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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Dixie Browning

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La cenicienta y el seductor, n.º 1188 - enero 2016

Título original: Beckett’s Cinderella

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8045-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Justo antes de aterrizar en el aeropuerto internacional de Norfolk, Lancelot Beckett abrió su maletín, sacó una hoja de papel y examinó un árbol genealógico. Al principio, solo habían podido guiarse por un nombre, y un lugar y fecha de nacimiento aproximado. Por fin, después de varias generaciones, el trabajo iba a realizarse.

–¿Cómo voy a encontrar a los descendientes de un vaquero de Oklahoma nacido hace ciento cincuenta años? –había preguntado la última vez que vio a su primo Carson en su casa de las afueras de Charleston–. No se me da mal buscar piratas pero, ¿vaqueros?, dame un respiro, Car.

–Oye, si no puedes hacerlo, yo tomaré el relevo cuando me quiten esto –dijo Carson, detective policía, mirando su escayola. De vez en cuando, hasta la suerte de los Beckett fallaba, como a Carson dos meses antes–. Puedes hacerlo de camino a casa, no es como si tuvieras que desviarte.

–¿Sabes dónde estaba cuando mamá me localizó? En Dublín, ¡por Dios santo! –se quejó Beckett. Los dos se apellidaban Beckett, pero Lancelot había dejado claro qué nombre utilizaría él cuando cumplió los once años. Desde entonces, todos lo llamaban por su apellido–. Tuve que cancelar un par de reuniones en Londres, y una cita romántica. No pensaba volver a casa ahora.

No tenía razón para volver; su hogar era un despacho de dos habitaciones con vivienda encima, en Wilmington, Delaware. Servía como sitio donde recibir correo y poner los pies en alto unos días cuando estaba en Estados Unidos. Daba la coincidencia de que el lugar en el que supuestamente se escondía la señora Chandler se encontraba entre Wilmington y la casa de los padres de Beckett, en Charleston.

Decidió que esconderse era un término equivocado; se había trasladado. Cualesquiera fueran las razones por las que estaba en Carolina del Norte, en vez de en Texas, había sido muy difícil localizarla. Habían tenido que utilizar los ordenadores de la policía, algunas fuentes no oficiales y a un especialista en genealogía.

Aun así, había sido una identificación casual la que había descubierto el negocio denominado «Grant: Productos de la tierra; agua fría gratis», en una península cercana a Berta, en Carolina del Norte. Ni siquiera contaba con una dirección, solo sabía que el puesto estaba en la autovía.

Beckett intentó dominar su impaciencia. Estaba acostumbrado a la acción mientras su socio se ocupaba del papeleo en la oficina, pero se trataba de un asunto familiar que no podía delegar. Ya hacía mucho que estaba pendiente.

Había decidido dedicarle dos horas y media a encontrar el sitio y arreglar el tema. Después, volvería a Charleston y le diría a PauPau que estaba solucionado. Cualquier deuda que su familia tuviera con Eliza Chandler Edwards, descendiente directa del viejo Elias Matthew Chandler de Crow Fly, quedaría resuelta.

El especialista en genealogía había hecho un gran trabajo, pero solo había llegado hasta el matrimonio de la señorita Chandler con James G. Edwards, fallecido el 7 de septiembre del 2001. Una investigación policial había demostrado que la dama y su esposo habían estado involucrados en una estafa financiera de altos vuelos, un par de años antes. Edwards había pagado cara su culpa. Una de sus víctimas lo había matado de un tiro mientras hacía footing, pero antes de morir había exculpado por completo a su esposa. A ella nunca se la pudo relacionar directamente con actividades ilegales. Después del juicio, ella había liquidado sus bienes y desaparecido de Dallas.

Beckett no sabía si era culpable o inocente, y tampoco le importaba. Actuaba por el bien de PauPau, no de ella.

Al final, todo había sido pura suerte. Un reportero con excelente memoria visual había veraneado en Carolina del Norte y, tras detenerse en un puesto de carretera llamó a Carson.

–Oye, ¿no estabas buscando a esa Edwards que estuvo involucrada en esa estafa a pensionistas que hicieron en Texas?

