Título original: A Head Full of Ghosts

© de la obra: A HEAD FULL OF GHOSTS © Paul Tremblay, 2015

© de la traducción: Manuel de los Reyes García Campos, 2017

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición: mayo de 2018

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-16858-55-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Emma, Stewart y Shirley

En mi recuerdo, ella era la viga en mi ojo, y en el pasillo echaban aquella peli de serie B.

FUTURE OF THE LEFT,

«An Idiot’s Idea of Ireland»

¡Qué agradable, estar en esta sala tan grande y poder merodear a mi antojo!

CHARLOTTE PERKINS GILMAN,

«El papel pintado amarillo»

¿Te cuento un secreto? ¿Me lo guardarás con celo y cariño?

Quizá no salte a la vista, pero el caso es que tú y yo no somos los únicos ocupantes de este lugar.

BAD RELIGION,

«My Head Is Full of Ghosts»

UNA CABEZA LLENA DE FANTASMAS

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1

—Qué difícil debe de ser esto para ti, Meredith.

La escritora de best sellers Rachel Neville lleva puesto un conjunto de otoño perfecto: sombrero azul marino a juego con su recatada falda hasta las rodillas y una chaqueta de lana beige con botones tan grandes como cabezas de gatitos. Se esmera por no resbalar en la superficie irregular de la acera. Las losas de pizarra se han levantado, sobresaliendo del suelo con sus bordes, y se tambalean como dientes de leche sueltos bajo sus pies. De pequeña hacía lazos con mi hilo de seda dental rojo, los anudaba alrededor del diente que se me movía en aquel momento y después los dejaba allí amarrados, colgando durante días, hasta que el diente se me caía solo. Marjorie me acusaba de provocadora y me perseguía por toda la casa, intentando tirar del hilo, mientras yo chillaba y gritaba, entre muerta de risa y atemorizada; me asustaba pensar que, si le dejaba tirar de uno, ya no fuese capaz de aguantarse y acabara arrancándomelos todos.

¿De verdad ha pasado tanto tiempo desde que vivíamos aquí? Sólo tengo veintitrés años, pero a todo el que me pregunta le digo que tengo un cuarto de siglo menos dos. Me gusta ver cómo la gente se devana los sesos.

Evito las losas y camino por el abandonado patio delantero, cubierto de malas hierbas y maleza en primavera y verano, aunque ya están empezando a retirarse con las primeras heladas del otoño. Las hojas y los tallos sarmentosos me hacen cosquillas en los tobillos y se me enganchan en las zapatillas. Si Marjorie estuviera aquí ahora, seguro que se inventaría sobre la marcha cualquier historia protagonizada por gusanos, arañas y ratones que se arrastran bajo el manto de hojas en descomposición dispuestos a darle su merecido a esa jovencita insensata que se ha alejado de la seguridad que representa la acera.

Rachel es la primera en entrar en la casa. Tiene una llave, y yo no. De modo que me quedo atrás, arranco una tira de pintura blanca de la puerta principal y me la guardo en el bolsillo de los vaqueros. ¿Por qué iba a quedarme sin un souvenir? Es evidente que muchos otros se han llevado ya el mismo recuerdo, a juzgar por lo descascarillado de la hoja de madera y la caspa que cubre el escalón del umbral.

No me había dado cuenta hasta ahora de lo mucho que echaba de menos este lugar. Me fascina su aspecto tan gris. ¿Sería así siempre?

Me cuelo dentro, lo justo para dejar la puerta a un suspiro de distancia de mi espalda. De pie en el piso de madera cubierto de arañazos del recibidor, cierro los ojos para visualizar mejor esta instantánea inicial de mi pródigo retorno: los techos son tan altos que nunca conseguía alcanzarlos; los radiadores de hierro forjado se ocultan en innumerables rincones desperdigados por todos los cuartos, deseosos de arder al rojo vivo una vez más; frente a mí, en línea recta, está primero el comedor y después la cocina, donde no había que quedarse nunca más tiempo del imprescindible, y a continuación un pasillo, un camino despejado que conduce a la puerta de atrás; a mi derecha, la sala de estar y más pasillos, como los radios de una rueda; a mis pies, bajo el suelo, el sótano con sus cimientos de piedra y mortero y su frío piso de tierra, que todavía puedo sentir entre los dedos de los pies. A mi izquierda está la embocadura de la escalera, como un teclado de piano: blanca en las molduras y la barandilla, negra en los rellanos y los peldaños. Asciende hasta la primera planta recurvándose en tres juegos de escalones y dos rellanos intercalados. Va así: tres escalones hacia arriba, rellano, giro a la derecha, después sólo cinco escalones hasta el siguiente rellano, otro giro a la derecha y de nuevo seis escalones hasta el pasillo de la primera planta. Dar una vuelta completa al llegar al piso de arriba fue siempre mi parte favorita, pero, ay, cómo lamentaba que faltase aquel sexto escalón en el centro.

Abro los ojos. Todo se ve viejo, ajado y, en cierto modo, exactamente igual que antes. Sin embargo, el polvo, las telarañas, la escayola desportillada y el empapelado que se cae a jirones dan la impresión de ser falsos, aunque no sabría explicar por qué. Como si el paso del tiempo no fuese más que otro elemento del decorado para esta historia que ya se ha contado y vuelto a contar tantas veces que ha perdido cualquier atisbo de significado, incluso para aquellos de nosotros que la vivimos en primera persona.

Rachel se sienta en el extremo más alejado del largo diván que ocupa la sala de estar, prácticamente vacía por lo demás. Una funda de tela protege la tapicería de todo aquel lo bastante temerario como para acomodarse allí. Aunque quizá sea Rachel la que se beneficie de la protección, librándose del contacto con un diván mohoso gracias a la tela. Ahora el sombrero reposa acurrucado en su regazo, como un frágil pajarillo expulsado del nido a empujones.

Decido responder por fin a su pregunta implícita, aunque ya haya expirado.

—Sí, esto es difícil para mí. Pero no me llames Meredith, por favor. Me gusta más Merry.

