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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Dixie Browning. Todos los derechos reservados.

SÓLO DOS DÍAS, Nº 1317 - septiembre 2012

Título original: Driven to Distraction

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0845-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

 

Maggie Riley no era una víctima. Gracias a los consejos de un oficial de policía al que entrevistó para su columna, sabía cuándo y cómo estar alerta. Y durante la última media hora, un todoterreno de color verde estaba siguiéndola.

Había poco tráfico desde Winston-Salem, de modo que cuando tomó la salida de la autopista y el todoterreno lo hizo también empezó a sospechar. Aunque quizá el conductor sólo quería advertirle que llevaba roto un faro o que se le había descolgado la matrícula...

Lo más lógico era que fuese al mismo sitio que ella: Peddler’s Knob, donde estaba la Escuela de Arte de Perry Silver. Además, que ella supiera, llevar la matrícula descolgada no era ningún delito. Sin embargo, le parecía muy raro...

–Ya está bien de paranoias –murmuró para sí misma.

Poco después llegó a la entrada de Peddler’s Knob, donde estaba la escuela de Silver. Mientras ella iba disminuyendo la velocidad poco a poco, el todoterreno la adelantó y se detuvo en el aparcamiento.

Maggie vio una casa victoriana al final de una cuesta; allí era donde iba a residir durante toda la semana. La casa parecía una tarta, con sus vidrieras y sus balcones antiguos.

Había enviado la solicitud para entrar en la escuela porque le pareció la solución perfecta... aunque ella sabía de arte tanto como de biología molecular. Pero las escuelas de arte estaban para aprender, ¿no? De modo que aprendería a pintar, aunque ése no era su auténtico objetivo.

–Preparada, lista... –murmuró, saliendo del coche.

Iba a pasar allí una semana como «periodista infiltrada».

Le gustaba ese término y, en realidad, estaba allí con una misión secreta. Nunca en su vida se le habría ocurrido estudiar arte si no fuera porque un canalla estaba intentando engañar a su mejor amiga que, además de ingenua, estaba forrada de dinero.

Maggie se inclinó un momento para ponerse las sandalias. Desde un día que se le engancharon entre el freno y el acelerador, sabía que no era sensato conducir con aquellas sandalias de plataforma.

Mientras lo hacía miró con el rabillo del ojo hacia el todoterreno, pensando que si el conductor quería atacarla no habría esperado tanto.

Maggie disfrutaba viéndose a sí misma como una periodista infiltrada en una misión de rescate: que su mejor amiga no terminase con el corazón roto y la cuenta del banco a cero.

El conductor del todoterreno, un tipo con vaqueros gastados, botas y una camiseta cuyas costuras parecían a punto de estallar, bajó del coche. No le veía la cara, pero de cintura para abajo estaba para comérselo. Si resultaba ser Perry Silver, sería lógico que Mary Rose hubiera perdido la cabeza.

Como ella escribía una columna semanal de consejos para las mujeres, Maggie había oído historias que podrían helarle la sangre a cualquiera. Intentó razonar con su amiga, pero no valió de nada. Por otro lado, si aquél era el canalla, casi podía entenderla.

Menos mal que ella tenía experiencia con los hombres, se dijo.

Mientras sacaba la bolsa de viaje del maletero, miraba al tipo con el rabillo del ojo para intentar verle la cara. Con un poco de suerte, sería feo como el demonio.

La fotografía del catálogo de la escuela mostraba a un hombre alto, con una boina francesa. Según Mary Rose, que lo había conocido en una exposición patrocinada por su padre, Perry Silver era el sueño de cualquier mujer.

–Tomó mi mano y se quedó mirándome a los ojos... ¿te he dicho que tiene los ojos de color turquesa? –le había contado su amiga.

Sí, claro, de color turquesa. Con la ayuda de unas lentillas.

–Ojalá hubieras estado allí –suspiró Mary Rose–. Hablamos durante horas y luego me dijo que había ido a Winston-Salem sólo por mí, porque sabía que había un alma gemela esperándolo.

Maggie emitió un bufido, pero lo disimuló con una tosecilla.

–Fue una cosa... ¿cómo te lo puedo explicar sin que pienses que estoy loca? Es como si hubiéramos sido amantes en otra vida. Es la única forma de describirlo.

