Publicado en Estados Unidos por G. P. Putnam’s Sons,

un sello de Penguin Group

© de la obra: Renée Ahdieh, 2015

Publicado por acuerdo con la autora a través de BAROR

INTERNATIONAL, INC., Armonk, New York, U.S.A.

© de la traducción: Carmen Torres y Laura Naranjo, 2017

© del mapa: Russel R. Charpentier, 2015

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición digital en Nocturna: junio de 2017

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-16858-14-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

LA IRA Y EL AMANECER

TEXTO

PRÓLOGO

No sería un amanecer de bienvenida.

Ya el cielo contaba aquella historia, con su triste halo de incitación plateada desde más allá del horizonte.

Un joven acompañaba a su padre en la azotea del palacio de mármol. Ambos contemplaban cómo la pálida luz del sol del nuevo día hacía retroceder la oscuridad con lenta y cuidadosa deliberación.

—¿Dónde está? —preguntó el chico.

Su padre no desvió la vista hacia él.

—No ha abandonado sus aposentos desde que dio la orden.

El joven se pasó una mano por el pelo ondulado mientras soltaba una larga exhalación.

—Estallarán revueltas en las calles por esto.

—Y tú las apaciguarás de inmediato. —Fue una respuesta concisa que, sin embargo, dejaba entrever un sombrío atisbo de luz.

—¿De inmediato? ¿No creéis que una madre y un padre, sean cuales sean su cuna y su rango, no lucharán por vengar a su hija?

Por fin, el padre miró a su hijo. Tenía los ojos demacrados y hundidos, como si algo tirase de ellos desde dentro.

—Lucharán. Deben luchar. Y tú te asegurarás de que todo quede en nada. Cumplirás tu deber para con tu rey. ¿Lo entiendes?

El joven hizo una pausa.

—Lo entiendo.

—¿General Al Juri?

El padre se giró hacia el soldado que apareció a sus espaldas.

—¿Sí?

—Está hecho.

El padre asintió y el soldado se marchó.

Los dos hombres volvieron a alzar la mirada al cielo.

A la espera.

Una gota de lluvia impactó en la árida superficie que yacía a sus pies y se desvaneció en la piedra parda. Otra tintineó en la barandilla de hierro antes de resbalar y precipitarse en la nada.

Pronto, la lluvia empezó a caer a su alrededor a un ritmo constante.

—Ahí tienes la prueba —dijo el general con la voz teñida de angustia silenciosa.

El joven no respondió en el acto.

—No puede soportar esto, padre.

—Sí puede. Es fuerte.

—Nunca habéis comprendido a Jalid. No se trata de fuerza. Se trata de sustancia. Lo que está por venir destruirá lo que queda de él y dejará una cáscara…, una sombra de lo que una vez fue.

El general hizo un gesto de dolor.

—¿Crees que yo quería esto para él? Me ahogaría en mi propia sangre para evitarlo, pero no tenemos elección.

El joven negó con la cabeza y se limpió las gotas de lluvia que le caían por la barbilla.

—Me niego a creerlo.

—Jalal…

—Debe haber otro modo. —Tras decir eso, el joven dio media vuelta, se apartó de la barandilla y se esfumó escaleras abajo.

Por toda la ciudad, los pozos, que llevaban tanto tiempo secos, empezaron a llenarse. Aljibes resquebrajados y abrasados por el sol resplandecían con charcos de esperanza, y la gente de Rey despertó a una nueva dicha. Salieron corriendo a las calles y alzaron sus sonrientes caras al cielo.

Sin conocer el precio.

Y en las profundidades del palacio de mármol y piedra, un chico de dieciocho años permanecía sentado a solas ante una mesa de ébano pulido…

Escuchando la lluvia.

La única luz de la habitación se reflejaba en sus ojos ambarinos.

Una luz acosada por la oscuridad.

El muchacho apoyó los codos en las rodillas y se rodeó la frente con las manos. Luego se tapó los ojos y las palabras resonaron a su alrededor, abarrotando sus oídos con la promesa de una vida anclada en el pasado.

De una vida expiando sus pecados.

«Cien vidas por la que tomasteis. Una vida por cada amanecer. Si falláis una sola vez, os arrebataré vuestros sueños, os arrebataré vuestra ciudad.

Y os arrebataré estas vidas multiplicadas por mil».

TEXTO

MEDITACIONES SOBRE

LA GASA Y EL ORO

No eran amables. ¿Y por qué habrían de serlo?

Después de todo, no esperaban que sobreviviera más allá de la mañana siguiente.

Las manos que tiraban con peines de marfil de la larga melena de Sherezade y untaban aceite de sándalo en sus brazos bronceados lo hacían con una cruel indiferencia.

Sherezade observó cómo una joven sirvienta espolvoreaba sus hombros desnudos con copos dorados que captaban la luz del sol poniente.

Una brisa hacía ondear las cortinas de seda que recubrían las paredes de la alcoba. El dulce aroma a azahar se colaba por las celosías de madera que daban a la terraza, como susurros de una libertad ahora inalcanzable.

«Esta ha sido mi decisión. Acuérdate de Shiva».

—No llevo collares —protestó Sherezade cuando otra chica empezó a abrocharle en torno a la garganta uno gigante con joyas engarzadas.

—Es un regalo del califa. Debéis llevarlo, mi señora.

Se quedó mirando a la chica menuda con divertida incredulidad.

—Y si no me lo pongo, ¿me matará?

—Por favor, mi señora, yo…

Sherezade suspiró.

—Supongo que no es momento de hacer esto…

—No, mi señora.

—Me llamo Sherezade.

—Lo sé, mi señora. —La joven apartó la vista, incómoda, antes de girarse para ayudarle con el manto dorado.

Cuando entre las dos mujeres le colocaron la pesada prenda sobre los hombros brillantes, Sherezade examinó el resultado final delante del espejo. Su pelo azabache resplandecía como obsidiana pulida y sus ojos avellana estaban perfilados con rayas alternas de kohl negro y oro líquido. En el centro de la frente le colgaba un rubí con forma de lágrima del tamaño de un pulgar; su gemelo pendía de una cadenita alrededor de su cintura descubierta rozando el fajín de seda de sus pantalones. El manto era de damasco pálido con hilos de plata y oro que se entremezclaban formando un intrincado patrón que se iba haciendo cada vez más caótico a medida que se ensanchaba por los pies.

«Parezco un pavo real bañado en oro».