—Lo siento, Merry. Quizás haya sido mala idea venir aquí. —Rachel se incorpora, el sombrero cae aleteando hasta el suelo, y oculta las manos en los bolsillos de la chaqueta. Me pregunto si también en ellos habrá guardado alguna escama de pintura o tiras de empapelado o cualquier otro tipo de fragmento del pasado de este lugar—. Podríamos hacer la entrevista en otra parte, donde tú te sientas más cómoda.

—No. De verdad. Está bien. Accedí a esto voluntariamente. Es tan sólo que estoy…

—Nerviosa. Te entiendo a la perfección.

—No —pronuncio ese «no» con el timbre melodioso y cantarín de mi madre—. Se trata justo de eso. Estoy todo lo contrario de nerviosa. Me siento tan cómoda que resulta casi abrumador. Por extraño que parezca, es sorprendentemente agradable haber vuelto a casa. No sé si eso tiene mucho sentido, y por lo general no suelo comportarme así, de modo que a lo mejor sí que estoy un poquito nerviosa. En cualquier caso, ponte cómoda, por favor, y me sentaré contigo.

Rachel vuelve a instalarse en el diván y dice:

—Merry, sé que no me conoces muy bien, pero te aseguro que puedes fiarte de mí. Pienso tratar tu historia con toda la dignidad y el respeto que se merece.

—Gracias, y te creo. De veras. —Me pongo en la otra punta del asiento, tan blando como un hongo venenoso. Agradezco la funda de tela ahora que me he sentado—. Si desconfío de algo, es de la historia en sí. No es mi historia, eso está claro. No me pertenece. Y va a ser complicado que nos adentremos en algunos de sus territorios inexplorados.

Sonrío, orgullosa de la metáfora.

—Considérame entonces una compañera de fatigas. —Su sonrisa, tan distinta de la mía, aflora con naturalidad en sus labios.

—Bueno, ¿y cómo la has conseguido? —pregunto.

—¿Cómo he conseguido qué, Merry?

—La llave de la puerta principal. ¿Has comprado la casa? No me parece una idea tan espantosa. Si bien es cierto que organizar visitas guiadas por la infame Casa de los Barrett no le salió bien al antiguo propietario, desde el punto de vista financiero, eso no significa que no pueda funcionar ahora. Sería una promoción fabulosa para el libro. Tú o tu agente podríais reanudar los tours, animándolos con lecturas públicas y dedicatorias en el comedor, tal vez incluso montar una tienda de regalos en el recibidor y vender ingeniosos y espeluznantes souvenirs junto con los libros. Yo podría ayudaros a preparar algún decorado o representar escenas en vivo en las distintas habitaciones de arriba. En calidad de…, ¿cómo era lo que estipulaba el contrato?…, «asesora creativa». Me podría encargar del atrezo y la dirección de…

Me pierdo en lo que, tras haber surgido con la intención de no ser más que una broma sin mayor trascendencia, está empezando a estirarse más de la cuenta. Cuando por fin termino de desvariar, levanto las manos y encajo a Rachel y al diván en el marco que he formado estirando los índices y los pulgares, como una cineasta imaginaria.

Rachel se ríe con diplomacia mientras dura mi cháchara.

—Sólo para que quede claro, Merry, mi estimada asesora creativa, no he comprado tu casa.

Soy consciente de lo deprisa que estoy hablando, pero es como si no pudiera detenerme:

—Habrá sido lo más sensato, probablemente. Declino toda responsabilidad por las deterioradas condiciones físicas de este sitio. Además, ¿no reza el dicho que comprando la casa de otro te arriesgas a que venga con un montón de problemas ajenos a cuestas?

—Tras recibir tu más que razonable petición de que hoy no nos acompañara nadie, me las apañé para convencer al agente de la inmobiliaria, muy servicial el hombre, para que me prestara la llave y nos dejara pasar un rato en la casa.

—Seguro que eso atenta contra algún tipo de regulación del Estado, pero tu secreto está a salvo conmigo.

—¿Se te da bien guardar secretos, Merry?

—Mejor que a otros. —Tras hacer una pausa, añado—: La mayoría de las veces son ellos los que me guardan a mí. —Únicamente porque suena misterioso y, al mismo tiempo, sucinto.

—Merry, ¿te parece bien que empiece a grabar ya?

—¿Cómo, no vas a tomar apuntes? Te imaginaba estilográfica en mano, armada con una libretita negra que esconderías orgullosa en algún bolsillo de la chaqueta. Estaría llena de pestañas y puntos de lectura de distintos colores para marcar qué paginas contienen notas de documentación, cuáles perfiles de los personajes y cuáles aleatorias pero incisivas observaciones acerca del amor y la vida.

—¡Ja! Nada más lejos de mi estilo. —Rachel se relaja visiblemente, estira un brazo y me pone la mano en el codo—. Deja que te confiese uno de mis secretos: soy incapaz de leer mis propios apuntes. Creo que una de las mayores motivaciones para convertirme en escritora fue poder restregárselo por la cara a todos los maestros y compañeros de clase que se burlaban de mi caligrafía.

Su sonrisa, titubeante y real, hace que me caiga todavía mucho mejor. También me gusta que no se tiña el pelo salpicado de canas, que se comporte con corrección sin resultar estirada, que cruce el pie izquierdo por encima del derecho, que el tamaño de sus orejas no desentone con el de su cara y que aún no haya hecho ninguna observación sobre el lugar tan sórdido, viejo y vacío en que se ha convertido el escenario de mi niñez.

—¡Ah, la venganza! Tu futura biografía se titulará ¡El método Palmer debe morir! y les enviarás un ejemplar a cada uno de tus desconcertados y desde hace tiempo ya jubilados maestros, con su correspondiente autógrafo ininteligible garabateado en rojo, por supuesto.

Rachel se abre la chaqueta y saca su móvil.

Muy despacio, me agacho y recojo su sombrero azul del suelo. Tras sacudirle el polvo con delicadeza, me lo pongo en la cabeza con una floritura. Me queda demasiado pequeño.

—¡Tachán!

—Te sienta mejor que a mí.

—¿Lo dices en serio?

Me dedica otra sonrisa. Esta no consigo interpretarla del todo. Sus dedos saltan y tamborilean sobre la pantalla táctil del teléfono inteligente, y en el páramo desierto de la sala de estar se oye un pitido. Es un sonido espantoso; frío, definitivo e irrevocable.

