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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Dixie Browning

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El tiempo en sus manos, n.º 1233 - abril 2016

Título original: Beckett’s Convenient Bride

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8189-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Tras inclinarse con esfuerzo, Carson Beckett se quitó las pesas de los tobillos y luego, exhausto y deprimido, se dejó caer pesadamente sobre la esterilla. Esa vez estaba tardando demasiado en recuperar las fuerzas. Demonios, todavía se encontraba en la flor de la vida, al menos cronológicamente. Había tipos que se habían jubilado casi sin un rasguño. No muchos, pero sí unos cuantos. Al ritmo que iba, acabaría en un despacho limpiando el asiento de la silla con el fondillo de los pantalones.

Sin lugar a dudas, su trabajo era arriesgado; después de todo, era policía. Pero una conmoción cerebral, un ojo morado, un total de once huesos rotos entre brazos, piernas, dedos y costillas, todo en menos de tres años, ciertamente era demasiado.

A esa altura, bien podía reconsiderar el ofrecimiento de la plaza de profesor universitario. Según Margaret, la mujer con la que pensaba casarse tras su recuperación, su licenciatura en Criminología había sido un esfuerzo inútil para él, que se dedicaba de lleno a ejercer de policía.

La dama tenía mucho a su favor: buena apariencia, talento y ambición, pero su sentido del humor era muy deficiente.

De todos modos ya era tiempo de legalizar su situación, pensaba Car mientras flexionaba su cuerpo largo y esbelto. Ninguno de los dos era demasiado joven. Margaret, un año y medio mayor que él, parecía cinco años más joven. Ella había dejado claro que prefería su carrera a formar una familia; pero la madre de Carson se sentiría muy feliz con esa boda. Y luego empezaría a esperar la llegada de un nieto, hasta que se extinguiera su capacidad de ilusionarse por algo.

En el cuarto de baño que había añadido tras adquirir la vieja casa en las afueras de Charleston, Carson se quitó la sudadera empapada y entró en la ducha. Nada mejor para despejar el cerebro que la fuerte presión del agua fría en la cabeza.

Pasaron varios minutos antes de que oyera que llamaban a la puerta.

Con los pies descalzos y una toalla atada a la cintura, cruzó el vestíbulo y abrió la puerta pensando que era el repartidor de pizzas. Prácticamente había estado alimentándose de pizzas durante semanas.

–Menos mal, hombre, ya me iba. Traigo un mensaje del jefe –dijo la ronca voz familiar.

Temblando a causa de la lluvia y del viento de marzo que se colaba en la casa, Carson dejó pasar a su amigo y compañero.

–Tienes mal aspecto, Mac.

–Miren quién habla –refunfuñó el hombre más joven.

–Ven, todavía hay café en la cafetera.

Ambos se habían incorporado al cuerpo de policía el mismo año y trabajado juntos en numerosos casos, compartiendo demasiadas tensiones y mal café.

El policía, rechoncho y pelirrojo, agitó el sombrero mojado y lo siguió por el vestíbulo. Luego, abrió la boca para hablar, pero se le escapó un estornudo.

–Lo siento, Car.

–Jesús. Parece que necesitas algo más fuerte que un café.

–No puedo. Estoy de servicio –Mac McGinty sacó un pañuelo empapado y se limpió la nariz roja–. El jefe dice que puedes tomarte otra semana de permiso.

Carson llevaba tres semanas de baja.

–Vaya…

–Todo el mundo sufre de esta gripe o como se llame. Es horrible; uno se siente apaleado –dijo al tiempo que miraba las cicatrices recientes en las piernas desnudas de su compañero–. Bueno, como te decía, si ahora vuelves al trabajo seguro que tendrás que guardar cama un mes entero. El jefe dice que probablemente estés bajo de defensas o algo así. Bueno, tengo que marcharme –añadió al tiempo que se ponía el sombrero.

–O algo así –repitió Carson secamente mientras lo observaba correr hacia el coche.

Tras echar una mirada al cielo gris, cerró la puerta y fue a la cocina en busca de un bote de sopa de pollo. La pizza, si es que se la llevaban, quedaría para el desayuno.

Se sentía culpable por estar de baja durante tanto tiempo, pero quizá el jefe tenía razón. No podía arriesgarse a contraer el dichoso virus que flotaba en el aire.

