejor».

—El fuego de dragón es tóxico, Asha. Necesitas curarte eso.

Ella asintió. El problema era que no se había llevado el material necesario para tratar una quemadura. Nunca lo había necesitado.

Para guardar las apariencias, se dirigió a su morral de caza.

—Creía que ya no echaban fuego —dijo Safire a su espalda casi en un susurro.

Asha se quedó petrificada.

«No echan fuego si no les cuentan historias», pensó.

Safire se puso en pie y se quitó el polvo de la armadura de cuero. Evitó la mirada de su prima cuando le preguntó:

—¿Por qué iban a empezar a escupirlo justo ahora?

De repente, Asha deseó haberla dejado en casa.

Aunque, de haberlo hecho, no sólo tendría restos de una magulladura en la mandíbula. Habría sido mucho peor.

Dos días antes de emprender aquella batida, había encontrado a su prima arrinconada por unos soldados en su propia habitación. Sólo podía aventurar cómo habían accedido sin llave.

En cuanto ella entró, se asustaron y se dispersaron; la presencia de la Iskari los intimidaba. Pero ¿qué ocurriría la próxima vez? Estaría de caza durante días y su hermano, Dax, seguía en las tierras baldías tratando de negociar la paz junto con Jarek, el comandante. No quedaba nadie que pudiera echarle un ojo a la joven de sangre skral mientras tanto. De modo que se la había llevado consigo, porque, si había algo peor que volver a casa con las manos vacías, era volver y encontrársela de nuevo en la enfermería.

Su silencio no disuadió a Safire en lo más mínimo:

—¿Recuerdas cuando partías al alba y regresabas con un dragón antes de la cena? ¿Qué ha sido de aquellos tiempos?

Aunque el dolor agudo de la piel chamuscada comenzaba a marearla, hizo todo lo posible por mantener la mente despejada.

—Tal vez las cosas fueran demasiado fáciles entonces —respondió. Acto seguido, silbó a sus esclavos y les hizo señas para que empezasen a descuartizar—. A lo mejor prefiero los retos.

La verdad era que el número de dragones llevaba años menguando y cada vez resultaba más difícil ofrecerle las cabezas a su padre, motivo por el que había recurrido a narrar las viejas historias en secreto: como señuelo. Atraían a los dragones del mismo modo que las joyas atraían a los hombres. Ninguna de esas bestias podía resistirse a una contada en voz alta.

Pero las historias no sólo los seducían; también los hacían más fuertes.

De ahí el fuego.

Funcionaba de la siguiente manera: allí donde se contaban viejas historias en voz alta, había dragones, y allí donde había dragones, había destrucción, traición y quema. Sobre todo quema. Asha lo sabía mejor que nadie; tenía la prueba impresa directamente en la cara.

Safire suspiró y se dio por vencida.

—Ve a curarte —le aconsejó, dejando su alabarda clavada en la arena para dirigirse hacia la mole descomunal. Mientras los esclavos se arremolinaban en torno al dragón, ella describió un círculo completo alrededor del cadáver, escrutándolo. Sus escamas de un gris polvoriento eran perfectas para camuflarse con la montaña, y sus cuernos y púas eran de un ébano impecable, sin roturas ni grietas.

Una vez que su prima se hubo alejado, Asha probó a flexionar los dedos heridos. El agudo dolor que experimentó hizo que se mordiera con fuerza los labios y que las tierras bajas que la rodeaban se difuminaran y se convirtieran en un paisaje emborronado de arena roja, hierba de un amarillo pajizo y rocas grises desperdigadas. Allí se encontraban en la línea divisoria. Ni en las llanuras desérticas situadas inmediatamente al oeste ni en las montañas oscuras y escarpadas del este.

—¡Es una belleza! —gritó Safire.

Asha hizo un esfuerzo por centrarse en su prima, que empezaba a desdibujarse como todo lo demás. Sacudió la cabeza para intentar aclarar la vista. Como aquello no funcionó, recurrió a la alabarda de Safire para recuperar el equilibrio.

—Tu padre se pondrá muy contento.

Su voz sonaba densa y amortiguada.

«Si mi padre supiera la verdad…», pensó ella con amargura.

Quería que el paisaje dejara de dar vueltas a su alrededor. Se agarró con más fuerza a la alabarda y se concentró en su prima, que iba abriéndose paso entre los esclavos, cuyos cuchillos destellaban. Oyó que agarraba el mango del hacha clavada. Oyó que utilizaba el tacón de su bota para apuntalarse contra la piel escamosa del dragón. Incluso oyó cómo desincrustaba el arma de un tirón mientras la sangre borboteaba y se derramaba en la arena, densa y pegajosa.

Pero no la vio. Ya no.

El mundo entero se había tornado turbio y blanco.

—¿Asha? ¿Te encuentras bien?

La Iskari apoyó la frente en el acero plano de la alabarda. Los dedos de su mano ilesa se curvaban como garras alrededor del mango de hierro en un intento por superar el mareo.

«Debería disponer de más tiempo».

Unos pasos apresurados se acercaron levantando arena.

—Asha, ¿qué ocurre?

El suelo se hundió a sus pies. Sintió que se ladeaba. Sin pensar, estiró la mano para alcanzar a su prima, que, según la ley, tenía prohibido tocarla.

Esta contuvo la respiración y dio un paso atrás para quedar fuera de su alcance, aumentando la distancia que las separaba. Asha trató de recuperar el equilibrio, pero no lo consiguió y se hundió en la arena.