—¿Todas iban tan ridículas como yo? —preguntó.

De nuevo, las dos jóvenes desviaron la mirada con incomodidad.

«Estoy segura de que Shiva no parecía tan ridícula… —Su semblante se endureció—. Shiva estaría preciosa. Preciosa y segura de sí misma».

Se clavó las uñas en las palmas, dejando unas medialunas de acerada determinación.

Cuando llamaron con suavidad a la puerta, tres cabezas se volvieron… conteniendo el aliento al unísono.

A pesar de su fortaleza recién descubierta, le empezó a martillear el corazón.

—¿Puedo pasar? —La suave voz de su padre rompió el silencio, suplicante y aderezada con una disculpa tácita.

Ella exhaló despacio… con disimulo.

Baba, ¿qué estás haciendo aquí? —Sus palabras eran pacientes, pero precavidas.

Jahandar al Jayzurán entró en la alcoba arrastrando los pies. Tenía la barba y las sienes salpicadas de gris, y la miríada de colores de sus ojos avellana chispeaba y cambiaba como el mar en mitad de una tormenta.

En la mano sujetaba un capullo de rosa, con el centro incoloro y las puntas de los pétalos teñidas de un hermoso malva subido.

—¿Dónde está Irsa? —preguntó Sherezade con cierto tono de alarma.

Su padre sonrió con tristeza.

—Está en casa. No la he dejado venir conmigo, por mucho que se empeñara y peleara hasta el último momento.

«Al menos en esto no ha ignorado mis deseos».

—Deberías estar con ella. Te necesita esta noche. Por favor, hazlo por mí, baba. Haz lo que acordamos. —Le cogió la mano libre y se la apretó, rogándole con el gesto que siguiera con los planes que había trazado días antes.

—No…, no puedo, hija mía. —Jahandar bajó la cabeza y un sollozo le subió por el pecho mientras sus delgados hombros temblaban por la pena—. Sherezade…

—Sé fuerte. Por Irsa. Te prometo que todo irá bien. —Ella le posó la palma en la frente curtida y le apartó las lágrimas de la mejilla.

—No puedo. La mera idea de que este podría ser tu último atardecer…

—No será el último. Mañana lo volveré a ver, te lo juro.

Jahandar asintió, aunque su tristeza no se mitigó lo más mínimo. Le entregó la rosa.

—La última de mi jardín; todavía no ha florecido del todo, pero quería traerte un recuerdo de casa.

Sherezade sonrió al cogerla; el amor que se profesaban iba mucho más allá de la gratitud, pero él la detuvo. Cuando se dio cuenta del motivo, empezó a protestar.

—No. En esto, por lo menos, tal vez pueda hacer algo por ti —murmuró, casi para sí mismo. Contempló la rosa con el ceño fruncido y la boca contraída.

Una de las sirvientas se tosió en el puño y la otra bajó la vista al suelo.

Sherezade esperó paciente. A sabiendas.

La rosa empezó a desplegarse. Sus pétalos se abrieron, traídos a la vida por una mano invisible. Conforme se expandía, un delicioso perfume impregnó el espacio que los separaba, dulce y perfecto durante un instante… pero enseguida se volvió embriagador. Empalagoso. Y, en un abrir y cerrar de ojos, los bordes de la flor cambiaron de un rosa vivo y brillante a un teja sombrío.

Y luego la rosa se empezó a marchitar.

Jahandar observó abatido cómo sus pétalos secos languidecían hasta aterrizar en el blanco mármol a sus pies.

—Lo…, lo siento, Sherezade —se lamentó.

—No importa. Nunca olvidaré lo hermosa que ha sido durante ese instante, baba. —Le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí. Luego, en voz tan baja que sólo él podía oírla, le dijo al oído—: Ve con Tariq, como prometiste. Recoge a Irsa e id los dos.

Él asintió con ojos vidriosos.

—Te quiero, mi niña.

—Yo también te quiero. Mantendré mis promesas. Todas ellas.

Derrotado, Jahandar pestañeó en silencio ante su hija mayor.

Esta vez, la llamada a la puerta fue más contundente.

La cabeza de Sherezade dio un latigazo en su dirección y el rubí rojo sangre de su frente se balanceó a la par. La joven se puso recta y elevó su afilada barbilla.

Jahandar permaneció a su lado tapándose la cara con las manos; su hija se adelantó.

—Lo siento, lo siento mucho —le susurró antes de cruzar el umbral a zancadas para seguir al contingente de guardias que guiaban el cortejo. El hombre cayó de rodillas y estalló en sollozos cuando Sherezade dobló la esquina y desapareció.

Con la pena de su padre resonando en los cavernosos pasillos del palacio, los pies de Sherezade se negaron a obedecerla más allá de unos pocos pasos. Al notar que las rodillas le temblaban bajo la fina seda de sus voluminosos pantalones sirwal, se detuvo en seco.

—¿Mi señora? —le soltó uno de los guardias con tono aburrido.

—Puede esperar —resolló Sherezade.

Los guardias intercambiaron una mirada.

Sus propias lágrimas amenazaban con correrle por las mejillas y delatarla, y se llevó una mano al pecho. De manera inconsciente, buscó a tientas el borde del grueso collar de oro que tenía abrochado en torno a la garganta, adornado con gemas descomunales de indecible variedad. Era muy pesado…, la asfixiaba. Parecía una cadena enjoyada. Dejó que sus dedos asieran el maldito instrumento y por un momento pensó en arrancárselo del cuello.

La rabia la consolaba. Era un buen recordatorio.

«Shiva».

Su queridísima amiga. Su mayor confidente.

Entonces curvó los dedos en sus sandalias trenzadas en oro, se irguió una vez más y, sin mediar palabra, reanudó la marcha.

Los guardias volvieron a mirarse durante unos instantes.

Cuando llegaron a las inmensas puertas dobles que conducían al salón del trono, Sherezade se percató de que el corazón le latía dos veces más rápido de lo normal. Las puertas se abrieron con un quejido dilatado y ella se fijó en su objetivo, ignorando todo cuanto la rodeaba.

Al fondo del inmenso salón estaba Jalid ben al Rashid, el califa de Jorasán.

El Rey de Reyes.

«El monstruo de mis pesadillas».

A cada paso que daba, sentía hervir el odio en su sangre junto con la claridad de su propósito. Clavó la vista en él sin vacilar. Su porte orgulloso destacaba entre los hombres de su séquito y los detalles empezaron a perfilarse a medida que se acercaba a él.