Echaba de menos su trabajo. Echaba de menos el tedio de las llamadas rutinarias, el trabajo de oficina y también su excitación al resolver un caso difícil; pero más que nada echaba de menos la camaradería de los compañeros con los que había trabajado durante años; incluso echaba de menos a aquellos que no le agradaban especialmente.

Maldición, esa era su vida. Era lo que hacía, su identidad.

Por fin encontró un bote de sopa de pollo y lo vertió en una cacerola. Mientras le añadía sal de ajo y pimienta verde, sopesó sus opciones.

Podría presentarse al día siguiente y hacer algún trabajo de oficina, parte de sus labores como policía.

O podría utilizar el resto de su baja en algo constructivo. Tenía asuntos personales postergados durante mucho tiempo, empezando por Margaret.

Durante generaciones, los miembros de ambas familias habían sido vecinos y siempre se había dado por sentado que, a menos que encontraran algo mejor, los chicos acabarían juntos. Los Beckett eran una familia numerosa. Margaret era la ahijada de Kate, su madre, cada vez más frágil en las primeras etapas de la enfermedad de Alzheimer. Con Margaret habían decidido que le debían esa boda. Y debían hacerlo pronto, mientras ella todavía pudiera participar en los festejos.

A través de sus años como policía, Carson había adquirido el hábito de hacer una lista de las cosas que tenía pendientes y siempre intentaba abreviarla empezando por lo más fácil de resolver.

Y eso significaba que antes de comenzar los preparativos de la boda, que en su familia eran todo un evento, tenía que cumplir la promesa hecha a su abuelo PawPaw antes de morir. Le había prometido liquidar una vieja deuda que los Beckett habían contraído con una familia llamada Chandler.

Más de un siglo atrás, un vaquero de Oklahoma apellidado Chandler había entregado una cierta suma de dinero, nunca revelada, a uno de los primeros Beckett con el encargo de invertirla. Luego, había desaparecido y la deuda había quedado sin pagar. Los Beckett habían prosperado. Nunca se supo qué le había ocurrido al Chandler original, pero a través de generaciones, los Beckett habían heredado un paquete de acciones y, a pesar de haber intentado localizar a los herederos de Chandler a lo largo de los años, todavía no lo habían conseguido.

Tres días como máximo para concluir el trámite, pensó Carson. Así podría eliminarlo de la lista. Luego, vendría la proposición formal de matrimonio y su madre podría entretenerse con las revistas de bodas, nuevos álbumes de fotos y cosas similares.

Descalzo, en vaqueros y con una camisa de franela, Carson tomó la sopa directamente de la cacerola. En su calidad de soltero que vivía en soledad se permitía ciertas licencias.

Tendría que emplear un día de viaje hasta Nags Head, un día para localizar la dirección y entregar el dinero, y otro día para regresar a casa. Podría hacer el viaje en dos días, pero estaba claro que la rodilla dañada no se lo permitiría.

Sin embargo, tenía que cumplir el cometido. Desgraciadamente las acciones no tenían gran valor en la actualidad. El único testimonio de la deuda original no había quedado registrado porque los Beckett eran inclinados a la transmisión oral. PawPaw, que podría haber oído algo de boca de su padre, había fallecido en enero a la edad de ciento dos años. Por diversas razones, ninguno de sus hijos pudo encargarse de cumplir la promesa, así que finalmente esta había quedado en manos de Carson y de su primo Lance Beckett.

Había sido idea de Lance contratar los servicios de un genealogista a fin de localizar a los descendientes de Chandler. Habían decidido compartir los gastos y cada uno contribuir con diez mil dólares, localizar a los herederos, entregarles el dinero y asunto acabado. Por lo demás, tal vez la suma era insuficiente. Fácilmente el préstamo pudo haber sido de cincuenta dólares que, a fines de 1800, cuando se había contraído la deuda, era una respetable suma de dinero.

Lance había cumplido su tarea. Había localizado a una de las dos herederas y le había pagado su parte de la deuda. Incluso había hecho más que eso: se había casado con ella.

Había llegado el turno de Carson. A diferencia de la heredera de Lance, que se había traslado al este desde Texas, la heredera de Carson había nacido en Virginia; era hija de Christopher Dixon, abogado de renombre, y de Elizabeth Chandler Dixon, ambos fallecidos. Era nieta de un juez ya jubilado, conocido como el «Inflexible viejo Dixon» y una acomodada dama de la alta sociedad con el singular nombre de Flavia. Lo abuelos maternos habían fallecido.