Aunque la mirada de Safire se desvió hacia los esclavos cazadores —pese a que Asha sabía que su prima no tenía miedo de ella, sino de lo que estos pudieran pensar—, le dolió. Siempre le dolía.

Pero los esclavos se iban de la lengua y su prima lo sabía mejor que nadie: los esclavos chismosos habían traicionado a sus padres. Y, precisamente ahora, estaban rodeadas de ellos. Esclavos que sabían que a Safire no le estaba permitido tocarla, ni siquiera mirarla directamente a los ojos. No con sangre skral corriendo por sus venas.

—Asha…

De repente, el mundo volvió a su lugar. Pestañeó. Había arena bajo sus rodillas. Había un horizonte en la distancia, una mancha de oro rojizo recortada en un cielo turquesa. Y un dragón abatido ante ella: claro, gris y muerto.

Safire se acuclilló. Demasiado cerca.

—No —soltó en un tono más cortante del que pretendía—. Estoy bien.

Al levantarse, se tragó el dolor abrasador de la mano. No tenía sentido que las toxinas hicieran efecto tan pronto. Estaba deshidratada…, eso era todo. Sólo necesitaba agua.

—Ni siquiera deberías estar aquí —la riñó Safire a su espalda, con una voz teñida de preocupación—. Faltan siete días para tu enlace. Deberías estar preparándote, no huyendo de él.

Asha se tambaleó. A pesar de la mano abrasada y del sol que continuaba elevándose en el cielo, un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—Yo no huyo de nada —replicó con la mirada fija en el manto verde que se extendía en la distancia. El Rift. Su libertad.

El silencio, interrumpido tan sólo por los sonidos que los esclavos emitían al afilar sus cuchillos desolladores, se hizo entre ellas. Lentamente, Safire se le acercó por la espalda.

—He oído que los corazones de dragón están muy de moda últimamente. —Asha detectó una cauta sonrisa en su voz—. Sobre todo como regalo de compromiso.

Ella arrugó la nariz ante aquella idea. Acto seguido, se acuclilló al lado de su morral de caza, hecho de duro cuero de dragón, y sacó un odre de agua bajo la atenta mirada de su prima.

—Asha, dentro de siete días tendremos una nueva luna roja. ¿Te has parado a pensar siquiera en tu regalo de compromiso?

La Iskari se levantó para gruñirle una advertencia y el mundo volvió a girar. Consiguió estabilizarlo a base de mera fuerza de voluntad.

Por supuesto que había pensado en ello. Cada vez que alzaba la vista hasta la cara de esa horrible luna —que menguaba cada día un poco más—, pensaba en ello: el regalo, la boda y el joven al que pronto llamaría marido.

Aquella palabra se endureció como una piedra en su interior. Le devolvió la nitidez a todo cuanto la rodeaba.

—Vamos —continuó Safire, esbozando una ligera sonrisa y con la mirada puesta en la cima de las montañas—. El corazón sanguinolento de un dragón es el regalo perfecto para un hombre que carece de él.

Asha negó con la cabeza, pero la sonrisa de su prima era contagiosa.

—¿Por qué tienes que ser tan desagradable?

Justo entonces, por encima del hombro de la joven, una nube de polvo de color oro rojizo se levantó en la distancia procedente de la ciudad.

Lo primero que pensó fue que se había desatado una tormenta de arena y a punto estuvo de dar una orden a toda prisa, pero allí los rodeaban las rocosas tierras bajas, no el desierto abierto. Escudriñó la distancia y divisó dos caballos que se dirigían hacia la partida de caza: uno iba sin jinete; el otro llevaba a un hombre vestido con un manto cuya basta lana se había teñido de rojo por la tierra que levantaba su montura. Alrededor del cuello lucía un collar de oro, que titilaba con la luz del sol y lo identificaba como uno de los esclavos de palacio.

Al verlo acercarse al galope, escondió la mano quemada a la espalda.

Cuando la nube de polvo se asentó, vio al anciano refrenando a su yegua. El sudor le empapaba el pelo entrecano y entornaba los ojos ante el sol candente.

—Iskari —dijo sin aliento tras la dura galopada. Clavó la mirada en las crines revueltas de su montura, evitando obedientemente los ojos de Asha—. Vuestro padre desea veros.

Ella se agarró la muñeca oculta.

—Ha elegido el momento oportuno, esta noche le entregaré esta cabeza de dragón.

El esclavo hizo un gesto de negación con la mirada puesta en el caballo.

—Debéis regresar a palacio de inmediato.

Asha arrugó el entrecejo. El rey dragón nunca interrumpía sus batidas.

Se fijó en el caballo sin jinete. Era Oleander, su yegua. Su pelaje cobrizo resplandecía por el sudor y una mancha de arena roja cubría el lucero blanco de su frente. En presencia de su amazona, cabeceó nerviosa.

—Ya termino yo —se ofreció Safire. Asha se giró hacia ella, pero esta no se atrevió a mirarla a la cara. No bajo el escrutinio de un esclavo real—. Nos vemos en casa. —Se desató las tiras de cuero de sus guantes de caza prestados—. No deberías habérmelos dado. —Se los desenfundó y se los tendió—. Vete.