Era alto y delgado, con la hechura de un joven diestro en la guerra. Tenía el pelo moreno y liso y lo llevaba peinado de tal manera que sugería una ineludible predilección por el orden.

Cuando Sherezade subió al estrado, levantó la vista hacia él sin claudicar, aunque tuviera delante al mismísimo rey.

El joven arqueó ligeramente sus pobladas cejas. Estas enmarcaban unos ojos de un marrón tan claro que, en función de la luz, parecían ámbar, similares a los de un tigre. Tenía el perfil anguloso propio de un estudio artístico y permanecía inmóvil mientras correspondía a su atento escrutinio.

Una cara que cortaba; una mirada que atravesaba.

Le tendió una mano.

Justo cuando ella alargaba la palma para cogérsela, se acordó de la reverencia.

La ira le bullía bajo la superficie, haciéndola ruborizarse.

Cuando sus ojos volvieron a encontrarse, él pestañeó una vez.

—Esposa. —Asintió.

—Mi rey.

«Viviré para ver el atardecer de mañana. No lo dudéis. Os juro que viviré para ver todos los atardeceres posibles.

Y que os mataré.

Con mis propias manos».

TEXTO

SÓLO UNA

El halcón sobrevolaba el cielo nublado de media tarde con las alas impulsadas por una corriente de aire y los ojos oteando la maleza del monte bajo.

Al detectar la más leve señal de movimiento, la rapaz ciñó las alas contra su cuerpo y, convertida en un amasijo de garras y plumas grises azuladas, se precipitó hacia la tierra.

La silueta cubierta de pelaje, que chillaba y corría por la maleza, no tenía la menor oportunidad de escapar. Pronto, el repiqueteo de unos cascos que levantaban un remolino de arena a su paso se hizo patente.

Los dos jinetes se detuvieron a una distancia prudencial del halcón y su presa.

Con el sol a su espalda, el primer jinete, que iba a lomos de un brillante garañón zaino al jamsa, extendió el brazo izquierdo y emitió un silbido bajo y suave.

El halcón se giró y estrechó sus ojos ribeteados de amarillo. Luego se elevó en el aire una vez más y aterrizó incrustando las garras en la mangala de cuero que protegía el antebrazo del jinete de la muñeca al codo.

—¡Maldita seas, Zoraya! He perdido otra apuesta —se quejó el segundo jinete al pájaro.

El halconero sonrió de oreja a oreja a Rahim, su amigo desde la infancia.

—Deja ya de quejarte. Ella no tiene la culpa de que seas incapaz de aprender una simple lección.

—Tienes suerte de que sea tan tonto. ¿Quién más iba a soportar tu compañía durante tanto tiempo, Tariq?

Este se rió por lo bajo.

—En tal caso, quizá debería dejar de mentirle a tu madre sobre lo listo que te has vuelto.

—Por supuesto. ¿Es que alguna vez le he mentido yo a la tuya?

—Ingrato. Baja y recoge la presa.

—No soy tu sirviente. Hazlo tú.

—De acuerdo. Aguanta esto. —Tariq estiró el antebrazo y le tendió a Zoraya, que seguía esperando con paciencia en su percha. Cuando el halcón se dio cuenta de que lo pasaban a Rahim, aleteó y chilló en señal de protesta.

Él retrocedió, alarmado.

—Ese pájaro del demonio me odia.

—Porque sabe calar bien a las personas. —Tariq sonrió.

—Y hace gala de un mal genio imperecedero —refunfuñó Rahim—. La verdad, es peor que Shezi.

—Otra chica con un gusto exquisito.

Rahim puso los ojos en blanco.

—Una valoración un tanto interesada, ¿no te parece? Teniendo en cuenta que lo único que tienen en común eres tú.

—Reducir a Sherezade al Jayzurán a semejante noción puede ser la causa de que siempre te halles en el extremo receptor de su genio. Te aseguro que tanto Zoraya como Shezi tienen mucho más en común que a mí. Ahora deja de perder el tiempo y bájate de ese maldito roano para que podamos irnos a casa.

Rahim, que seguía refunfuñando, desmontó de su ajal-teké gris; su yegua brillaba como peltre bruñido por el sol del desierto.

Tariq examinó el estrecho de arena y matorrales secos que se extendía por el horizonte. Unas olas abrasadoras de calor emergían de un mar de adobe y ocre oscuro, propagándose en forma de manchas azules y blancas por el cielo.

Con la presa de Zoraya ya guardada en el morral de cuero fijado a su silla, Rahim volvió a subirse al caballo, empleando la gracia de un joven noble entrenado en aquel arte desde la niñez.

—En cuanto a la apuesta de antes relacionada con el pájaro… —Rahim se fue apagando.

Tariq gruñó cuando vio la mirada de determinación en su rostro.

—No.

—Porque sabes que vas a perder.

—Tú eres mejor jinete que yo.

—Tú tienes mejor caballo. Tu padre es un emir. Además, yo ya he perdido una apuesta hoy. Dame una oportunidad para resarcirme —insistió Rahim.

—¿Cuánto tiempo vamos a seguir con estos juegos?

—Hasta que te gane. En todos y cada uno de ellos.

—Entonces, jugaremos hasta el infinito —bromeó Tariq.

—Bastardo. —Rahim reprimió una sonrisa al coger las riendas—. Pues ahora ni siquiera voy a intentar jugar limpio. —Hundió los talones en la yegua y salió disparado en dirección contraria.

—Necio. —Tariq rió mientras liberaba a Zoraya hacia las nubes y se inclinaba sobre el cuello de su semental. Al oír el chasquido de su lengua, el animal sacudió las crines y resopló. Tariq tiró de las riendas y el caballo árabe se encabritó sobre sus enormes cascos antes de lanzarse por la arena y de que sus poderosas patas levantaran un remolino de polvo y piedras.

El rida’ blanco de Tariq se inflaba a su espalda y la capucha amenazaba con salir volando a pesar de que una cinta de cuero la sujetaba en su sitio.

Cuando rodearon la última duna, una fortaleza amurallada de piedra parda y mortero gris emergió de las arenas con sus torretas abovedadas coronadas por espirales de cobre teñidas por la pátina turquesa del tiempo.

—¡El hijo del emir se aproxima! —gritó un centinela cuando Rahim y Tariq se acercaron a las puertas traseras, que se abrieron de par en par casi sin demora.

