cover.jpg

portadilla.jpg

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Dixie Browning

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El escándalo, n.º 1291 - septiembre 2015

Título original: Social Graces

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6886-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

En medio de la habitación, con las sandalias de Chanel en una mano y un vestido de Donna Karan al hombro, Val Bonnard miraba el armario abierto, esperando oír de nuevo el ruidito. Temblando de frío, giró la cabeza para mirar hacia la ventana. Con aquella galerna, el ruido podría ser producido por las ramas del viejo roble que rozaban el cristal. ¿Qué otra cosa podía ser? Estaba sola en la casa, ¿no?

Estaba sola y punto.

Tragando saliva, miró de nuevo el armario. La puerta estaba entreabierta porque no había una sola superficie recta en toda la casa. Las puertas se abrían solas y entraba corriente por todas las ventanas. No podía hacer más de cinco grados, que no era una temperatura exageradamente fría durante el mes de enero en Carolina del Norte, pero el viento hacía que fuera insoportable. Y la humedad.

Y la soledad.

Val seguía mirando el armario cuando el ratoncito salió, la miró con la cabeza levantada, movió las orejas y después procedió tranquilamente a meterse en un agujero del rodapié.

Ella no se puso a gritar. No tenía tiempo para tonterías.

Pero ésa fue la gota que colmó el vaso. La angustia, el dolor y la soledad envolvieron su corazón como una garra y, por fin, se dejó caer sobre la cama, llorando.

Unos minutos después, metió la mano en el bolsillo del pantalón de cuero para sacar un pañuelo. Como si un bolsillo rematado con brillantes pudiera contener algo práctico...

Sin dejar de llorar, pensó: «Esto no va a salir bien».

¿Qué había esperado? ¿Que después de conducir durante dos días para buscar una casa medio abandonada en una isla perdida en el cabo Hatteras podría escapar de las llamadas insultantes? ¿Que podría olvidar el dolor y encontrar cierta perspectiva? ¿Que aparecería una bombilla sobre su cabeza y sabría instantáneamente quién era el responsable de la ruina de la consultoría Bonnard, de la desgracia de su padre, de su detención y su posterior fallecimiento?

«El tiempo y la distancia ponen las cosas en perspectiva». Una vez leyó eso en alguna parte, pero habían pasado más de dos meses y nada había cambiado.

Huyó tan lejos como pudo, al único sitio que le quedaba. Y allí estaba, con todas las posesiones que pudo guardar en el maletero de su coche de segunda mano, en un pueblo tan pequeño que ni siquiera tenía un semáforo. Incluso consiguió escapar de las irritantes llamadas porque no había un solo teléfono en la casa y su móvil no tenía cobertura.

Tampoco había una sola tintorería en la isla y la mitad de su vestuario era necesario limpiarlo en seco...

–¿Por qué no gimoteas un poquito más, gallina?

Al menos, pensar en cosas triviales evitaba que pensara en lo más terrible, en lo que podría hacerle perder la cabeza.

Tras la muerte de su padre, necesitó de toda su energía para poner en orden el testamento y vender los muebles de la casa Tudor que había sido su hogar.

Aunque sorprendida al saber que sobre ella pesaba una hipoteca, Val se sintió aliviada cuando el banco se encargó de venderla.

El resto de sus pertenencias había desaparecido rápidamente. Belinda y Charlie, el ama de llaves y el mayordomo, la habían ayudado mucho antes de ponerse a buscar trabajo en otro sitio. Belinda y ella compartieron penas e incluso al estoico Charlie se le habían escapado algunas lágrimas.

Al final, lo único que se llevó con ella fueron dos maletas, tres bolsas con vestidos y tres cajas, una llena de recuerdos, otra con ropa blanca y otra con los papeles que había encontrado en el estudio de su padre.

Todo lo ocurrido durante las últimas diez semanas había sido surrealista.

Aún quedaba una botella de reserva Moët Chandon en la nevera industrial esperando ser abierta el día de su cumpleaños. Su padre la compró el día antes de ser detenido...

–Belinda va a hacer tus platos favoritos –le había dicho la noche anterior, casi feliz. Su rostro estaba lleno de arrugas y de sombras, pero en él había cierto color, para variar.

Val le preguntó varias veces si le pasaba algo, pero su padre se limitaba a responder: «Las inversiones están cayendo en picado». Y después sonreía: «Pero también está cayendo el colesterol. No se puede tener todo, ¿verdad?».

Ella lo regañaba por pasar tanto tiempo en la oficina y su padre prometía quedarse más en casa. Aunque Val sabía que, si era así, pasaría horas encerrado en su estudio con la revista Forbes y el Wall Street Journal.