Asha se los puso, haciendo caso omiso del dolor lacerante de su piel descarnada y ardiente para que el esclavo de su padre no le viera la mano herida. Se apartó de Safire, tomó las riendas de Oleander y se subió de un salto a la silla. La yegua relinchó y se revolvió nerviosa; acto seguido, espoleada levemente por sus talones, inició una carrera al galope.

—¡Te reservaré el corazón! —gritó Safire mientras su prima se dirigía a toda velocidad a la ciudad levantando remolinos rojos—. ¡¡Por si cambias de opinión!!

friso

En el principio…

El Viejo estaba solo, así que creó dos compañeros. El primero de ellos fue concebido a partir del cielo y el espíritu, y lo llamó Namsara. Namsara era un niño dorado: cuando reía, sus ojos despedían estrellas rutilantes; cuando bailaba, las guerras cesaban; cuando cantaba, los enfermos sanaban. Su mera presencia era una aguja que cosía el mundo.

La segunda fue moldeada a partir de sangre y luz de luna, y la llamó Iskari. Iskari era una niña apesadumbrada: allí donde Namsara llevaba risas y amor, ella llevaba destrucción y muerte; cuando paseaba, la gente se refugiaba en sus casas; cuando hablaba, la gente lloraba; cuando salía de caza, nunca perdía el rastro.

Afligida por su naturaleza, se presentó ante el Viejo y le pidió que la rehiciese. Odiaba su esencia; deseaba ser más como Namsara. Cuando el Viejo se negó, ella le preguntó el motivo. ¿Por qué su hermano creaba cosas, mientras que ella las destruía?

—El mundo necesita un equilibrio —le respondió el Viejo.

Furiosa, Iskari dejó al dios soberano y salió a cazar. Estuvo fuera durante días. Los días se convirtieron en semanas. Conforme su furia crecía, su sed de sangre se volvió insaciable. Mataba sin piedad y sin resentimiento y, entretanto, el odio no paraba de crecer en su interior. Odiaba a su hermano por ser feliz y amado. Odiaba al Viejo por hacer que fuera así.

De modo que, cuando volvió a salir de caza, puso trampas para el propio Viejo.

Pero aquello fue un tremendo error.

El Viejo la derribó de un golpe y le dejó una cicatriz tan larga y ancha como la cordillera del Rift. Como castigo por intentar arrebatarle la vida, la despojó de su inmortalidad, arrancándosela de cuajo como un vestido de seda. Con objeto de que expiara su delito, maldijo su nombre y la desterró al desierto para que vagase perseguida por vientos punzantes y tormentas de arena aulladoras. Para que se marchitara bajo el sol abrasador. Para que se congelara bajo el manto helado de la noche.

Pero ni el frío ni el calor la mataron.

Lo hizo una insoportable soledad.

Namsara la buscó por el desierto, y el cielo cambió siete veces antes de que encontrara su cuerpo en la arena: el sol le había levantado ampollas en la piel y las cornejas se habían comido sus ojos.

Al ver a su hermana muerta, cayó de rodillas y rompió a llorar.

ftexto

Dos

Normalmente, después de una cacería, Asha se bañaba. Quitarse la sangre, el sudor y la arena del cuerpo era un ritual que la ayudaba en la transición de ese mundo duro y salvaje al otro lado de los muros del palacio a una vida que se le ceñía alrededor de las costillas y la exprimía como un fajín demasiado apretado.

Aquel día, sin embargo, se saltó el baño. A pesar de la convocatoria de su padre, burló a los guardias y se dirigió a la enfermería, una habitación blanqueada que olía a cal donde se guardaban las medicinas. La luz del sol se derramaba por la terraza abierta, iluminando el mosaico con patrones florales del suelo y pintando de amarillos y dorados los frascos de terracota de los estantes.

Ocho años atrás, se había despertado en aquella misma habitación después de que Kozu, el Primer Dragón, la quemara. Lo recordaba con toda claridad: estaba tumbada en una camilla con el cuerpo vendado y una horrible sensación de opresión en el pecho que la aplastaba como una losa y le aseguraba que había hecho algo horrible.

Se sacudió de encima ese recuerdo y franqueó la arcada. Se desabrochó la armadura y los guantes y se los fue quitando pieza por pieza; a continuación, dejó el hacha en lo alto del montón.

Uno de los peligros del fuego de dragón —además de que te derretía la piel hasta el hueso— era su toxicidad. La quemadura más pequeña podía matarte por dentro si no se trataba correctamente o si se hacía demasiado tarde. Una quemadura grave, como la que ella había sufrido ocho años antes, tenía que tratarse en el acto e, incluso entonces, las posibilidades de que la víctima sobreviviera eran escasas.

Asha conocía un remedio para eliminar las toxinas, pero el tratamiento exigía tapar la zona afectada durante dos días, tiempo del que no disponía. Su padre la había convocado y lo más probable era que ya se hubiera enterado de su regreso. Disponía de unos brevísimos instantes, no de días.

Abrió unos armarios y sacó tarros llenos de raíces y cortezas secas en busca de un ingrediente en particular. Con las prisas, se valió de la mano quemada y, en cuanto agarró el suave frasco de terracota, el dolor la abrasó y la obligó a soltarlo.

El frasco se estrelló contra el suelo y se rompió, provocando un estallido de trozos de barro rojos y vendas de lino.

Soltó una maldición y se arrodilló para recoger aquel estropicio. Tenía la mente tan ofuscada por el dolor que no se dio cuenta de que alguien se arrodillaba a su lado y la ayudaba a recoger los pedazos.