Los sirvientes y los jornaleros se apartaron en desbandada cuando Rahim pasó como una exhalación por entre las puertas de hierro aún chirriantes, seguido de cerca por Tariq. Una cesta de caquis cayó al suelo y su contenido rodó por la explanada antes de que un anciano quejumbroso se agachara con mil esfuerzos para recoger la obstinada fruta naranja.

Ajenos al caos que habían originado, los dos jóvenes nobles refrenaron a sus caballos cerca del centro del amplio patio.

—¿Qué se siente… al verse superado por un necio? —se mofó Rahim con los ojos añiles chispeantes.

Tariq elevó una de las comisuras de la boca, divertido, se bajó balanceándose de la silla y se echó hacia atrás la capucha de su rida’. Luego se pasó una mano por la rebelde maraña de pelo ondulado. Unos granos de arena le cayeron sobre la cara y parpadeó con fuerza para eludirlos.

El sonido de la risa ahogada de Rahim sonó a su espalda.

Tariq abrió los ojos.

La joven sirvienta que estaba plantada ante él apartó la mirada a toda prisa y sus mejillas se sonrojaron. La bandeja que sostenía con dos vasos de plata llenos de agua empezó a temblar.

—Gracias. —Tariq sonrió mientras alcanzaba uno.

El rubor de la chica se intensificó y el temblor empeoró.

Rahim se le acercó. Cogió su propio vaso y asintió hacia la muchacha antes de que esta diera media vuelta y se alejara corriendo a toda la velocidad que le permitían sus piernas.

Tariq le dio un empujón. Fuerte.

—So zoquete.

—Creo que esa pobre chica está medio enamorada de ti. Después de otra penosa exhibición ecuestre, deberías estar más que agradecido a la mano del destino que te otorgó ese aspecto.

Tariq lo ignoró y se giró para asimilar las vistas del patio. A la derecha, avistó al anciano sirviente encorvado sobre un montón de caquis desparramados a sus pies por el granito. Se abalanzó hacia él y se agachó doblando una rodilla para ayudarlo a colocar la fruta en una cesta.

—Gracias, sahib. —El hombre inclinó la cabeza y se tocó la frente con la punta de los dedos de la mano derecha en señal de respeto.

Los ojos de Tariq se suavizaron y su mezcla de colores titiló en la sombra. Sus brillantes iris plateados se convirtieron en anillos de la ceniza más oscura y sus pestañas negras aletearon en la suave piel de sus párpados. El aire de severidad de sus cejas se difuminó con la presta aparición de su sonrisa. Una barba de un día oscurecía la línea angulosa de su mandíbula, acentuando aún más su simetría finamente forjada.

Tariq asintió ante el anciano y le devolvió el ademán habitual.

Sobre sus cabezas, el chillido de Zoraya resonó en el cielo con la exigencia de una atención inmediata. Tariq meneó la cabeza, fingiendo irritación, y le silbó. El ave bajó en picado con un magnífico chirrido que surcó otra porción del patio. Una vez más, se posó en la mangala estirada de Tariq y se acicaló las plumas mientras él se la llevaba a la jaula para alimentarla.

—¿No te parece que tienes a ese pájaro un poco… consentido? —Rahim estudió a la hembra de halcón mientras el animal engullía una tira entera de carne seca sin respirar siquiera.

—Es la mejor cazadora del reino.

—Sin embargo, estoy convencido de que, si matara a alguien, dejarías que se fuera de rositas. ¿Es esa tu intención?

Antes de que Tariq pudiera responder, uno de los consejeros más allegados de su padre apareció en el pasaje abovedado que daba al vestíbulo.

—¿Sahib? El emir requiere vuestra presencia.

Tariq juntó las cejas.

—¿Ocurre algo?

—Ha llegado un mensajero de Rey no hace mucho.

—¿Eso es todo? —dijo indignado—. ¿Una carta de Shezi? Eso no merece una audiencia formal.

Tariq escrutó al consejero, asimilando las profundas arrugas que le surcaban la frente y lo fuerte que tenía entrelazados los dedos.

—¿Qué ha ocurrido?

El consejero eludió la respuesta.

—Por favor, sahib. Venid conmigo.

Rahim siguió a Tariq y al consejero por el vestíbulo con columnas de mármol y más allá de la galería, a cielo descubierto, con sus fuentes embaldosadas de teselas vidriadas. Un chorro uniforme de agua rutilante caía de la boca de un león de bronce dorado.

Entraron en el salón principal y encontraron a Nasir al Ziyad, emir de la cuarta fortaleza más rica de Jorasán, sentado con su esposa a una mesa baja. Tenían la cena dispuesta delante, intacta.

Era obvio que su madre había estado llorando.

Tariq se detuvo en seco ante semejante escena.

—¿Padre?

El emir exhaló un suspiro y levantó la afligida mirada para afrontar la de su hijo.

—Tariq, esta tarde hemos recibido una carta de Rey. De Sherezade.

—Dádmela. —Emitió la petición en voz baja. Brusca.

—Iba dirigida a mí. Hay un fragmento que estaba reservado para ti, pero el…

Su madre rompió a llorar.

—¿Cómo ha podido pasar esto?

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Tariq, elevando la voz—. Dadme la carta.

—Es demasiado tarde. No hay nada que puedas hacer —contestó el emir con un suspiro.

—Primero Shiva. Luego, presa de la pena, mi hermana se quitó la… —La mujer se estremeció—. ¿Y ahora Sherezade? ¿Cómo ha podido pasar esto? ¿Por qué? —Su madre gimoteaba.

Tariq se quedó petrificado.

—Ya sabéis por qué —rugió el emir en tono bajo—. Lo ha hecho por Shiva. Por Shiva. Por todos nosotros.

Al oír esto, la madre de Tariq se levantó de la mesa y salió corriendo: sus sollozos fueron aumentando en intensidad y volumen a cada paso.

—Oh, Dios. Shezi. ¿Qué has hecho? —susurró Rahim.

Tariq se quedó quieto, con el rostro inexpresivo e inescrutable.

El emir se levantó y se encaminó hacia su hijo.

—Hijo, tú…

—Dadme la carta —le repitió él.

Con ceñuda resignación, el emir le cedió el pergamino.

La letra familiar de Sherezade llenaba la página, tan imperiosa y tosca como siempre. Tariq dejó de leer cuando empezó a dirigirse a él. La disculpa. Las palabras de arrepentimiento por su traición. La gratitud por su comprensión.