Para el día de su treinta cumpleaños, Val había organizado una cena a solas con su padre en lugar del típico baile en el club de campo. Pensaba interrogarlo para saber qué le pasaba, pero esa mañana un par de extraños que resultaron ser policías aparecieron en la puerta, invitando a su padre a acompañarlos.

Val lo había visto todo desde la escalera. Descalza y en albornoz corrió al vestíbulo, exigiendo saber qué pasaba.

El portavoz de los policías fue muy amable:

–Sólo queremos hacerle un par de preguntas, señorita. Nada más.

Pero, desgraciadamente, eso no fue todo. Su padre estaba pálido. Alarmada, Val llamó al médico y a su abogado.

Las siguientes horas pasaron como un huracán. No recordaba haberse vestido o peinado antes de salir corriendo de casa. Belinda insistió en que llevase las medicinas de su padre a la comisaría y Val se limitó a tomar el frasco antes de arrancar a toda velocidad.

Tuvieron apenas unos minutos a solas cuando el policía que lo estaba custodiando salió a tomar una taza de café.

Hablando en voz baja, como si tuviera miedo de ser oído, Frank Bonnard le había pedido que sacara todos los archivos sin etiqueta del estudio y los guardase en su dormitorio.

Confusa y asustada, Val hubiera querido hacerle más preguntas, pero el policía volvió en ese momento.

–Vete a casa –le dijo su padre–. Yo iré en cuanto haya terminado aquí.

Ésa fue la última vez que lo vio con vida. Antes incluso de que pudieran fijar una fianza, su padre murió de un infarto.

Tomando un pañuelo de papel, Val se secó las lágrimas y suspiró. Últimamente eso era lo único que hacía. Suspirar profundamente, como si le faltara oxígeno.

Pero ella deseaba respuestas.

Se preguntó entonces si habría sido un error marcharse de Greenwich. Podría haber alquilado un apartamento... Si tenía que buscar respuestas, difícilmente iba a encontrarlas en la Costa Este, en un pueblo diminuto que su padre sólo había visitado una vez en su vida.

Por otro lado, los auditores y los policías de la Brigada de Delitos Económicos estaban convencidos de que ya tenían a su hombre, a su cabeza de turco, aunque hubieran hecho otras detenciones. Y aunque ella descubriese la verdad y probase más allá de toda duda que su padre era inocente, ya era demasiado tarde. Lo único que le quedaba por hacer era limpiar su reputación.

La luz que se filtraba entre las ramas del viejo roble se coló a través de los cristales, cubiertos de polvo. Habían cambiado tantas cosas en la isla desde la última vez que estuvo allí que, de no ser por un mapa, no habría encontrado la casa.

La semana anterior, Val llamó a la agencia que se encargaba de la propiedad que había heredado de su bisabuela. Y unas horas antes, siguiendo indicaciones, llegó a la inmobiliaria Seaview. Aunque la oficina era apenas más grande que un armario, la mujer sentada tras el escritorio parecía simpática.

–Marian Kuvarky –se presentó.

–Encantada.

–Me alegro de que haya venido. Pero debo advertirle que no he encontrado a nadie interesado en alquilar la casa desde que se fue la última familia, hace más de seis meses. Así que no sé en qué estado va a encontrarla. Quizá debería quedarse en un motel durante unos días.

Val había viajado muchos kilómetros como para esperar más. Además, no tenía dinero para pagar el motel. Incluso en invierno, los precios de un motel cerca del mar podían minar sus precarios fondos.

–No me importa que esté sucia. Pero dígame cómo llegar.

Ella no era una inútil. Su apartamento de tres habitaciones en Nueva York siempre estaba limpio... claro que con la ayuda de una señora de la limpieza que iba una vez por semana. Eso hasta que volvió a su casa de Connecticut.

La señorita Kuvarky, una joven rubia de ojos azules, sonrió.

–Muy bien, pero luego no diga que no se lo he advertido. Cuando salga de aquí, gire a la izquierda y luego tome la carretera estrecha.

–¿Cómo se llama?

–¿Qué?

–La carretera.

–No tiene nombre, es sólo la carretera estrecha. Ah, por cierto, he dado de alta la luz... no sé si se lo había dicho, pero los últimos inquilinos dejaron dos meses sin pagar.

–Lo siento. Yo me encargaré de los recibos.

Otro gasto más. Lo que le faltaba.

–Me habría gustado limpiar un poco la casa, pero no ha podido ser. La señora que trabaja para mí está de baja por maternidad y he tenido que limpiar dos chalés yo misma este fin de semana.

Val estaba demasiado cansada como para preocuparse de eso. Además, tenía el estómago revuelto porque sólo había comido patatas fritas y bollos durante el camino, más por nervios que por hambre.