—Ya lo recojo yo, Iskari.

La voz la sobresaltó. Alzó la vista y se encontró con un collar plateado y una maraña de pelo.

Vio cómo las manos del chico barrían aquel desastre. Conocía aquellas manos pecosas. Eran las mismas que le llevaban las bandejas de la cena a Jarek. Las mismas que le servían a ella el té con menta en sus copas de cristal.

Se puso tensa. Si el esclavo de su prometido se encontraba en el palacio, este último también debía de estarlo. Jarek debía de haber regresado de las tierras baldías, adonde lo habían enviado a supervisar las negociaciones de Dax.

«¿Es ese el motivo de que mi padre me haya mandado llamar?».

Los dedos del esclavo se quedaron quietos de repente. Cuando Asha levantó la vista, lo pilló mirándole la quemadura.

—Iskari… —El chico frunció el ceño—. Tenéis que curaros eso.

El enfado llameó por su cuerpo como un fuego recién avivado. Ya sabía que tenía que curárselo. Ya lo estaría haciendo si no hubiera sido tan descuidada.

Pero tan importante como tratarse la quemadura era asegurarse del silencio de su acompañante. Jarek solía utilizar a sus esclavos para espiar a sus enemigos, así que, en cuanto despachara a aquel, iría corriendo a su amo y se lo contaría todo.

Y, en cuanto Jarek se enterara, su padre también lo haría.

Y, en cuanto su padre lo supiera, sabría que había estado contando viejas historias. Sabría que seguía siendo la misma chica corrompida de siempre.

—Como le cuentes esto a alguien, skral, lo último que verás será mi cara mirándote desde lo alto de la palestra.

La boca del chico se convirtió en una línea recta y su mirada se clavó en el mosaico a sus pies, en el que elegantes namsaras —flores del desierto poco comunes que curaban todo tipo de males— se repetían por el suelo formando un patrón elaborado.

—Perdonadme, Iskari —dijo, mientras sus dedos continuaban barriendo los fragmentos de terracota—, pero se supone que no puedo acatar vuestras órdenes por mandato expreso de mi señor.

Los dedos de Asha apuntaron hacia el hacha, que estaba en el suelo contra la pared, junto al resto de su armadura.

Podía amenazarlo, pero eso lo incitaría a tomarse la revancha y a divulgar sus secretos. Sería mejor sobornarlo.

—¿Y si te doy algo a cambio de tu silencio?

Los dedos del chico se detuvieron sobre la pila de fragmentos.

—¿Qué te gustaría?

La comisura de su boca se curvó hacia arriba mínimamente y a Asha se le erizó el vello de los brazos.

—No tengo todo el día —le instó, de pronto incómoda.

—No —convino él, y su sonrisa se fue difuminando conforme contemplaba su piel quemada y en carne viva—. No lo tenéis. —El cuerpo de Asha comenzaba a temblar por la infección—. Permitidme pensarlo mientras os curáis.

Lo dejó allí. En realidad, la tiritera le preocupaba, así que, mientras el esclavo terminaba de recoger el estropicio, volvió a los estantes y encontró el ingrediente que necesitaba: ceniza de hueso de dragón.

Era igual de mortal que el fuego, pero envenenaba de manera diferente; en lugar de infectar el cuerpo, le extraía los nutrientes. Nunca había visto a nadie morir así, pero había una vieja historia sobre una reina dragón que quería dar una lección a sus enemigos, para lo cual los invitó a palacio como huéspedes de honor. Cada noche les ponía una pizca de ceniza de hueso de dragón en la cena y, de este modo, la mañana de su partida fueron hallados muertos en sus camas. Sus cadáveres estaban huecos, como si les hubieran extraído la vida.

A pesar del peligro que entrañaba, si se empleaba la cantidad exacta y en combinación con las hierbas adecuadas, el hueso de dragón era lo único que podía eliminar las toxinas del fuego, precisamente por sus cualidades extractoras. Descorchó el frasco y midió la cantidad.

Un buen esclavo se distinguía por prever lo que había que hacer antes de que se lo pidieran, y Jarek sólo compraba lo mejor de lo mejor. De modo que, mientras Asha reunía los ingredientes y luego los machacaba y los hervía hasta formar una gruesa pasta, el esclavo de su prometido hacía jirones el lino e iba elaborando vendas.

—¿Dónde está? —le preguntó ella sin dejar de remover, intentando acelerar el proceso de enfriado. No hacía falta que mencionara el nombre de Jarek, el esclavo ya sabía a quién se refería.

—Durmiendo a causa del vino. —Dejó de desgarrar el lino para mirarle las manos—. Creo que ya está bastante frío, Iskari.

Asha posó la vista en el mismo sitio que él: sus manos temblaban de manera descontrolada. Soltó la cuchara y se las llevó a la altura de la cara para mirárselas.

—Ojalá tuviera más tiempo…

El esclavo le quitó el frasco con perfecta calma.

—Sentaos —le indicó, y le señaló el tablero de la mesa con la barbilla. Como si él estuviera al mando y ella debiese obedecerle.

A Asha no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer, pero aún le gustaba menos aquel violento temblor. Se aupó a la mesa con una mano mientras el chico sacaba una cucharada de pasta negruzca y soplaba con delicadeza hasta que dejó de humear. Luego ella posó la mano quemada en el muslo y él le untó la pasta granulosa con la cuchara en la palma despellejada y en los dedos llenos de ampollas.