No más. No podía soportarlo. No de ella.

El borde del pergamino se arrugó en su puño.

—No hay nada que puedas hacer —le reiteró el emir—. La boda es hoy. Si lo consigue… Si ella…

—No lo digáis, padre. Os lo ruego.

—Debe decirse. Estas verdades, por muy duras que sean, deben decirse. Debemos hacer frente a esto como una familia. Tus tíos nunca se enfrentaron a la pérdida de Shiva, y mira lo que acarreó la muerte de su hija.

Tariq cerró los ojos.

—Aunque Sherezade sobreviviese, no hay nada que podamos hacer. Todo ha terminado. Debemos aceptarlo, por muy difícil que nos resulte. Sé lo que sientes por ella; lo entiendo perfectamente. Tardarás un tiempo. Pero descubrirás que puedes encontrar la felicidad con otra persona…, que hay otras jóvenes en el mundo. Con el tiempo, lo comprenderás.

—No hay necesidad.

—¿Disculpa?

—Ya lo entiendo. Perfectamente.

El emir miró a su hijo con sorpresa.

—Comprendo vuestras razones. Todas ellas. Ahora necesito que comprendáis las mías. Sé que hay más mujeres en el mundo. Sé que soy capaz de encontrar algo de felicidad con otra chica. Con el tiempo, supongo que todo puede llegar a ocurrir.

El emir asintió.

—Bien. Es lo mejor, Tariq.

Rahim los contemplaba perplejo.

Tariq prosiguió con los ojos plateados destellándole:

—Pero entended esto: no importa cuántas jóvenes perfectas pongáis en mi camino, sólo hay una Sherezade. —Y, acto seguido, arrojó el pergamino al suelo, giró sobre sus talones y estrelló las palmas de las manos contras las puertas para abrirlas de par en par.

Rahim intercambió una mirada reflexiva con el emir antes de seguir a Tariq. Volvieron sobre sus pasos hasta el patio y Tariq hizo señas para que les trajesen los caballos. Su compañero no habló hasta que tuvieron ambas monturas delante.

—¿Cuál es el plan? —preguntó con tacto—. ¿Tienes alguno?

Tariq hizo una pausa.

—No tienes que venir conmigo.

—¿Y ahora quién es el necio? ¿Es que tú eres el único que quiere a Shezi? ¿Que quería a Shiva? No seré pariente de sangre, pero ellas siempre formarán parte de mi familia.

Tariq se volvió hacia su amigo.

—Gracias, Rahim-jan.

El chico, más alto y desgarbado, le sonrió.

—No me des las gracias todavía. Seguimos necesitando un plan. Dime, ¿qué piensas hacer? —Vaciló—. ¿Hay algo que puedas hacer?

Tariq tensó la mandíbula.

—Mientras el gobernador de Jorasán respire, siempre habrá algo que pueda hacer… —Su mano izquierda cayó hasta la empuñadura de la espada elegantemente curvada que llevaba a la cadera—. Lo que mejor sé hacer.

TEXTO

EL VELO

Sherezade estaba sentada a solas en su alcoba, en el centro de un colchón con plataforma cubierto por una montaña de almohadones forrados de telas brillantes. La cama estaba rodeada por un fino velo de seda de araña que temblaba con una estremecedora laxitud al menor movimiento. Tenía las rodillas pegadas al pecho y los dedos entrelazados alrededor de los tobillos.

Sus ojos avellana estaban fijos en las puertas.

Llevaba casi toda la noche en aquella postura. Cada vez que se aventuraba a cambiar de posición, los nervios la atenazaban.

«¿Dónde está?».

Exhaló con fuerza y se ciñó aún más las manos a los pies.

El pánico que había combatido durante la última hora no tardó en caer sobre ella como un martillo que golpeara el yunque de un herrero.

«¿Y si no viene a verme esta noche?».

—Oh, Dios —murmuró, rompiendo la quietud.

«De ser así, le habré mentido a todo el mundo. Habré roto todas mis promesas».

Sherezade meneó la cabeza. El corazón le zumbaba en los oídos y le costaba más trabajo respirar.

«No quiero morir».

Aquellos pensamientos macabros se enganchaban a los bordes de su compostura y la arrastraban hacia el insondable reino del terror, un terror que hasta ahora había logrado mantener a raya.

«¿Cómo sobrevivirá baba si me matan? ¿E Irsa?».

Tariq.

—¡Para! —Aquella palabra resonó en la profunda oscuridad. Era una tontería, pero necesitaba que algo, cualquier cosa, llenara el tortuoso silencio, aunque sólo fuera un instante.

Se llevó las manos a las sienes y obligó al terror a retroceder…

A encerrarse en su corazón revestido de acero.

Y entonces las puertas se abrieron con un grave crujido.

Sherezade dejó caer las manos a ambos lados y las apoyó en los suaves cojines.

Un criado hizo su aparición, acarreando unas velas de aloe y ámbar gris que emanaban un débil perfume y una luz delicada, seguido de una chica que portaba una bandeja con vino y comida. Los sirvientes dejaron los objetos en la alcoba y se marcharon sin mirarla siquiera.

Al cabo de un momento, el califa de Jorasán emergió en el umbral.

Esperó, con actitud reflexiva, antes de entrar en la estancia y cerrar las puertas a su espalda.

A la suave luz de las velas, sus ojos de tigre parecían todavía más calculadores y distantes. Las líneas de su rostro se ensombrecieron cuando se apartó de la luz, acentuando las angulosas hendiduras de sus rasgos.

Un semblante inamovible. Frío y amenazante.

Sherezade estiró los dedos bajo las rodillas.

—Me han dicho que vuestro padre sirvió al mío como visir. —Su voz era grave y modesta. Casi… amable.

—Sí, sayidi. Era consejero de vuestro padre.

—Y ahora trabaja como conservador.

—Sí, sayidi. De textos antiguos.

La miró de frente.

—Un cambio considerable.

Sherezade se tragó su indignación.

—Tal vez. No era un visir de alto rango.

—Ya veo.

«Vos no veis nada».

Le devolvió la mirada con la esperanza de que el mosaico de color de sus ojos escondiera los pensamientos que corrían desenfrenados a su amparo.

—¿Y qué os hizo presentaros voluntaria, Sherezade al Jayzurán?

Ella no respondió, así que continuó:

—¿Qué os llevó a hacer algo tan insensato?