—Por qué no empiezas —me dice— hablándome de Marjorie y de cómo era antes de que ocurriera todo lo que ocurrió.

Me quito el sombrero y lo hago girar. La fuerza centrífuga de las rotaciones debería dejarlo apoyado en mi dedo o mandarlo volando a la otra punta de la habitación. Si despega, me pregunto en qué lugar de esta casa tan grande aterrizará.

—Mi Marjorie… —comienzo a hablar, pero me interrumpo enseguida porque no sé cómo explicarle que mi hermana mayor no ha envejecido ni un ápice en más de quince años y que nunca hubo un antes de que ocurriera todo lo que ocurrió.

CAPÍTULO 2

LA ÚLTIMA CHICA DEFINITIVA

¡Anda, pero si es otro BLOG! (¡Qué retro!) ¿¡¿¡O será LA ÚLTIMA CHICA DEFINITIVA el mejor blog de todos los tiempos!?!? Aquí exploramos todo lo que tenga que ver con el terror y lo terrorífico. ¡Libros! ¡Cómics! ¡Videojuegos! ¡Series! ¡Películas! ¡Cosas del instituto! Desde la entrañable y escabrosa cutrez de los programas de madrugada a la sofisticación del cine de autor más presuntuoso. Cuidado con los spoilers. ¡¡¡¡¡VOY A HACER SPOILERS!!!!!

BIO: Karen Brissette

Lunes, 14 de noviembre del 20_ _

La posesión, quince años después: episodio 1 (primera parte)

Sí, ya lo sé, cuesta creer que el programa de telerrealidad predilecto de todo hijo de vecino (a mí me gustaba, qué pasa), aquel éxito fulgurante que respondía al nombre de La posesión, debutara en las ondas por primera vez hace ya quince años. Quince años… Qué pasada, ¿no? ¡Ah, añorados tiempos felices aquellos en los que nos espiaba la Agencia Nacional de Seguridad, todavía podían descargarse torrents, participábamos en crowdfundings y la economía aún no se había desplomado del todo!

Vamos a tener que fletar un carguero más grande para transportar mi prolija deconstrucción de los seis episodios que compusieron la serie. Hay tanto de lo que hablar… Podría escribir una disertación únicamente sobre el piloto. ¡Ya no me aguanto las ganas! ¡Ni vosotros!> ¡¡¡¡Karen, deja de ponernos los dientes tan largosssssss!!!!

Insértese aquí la voz solemne y autoritaria que corresponda: A mediados de los 2000, que tu show se cayera de la parrilla en plena temporada de otoño/navidades y fuese sustituido por otro presagiaba una cancelación fulminante. Pero tras el éxito de Duck Dynasty y tantos otros programas pertenecientes al denominado género de la «paletorrealidad» que emitían las cadenas por cable, cualquier franja horaria podía albergar el próximo reality show que fuese a dar el campanazo sin que nadie se lo esperara.

(Inciso: Estos programas de «paletorrealidad» [término burgués donde los haya] suplían la carencia de comedias y dramas orientados a la clase trabajadora… ¿Os acordáis de Green Acres o The Dukes of Hazzard? Nah, yo tampoco).

El Discovery Channel apostó fuerte por La posesión, aunque a priori no daba la impresión de tener lo que hacía falta para amoldarse al concepto de paletorrealidad. El plató (en efecto, utilizo la palabra «plató» porque voy a referirme al programa como si este fuese una obra de ficción, cosa que era porque, en fin, es lo que son los programas de «telerrealidad», claro. Que todo hay que explicarlo) estaba ubicado en el boyante suburbio de Beverly, Massachusetts. Lástima que la familia Barrett no tuviera la atinada previsión de irse a vivir al pueblo de al lado, Salem, donde, ya sabéis, quemaron a todas aquellas brujas en los tiempos de antaño. ¡Solicito por la presente que cualquier posible secuela se ambiente y se ruede en Salem, por favor! Es broma, pero tampoco les costaba tanto emitir La posesión desde un sitio que se hizo tristemente famoso por torturar a jovencitas «descarriadas» hasta matarlas, ¿no? En fin, que me enrollo… Total, que sí, que a primera vista el programa no contenía paletos, ni parajes recónditos, ni estanques con tortugas de las que pegan bocados, ni perlas de sabiduría popular impartidas por gente de a pie con la cabeza bien sentada sobre los hombros; fundamentalmente, barbudos desgreñados con monos de tirantes por toda indumentaria. Los Barrett representaban el estereotipo de familia de clase media en un momento en el que la clase media estaba empezando a extinguirse a marchas forzadas. Su evanescente clasemedianismo constituía uno de los principales alicientes para la audiencia, compuesta por trabajadores precarios y parados de larga duración. Son muchos los estadounidenses que se consideraban y continúan considerándose de clase media aunque ya no lo sean, desesperados por creer en las virtudes de su inexistente estatus y los valores del capitalismo burgués.

Aparece entonces esta familia, que parece sacada de una comedia de los 80 (en plan Enredos de familia, ¿Quién es el jefe? o Los problemas crecen), asediada por fuerzas externas (tanto en la ficción como en la vida real). Donde La posesión dio en el clavo fue con John Barrett, padre desempleado a sus cuarenta y pico. El estado de las finanzas de la familia, como ocurría en tantos otros hogares, era, por decirlo finamente, una auténtica porquería. Barrett se había pasado diecinueve años trabajando para el fabricante de juguetes Barter Brothers, pero acababan de rescindirle el contrato después de que Hasbro adquiriera la empresa y clausurase la fábrica que llevaba funcionando ochenta años en Salem (¡otra vez Salem! A ver, ¿dónde están esas brujas?). John, que no tenía ningún título universitario, había empezado a trabajar en la fábrica a los diecinueve, ascendiendo sin parar desde sus inicios en la cadena de montaje, subiendo peldaño a peldaño hasta convertirse en el encargado de la sala de correspondencia. A cambio de sus dos décadas de servidumbre le habían dado treinta y ocho semanas de indemnización por despido, cifra que él se las apañó para estirar hasta subsistir durante un año y medio de ella. Pero todo lo que se estira en exceso acaba rompiéndose; los Barrett tenían dos hijas y una casa de buen tamaño que mantener, un impuesto sobre bienes inmuebles que pagar y el proverbial montón de esperanzas, promesas y anhelos inmanentes al estilo de vida de la clase media.