Asha silbó entre dientes al sentir la quemazón. El chico se detuvo más de una vez, preocupado ante los sonidos que hacía, pero ella lo alentó a que continuara con un asentimiento. A pesar del horrible olor, como a huesos quemados, notaba que la ceniza hacía efecto: un frescor penetrante que se iba extendiendo hacia fuera y le aliviaba el dolor abrasador.

—¿Mejor?

El esclavo mantuvo la mirada baja mientras le soplaba a la siguiente cucharada.

—Sí.

Cubrió la quemadura dos veces más y cogió la primera tira de lino.

Sin embargo, cuando fue a ponérsela, ambos vacilaron. Asha se retiró mientras él se cernía sobre ella y se paraba en seco. El lino blancuzco se quedó colgando de sus manos como un dosel conforme el mismo pensamiento cobraba vida en sus mentes: para vendarle la quemadura, tendría que tocarla.

Un esclavo que tocara a un draksor sin el permiso de su amo podía ser condenado a pasar tres días en las mazmorras sin comida. Si la ofensa era más grave —tocar a un draksor de alto rango, como Asha—, también sería azotado. Y en el rarísimo caso de que el roce fuera de carácter íntimo, como una relación amorosa, al esclavo lo mandarían a morir en la palestra.

Sin el permiso de Jarek, el esclavo no la tocaría, no podía hacerlo.

Asha se acercó para coger el lino e intentar vendarse la mano ella misma, pero él lo apartó, por lo que no le quedó más remedio que observar en silencio cómo el chico retomaba la tarea de manera lenta y concienzuda, evitando con agilidad que sus manos se rozaran en todo momento.

Levantó su cara larga y estrecha llena de pecas. Pecas tan numerosas como las estrellas del cielo nocturno. El joven estaba tan cerca que sentía su calor. Tan cerca que olía la sal de su piel.

Si sabía que lo estaba mirando, no lo demostró. El silencio se hizo entre ellos mientras continuaba vendándole la palma, ahora aliviada.

Examinó sus manos: eran grandes y con dedos largos con callos en las puntas.

«Qué raro que un esclavo doméstico tenga callos ahí».

—¿Cómo os la habéis hecho? —le preguntó el chico mientras trabajaba.

Ella se dio cuenta de que estaba a punto de mirarla a la cara, pero se refrenó. Cogió la siguiente tira, una más pequeña, y empezó a vendarle los dedos.

«Conté una vieja historia».

Se preguntó cuánto sabría un skral acerca de la relación entre las viejas historias y el fuego de dragón.

No lo dijo en voz alta. Nadie podía saber la verdad: después de todos esos años intentando enmendar sus errores, seguía estando tan corrompida como siempre. Si alguien la abriera y mirara en su interior, vería que este se correspondía a la perfección con su exterior surcado por aquella cicatriz: era horrible y repugnante.

«Conté una historia sobre Iskari y Namsara».

Iskari era la diosa de la que procedía el título que ostentaba. En ese momento, Iskari significaba «quitavidas».

El significado de Namsara también había cambiado con el paso del tiempo y se refería tanto a la flor sanadora que aparecía reflejada en los suelos de aquella estancia como a un título que se le otorgaba a alguien que luchaba por una causa noble, por su reino o por sus creencias. La palabra «namsara» evocaba la imagen de un héroe.

—Maté a un dragón —contestó al fin—, y me quemó al morir.

Él le remetió los extremos del vendaje mientras permanecía a la escucha. En busca de un mejor asidero, sus dedos le rodearon levemente la muñeca, como si se hubiera olvidado por completo de quién era.

En cuanto notó que la tocaba, ahogó un grito y, cuando lo hizo, él se percató de la infracción que había cometido y se quedó muy quieto.

Una orden remoloneó en la punta de la lengua de Asha, pero, antes de que pudiera lanzársela, él le preguntó en una voz apenas audible:

—¿Qué tal?

Como si le importara más la quemadura que su propia vida.

Como si no tuviera miedo de ella en absoluto.

Así que la orden murió en su boca. Observó los dedos que le rodeaban la muñeca. No eran temblorosos ni vacilantes, sino cálidos, fuertes y seguros.

¿No tenía miedo?

Como no respondió, el joven hizo algo peor aún: levantó la vista hacia ella.

Un calor repentino la atravesó cuando sus miradas se encontraron. Los ojos del chico eran tan penetrantes como el acero recién afilado. Debería haber apartado la vista, pero esta se dirigió de sus ojos —negros, como los de su madre— a la cicatriz arrugada que le surcaba la cara y el cuello, y desaparecía bajo su camisa.

La gente siempre la miraba, así que ya estaba acostumbrada, y los niños hasta la señalaban con el dedo. Aunque la mayoría desviaba la vista en el acto en cuanto veía esa cicatriz. Aquel esclavo, en cambio, parecía recrearse en ella. Su mirada era curiosa y atenta, como si Asha fuera un tapiz y no quisiera perderse el menor detalle.

Sabía lo que veía. Ella misma lo contemplaba cada vez que se miraba al espejo. Un parche de piel moteada, picada y descolorida que empezaba en la parte alta de la frente y le bajaba por la mejilla derecha, le cortaba el extremo de la ceja, le mordía el nacimiento del pelo y se extendía por encima de su oreja, que nunca había recobrado su forma original y se había convertido en una colección de bultos deformes. La cicatriz le ocupaba un tercio de la cara y la mitad del cuello, y continuaba por el lado derecho de su cuerpo.