—¿Perdón?

—Quizá fuera el aliciente de casaros con un rey. O la vana esperanza de ser la afortunada que acabara ganándose el corazón de un monstruo con un poco de esfuerzo. —Lo dijo sin emoción, escrutando su rostro.

A Sherezade se le aceleró el pulso hasta convertirse en un redo-ble militar.

—No abrigo falsas esperanzas, sayidi.

—Entonces, ¿por qué os ofrecisteis voluntaria? ¿Por qué queréis desperdiciar vuestra vida a los diecisiete años?

—Tengo dieciséis. —Entornó los ojos—. Y no sé por qué habría de importar.

—Respondedme.

—No.

Él hizo una pausa.

—¿Sabéis que podríais morir por esto?

Sherezade tensó aún más los dedos en un gesto casi doloroso.

—No me sorprende oírlo, sayidi. Pero, si de verdad deseáis respuestas, no las conseguiréis matándome.

Una chispa cruzó la cara del califa y se demoró en las comisuras de sus labios, pero se desvaneció tan rápido que no llegó a captar su significado.

—Supongo que no. —Se interrumpió, de nuevo con actitud reflexiva.

Sherezade observó cómo se retiraba; un velo se había posado sobre los duros ángulos de su perfil.

«No».

Se levantó de la cama y dio un paso hacia él.

Al ver que volvía la cabeza en su dirección, se acercó más.

—Os lo he dicho. No creáis que vais a ser la que rompa el círculo.

La joven apretó los dientes.

—Y yo también os lo he dicho: no abrigo falsas esperanzas. De ninguna clase. —Continuó avanzando sin flaquear hasta que se colocó a un brazo de distancia.

Él la observó fijamente.

—Ya habéis entregado vuestra vida. No espero… nada más.

En respuesta, Sherezade se llevó la mano a la garganta y empezó a desabrocharse el collar enjoyado que todavía llevaba puesto.

—No. —Él le cogió la mano—. Dejáoslo. —Vaciló antes de deslizarle los dedos por la nuca.

Al sentir aquel contacto perturbadoramente familiar, Sherezade reprimió el impulso de apartarse asqueada y arremeter contra él con todo el dolor y la rabia que la dominaban.

«No seas estúpida. Sólo tendrás una oportunidad. No la desa-proveches».

Aquel niño-rey, aquel asesino… No permitiría que destrozara a otra familia. Que le arrebatara a otra chica su mejor amiga, que la privara de una vida llena de recuerdos que habían sido y que nunca serían.

Alzó la barbilla y se tragó la bilis, que le dejó un regusto amargo en la lengua.

—¿Por qué estáis aquí? —susurró. Sus ojos de tigre seguían estudiándola.

Sherezade levantó una de las comisuras de la boca a modo de respuesta sardónica.

Le cogió la mano.

Con cuidado.

Luego se quitó el pesado manto de los hombros y lo dejó caer al suelo.

Irsa estaba sentada a horcajadas en su yegua rodada en el callejón más cercano al edificio que albergaba los textos más antiguos y oscuros de Rey. La biblioteca de la ciudad había sido una vez un lugar grandioso, lleno de columnas y recubierto de piedras juiciosamente talladas procedentes de las mejores canteras de Tirazis. Con los años, la fachada se había oscurecido y profundas grietas surcaban su superficie, la peor de las cuales se había intentado tapar con torpeza. Todos los bordes visibles estaban desgastados y el glorioso lustre de antaño había quedado reducido a una maraña de marrones y grises.

Cuando los caballos que tenía detrás se agitaron en medio del denso silencio previo al amanecer, Irsa miró por encima de su hombro en señal de disculpa. Abrió la boca para tranquilizar al joven cochero, pero la fragilidad de su voz la obligó a aclararse la garganta para poder hablar.

—Lo siento —le susurró al chico después de una discreta tos—. No sé por qué se retrasa. Estoy segura de que no tardará. —La yegua sacudió la oreja izquierda cuando Irsa se revolvió en su silla.

—No es asunto mío, señorita. Mientras se me pague lo que es debido. Pero si vuestro padre desea traspasar las puertas de la ciudad antes del amanecer, deberíamos irnos pronto.

Ella asintió y, al pensar en las palabras del chico, notó que se le formaba otro nudo en el estómago.

Muy pronto se marcharía de la ciudad de su infancia, de la ciudad en la que había vivido catorce años. Antes, bajo el refugio de la noche y sin apenas planificarlo, había echado casi todo lo de valor en el carro cubierto que tenía a su espalda, consciente de que su vida ya nunca sería la misma.

Era extraño que nada de aquello le importara ahora. Al menos, de momento.

Lo único en lo que podía pensar —la razón por la que le raspaba la garganta y se le había hecho un nudo en el estómago— era Sherezade.

Su mandona y cabezota hermana mayor.

Su amiga fiel y valiente.

Los ojos se le volvieron a anegar de lágrimas calientes, por mucho que hubiera jurado que no derramaría ni una más. Frustrada, se restregó las mejillas irritadas con el dorso de la mano.

—¿Os ocurre algo, señorita? —preguntó el cochero con tono cercano a la compasión.

Por supuesto que le ocurría algo, pero, si querían mantenerse a salvo de los fisgones, no podía contarle nada. Sherezade había sido muy clara al respecto.

—No, nada. Gracias por preguntar.

El chico asintió y volvió a adoptar una pose desinteresada.

Irsa reflexionó sobre el viaje que tenían por delante. Tardarían tres duros días en llegar a Taleqan, la fortaleza de la familia de Tariq. Meneó la cabeza, desconcertada; después de todo lo que había ocurrido, sólo Sherezade tendría la osadía de enviarlos al hogar de su amor de juventud. Cada vez que Irsa se paraba a pensar en Tariq y en su familia, sus rasgos aniñados se contraían de preocupación…

Y remordimientos.

Soltó un suspiro de cansancio y bajó la vista a las riendas. La crin de su yegua blanca moteada se agitó cuando una ráfaga de viento sopló por el callejón.

—¿Por qué tarda tanto? —dijo Irsa a nadie en particular.

En ese preciso instante, la pesada puerta de madera de la entrada lateral de la biblioteca se abrió con un chirrido y la figura encapuchada de su padre irrumpió en la noche dando traspiés.

Acarreaba algo en los brazos, apretado contra su pecho.

—¿Baba? ¿Va todo bien?