El episodio piloto se inaugura con las desventuras de John. ¡Qué decisión tan magistral por parte de los escritores/productores/programadores! Abrir con una de las numerosas reconstrucciones de los supuestos actos de posesión habría sido un cliché excesivo y, francamente, una patochada como un piano. En vez de eso, nos mostraron unas granulosas fotos en blanco y negro de la antigua fábrica de John en sus tiempos de gloria, combinadas con escenas de los trabajadores en plena faena, felizmente atareados con sus juguetes de gomaespuma. A continuación, un montaje casi subliminalmente rápido de imágenes parpadeantes: políticos en el Capitolio, manifestantes indignados y armados con pancartas de Occupy Wall Street, mítines del Tea-Party, gráficos e índices de desempleo, tribunales en caótica ebullición, bustos parlantes echando espumarajos por la boca y un desfile de operarios desconsolados por tener que abandonar la fábrica de Barter Brothers. Aún no llevamos ni un minuto de serie y ya hemos sido testigos de la nueva, pero más conocida de lo que nos gustaría, tragedia económica americana. El show pronunció una solemne declaración de principios, envuelta en un aura de desasosiego, apostando por el realismo y presentándonos antes que a nadie a John Barrett: nuevo posmilenial emasculado y símbolo viviente del declive de la sociedad patriarcal. ¡Pero menudo símbolo, señores! No podríamos haber pedido uno mejor, ¿a que no?

Buf, no era mi intención empezar esta serie de entradas sobre LA serie, con mayúsculas, centrándome en la política. Os prometo que no tardaré en llegar a las vísceras, los pelos de punta y la diversión, pero antes tendréis que tener un poquito de paciencia conmigo… ¡¡¡PORQUE LO DICE KAREN!!!

Si La posesión pretendía emular a tantas de las ultraconservadoras películas sobre posesiones y terror que la antecedían, iba a hacerlo encaramada a los encorvados hombros del hombre de la casa. El mensaje había quedado muy claro: papá Barrett estaba en el paro y, por consiguiente, eso atestiguaba el carácter incontrovertible de la degradación que afectaba tanto a su familia como al conjunto de la sociedad en pleno. Mientras tanto, el trasfondo de la pobre mamá, Sarah Barrett (estoica empleada de banca), sólo se nos describe con pinceladas en el segmento inicial. El hecho de que sea ella la que ponga el pan en la mesa de la familia no se menciona hasta bien entrado el piloto, cuando hace una observación de pasada sobre su empleo en el transcurso de una de las sesiones en el confesionario (¿¿¿os habéis fijado???, qué cucos). Sarah es básicamente otro elemento del decorado durante la entradilla, en la que podemos ver un montaje de fotos de boda y retratos de las dos hijas, Merry y Marjorie.

En las fotos todo el mundo sale sonriente y feliz, pero la ominosa sintonía que suena de fondo no es nada halagüeña… (¡chan, chan, CHAN!)

CAPÍTULO 3

Le digo a Rachel que no hay ningún punto de partida, ninguna zona cero, para lo que sucedió con Marjorie y nuestra familia.

Si lo hubo, mi yo de ocho años no fue consciente de ello y mi yo de casi un cuarto de siglo no es capaz de distinguirlo a través de la lente, en teoría tan nítida, de la retrospectiva. Peor aún, mis recuerdos se confunden con mis pesadillas, con las extrapolaciones, con las sesgadas crónicas orales de abuelos, abuelas, tías y tíos, además de con todas las leyendas urbanas y las mentiras propagadas a través de los medios de comunicación, la cultura popular y el poco menos que incesante aluvión de páginas web/blogs/canales de YouTube dedicados al programa (confieso pasarme más tiempo del que debería leyendo ese tipo de cosas online). Todo eso, en definitiva, contribuye a embrollar irremediablemente lo que sabía entonces y lo que sé ahora.

En cierto modo, el hecho de que mi historia personal no sea mía en exclusiva, sino que esté poblada de agentes externos, hablando tanto literalmente como en sentido figurado, me parece casi tan horrible como lo que pasó en realidad. Casi.

Permíteme darte un ejemplo antes de que nos pongamos en serio.

Cuando tenía cuatro años, mis padres asistieron a dos sesiones de terapia de pareja que organizaba la iglesia. Según he podido colegir a partir de resúmenes de segunda, tercera y hasta cuarta mano sobre lo ocurrido, papá se empeñó en acudir allí con la esperanza de superar la mala racha que atravesaba su matrimonio y reinsertar a Dios tanto en su relación como en sus vidas. Mamá, por aquel entonces, ya no profesaba ni el catolicismo ni ninguna otra fe y se oponía con vehemencia a la idea, pero lo acompañó a pesar de todo. El porqué es algo que queda abierto a todo tipo de interpretaciones, dado que no se lo contó nunca a nadie, y mucho menos a mí. Se moriría de vergüenza si me oyera hablar de esto ahora mismo. El primer fin de semana debió de salir bastante bien, con su cabaña de paredes diagonales, sus paseos por el bosque, sus debates en grupo y sus ensayos para facilitar el diálogo; las parejas se turnaban para poner por escrito y después compartir con los demás sus respuestas a preguntas relacionadas con sus respectivos matrimonios, planteadas todas ellas en el contexto de alguna enseñanza o texto entresacado de la Biblia. El segundo fin de semana, en cambio, parece ser que ya no fue tan sobre ruedas; mamá se fue en plena sesión de terapia, dejando plantado a papá, cuando este, supuestamente, se puso delante de toda la congregación para citar un versículo del Antiguo Testamento que decía algo así como que la mujer tiene que someter su voluntad al varón.