Safire le había preguntado una vez si no odiaba verla, pero la verdad era que no. Le había quemado el dragón más fiero de todos los dragones y había salido con vida. ¿Qué más podía pedir?

Exhibía su cicatriz como si fuera una corona.

El esclavo bajó la mirada. Como si imaginara el resto de la cicatriz por debajo de sus ropas. Como si imaginara el resto del cuerpo por debajo de sus ropas.

Algo se quebró en su interior. Afiló la voz como un cuchillo:

—Si sigues mirando, skral, te quedarás sin ojos.

La boca del chico se curvó hacia arriba por uno de sus extremos. Como si lo hubiera desafiado y aceptara el reto.

Aquello le trajo a la memoria la revuelta del último año, en la que un grupo de esclavos se había hecho con el control de uno de los fosos, había tomado a draksors como rehenes y había matado a todo aquel soldado que había osado acercarse. Fue Jarek quien se infiltró entre ellos, puso fin a la revuelta y se encargó de sentenciar a muerte a todos los responsables.

«Este skral es igual de peligroso que el resto».

De pronto, sintió la necesidad de recuperar el hacha. Se apartó de la mesa y se alejó de él.

—Ya he decidido lo que quiero como pago —le dijo desde atrás.

Asha aminoró el paso y se giró hacia él. El chico había enrollado la ven-da sobrante y en esos momentos raspaba el ungüento del fondo del tarro.

Como si no acabase de quebrantar la ley.

—A cambio de mi silencio —la cuchara de madera repiqueteaba en la terracota mientras arañaba el recipiente—, quiero un baile.

Asha lo observó fijamente.

«¿Qué?».

¿Primero se atrevía a mirarla a los ojos y ahora le exigía que bailara con él?

¿Estaba loco?

Ella era la Iskari. La Iskari no bailaba. Y, aunque lo hiciera, nunca sería con un skral. Era absurdo. Impensable.

Estaba prohibido.

—Un baile —repitió. Sus ojos se clavaron en los suyos. De nuevo, el impacto la atravesó—. En el lugar y momento que yo elija.

Asha se llevó la mano a la cadera, pero su hacha seguía en el suelo, en lo alto de la armadura.

—Elige otra cosa.

Él negó con la cabeza y observó su mano.

—No quiero otra cosa.

Ella lo miró.

—Estoy segura de que eso no es cierto.

Él le devolvió el gesto.

—Un necio puede estar seguro de cualquier cosa, pero eso no le da la razón.

Una ira abrasadora y fulgurante llameó por su cuerpo.

¿Acababa de llamarla necia?

En tres zancadas, cogió el hacha, acortó distancias y le presionó la garganta con el borde destellante. Le arrancaría la voz de cuajo si era menester.

El tarro cayó de las manos del chico y se estrelló contra el suelo. La línea de su mandíbula se tornó dura y tirante, pero no apartó la mirada. El aire silbó y chispeó entre ellos. Le sacaba media cabeza, pero Asha estaba acostumbrada a doblegar a presas más grandes.

—No me pongas a prueba, skral —lo amenazó, presionando con más fuerza.

Él bajó la vista.

«Por fin». Debería haber empezado por ahí.

Le empujó el hombro izquierdo con la punta del mango del hacha, lo que provocó que se tambalease y se diese de espaldas contra los estantes llenos de tarros, que tintinearon y estuvieron a punto de caerse.

—Mantendrás esto en secreto —le ordenó—, porque ni siquiera Jarek podrá protegerte si no lo haces.

Él mantuvo la mirada gacha mientras recuperaba el equilibrio sin decir nada.

Asha giró sobre sus talones y lo dejó allí. Tenía cosas mejores que hacer que llevar a aquel esclavo ante su prometido y enumerarle sus ofensas. Debía encontrar sus guantes de seda, ocultar la mano vendada y fingir que todo iba bien mientras hablaba con su padre…, que seguía esperándola.

Ya se encargaría más tarde del esclavo de Jarek.

friso

Los orígenes de una cazadora

Había una vez una niña que se sentía atraída por las cosas malas.

Cosas como las historias antiguas y prohibidas.

No le importaba que esas viejas historias hubieran matado a su madre. No le importaba que hubieran matado a muchos antes que a ella. La niña permitía que entraran, le carcomieran el corazón y la corrompieran.

Su corrupción atraía a los dragones. Los mismos que habían quemado las casas de sus antepasados y habían masacrado a sus familias. Dragones venenosos que escupían fuego.

No le importaba.

Bajo el manto de la noche, trepaba a los tejados y reptaba por calles solitarias. Culebreaba hasta las afueras de la ciudad y se adentraba en el Rift, donde les contaba historias a esas bestias.

Tantas contó, que despertó al más mortífero de todos. Uno tan oscuro como una noche sin luna. Tan viejo como el tiempo.

Kozu, el Primer Dragón.

Kozu quería a la niña para sí. Quería acaparar el poder letal que manaba de sus labios. Quería ser el único al que le contase historias. Por siempre jamás.

Kozu le hizo darse cuenta de en qué se había convertido.

Eso la asustó y dejó de contar las viejas historias.

Pero no fue tan fácil. La criatura la acorraló, azotó la cola y le siseó una advertencia. Le dejó bien claro que, como lo rechazara, acabaría mal.