—Lo siento mucho, querida. Todo va bien. Ya podemos marcharnos —murmuró Jahandar—. Sólo… tenía que asegurarme de cerrar bien todas las puertas.

—¿Y eso qué es? —preguntó Irsa.

—¿Eh? —Jahandar se dirigió hacia su caballo y cogió su zurrón.

—Eso que llevas…

—Oh, nada. Sólo un libro que me gustó mucho. —Agitó la mano con gesto despreocupado.

—¿Y hemos venido hasta aquí por un libro, baba?

—Sólo uno, mi niña, sólo uno.

—Debe de ser un libro especial.

—Todos los libros son especiales, cariño.

—¿Y qué tipo de libro es?

Jahandar guardó con sumo cuidado el envejecido volumen encuadernado en piel en su zurrón y se subió a su montura con menos consideración. Luego le indicó al cochero que iniciara la marcha.

La pequeña caravana emprendió su camino por las calles todavía dormidas de Rey.

Irsa arreó a su caballo para que se colocara a la altura del semental negro de su padre. Cuando Jahandar la miró y le dedicó una afectuosa sonrisa, ella le cogió la mano, buscando en el gesto el mismo consuelo que ella le ofrecía.

—Todo saldrá bien, mi niña —farfulló, ensimismado.

Ella asintió, pero no se le escapó que no había respondido a su pregunta.

TEXTO

LA MONTAÑA DE IMÁN

En cuanto Sherezade acercó su mano a la de él, sintió que una fría oleada de templanza se apoderaba de ella, como si hubiese salido flotando de su persona y fuese un mero testigo de todo lo que la rodeaba.

Por suerte, no intentó besarla.

Ni el dolor duró; no fue más que un momento fugaz, perdido en la distracción agradable de sus pensamientos. Él tampoco parecía estar disfrutando. Fuera cual fuese el placer que obtenía, fue breve y superficial, y Sherezade sintió una punzada de satisfacción al percatarse de ello.

Cuando todo hubo terminado, él se levantó de la cama sin mediar palabra y apartó la seda susurrante que rodeaba el tálamo.

Observó cómo se vestía con pulcra y casi militar precisión y notó la delicada película de sudor de su espalda y los músculos esbeltos, que se encogían y se flexionaban al menor movimiento.

Él era más fuerte que ella, de eso no cabía duda. No podía vencerlo físicamente.

«Pero yo no estoy aquí para luchar. Estoy aquí para ganar».

Se sentó y alcanzó la bonita shamla colocada sobre un taburete cercano. Sherezade deslizó los brazos en el lustroso brocado y se ató los lazos plateados antes de acercársele. Al rodear la cama, el dobladillo bordado con suma delicadeza de la bata revoloteó a su alrededor como un derviche en medio de una danza sama.

El califa se dirigió a grandes zancadas a la mesa baja del rincón de la alcoba, rodeada de cojines y almohadones ahuecados aún más suntuosos cubiertos con todo un despliegue de tonos de joyas.

Aún de pie y en silencio, se sirvió un poco de vino. Sherezade le pasó por el lado y se hundió en los cojines que rodeaban la mesa.

La bandeja estaba cargada de pistachos, higos, almendras, uvas, chutney de membrillo, pepinillos y toda una gama de hierbas frescas. A un lado había una cesta de pan de pita envuelto en un paño de lino.

Sherezade, a la que le costaba devolverle su sutil indiferencia, arrancó una uva de la bandeja y empezó a comérsela.

El califa la estudió durante un tortuoso momento antes de agacharse hacia los cojines. Se sentó y bebió mientras ella mojaba trozos de pan en el chutney ásperamente dulce.

Cuando no pudo soportar más el silencio, enarcó una fina ceja en su dirección.

—¿No vais a comer, sayidi?

Él inhaló por la nariz y entrecerró los ojos, pensativo.

—El chutney está delicioso —añadió de manera informal.

—¿No tenéis miedo, Sherezade? —le preguntó en un tono tan quedo que le costó entenderlo.

Ella dejó el pan.

—¿Queréis que lo tenga, sayidi?

—No. Quiero que seáis sincera.

Sherezade sonrió.

—Pero ¿cómo ibais a saber si estoy mintiendo, sayidi?

—Porque no sois una buena mentirosa. Sólo creéis serlo. —Se inclinó hacia delante y cogió un puñado de almendras de la bandeja.

La sonrisa de Sherezade se amplió. Peligrosamente.

—Y vos no sois tan bueno calando a la gente. Sólo creéis serlo.

Él ladeó la cabeza y un músculo se le tensó a lo largo de la mandíbula.

—¿Qué queréis? —Nuevamente, las palabras fueron pronunciadas en voz tan baja que a Sherezade le costó descifrarlas.

Ella se sacudió las migajas de las manos, tomándose su tiempo para tender la siguiente trampa.

—Voy a morir al amanecer. ¿Correcto?

Él asintió una vez.

—¿Y deseáis saber por qué me ofrecí voluntaria? —continuó—. Bien, estaría dispuesta a…

—No. No voy a jugar con vos. Desprecio la manipulación.

Sherezade cerró la boca y se tragó su furia llena de descaro.

—Tal vez deberíais pasar menos tiempo despreciando el juego y más tiempo ejercitando la paciencia necesaria para ganar.

Sherezade contuvo el aliento cuando la parte superior del cuerpo del califa se petrificó. Los nudillos de sus manos se pusieron blancos durante un instante desgarrador antes de que aflojase los puños.

Sherezade vio cómo la tensión lo abandonaba y un torbellino de emociones colisionó en su pecho, sembrando el caos en su mente.

—Palabras valientes para una chica a la que le quedan pocas horas de vida. —Su tono estaba esculpido en hielo.

Ella se enderezó y se retorció la oscura melena a un lado para que le cayera por un hombro.

—¿Os interesan las reglas del juego o no, sayidi? —Como él callaba, ella decidió seguir adelante, ocultando sus manos temblorosas en los pliegues de su shamla—: Estoy deseando responder a vuestra pregunta, sayidi. Pero, antes de hacerlo, me gustaría saber si estaríais dispuesto a atender una pequeña petición… —Su voz se fue apagando.

Una pizca de diversión desalmada oscureció el semblante del califa.

—¿Estáis tratando de intercambiar vuestra vida por una banalidad?

Ella rió y el sonido danzó por la habitación con la cualidad aérea de unas campanillas de viento.