Así la encontraron. Estaba en un lugar apartado, viviendo con un tío abuelo materno, llamado Frederick Grant. Beckett hubiera deseado pasarle la tarea a la siguiente generación, como habían hecho los hombres de su familia desde que, según decían, su bisabuelo había engañado a su socio, un tal Chandler.

Pero en ese momento no había otra generación. Carson no tenía pareja, y el intento de crear una familia de Beckett lo había dejado demasiado escaldado para probar de nuevo. Aunque él prefería decir que estaba demasiado ocupado.

–Dinero, la raíz de todos los males –había murmurado Beckett al hablar con su primo Carson esa mañana.

–¿Verdad que sí? Me pregunto a qué lado de la ley habría estado el viejo Lance si viviera hoy en día –había replicado Carson.

–Es difícil decirlo. Mamá encontró algunos papeles, pero estaban arruinados, se empaparon durante el huracán Hugo –Beckett le había sugerido a su madre que guardara los documentos valiosos en una caja de seguridad en el banco en vez de en un ático con goteras.

–No es como si fueran fotos familiares –había respondido ella–. Además, ¿cómo iba a saber que se mojarían y se pegarían unos con otros? Deja de lloriquear y prueba la sopa. Sé que la mantequilla no te conviene, pero no puedo hacer la crema de cangrejos de la abuela con margarina.

–Mamá, tengo casi cuarenta años, por favor. Puede que de vez en cuando comente algunas dificultades, pero nunca lloriqueo. Mmm, un poco más de sal y, ¿un poco más de jerez?

–Lo mismo que me pareció a mí. Te conozco, cariño. Hay que ver, cada vez tienes más canas.

Según el padre de Beckett, el cabello de su esposa se volvió blanco cuando aún era una adolescente. Todas las chicas del instituto la envidiaban. «Una cosa es tener canas cuando se es suficientemente joven para que parezca moderno. Otra cosa es tenerlas cuando eres tan viejo que nadie les da importancia», era una frase típica de su madre. Durante los últimos quince años, su pelo había pasado por todos los tonos de rubio y rojo imaginables. Con casi sesenta años, aparentaba cuarenta y cinco como mucho.

–Cariño, tu sabrás cómo arreglarlo –le había dicho, mientras él probaba otra cucharada de su sopa, que incluía gambas, cangrejos y suficiente nata para obstruir las arterias de un pueblo entero–. PauPau hizo lo que pudo para encontrar a esa gente, pero luego se puso enfermo.

Era cierto. El abuelo de Beckett, a quien tanto familia como amigos llamaban PauPau, era un pillo encantador pero, con más de cien años, seguía aplazando las cosas. Él lo denominaba engañar al diablo; cuando se trataba de pasar el relevo a otro, los Beckett no tenían par. Por esa razón, cuatro generaciones después del «crimen», Beckett estaba intentando solucionarlo de una vez por todas.

–¿Qué sabes de los temporales que amenazan los trópicos? ¿Has oído algo esta mañana? –le había preguntado Carson.

–Parece que se han estabilizado. Espero que no empeoren; tengo media docena de barcos en alta mar, probando el nuevo dispositivo de rastreo. Si todos empiezan a evitar huracanes, voy a estar muy ocupado intentando descubrir si asaltan alguno.

–Ya, bueno, tómate un respiro. Dedícate a hacer de hada madrina un rato.

–A ti te resulta fácil decirlo.

Cuando su madre lo había llamado para decirle que PauPau había tenido otro ataque, Beckett estaba negociando con los dueños de un buque de transporte irlandés que había sufrido tantos secuestros que se habían visto obligados a ponerse en contacto con su empresa Control de Riesgos Marinos.

–Ha sido un ataque leve, pero quiere veros a Carson y a ti –había dicho su madre.

Beckett había vuelto a casa y, como Carson estaba de baja, le había tocado aceptar el encargo. Por eso estaba buscando a la elusiva dama que había sido vista por última vez vendiendo verduras en un puesto de la carretera al noreste de Carolina del Norte.

–PauPau, esta me la vas a pagar –le había dicho Beckett. Adoraba a su abuelo y, aunque no lo veía con frecuencia, pensaba rectificar eso si el viejo se recuperaba. Había empezado a darse cuenta de que la familia era en parte ancla y en parte brújula; ambas cosas eran imprescindibles para capear un temporal. Así que estaba pensando en volver a casa. Había registrado su empresa en Delaware porque las leyes eran más favorables, pero no tenía por qué quedarse allí.