Ella tembló y lloró, pero permaneció firme. Mantuvo la boca cerrada.

Sin embargo, nadie desafiaba al Primer Dragón.

Kozu montó en cólera y, cuando la pequeña intentó huir, le lanzó una llamarada mortífera que la quemó.

Pero no fue suficiente.

Así que desplegó el resto de su rabia sobre su hogar.

Vertió su ira sobre sus paredes encaladas y sus torres llenas de filigranas. Exhaló su fuego venenoso mientras el pueblo chillaba y lloraba al oír a sus seres queridos atrapados bajo sus casas en llamas.

Fue el hijo del comandante quien encontró a la niña malvada que habían dado por muerta en el Rift. Quien acarreó su cuerpo quemado hasta la enfermería del palacio mientras su padre salvaba la ciudad.

Este último reunió al ejército y espantó al Primer Dragón, ordenó a los esclavos que extinguieran el fuego y reparasen los daños. El comandante salvó la ciudad, pero no logró salvar a su esposa. Cuando oyó sus gritos moribundos, corrió hasta su hogar en llamas… y nunca salió.

La pequeña, no obstante, sobrevivió.

Se despertó en una cama extraña, en una habitación extraña, sin recordar lo que había pasado. Al principio, su padre le ocultó la verdad. ¿Cómo le dices a una niña de diez años que es responsable de la muerte de miles de personas?

En vez de eso, no se movió de su lado. Se sentó junto a ella durante todas aquellas noches dolorosas y envió a expertos en quemados a curarla por completo. Cuando estos le dijeron que nunca recuperaría la movilidad, buscó a otros mejores. Y, poco a poco, fue llenando las lagunas de su memoria.

Cuando la niña se disculpó en público y el pueblo escupió a sus pies, su padre se mantuvo a su lado. Cuando prometió redimirse y le silbaron el nombre de una diosa maldita, su padre hizo acopio de todas esas maldiciones y las convirtió en un título.

Dijo que si a los viejos héroes se les llamaba Namsara por un dios querido, a ella se la llamaría Iskari por una letal.

ftexto

Tres

La sala del trono, con sus dobles arcadas, sus soldados alineados en las paredes y sus meticulosos mosaicos, estaba construida para atraer la atención hacia un sitio concreto: el trono del rey dragón. Sin embargo, cada vez que Asha atravesaba la gigantesca arcada, era la llama sagrada lo primero que captaba su interés. Sobre un pedestal de ónice pulido, a medio camino entre la entrada principal y el trono bañado en oro, reposaba un pebetero de hierro en cuyo interior ardía, blanca y susurrante.

Cuando era una cría, sacaron la llama sagrada de las cavernas del Viejo y se la llevaron allí para mantener la sala del trono iluminada. Entonces a ella le causó una enorme impresión.

Ya no.

Ahora la llama parecía contemplarla del mismo modo que ella la había contemplado en su día.

¿Un fuego incoloro que ardía en el aire? Era sobrenatural. Ojalá su padre lo devolviera a las cavernas. Pero era su trofeo, un símbolo de lo que había conseguido.

—Siento haber interrumpido tu jornada de caza, querida.

La voz de su padre resonó en la sala y atrajo su atención. Asha escudriñó las destellantes paredes blancas, interrumpidas por tapices con los retratos de los reyes y reinas dragón de la antigüedad.

—No la has interrumpido. Maté a uno justo antes de que llegara tu mensaje.

Vestida ahora con unos guantes de seda que le llegaban a los codos y un caftán índigo que hacía frufrú a cada paso, cruzó la sala mientras los retratos de los tapices la seguían con la mirada. Caminaba sin hacer ruido por el mar de baldosas azules y verdes, y la luz del sol atravesaba la claraboya del tejado de cobre abovedado, iluminando las motas de polvo que flotaban en el aire.

El hombre que la esperaba tenía un verdadero porte de monarca: llevaba el blasón real, un dragón con un sable atravesado en el corazón, bordado en el hombro derecho de su túnica, y del cuello le colgaba un medallón de cuarzo. Unas zapatillas doradas con elaboradas puntadas blancas ocultaban sus pies.

Él fue la primera persona que se encontró al despertar en la enfermería hacía casi ocho años. Al verlo le vino un recuerdo a la cabeza.

Las llamas candentes de Kozu

Era lo único que recordaba: el fuego. Todo lo demás lo había olvidado.

—Ha sido tu cacería más larga hasta la fecha —continuó. Asha se detuvo ante los escalones dorados del trono—. Empezaba a preocuparme.

La joven miró al suelo. La vergüenza que sintió hizo que le pinchara la garganta como si se hubiera tragado un puñado de espinas de cactus.

Su padre tenía demasiadas cosas de las que preocuparse como para que ella añadiera otras: la guerra que se estaba fraguando contra los habitantes de las tierras baldías, los rebeldes, la sempiterna amenaza de otra revuelta de los esclavos, la tensión con el templo y, aunque él nunca hablaba del tema con ella, el creciente poder de su comandante.

La mano vendada le palpitaba bajo el guante de seda, como si gritara a los cuatro vientos el delito que había cometido aquella misma mañana. Como si quisiera traicionarla. Se la presionó contra el costado con la esperanza de que su padre no le preguntara por los guantes.

—No te preocupes por mí, padre, siempre encuentro a mi presa.