—Mi vida está sentenciada. Eso lo habéis dejado claro. Quizá deberíamos obviar ese tema y centrarnos en el asunto en cuestión.

—Por supuesto.

La muchacha se tomó un tiempo para serenarse.

—Quiero contaros un cuento.

—¿Disculpad? —Por primera vez, advirtió que una emoción perturbaba su semblante.

«¿Estáis sorprendido? Tened por seguro que no será la última vez, Jalid ben al Rashid».

—Os contaré un cuento. Vos debéis sentaros y escuchar. Cuando termine con el cuento, contestaré a vuestra pregunta. —Esperó su respuesta.

—¿Un cuento?

—Sí. ¿Estáis de acuerdo con los términos, sayidi?

Él se reclinó sobre un codo con una expresión insondable.

—Bien. Estoy de acuerdo. Podéis empezar. —Pronunció las palabras como si fueran un desafío.

«Y yo lo acepto, monstruo. Con mucho gusto».

—Este es el cuento de Agib, un pobre marinero que perdió todo lo que poseía con el único propósito de conseguir descubrirse a sí mismo.

—¿Un cuento con moraleja? Entonces, estáis tratando de enseñarme una lección.

—No, sayidi. Intento intrigaros. Me han dicho que un buen cuentacuentos puede atrapar al público con una simple frase.

—En tal caso, habéis fracasado.

—Sólo porque me lo estáis poniendo difícil sin necesidad. Y también porque no me habéis dejado terminar. Veréis, Agib era un ladrón, el mejor ladrón de toda Bagdad. Podía robar un dinar de oro macizo de vuestra mano, justo delante de vuestros ojos, y vaciarle el bolsillo al viajero más precavido con el sigilo de una sombra.

El califa inclinó la cabeza en señal de reflexión.

—Pero era arrogante. Y su arrogancia crecía en la misma medida en que sus correrías se volvían más temerarias. Hasta que un día lo pillaron robándole a un rico emir y se libró por muy poco de que lo atrapasen. En un momento de pánico, corrió por las calles de Bagdad en busca de refugio. Cerca de los muelles, se encontró con un pequeño barco que estaba a punto de zarpar. El capitán necesitaba sin falta otro miembro más para su tripulación. Agib, seguro de que los soldados del emir lo encontrarían si se quedaba en la ciudad, se ofreció voluntario para el viaje.

—Mejor. —Un gesto incipiente se dibujó en los labios del califa.

—Me alegro de que lo aprobéis, sayidi. ¿Puedo continuar? —Le lanzó una sonrisa mordaz mientras se enfrentaba a la necesidad de lanzarle el resto de su bebida a la cara. Él asintió—. Los primeros días a bordo del barco fueron difíciles para Agib. No era ningún marino y tenía muy poca experiencia viajando de este modo; como consecuencia, estuvo enfermo en varias ocasiones. Los demás miembros de la tripulación se mofaban de él a las claras y le reservaban las tareas más insignificantes, lo que consolidaba su estatus como el del más inútil. El respeto que Agib se había granjeado como el mejor ladrón de Bagdad no servía de nada en aquel mundo; al fin y al cabo, no iba a robarles a sus compañeros. No había sitio donde correr y esconderse.

—Un verdadero problema —comentó el califa por lo bajo.

Sherezade ignoró su pulla.

—Cuando llevaban una semana en alta mar, se desató una terrible tormenta. El barco daba bandazos sobre las inmensas olas que lo alejaban de su rumbo. Por desgracia, aquella no era la peor calamidad que les podía sobrevenir: cuando por fin las aguas se calmaron dos días después, no encontraron al capitán por ninguna parte. El mar se lo había tragado en sus aguas saladas. —Sherezade hizo una pausa. Al inclinarse hacia delante para escoger una uva, lanzó un vistazo furtivo por encima del hombro del califa a las celosías decorativas que daban a la terraza. Todavía estaban sombreadas por el manto de la noche—. A la tripulación le entró el pánico. Estaban abandonados en medio del océano y no tenían forma alguna de enderezar el rumbo del barco. Se produjeron discusiones en torno a qué marinero asumiría el papel de capitán. La tripulación, consumida en esta lucha por el poder, no se dio cuenta de que una mancha de tierra había aparecido en el horizonte. Agib fue el primero en divisarla. Parecía una isla diminuta con una montaña en el centro. Al principio, todos se regocijaron al verla, pero luego un marinero veterano murmuró algo que volvió a desatar el pánico.

El califa escuchaba con los ojos ambarinos centrados en Sherezade.

—Dijo: «Que el Señor nos asista. Es la montaña de imán». Cuando un clamor general se apoderó de los demás al percatarse de la verdad que escondían esas palabras, Agib preguntó qué había de terrorífico en aquella montaña para que unos hombres hechos y derechos se estremecieran al verla. El viejo marinero le explicó que la montaña de imán poseía una magia oscura que atraía a los barcos hacia ella debido al hierro de sus cascos y, una vez que la nave estaba en sus garras, ejercía tanto poder que arrancaba todos los clavos del navío y este se hundía en el fondo del mar, sentenciando a todos sus ocupantes a yacer en una tumba de agua.

—En lugar de perder el tiempo lamentándose por su suerte, tal vez deberían intentar navegar en dirección contraria —sugirió el califa con ironía.

—Y eso fue justo lo que Agib les aconsejó. Todos acudieron a los remos y se tomaron medidas inmediatas para frustrar los malévolos planes de la montaña, pero ya era demasiado tarde, pues, una vez que la gran negrura se cierne en la distancia, poco se puede hacer. Para entonces, la montaña ya te tiene en sus garras. Como cabía esperar, a pesar de todos sus esfuerzos, el barco se fue aproximando cada vez más deprisa a la mole y pronto resonó un terrible quejido procedente de sus tripas, ya que empezó a estremecerse y a temblar como si el peso del mundo se encaramara en su proa. La tripulación, horrorizada, fue testigo de cómo los clavos se desgarraban y se desprendían de la madera que les rodeaba. El barco empezó a partirse y a derrumbarse, como si fuese el juguete de un niño, bajo sus pies. Agib se unió a los alaridos y los afligidos lamentos de sus compañeros mientras estos eran arrojados al mar y dejados a su suerte. ­—Sherezade alzó su copa, se estiró para alcanzar el vino y disimuló su sorpresa cuando el califa se la rellenó sin mediar palabra.

El extremo inferior de la celosía que había a su espalda empezaba a iluminarse.