Maggie intentó hacer que su amiga bajara de las nubes, pero no sirvió de nada. Y cuando Mary Rose mencionó la posible creación de la beca Perry Silver, que su padre dotaría de un dineral, decidió tomar cartas en el asunto.

Ah, el tipo alto por fin se había vuelto. Maggie fingió no estar atenta mientras sacaba la enorme bolsa de viaje...

¡Dios santo!

Aquel trabajo no iba a ser tan fácil como esperaba porque el tipo era de escándalo.

–Y tú eres boba –murmuró, sacando el caballete.

Menudo hombrón. Si aquel vaquero era Perry Silver, entendía que Mary Rose se hubiera vuelto loca. Era más que guapo, era... no sabía cómo describirlo. Y eso que ella vivía de las palabras.

–¿Quiere que le eche una mano?

Su voz era como él: masculina, lenta, ronca. Tremenda.

–No, gracias –murmuró Maggie.

Como siempre, había llevado demasiadas cosas, pero no pensaba aceptar favores de un extraño.

–Yo creo que sí le hace falta.

Maggie levantó la mirada... y lo lamentó. Aquel hombre era como para dejar sin aliento a cualquiera. Sin embargo, aunque él le sacaba más de una cabeza, consiguió fulminarlo con la mirada.

–¿Perdón?

Resulta difícil mostrarse altiva cuando una mide un metro sesenta y pesa cincuenta kilos, pero Maggie era una experta.

–Sólo quiero ayudarla.

–¿No será usted...?

Iba a preguntar si era Perry Silver. Sabía que las fotografías publicitarias suelen estar retocadas, pero los ojos de aquel hombre eran de color ámbar, no turquesa. Además, iba con la cabeza descubierta y, según Mary Rose, Perry siempre llevaba una boina francesa.

«Es el hombre más romántico que he conocido en mi vida. Imagínate a Gregory Peck. Me dijo que si Rafael, el pintor, me hubiera conocido, mi retrato estaría colgado en el Louvre. ¿No te parece el cumplido más bonito del mundo?».

–¿Señorita?

–¿Qué? –le espetó ella.

–Necesita que le echen una mano y yo tengo una libre.

Maggie miró el maletero, lleno de periódicos que siempre se le olvidaba reciclar y cosas que llevaba por si tenía alguna emergencia: una cuerda, una linterna, una manta, un par de zapatos horribles...

–Puede llevar el caballete, si quiere. Yo llevaré lo demás.

Sonriendo, él tomó la pesada bolsa de viaje, el ordenador portátil y el caballete, todo con una mano. Maggie sólo tuvo que cargar con la mochila y la bolsa de cosméticos.

Lo siguió por la cuesta admirando los vaqueros, que estaban gastados donde debían estarlo. Le quedaban de cine, desde luego. Si resultaba ser Perry Silver, volvería a casa de inmediato. Sería imposible convencer a ninguna mujer de que aquel no era el hombre de su vida, aunque lo pillase con las manos en la masa.

–Cuidado con la arena –le advirtió él.

–Ya tengo cuidado –replicó Maggie.

Su ídolo era Farrah Fawcett Majors, de Los Ángeles de Charlie. Y Farrah jamás había tropezado en la serie.

Maggie Riley, columnista del Suburban Record y «casi» periodista de investigación, se había tropezado un par de veces. En realidad más, normalmente porque estaba mirando lo que no debía.

Como en aquel momento, por ejemplo.

Además de desenmascarar a Perry Silver, pensaba aprovechar para aprender algo de arte. El Suburban Record no tenía crítico de arte, pero eso no significaba que no necesitase uno.

Sólo en los momentos más bajos admitía que Pregúntale a Maggie, su columna semanal, servía sobre todo para rellenar espacio entre los anuncios.

Por otro lado, incluso Woodward y Bernstein tuvieron que empezar en algún sitio, ¿no?

Maggie Riley, crítica de arte.

¿Crítica de arte?

Ya le gustaría.

–Deberían poner una escalera mecánica –murmuró el vaquero, mientras subía la cuesta. Tenía acento del sur, un acento dulce, cálido.

–O un ascensor –sugirió Maggie–. Supongo que viene aquí para aprender a pintar.

Para entonces estaba segura de que no era Perry Silver. Porque si lo fuera, Mary Rose habría mencionado algo más que sus ojos y sus manos.

–Sí, claro.