El rey dragón le sonrió. Tras él había un mosaico grabado en el trono dorado, un patrón de formas que englobaban otras formas y líneas que cruzaban por encima de otras líneas, igual que las calles laberínticas de la ciudad, o la maraña de corredores y pasadizos secretos del palacio.

—Esta noche quiero que muestres públicamente tu presa. En honor de nuestros invitados.

Ella alzó la vista.

—¿Invitados?

La sonrisa de su padre se quebró.

—¿No has oído las noticias?

Negó con la cabeza.

—Tu hermano ha vuelto con una delegación de baldíos.

A Asha se le secó la boca. Los habitantes de las tierras baldías moraban al otro lado del mar de arena y se negaban a reconocer la autoridad del rey. No estaban de acuerdo ni con lo de matar dragones ni con lo de tener esclavo. Ese era el motivo por el que su padre había tenido tantos problemas para manejarlos en el pasado: ese y el hecho de que seguían tratando de asesinarlo.

—Han accedido a firmar una tregua —le explicó—. Están aquí para negociar los términos de un acuerdo de paz.

¿Paz con los baldíos? Imposible.

Asha se acercó más al trono, con la voz tensa:

—¿Se encuentran dentro del palacio?

¿Cómo era capaz Dax de meter a sus más viejos enemigos en casa?

Nadie había albergado la esperanza de que su hermano saliera victorioso de las tierras baldías. A decir verdad, nadie esperaba que sobreviviese.

—Es demasiado peligroso, padre.

El rey dragón se inclinó hacia delante desde su trono y le dedicó una mirada cálida. Tenía la nariz larga y fina, y una barba perfectamente recortada.

—No te preocupes, querida. —Su mirada recorrió la cicatriz que le estropeaba el rostro—. En cuanto te vean, no volverán a cruzarse en mi camino.

Asha frunció el ceño. Si no temían a la decapitación, que era el castigo por intento de regicidio, ¿por qué iban a temer a la Iskari?

—Pero esa no es la razón por la que te he convocado.

El rey dragón se levantó del trono y bajó los siete escalones que conducían al suelo. A continuación, entrelazó las manos a la espalda y comenzó un lento recorrido por los tapices del ala izquierda de la sala. Asha lo siguió, ignorando a los soldados que montaban guardia entre cada uno de ellos: sus miradas quedaban ocultas por morriones con crestón y sus corazas bruñidas destellaban con la polvorienta luz del sol.

—Quiero hablarte de Jarek.

Asha levantó la barbilla en el acto.

Cuando el pueblo de Firgaard perdió vidas, hogares y seres queridos a consecuencia del incendio provocado por Kozu, reclamó la muerte de la malvada niña responsable de la masacre. El rey, incapaz de sentenciar a muerte a su propia hija, le ofreció a cambio una oportunidad de redimirse: prometió su mano a Jarek, el chico que la había salvado. El chico que había perdido a sus padres en el incendio que se había desatado por su culpa.

Su enlace, dijo, sería su último acto de redención. Cuando fueran mayores de edad, Jarek se uniría a Asha y, al hacerlo, evidenciaría que la había perdonado. Él, que lo había perdido todo por su culpa, demostraría a todo Firgaard que ellos también podían perdonarla.

Además, como recompensa por su heroísmo, el rey lo había preparado para que asumiera el puesto de su padre como comandante.

Era un acto de fe y de gratitud.

Con el paso de los años, aquel chico heroico se había convertido en un joven poderoso. Ahora, a los veintiún años, comandaba todo un ejército cuyos soldados le eran completamente leales. «Demasiado», pensaba Asha. Una vez que se casara con ella, se situaría muy próximo al trono. Un trono que sería muy fácil de tomar por la fuerza, cosa que le preocupaba.

—No debe saber que hemos mantenido esta conversación, ¿entiendes?

Asha, que estaba perdida en sus pensamientos, alzó la mirada y se vio ante un tapiz de su abuela, la reina dragón que había conquistado y esclavizado a sus enemigos más acérrimos, los skrals. El artista había elegido tonos rojos y granates intensos para el fondo, y plateados luminiscentes y azules oscuros para su pelo. Los ojos de la reina dragón parecían observarla desde el tapiz con profunda desaprobación. Como si pudieran perforarle el corazón y contemplar todos los secretos que allí guardaba.

Pegó la mano herida aún más a su cuerpo.

—No debes contarle a nadie lo que estoy a punto de decirte.

La joven apartó la vista de la vieja reina y la fijó en su padre, cuya cálida mirada estaba posada en ella.

«¿Un secreto?». Debía a su padre toda su lealtad. Y la vida, dos veces.

—Por supuesto, padre.

—Se ha avistado un dragón en el Rift mientras cazabas —empezó—. Uno al que llevábamos sin ver ocho años. Uno negro con una cicatriz en un ojo.

Un relámpago le subió titilando por las piernas y a punto estuvo de apoyarse en la pared por si estas cedían.

—¿Kozu?

No podía ser. No se había visto al Primer Dragón desde el día en que atacó la ciudad.

Su padre asintió.

—Esta es tu oportunidad, Asha. Y debes aprovecharla. —Esbozó una sonrisa lenta y radiante—. Quiero que me traigas su cabeza.

De improviso, le llegó un olor a carne quemada y sintió que los gritos se le quedaban atascados en la garganta.

«Eso fue hace ocho años —pensó, tratando de combatir aquel recuerdo—. Hace ocho años era una cría, pero ya no lo soy».