–He traído ropa de cama. Pero usted me dijo que la casa estaba amueblada, ¿no?

–Tiene todo lo que pueda necesitar, creo. Le escribí a su padre sobre algunas reparaciones muy necesarias, pero no me contestó. Además, hay tantas construcciones nuevas en la zona que es difícil encontrar a alguien que quiera hacer chapuzas.

Val se había dicho a sí misma que si la casa tenía tejado y una cama, todo lo demás podía esperar.

Pero ya no estaba tan segura.

Lo último que la señorita Kuvarky le dijo mientras salía fue:

–Por cierto, si está buscando trabajo y sabe usar una escoba, está contratada.

Debía de estar de broma, claro. Quizá al final se vería obligada a hacerlo pero, por el momento, Val tenía otras prioridades. Para empezar, librarse de aquel ratón.

 

 

Había luz, afortunadamente. Lo malo era que no había teléfono. O quizá era una suerte. Después de las llamadas insultantes que había recibido mientras estaba en Greenwich...

Tampoco había calefacción central, sólo una vieja estufa de gas butano en el salón y varios radiadores eléctricos repartidos por las habitaciones. Val consiguió encender la estufa y la cosa no explotó, de modo que debió de hacerlo bien.

El calentador de agua era otro problema. Dejó abierto el grifo del agua caliente durante cinco minutos, pero sólo consiguió que saliera templada. Fue entonces cuando descubrió que su móvil no tenía cobertura.

Muy bien, se vería a sí misma como una pionera. Al menos tenía una cama para dormir, en lugar de una carreta en medio del Salvaje Oeste, se dijo.

Tenía treinta años y un título universitario... y aunque estaba fuera de su elemento nadie podría acusarla de ser perezosa o no querer aprender. Aunque tener que reparar muebles y electrodomésticos estaba un poco alejado de sus capacidades.

Tarde o temprano, seguramente temprano, tendría que buscar un trabajo para poder pagar a alguien que arreglase lo que ella no sabía arreglar.

Pero una cosa que sí podía hacer era limpiar su casa. Y una vez hecho eso, se dedicaría a estudiar concienzudamente los archivos de su padre. Tenía que encontrar algo con lo que convencer al abogado para que reabriese el caso y limpiara su nombre.

Tenía que haber algo. Si no, ¿por qué iba a pedirle su padre que guardase los archivos en el dormitorio? Él no podía saber que moriría unas horas después de ser detenido.

Val sentía una tremenda angustia, un vacío imposible de llenar después de todo lo que le había pasado en las últimas semanas. Pero el dolor y la amargura no iban a solucionar sus problemas.

–Muy bien, Mickey, tienes las horas contadas –exclamó dándole una patada al rodapié–. Lo siento, pero no me apetece compartir mi casa contigo, así que guarda el queso en la maleta y pírate.

La casa que había heredado de Achsah Dozier, su bisabuela, no podía compararse con la que había dejado atrás. La estructura original debió de haber sido modernizada desde la última vez que la vio, pero la pintura se caía a trozos y algunas de las persianas colgaban de sus goznes.

Al menos, los aleros del tejado estaban intactos. De pequeña, la única vez que vio la casa, esos aleros le parecieron de cuento de hadas porque tenían un diseño muy elaborado.

Marina Kuvarky le había contado que, unos años antes de morir, Achsah Dozier convirtió el porche trasero en otro dormitorio y cuarto de baño con una entrada aparte, por si necesitaba un ama de llaves. Y desde su muerte, esa habitación había sido alquilada por separado. Val pensó que podría ser buena idea y luego decidió que no le apetecía tener un extraño en casa.

Por otro lado, el dinero le iría muy bien.

Dejando las sandalias y el vestido sobre la cama, bajó a la cocina. Tenía que hacer algo con el ratón y con aquel horrible olor a humedad...

¿Pero qué?

Si la señorita Kuvarky supiera lo poco acostumbrada que estaba a las tareas domésticas no le habría ofrecido el trabajo ni de broma.

 

 

Más tarde, Val salió de una bañera manchada de óxido y se envolvió en una toalla con sus iniciales. Estuvo a punto de resbalar en el suelo de madera, pero no se le había ocurrido llevar alfombras porque para ello tendría que haber alquilado un tráiler.

Había calentado el agua tibia con una cacerola de agua caliente, pero aun así el baño tuvo que ser rápido.

Helada de frío, se envolvió en la toalla. Además del olor a humedad y a cerrado, había corriente por todas partes. Afortunadamente, tenía un radiador eléctrico en el baño.

Envenenarse con monóxido de carbono no sería un problema. En cuanto al peligro de provocar un incendio por el estado de los cables eléctricos...

 

Nota 1: arreglar el calentador.