Se detuvo en un semáforo y bostezó, deseando tener una dirección. Había alquilado un todoterreno, por si acaso su búsqueda lo llevaba más allá de la autopista que llevaba de Virginia al extremo de Carolina del Norte. No creía que fuera a ser así, pero le gustaba ser precavido.

 

 

–No nos quedan ciruelas pasas –se lamentó una voz desde la parte posterior de la casa.

–Mira en la despensa –contestó Liza–. Les han cambiado el nombre, ahora se llaman ciruelas secas, pero son lo mismo –sonrió mientras se abrochaba el delantal sobre la camiseta y los pantalones de lino. El tío Fred, en realidad su tío abuelo, tenía la mente muy lúcida a los ochenta y seis años, pero no le gustaba que las cosas cambiaran.

Y cambiaban inevitablemente. En su caso había sido un cambio a mejor. Miró la destartalada y acogedora habitación con muebles comprados por correo y tapetes de ganchillo. Había una mesita cubierta de revistas de agricultura y de deportes. Una de las ventanas tenía un feo acondicionador de aire que ocultaba la vista de la parcela vacante que había a un lado. Pero serviría hasta que pudieran permitirse aire acondicionado centralizado, después de cambiar el suelo de la cocina y arreglar el tejado. En los dormitorios tenían ventiladores, y eso hacía que el húmedo mes de agosto fuera casi soportable.

Liza no había cambiado nada desde que llegó, aparte de limpiar paredes, suelos y ventanas, lavar todos los manteles y cambiar las cortinas que se habían deshecho entre sus manos.

Poco después de su llegada, Liza se había derrumbado y había llorado por primera vez en meses. Había estado limpiando los estantes de un armario cuando encontró una caja de zapatos llena de cartas y tarjetas de Navidad, incluidas las que ella le había enviado al tío Fred. Liza y su madre siempre preparaban la tarjeta juntas, Liza la elegía y su madre escribía el sobre. Cuando su madre murió, Liza siguió enviando una tarjeta todos los años, aunque no sabía si las recibía o no.

El solitario tío Fred era adorable. Liza se había arriesgado mucho apareciendo en su casa sin siquiera llamar antes. No sabía apenas nada de él, excepto que era su único pariente vivo, además de una prima que hacía años que no veía. Había cruzado el país para visitarlo unos días, con la esperanza de poder quedarse hasta recuperarse y planificar su futuro.

Descubrió que los dos necesitaban a alguien, aunque no habían llegado a decirlo con palabras. «No hay ciruelas pasas» era una de las formas de expresar que el tío Fred la necesitaba. Otra era «Las malditas gafas nunca están donde las dejo».

La vida allí carecía de las diversiones que antes había dado por hechas, pero había cambiado con gusto los jacuzzis y clubs por la tranquilidad predecible que la rodeaba.

Sobre todo, le gustaba saber de dónde salía cada centavo y en qué se gastaba. Una vez había sido negligente, hasta un extremo criminal según algunos, pero después de esa lección se había convertido en una fanática que apuntaba absolutamente todo. Sus cuentas estaban perfectamente cuadradas.

Cuando llegó, en mayo del año anterior, el tío Fred apenas cubría gastos, y dependía de amigos y vecinos que le daban los productos que les sobraban. De vez en cuando, se detenía alguien, compraba algunas verduras y dejaba el dinero en un cuenco. Recogían el cambio y Liza dudaba de que él comprobara si lo habían engañado. Lo cierto era que no habría podido hacer nada al respecto, excepto amenazarlos con el bastón.

Poco a poco, cuando su visita se extendió durante semanas, y después meses, fue haciendo algunos cambios. Al final de año estaba claro que se quedaría, sin haberlo hablado. Se necesitaban mutuamente, y ella tenía que sentirse útil, su autoestima había sido profundamente dañada.

El tío Fred insistía en estar presente todos los días, aunque apenas se levantaba de la mecedora. Ella lo animaba porque le parecía bueno que socializara. Todos sus amigos estaban ya en residencias o viviendo lejos, con parientes.