Al parecer, los Chandler iban camino a la extinción.

 

 

–Bueno, debo dar gracias a Dios por sus pequeños favores –murmuró Kit Dixon al tiempo que enroscaba la tapa del tiralíneas. Los dos pelmazos que habían estado discutiendo tan ruidosamente al otro lado de la iglesia evidentemente habían decidido hacer las paces o irse a pelear a otra parte.

Una de las razones por las que le gustaba tanto el lugar era por la paz que reinaba en el viejo cementerio. Era un poco más que un montículo boscoso en un mar de hierba, hogar de cientos de pájaros y de pequeños animales.

Kit odiaba la ira, odiaba las disputas. Siempre había sido así. Incluso después de tantos años, las voces fuertes y airadas todavía le producían dolor de estómago.

Cuando el lugar nuevamente quedó en paz, se reclinó contra una lápida cubierta de musgo y se puso a contemplar los cipreses, los robles torcidos por el viento y el grupo de cedros. Lápidas de mármol blanco, de todos los tamaños y formas, destacaban contra el oscuro follaje. Algunas eran pequeñas, decoradas con corderos, y otras altas, rematadas con la figura de un ángel. Las de los corderos eran sus favoritas.

Allí todo era perfecto. Fácilmente podía visualizar sombras de fantasmas elevándose como humo sobre los viejos sepulcros. Cuando hubo terminado el último boceto, pensó que estaba en disposición de pintar con acuarela. Sin duda la atmósfera era más importante que un dibujo perfecto. En la tarde, durante el fugaz espacio de tiempo que precedía al crepúsculo, podría trabajar los matices claros y sombreados y los tonos apagados. Quince o veinte minutos para cada ilustración y habría terminado. Más tarde se dedicaría a pulir el manuscrito por última vez, luego sería mecanografiado y el Fantasma de Gretchen quedaría concluido. Por lo demás tenía tiempo de sobra, puesto que la fecha de entrega al editor vencía el uno de abril.

–¿Quién eres? –preguntó tras retirar de la lápida las hojas y hierbas secas e intentar leer la inscripción casi borrada por el tiempo–. Si supiera tu nombre lo utilizaría en mi próximo relato.

Siempre utilizaba los nombres que descubría en las lápidas o en los buzones y los mezclaba. Eso le proporcionaba una sensación de unión con el pasado. Y aunque odiaba admitirlo, necesitaba desesperadamente sentirse unida a alguien, a algo sólido. A veces se preguntaba si todas las personas sentían lo mismo, especialmente cuando se hacían mayores.

La única familia de Kit eran sus abuelos paternos. Probablemente se haría ver en la celebración del quincuagésimo aniversario de sus bodas. Se había acostumbrado a dejarse caer por allí de vez en cuando y sin anunciarse, en parte por un sentido del deber, pero principalmente porque eso irritaba a su abuelo. Solía quedarse media hora y luego se marchaba. Y marcharse era lo mejor de todo, porque podía hacerlo.

Y porque sabía que eso enfurecía al abuelo. Él no quería a la nieta; quería lo que ella representaba: el único lazo con su único hijo muerto. Kit tendría que compadecerlo, pero la verdad era que no podía.

La joven se dedicaba a escribir e ilustrar libros para niños. Le habían publicado dos obras y tenía una casi acabada. La televisión se había interesado por su primer libro, Claire, la Boba. Cuando se lo dijeron, apenas pudo creerlo. Pero cuando la noticia caló en su mente, sintió deseos de echarse a volar.

Claro que su agente le había dicho que no albergara demasiadas esperanzas, porque su libro era uno de los tantos que postulaban a quedar seleccionados.

Sus verdaderos ingresos, para pagar alquiler y útiles de dibujo principalmente, provenían de su trabajo como camarera. Era el empleo perfecto. Durante la temporada veraniega fácilmente podía vivir de las propinas, y el horario le permitía disponer de tiempo para escribir. Y como durante la temporada había muchas ofertas de trabajo, podía desplazarse a su gusto de un lugar a otro cuando necesitaba cambiar de lugar.