Ahora bien, cabe por entero la posibilidad de que esa historia sobre la supuesta espantada de mamá no sea más que una simple exageración, a poco que nos fijemos en un par de hechos: es cierto que mis padres se fueron antes de tiempo, al segundo fin de semana, pero acabaron pasando la noche en un casino de Connecticut y, aunque es sabido que papá había redescubierto la religión cuando éramos mayores, se pasó (y nosotras con él) muchos años sin pisar una iglesia (ni católica ni de otro tipo) antes de que intentara ponerse en práctica ningún exorcismo. Quería referirme a estos hechos tanto en aras de la exactitud y el contexto como para puntualizar que, por mucha gente que crea a pies juntillas que mi padre citó el antedicho pasaje de la Biblia aquel día, tampoco podemos descartar por completo que nunca lo hiciera.

No estoy insinuando que me parezca descabellado que papá le citase a mamá el versículo de la discordia; en realidad, habría sido algo muy propio de él. El resto de esa historia tan peculiar no es difícil de imaginar: mamá sale hecha una furia de la cabaña, papá la persigue corriendo, implorándole que lo perdone con gran profusión de disculpas, y luego, en desagravio por el disgusto que le había dado, se la lleva al casino.

Fuera como fuese, lo que mejor recuerdo de aquellos fines de semana de terapia de pareja es que mis padres se iban tras prometernos que volverían enseguida. La acción de irse es lo único que se le quedó grabado en la memoria a mi yo de cuatro años. El tiempo y el espacio eran conceptos desconocidos para mí. Tan sólo sabía que «se habían ido», lo cual sonaba tan indescriptiblemente extraño como el hilo conductor de cualquiera de las fábulas de Esopo. Estaba convencida de que se marchaban porque ya estaban hartos de que me negase a comer la pasta en caso de que llevase salsa para espaguetis. Papá siempre acababa enfurruñado, mascullando entre dientes que no se creía que no me gustara la salsa mientras me sazonaba los macarrones con forma de codo (mi variedad de pasta predilecta) con mantequilla y pimienta. En su ausencia, era la tía Erin, la hermana pequeña de papá, la que nos cuidaba a Marjorie y a mí. Marjorie ni se inmutaba, pero yo estaba demasiado asustada y alterada como para ceñirme a la rutina del sueño de todas las noches. Lo que hacía era erigir una meticulosa fortaleza de animales de peluche alrededor de mi cabeza mientras la tía Erin me cantaba una canción tras otra, tras otra, tras… Según ella, el tema podía ser cualquiera, siempre y cuando yo antes lo hubiese escuchado en la radio.

Vale, prometo no sembrar de notas a pie de página todas las fuentes (controvertidas o no) de mi historia. Sólo quería aprovechar estos primeros compases para demostrar lo peliagudo que es esto y lo aún más peliagudo que se podría volver.

Para ser sincera, influencias externas al margen, hay partes que recuerdo con todo lujo de espantosos detalles. Tanto que me intimida la posibilidad de extraviarme yo sola en el laberinto de mi propia memoria. Otras partes, en cambio, se obstinan en permanecer tan nebulosas e insondables como la mente de otra persona, y temo que el orden cronológico de los distintos acontecimientos se haya combinado y comprimido en mi cabeza hasta quedar irreconocible.

En fin, sea como sea, teniendo todo eso en cuenta, comencemos de nuevo por el principio.

Lo que con tan poca sutileza pretendía aclarar con este largo preámbulo es que intentaré esforzarme al máximo por encontrar el punto de partida apropiado.

Aunque supongo que, sin proponérmelo, ya lo he encontrado, ¿verdad?

CAPÍTULO 4

Una casita de juguete, hecha de cartón, presidía el centro de mi dormitorio. Tenía las paredes blancas, con un tejado de pizarra perfilado de negro, y bajo las ventanas con postigos había alegres jardineras dibujadas con flores. La coronaba una chimenea de ladrillo achatada, demasiado pequeña para que Santa Claus pudiera descolgarse por ella; yo ya no creía en su existencia a esa edad, pero fingía que sí por los demás.

Las superficies blancas estaban diseñadas para servirme de lienzo en el que pintar lo que me apeteciera, pero me resistía a hacerlo. Me gustaba que todo lo que había en la casa fuese de color blanco; las paredes azules de la habitación constituían mi radiante cielo azul particular. En vez de decorarla por fuera, me dedicaba a abarrotar el interior con un nido de mantas y animales de peluche, y a cubrir las paredes por dentro con ilustraciones protagonizadas por mi familia y por mí en distintas escenas y poses; a menudo, Marjorie era una princesa guerrera.

Me gustaba encerrarme dentro de mi casita de cartón, con la puerta y los postigos cerrados a cal y canto, un pequeño libro con desplegables en la mano y otro de lectura abierto encima de las piernas.

Los cerditos y su ridículo pícnic siempre me trajeron sin cuidado. No me interesaban ni el móvil con forma de plátano, ni el coche que simulaba ser un pepinillo, ni el perrito caliente con ruedas. La conducción temeraria del perro Dingo y su incesante persecución por parte de la agente Flossy me sacaban de quicio. Únicamente tenía ojos para el travieso bichito Goldbug, aunque hacía ya tiempo que había descubierto y memorizado dónde se ocultaba en todas y cada una de las páginas. Aparecía en la cubierta, conduciendo un buldócer amarillo, y más adelante en la caja de la camioneta de la cabra Miguel Ángel, así como en el asiento del conductor de un Volkswagen escarabajo de color rojo que colgaba en suspensión en el extremo de la cadena de una grúa de remolque. La mayoría de las veces sólo eran un par de ojos amarillos que me observaban desde detrás de alguna ventanilla. Papá me había contado que, cuando yo era muy pequeña, me agarraba unos mosqueos de aúpa como no encontrase a Goldbug. Me lo creía, aunque no supiera muy bien lo que era un «mosqueo».