Cuando se lo comentó, ella le dijo que su caso era al revés, la pariente había ido a vivir con él. Tío Fred se había reído. Tenía una risa agradable, toda su cara se arrugaba y sus ojos desaparecían entre arrugas, bajo espesas cejas blancas.

La mayoría de la gente que se detenía a beber el agua helada que ofrecían gratuitamente y a mirar las verduras era agradable. Quizá fuera porque estaban de vacaciones, o quizá porque el tío Fred conseguía entablar conversación casi con cualquiera. Sentado en su vieja mecedora verde, con un peto vaquero, zapatillas, una gorra de béisbol de los Braves y el bastón escondido tras la nevera, recibía a todos con una gran sonrisa, y les preguntaba de dónde eran.

De vez en cuando, después de cerrar el puesto, lo llevaba a Bay View a que visitara a sus amigos, mientras ella hacía la compra. Normalmente, cuando iba a recogerlo rezongaba contra los ordenadores.

–Es lo único de lo que hablan, de esos ordenadores. Un partido de béisbol fantástico en la tele, y solo quieren hablar de lo que ocurre en una especie de red. Una vuelta a la infancia, en mi opinión.

Por eso, no habían ido mucho últimamente. Parecía contento en casa, y eso le encantaba. Liza, abriendo un paquete de monedas, pensó que nunca se harían ricos. Pero no buscaba riqueza, solo poder escapar del caos en que se había convertido su vida. Lo único que pedía era vender lo suficiente para mantener el negocio, más por el tío Fred que por sí misma. Ella podría encontrar un trabajo; los periódicos estaban llenos de ofertas en verano. Pero Fred Grant la necesitaba y nunca olvidaría cómo la recibió ese día de mayo en que apareció en su puerta.

–¿La hija de Salina, dices? ¿Vienes desde Texas? Dios te bendiga, jovencita, te pareces a la familia, sin duda. Deja la maleta en el dormitorio delantero, tiene un colchón nuevo.

El colchón podía haber sido nuevo muchos años antes, pero eso no lo hacía más cómodo. Pero le daba igual. La enorgullecía saber que se ganaba la vida. Paso a paso, pero cada paso derecho, documentado y escrupulosamente honrado.

–Estaré fuera si me necesitas –dijo. Fred Grant tenía su orgullo. Tardaría al menos cinco minutos en sortear el desnivelado camino de piedras que llevaba de la casa al puesto que había establecido cuarenta años antes, cuando se dañó la espalda y no pudo seguir trabajando la granja.

Su esposa y él habían ido vendiendo la tierra, hasta que solo les quedó la casa y un terreno mínimo. Fred había admitido que se gastó el dinero en un viaje de vacaciones a Nashville y en un abrigo de piel para su esposa. La había enterrado con él puesto, unos años después. Ahora, Liza y él se tenían el uno al otro.

Poco a poco ella se había adaptado a esa vida tranquila, tan distinta de la vida elegante y acelerada que le había gustado a James. A costa de liquidar prácticamente todas sus pertenencias, arte, joyas y ropa carísima que nunca volvería a ponerse, había conseguido pagar a algunas de las víctimas de James y a sus abogados. Le había regalado a su asistenta, Patty Ann Garret, un recipiente para popurrí de porcelana Waterford que siempre había admirado. Le habría gustado darle más cosas, pero su honor la exigía devolver cuanto pudiera de lo que había robado James.

Además, su ropa nunca le habría valido a Patty Ann, que medía un metro sesenta y cuatro, pero tenía mucho pecho. Liza, en cambio, era alta, delgada y casi plana. James siempre había dicho que su cuerpo tenía clase, lo que a ella le hacía mucha gracia. Para ser una mujer con carrera universitaria, había sido muy ignorante. Poco a poco estaba aprendiendo a cuidar de sí misma y de una persona aún más necesitada.

–Buenos días, sí, cultivados aquí, en el condado de Currituck –decía esas mismas palabras unas cien veces en un buen día. Las estimaciones turísticas afirmaban que un sábado de verano pasaban por allí unas 45.000 personas. La gente que iba a la playa, o volvía de ella, solía parar en mercados más grandes, pero el tío Fred tenía clientes regulares, algunos de los cuales habían estado allí por primera vez cuando eran niños.