El hecho de no tener una dirección permanente se añadía a la lista de cosas que sus abuelos desaprobaban en ella. Pensaban que era un estilo de vida inmaduro, entre otros adjetivos menos lisonjeros. Tal vez era así, pero tal vez se debía a una especie de claustrofobia. Kit sentía una profunda necesidad de independencia y durante los últimos siete años se había dedicado a ejercerla.

No como su madre, que lo había hecho con amantes y alcohol. Debilidades que sus abuelos nunca dejaban de recordarle. Aunque Kit estaba convencida que había sido el resultado de su matrimonio con un hombre tan cálido como un iglú vacío. La ironía de todo ello era que Kit había heredado de su padre la decisión de desafiar a los abuelos y llevar una vida propia.

Aunque era una artista, en su estilo de vida pragmático, laborioso y dedicado al trabajo, no había espacio para dedicarse a la bohemia.

Sin embargo, le gustaba vestirse de modo anticuado y singular. Y tras ocho horas diarias en un restaurante ruidoso, disfrutaba la paz de los viejos cementerios. Por lo demás, eso estimulaba su inspiración. Los dos libros publicados eran historias de fantasmas de piratas y de marineros náufragos, como también de niños y animales. Era lo suyo.

Tras guardar los útiles en la mochila, Kit se dirigió al estacionamiento situado al otro lado de la iglesia. Acababa de llegar a la verja de hierro forjado cuando el ruido de un disparo rompió la quietud del lugar.

Sobresaltada, Kit esperó, helada de miedo. ¿Un cazador? ¿En marzo? ¿A esa hora del día? ¿No era ilegal? Por lo demás, ¿quién iba a cazar a un lugar como ese?

Al oír que un vehículo se alejaba de prisa, Kit recobró el aliento. Sí, había sido el petardeo del motor de un vehículo. El típico ruido de un motor que necesitaba un ajuste.

La iglesia se utilizaba solo para reuniones evangelísticas de verano, así que el estacionamiento estaba vacío, a excepción de Ladybug, su pequeño VW Escarabajo naranja con motas negras, pintado a mano.

Kit ya se encontraba cerca del coche cuando notó lo que parecía ser una sombra o una mata de malezas.

Pero no era una sombra y tampoco malezas. ¿Tal vez una bolsa de basura, un perro herido, un ciervo?

Tras unos cuantos pasos, se detuvo. De pronto se le heló la sangre en las venas.

–¡Oh, no, Señor! No, por favor –murmuró mientras retrocedía. Era un anciano y, a todas luces, estaba muerto. Tenía un agujero negro en la frente y un hilillo de sangre se deslizaba desde el orificio izquierdo de la nariz hasta la mejilla–. ¡Tengo que pedir ayuda, necesito ayuda!

Gretchen

A regañadientes sacó la maleta y las cajas de plátanos que utilizaba para el material de pintura, los libros y la profusión de detalles de su profesión, una abultada carpeta donde archivaba la correspondencia y otra, desgraciadamente muy delgada, donde guardaba los documentos que acreditaban sus derechos de autor.

¿No exageraba el riesgo? Tal vez el pistolero ya se encontraba a cientos de kilómetros de distancia.

Por otra parte, sí que le gustaba Gilbert´s Point. Era mucho más tranquilo que Nags Head, un circo durante el verano. Le gustaba la gente del pueblo. Tenía un trabajo decente que le permitía muchas horas libres para dedicarlas a su verdadera vocación. No todos los jefes eran tan comprensivos como Jeff Matlock, propietario del restaurante Jeff´s Crab House, que además estaba orgulloso de ella. Aunque era soltero, había comprado un par de ejemplares de sus libros.

Por otra parte, había pagado el alquiler hasta fines de marzo.

Kit se detuvo ante el armario y contempló la mezcla de ropa de dudoso gusto que solía llevar. Por ejemplo, los vaqueros bordados a mano que sus abuelos tanto despreciaban. También había unos pocos vestidos decentes que guardaba para emergencias como bodas, funerales, autógrafos y aniversarios.

Con un suspiro resignado cerró las puertas del mueble. Se quedaría, pero claramente en guardia.

Si el periódico del día siguiente no informaba sobre la captura del malhechor llamaría al sheriff y se sometería al interrogatorio. Aunque no había mucho que contar. Había oído voces, había oído un disparo, había visto un cadáver.

Y luego se iría lejos de allí.