Tenía ocho años, edad a la que ya debería haber dejado atrás mi afición por los Coches, cacharros y otras cosas que se mueven de Richard Scarry, como se empeñaban en recordarme a todas horas mis progenitores. Hubo un tiempo en el que lo que yo leía o dejaba de leer era la principal fuente de preocupación para la familia Barrett, antes de todo lo que pasó con Marjorie. Mis padres temían, pese a todos los intentos del pediatra por tranquilizarlos, que mi ojo izquierdo no estuviera fortaleciéndose como debería, que no estuviera a la par de su contrapartida en la cuenca ocular derecha, lo cual explicaría por qué no destacaba en la escuela ni mostraba excesivo interés por otro tipo de lecturas más apropiadas para mi edad. Sabía leer y lo hacía sin problemas, pero prefería las historias que mi hermana y yo nos inventábamos. Apaciguaba a mamá y a papá acarreando de aquí para allá distintas «lecturas comprensivas», como denominaba la señora Hulbig, mi maestra en segundo, a los títulos de literatura infantil, fingiendo estar leyendo por encima del nivel correspondiente a mi curso. La mayoría de las veces, mis lecturas de mentirijillas pertenecían a esa interminable serie de libros de aventuras, tan sensibleros ellos, cuya trama, siempre de lo más previsible, quedaba resumida en el título y solía girar en torno a alguna criatura mágica. Responder a mamá cuando me preguntaba «¿de qué va el libro?» no entrañaba ninguna dificultad.

En definitiva, que no me dedicaba a leer una y otra vez Coches, cacharros y otras cosas que se mueven. Mi secreta y privada búsqueda perpetua de Goldbug era un ritual que Marjorie y yo practicábamos antes de ampliar el libro con otra de nuestras historias. Le habíamos añadido ya decenas de ellas, prácticamente una distinta para cada uno de los protagonistas secundarios que campaban por el mundo de Richard Scarry, todas escritas de nuestro puño y letra en las mismas hojas del libro. No me acuerdo de todas, como es lógico, pero sí de una que escribimos en la que el gato que conducía un coche se había quedado atascado en un charco de melaza. La pringue marrón se había escapado de un camión en cuyo tanque, muy oportunamente, podía leerse la palabra «MELAZA» impresa en grandes caracteres de color negro. Sobre la cara del gato había dibujado un par de aparatosas gafas con la montura también negra, idénticas a las mías; hacía lo mismo con todos los personajes para los que nos inventábamos alguna historia. Alrededor del gato y entre el camión de melaza, con mi letra diminuta y esmerada (empañada por unas atroces faltas de ortografía), había transcrito el siguiente relato: «La gatita Merry llegaba tarde al trabajo en la fábrica de zapatos cuando se quedó atrapada en un charco de pegajosa melaza. ¡Se enfadó tanto que el sombrero se le escapó volando de la cabeza! Se pasó allí todo el día y toda la noche. Se quedó donde estaba, en medio de la carretera, durante días y más días, hasta que un grupito de amables hormigas vino y se zampó toda la melaza. La gatita Merry se alegró mucho y se llevó las hormigas a casa. Les construyó un gigantesco hormiguero artificial para que vivieran en él. La gatita Merry hablaba con ellas a todas horas, les puso a cada una de ellas un nombre que empezaba con la letra H y siempre les daba de comer lo que más les gustaba. ¡Melaza!».

Los cuentos que acababan en mi libro de Scarry eran breves y absurdos, y sus finales tendían a ser vagamente felices o tranquilizadores. Marjorie, creadora de la mayor parte de ellos, les ponía mi nombre a todos los animales protagonistas, por supuesto.

Un día, tras encontrar a Goldbug en la última escena, abracé el libro contra mi pecho, salí disparada de la casita de cartón y de mi cuarto y crucé corriendo el largo pasillo hasta llegar al dormitorio de Marjorie. Iba descalza y pegaba fuertes pisotones, golpeteando el suelo de madera con las plantas de los pies para advertirla de mi inminente llegada. Me pareció justo avisar con antelación.

En el transcurso de aquel otoño se habían establecido nuevos protocolos de privacidad. Marjorie había cogido la costumbre de cerrar su puerta, lo que significaba: «¡Merry, no entres o sabrás lo que es bueno!». Esto ocurría, por lo general, si se había puesto a hacer los deberes o cuando estaba vistiéndose para ir a la escuela. Marjorie tenía catorce años y acababa de empezar el instituto. Esta nueva alumna de secundaria tardaba mucho más en prepararse por las mañanas que su antiguo yo de primaria. Acaparaba el cuarto de baño de la planta de arriba y se enclaustraba en su habitación hasta que mamá, que ya llevaba un rato esperándola en el recibidor, anunciaba a gritos por el hueco de las escaleras que por su culpa iban a llegar tarde a la escuela o a cualquier otra cita sin especificar, acusando a Marjorie de ser una pesada, una egoísta o las dos cosas. Lo de «pesada» me arrancaba una risita por lo bajo porque mamá siempre, sin excepción, se desgañitaba tan atropelladamente que ni siquiera le daba tiempo a pronunciar bien las palabras, y a mis oídos sonaba como si estuviera proclamando a voz en cuello que Marjorie era un pedazo de hada. Qué decepción me llevaba para mis adentros siempre que Marjorie bajaba al galope por la escalera usando los pies en vez de un par de alitas de libélula u otro medio de locomoción por el estilo.

Siendo como era aquella una ociosa tarde de sábado, no me esperaba encontrar cerrada la puerta de su habitación. Respetaba la política de alejamiento de Marjorie tanto como podría esperarse de cualquier hermana pequeña que se preciara, pero estaba claro que tenía que haber oído cómo me acercaba por el pasillo.

Así que me detuve, jadeante, frente a la majestuosa puerta, la única original que había sobrevivido a todas las remodelaciones operadas en aquella casa tan antigua. De roble macizo, oscurecida con barniz para hacer juego con los suelos y tan gruesa como la pared, parecía diseñada ex profeso para repeler los embates de hordas bárbaras, arietes y hermanas pequeñas. Todo lo contrario que la mía, de endeble contrachapado, la cual mis padres me permitían decorar y profanar a mi antojo.

Roble, redoble. Como era sábado, estaba en mi estipulado y bien negociado derecho a llamar a la puerta de Marjorie, cosa que hice. Ahuequé la mano, me la acerqué a la boca, pegué esta al ojo de la cerradura y chillé:

—¡Toca cuento! ¡Me lo prometiste ayer!

A juzgar por la risita atiplada que llegó hasta mis oídos a través de la madera, parecía que acabara de salirse con la suya y le costara creerse la suerte que estaba teniendo.