–Me llamo Maggie Riley. Supongo que estudiaremos juntos –siguió ella, mirando ese perfil que podría aparecer en una moneda romana.

–Encantado. Yo me llamo Ben Hunter. ¿Dispuesta a subir el último tramo?

Más dispuesta a eso que a su primera clase de pintura. En el folleto hablaban mucho sobre el esplendor del paisaje, la mezcla de colores... Maggie miró con suspicacia las montañas, el denso bosque y el rododendro en flor. «No pasa nada», se dijo. «Un poco de azul, un poco de verde, un poco de rosa y diré que he pintado un cuadro abstracto. ¿Quién puede discutir con eso? El arte no es algo matemático».

Cuando llegaron arriba no le sorprendió ver a un montón de mujeres. La mayoría de ellas, mayores. La única que parecía tener su edad era una chica con una especie de sujetador a modo de camiseta... Sería perfecta como cebo si quisiera cooperar.

Todo iba a salir bien, se dijo a sí misma. Tenía que salir bien. Mary Rose era una ingenua, pero Maggie no pensaba dejarse engañar por un asaltacamas con los ojos de color turquesa.

Ni por un vaquero con ojos color whisky.

–¿Cansada? –le preguntó el vaquero.

Para no mirarlo Maggie miró la casa que, de cerca, no parecía tan esplendorosa.

–Estoy perfectamente –le aseguró.

Como no iba mirando al suelo se le escurrió la sandalia en la arena... Tropezó, movió los brazos y soltó la bolsita de cosméticos para agarrarse a un arbusto. Tenía práctica manteniendo el equilibrio; otra cosa era que tuviese gracia.

–¿Se ha hecho daño?

–No. Es esta maldita arena –se quejó Maggie, levantando un pie para sacarse la tierra de la sandalia.

–Deje que la ayude –dijo Ben Hunter que, sin esperar respuesta, le quitó la sandalia.

Agarrándose al arbusto para no agarrarse a su hombro, Maggie pensó: «esto sí que es empezar con mal pie».

Genial.

La primera impresión había sido desastrosa.

 

 

Ben dejó las cosas en el suelo, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y guiñó los ojos para acostumbrarse a la relativa oscuridad del interior.

«Qué chica tan tonta», pensaba.

A él le gustaban los tacones, como a todos los hombres, pero una chica que se pone esas plataformas en los pies... en fin, no debía estar muy bien de la cabeza.

Ben miró alrededor, buscando el mostrador de recepción. Quizá lo de apuntarse a la escuela no fue buena idea. Había hecho mucho trabajo de incógnito y se le daba bien... hasta que encontró pruebas de que varios de sus compañeros en el cuerpo de policía estaban comprados. Y no sólo ellos, el asunto llegaba hasta la oficina del alcalde, incluso hasta Austin, la capital. Decepcionado, pero sin ningún deseo de ser un héroe muerto, envió las pruebas a las autoridades pertinentes y devolvió su placa.

Fue entonces cuando todo empezó a desmoronarse, incluyendo su relación con Leah. Aunque ninguno de los dos iba en serio, en la cama se llevaban muy bien y a ella no parecía importarle que fuese policía.

Sin trabajo y sin novia, recibió una llamada de su abuela Emma, que vivía en la costa este. No se veían a menudo, pero la llamaba una vez a la semana y le enviaba flores en su cumpleaños.

–Benny, me parece que he cometido un error –le dijo.

Emma le contó que un canalla que se hacía pasar por artista le había estafado sus ahorros pidiéndole que «invirtiese» en unos cuadros que en dos años triplicarían su valor.

Ben hizo averiguaciones y descubrió que todo era una estafa. Eso hizo que le hirviera la sangre. En sus quince años como policía había detenido a muchos estafadores y, aunque ya no llevaba la placa, pensaba desenmascarar a Perry Silver.

Aún no lo conocía, pero había visto su fotografía en el folleto. Alto, moreno, con boina francesa y una expresión que parecía decir: «confía en mí».

Sí, claro. Como para confiar en él. Menudo canalla.

Mientras estaba en el vestíbulo rodeado de bolsas, volvió a pensar en la rubia... no en la que llevaba un top que parecía un sujetador, sino en la otra, la independiente de las sandalias ridículas. Pelo rubio oscuro, largo, pestañas claras y un par de ojos pardos que parecían querer fulminarlo.

Si fuera listo se apartaría, pensó.