—¿Qué te hace tanta gracia? —Arrugué el entrecejo con todas mis fuerzas mientras se me caía el alma a los pies. La puerta estaba bloqueada porque esto era una broma y Marjorie no tenía la menor intención de inventarse ninguna historia nueva conmigo—. ¡Me lo prometiste! —insistí.

—Vale, vale —replicó entonces con su timbre normal, mucho menos agudo que los pitidos alimentados con helio que emitía al reírse—. Puede usted pasar, señorita Merry.

Di unos pasitos de baile que me había aprendido viendo Bob Esponja.

—¡Sí! ¡Bieeen!

Cambié el libro de posición, dejando la parte superior encajada bajo mi barbilla y el resto sujeto parcialmente con los codos contra mi pecho. No quería que se me cayera al suelo, pues eso le traería mala suerte al libro, pero necesitaba tener las dos manos libres para girar el picaporte. Al final conseguí colarme dentro forcejeando y gruñendo mientras utilizaba el hombro para embestir contra la puerta, monolítica y obstinada.

Como estaba convencida de que de mayor iba a ser exactamente igual que Marjorie, entrar en su habitación equivalía a descubrir un mapa viviente de mi futuro, uno cuya geografía fluctuaba de forma incesante. Marjorie siempre estaba recolocando la cama, el tocador, la mesa del escritorio, las distintas estanterías y las cajas de leche que contenían los accesorios más inmediatos de su existencia. Cambiaba de posición incluso los pósteres, el calendario y los artículos de astronomía que decoraban las paredes. Tras cada nueva permutación, yo remodelaba el interior de mi casa de cartón para imitarla. Nunca le conté que lo hacía.

Aquel sábado, su cama estaba empotrada contra el rincón, bajo la única ventana del cuarto. Las cortinas habían desaparecido, sustituidas por un fino visillo de encaje blanco. Los pósteres se veían torcidos, superpuestos y apilados al azar en la pared que había enfrente de la cama. Las demás paredes estaban desnudas. El tocador y el espejo se veían embutidos contra sendas esquinas, con las dos restantes ocupadas por las estanterías, la mesita de noche y las cajas de leche, lo que dejaba el centro de la habitación abierto de par en par. La planta del cuarto formaba una X, pero sin la intersección.

Entré muy despacio, de puntillas, con cuidado para no tropezar con ningún hilo invisible que pudiera activar la trampa de los bruscos cambios de humor de mi hermana, cada vez más impredecibles. Cualquier transgresión por mi parte, real o imaginaria, podía desencadenar una discusión que terminaría, bien conmigo llorando y corriendo a refugiarme en la casa de cartón, bien con las agrestes estrategias de mediación de papá (léase: gritando más alto y durante más tiempo que nadie). Cuando llegué al centro de la X sin eje, mi corazón traqueteaba como una moneda olvidada en la lavadora. Estaba disfrutando de cada segundo.

Encontré a Marjorie sentada en la cama con las piernas cruzadas, con su silueta recortada por la claridad mortecina que entraba por la ventana. Llevaba puesta una camiseta blanca y el nuevo modelo del pantalón de chándal de su equipo de fútbol, anaranjado como una calabaza de Halloween y con la palabra Panthers estarcida en negro a lo largo del lateral de una pernera. Se había recogido el pelo, castaño oscuro, en una coleta tirante.

En el regazo sostenía un libro abierto de grandes dimensiones. Y con «de grandes dimensiones» no me refiero a que fuese tan gordo como un diccionario, sino a que su envergadura abarcaba la totalidad de sus piernas cruzadas. Las páginas, salpicadas de color, eran altas y anchas, del tamaño aproximado de las de mi libro de Scarry, que continuaba estrechando contra mi pecho como si de un escudo se tratara.

—¿De dónde has sacado eso? —le dije, aunque en realidad cualquier pregunta sobraba.

Estaba claro que lo que tenía encima de las piernas era un libro para niños, lo que significaba que se trataba de uno de los míos.

Se percató de que todos los engranajes y ruedecitas de mi cabeza se habían puesto a girar y empezó a hablar a veinte mil por hora:

—Por favor, por favor, por favor, Merry, no te enfades conmigo. Es que de repente se me ocurrió una idea asombrosa y supe que no iba a encajar del todo en tu libro. Quiero decir, ya hemos escrito en él una historia con melaza, ¿verdad? Así que…, vale, acabo de desvelar parte del argumento, en esta historia también hay melaza, pero es que no podría ser más distinta, Merry. Ya lo verás. Y, de todas formas, me dio por pensar que a lo mejor el libro de Scarry ya estaba lleno e iba siendo hora de empezar otro nuevo y… ¡Merry! ¡He encontrado el libro perfecto! Sé que fue una desconsideración por mi parte entrar en tu habitación sin permiso cuando sé que, si tú hicieras lo mismo, a mí me sentaría como un tiro. Lo siento mucho, muchísimo, pequeña Merry, pero espera a haber escuchado y visto lo que he dibujado.

El rostro de Marjorie era una sonrisa gigante, todo dientes blancos y ojos como platos.

—¿Cuándo has entrado en mi cuarto? —No quería empezar ninguna pelea, pero necesitaba saberlo. Dentro de casa, conocer el paradero de Marjorie en todo momento era mi cometido principal; cuando la puerta de su habitación estaba cerrada, siempre tenía una oreja orientada como una parabólica en su dirección, atenta al menor resquicio que se pudiera entreabrir.

—Me colé mientras estabas jugando en tu casa.

—Seguro que no. Te habría oído.

Su sonrisa se precipitó como una avalancha hacia el terreno de la socarronería.

—Merry, ha sido muy fácil.

Boqueé sin aliento con mi, por aquel entonces, habitual exuberancia de actriz histriónica, solté el libro y apreté los puños.

—¡Mentira!

—Oí que estabas hablando sola y con tus peluches, así que entré de puntillas, aguantando la respiración para reducir mi peso, por supuesto; paseé los dedos por tu estantería y luego incluso me dio tiempo a acercarme a la casita y asomarme por la chimenea. Todavía estabas hablando contigo misma y yo era un gigante de aspecto aterrador que estaba pensándose si debería aplastar o no el hogar de unos campesinos. Pero al final resulté tener un carácter bondadoso. ¡Grrr! —Se bajó de la cama de un salto y empezó a merodear por la habitación dando fuertes pisotones—. ¡Fi, fa, fo, fuuum! —entonó—. Huelo los pies apestosos de una niña llamada Merry.

—¡Tus pies sí que son apestosos! —chillé entre carcajadas, antes de proferir un rugido indignado a mi vez y corretear, escabulléndome entre sus brazos de gigante, demasiado lentos, clavándole los dedos en el costado y dándole azotes en el trasero. Terminó capturándome, me levantó en volandas y se dejó caer de espaldas sobre la cama. Me zafé de su presa, me situé detrás de ella y le rodeé el cuello con los brazos.

Los estiró hacia atrás, esforzándose por agarrarme, pero ya no podía atraparme.

—¡Eres demasiado escurridiza! Vale, vale, ya está bien. Vamos, Merry. Ha llegado la hora de contar historias.

—¡Yupi! —exclamé, aunque me sentía estafada. Estaba yéndose de rositas con demasiada facilidad tras haberse colado en mi cuarto, robado mi libro y, para colmo de males, escuchado cómo yo me dedicaba a hablar sola.

Marjorie volvió a abrir el libro encima de su regazo. Se titulaba La vuelta al mundo, y en cada página había una bulliciosa ilustración que representaba alguna ciudad o algún país extranjero. Hacía mucho que no lo leía ni me acordaba siquiera de él. Nunca había sido de mis preferidos.

Intenté agarrarlo, pero ella me apartó las manos sin contemplaciones.

—Primero tienes que escuchar la historia, antes de ver lo que he dibujado.

—Vale. ¡Habla ya! —Estaba de lo más alterada, con los nervios a flor de piel.

—¿Recuerdas cuando visitamos el acuario y el North End en Boston este verano?

Por supuesto que lo recordaba: primero habíamos ido al acuario, donde Marjorie y yo nos dedicamos a pegar la nariz contra el cristal del tanque con forma de tubo de dos pisos de alto, esperando a que alguno de los tiburones de dentadura aserrada pasara nadando por allí y nos pegara un buen susto. Después, cuando mamá y papá se negaron a comprarme un pulpo de goma, me enfurruñé y me puse a corretear por toda la tienda de regalos, agitando los brazos y las piernas como si fuera una medusa. Más tarde, ya en el North End, cenamos en un sitio de lo más elegante, con servilletas de tela blancas sobre el mantel negro que cubría la mesa. De camino al aparcamiento encontramos un sitio de dulces que supuestamente era el mejor de toda la ciudad. Mamá nos pidió cannoli, pero yo me negué a probarlos. Le dije que parecían orugas espachurradas.

—Bueno —continuó—, pues esta historia tuvo lugar en el mismo North End, hace algo así como cien años. Por aquel entonces, almacenaban toda la melaza en unos depósitos de metal enormes que medían cuatro metros y pico de altura por ocho de ancho, tan grandes como edificios. La melaza llegaba en tren y no en los camiones que dice tu libro.

Hizo una pausa para ver si yo estaba prestando atención. Así era, aunque me habría gustado preguntarle para qué querían tanta melaza, si yo sólo la había visto mencionada en el libro de Scarry, pero me callé.

—Era pleno invierno, y durante más de una semana antes del accidente hizo mucho, muchísimo frío, tanto que las nubes de vaho de la gente se congelaban y se caían al suelo, donde se hacían añicos.

—Guay. —Hice como si estuviera exhalando un penacho de aliento helado.

—Después de aquella racha de tanto frío, sin embargo, se cernió sobre Boston uno de esos inviernos extrañamente cálidos que tienen en ocasiones por allí. Todos los vecinos del North End decían: «Caray, qué buen tiempo hace hoy» y «¿no es uno de los días más agradables y perfectos que hayas visto en tu vida?». El sol y el calor animaban a la gente a salir de sus apartamentos sin chaquetas, gorros ni guantes, como la pequeña Maria Di Stasio, que tenía diez años y no llevaba puesto nada más que su jersey favorito, uno con agujeros en los codos, por toda prenda de abrigo. Estaba jugando a la rayuela mientras sus hermanos se metían con ella, pero como eso era algo que hacían a diario, tampoco les prestaba mayor atención.

»De pronto resonó un estruendo que oyeron todos los habitantes de la ciudad, aunque nadie sabía de qué se podría tratar, y los remaches que afianzaban los costados del tanque de melaza salieron disparados como balas, las planchas metálicas se desgajaron como papel de envolver y la sustancia dulce y viscosa se derramó por todas partes. Una ola gigante empezó a barrer el North End.

—Hala.

Se me escapó una risita nerviosa. Esta inundación de melaza era emocionante, sin duda, pero la historia estaba plagada de incoherencias. Marjorie estaba usando un lugar y un momento concretos, además de personas en vez de los ridículos animalitos del libro de Scarry. Personas que, por si fuera poco, no se llamaban como yo. Para colmo de males, el cuento empezaba ya a alargarse demasiado y a mí me iba a resultar imposible escribir todo eso en el libro. ¿Dónde podrían caber tantas letras?

—La ola medía cinco metros de alto y lo arrolló todo a su paso, dobló las vigas de acero de Atlantic Avenue, volcó trenes enteros y arrancó los edificios de sus cimientos. Las calles quedaron enterradas bajo varios palmos de melaza, los caballos y los transeúntes estaban paralizados y, cuanto más forcejeaban y pugnaban por liberarse, más se atascaban.

—Espera, espera… —la interrumpí. ¿Adónde quería ir a parar con toda esa historia? Por regla general, se me permitía contribuir de alguna manera. Si expresaba mi rechazo en voz alta o sacudía la cabeza, Marjorie regresaba sobre sus pasos y alteraba el cuento para volverlo más de mi agrado. En vez de pedirle que empezara de nuevo, le pregunté—: ¿Y qué pasa con Maria y sus hermanos?

Marjorie bajó la voz hasta dejarla reducida a un susurro: