des1133.jpg

 

HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Dixie Browning

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Oculta entre las sombras, n.º 1133 - junio 2017

Título original: Rocky and the Senator’s Daughter

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-687-9709-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

La sala era pequeña y muy ruidosa. Entre los invitados había una mezcla de periodistas, políticos, esposas y otras personas importantes. Todos hablaban a la vez, y pocos escuchaban, si es que alguno lo hacía. Al menos no había orquesta para ambientar. Rocky se sorprendió por el ruido que se oía nada más salir del ascensor. No debía haberlo molestado, teniendo en cuenta que hasta hacía poco, Rocky cubría como periodista todos los eventos bulliciosos.

Quería salir de allí.

Desde el otro lado de la sala, vio cómo el homenajeado se acercaba a dos presentadores de televisión, y sin pensarlo, le tendió la copa a un conocido periodista deportivo.

Rocky esperó. Había acudido para felicitar a su antiguo jefe y aún no había conseguido acercarse a él para darle la enhorabuena.

–No te marchas todavía, ¿verdad?

Dan Sturdivant, el jefe saliente de Graves Worldwide, había formado a muchísimos reporteros del mundillo periodístico, Rocky incluido. Tenía casi setenta y cinco años, tenía temblores y padecía del corazón y de una úlcera estomacal. Ese era el motivo por el que Rocky había decidido sacrificar una tranquila tarde de domingo para asistir a ese evento en Shoreham, a pesar de que hacía años que no trabajaba con aquel hombre. Cuando Dan lo contrató, Rocky era un joven idealista, recién salido de la universidad, y Dan tuvo que inculcarle nuevos principios antes de ponerlo a trabajar.

Rocky le debía mucho a ese hombre.

–He oído que has dejado el oficio –le dijo el hombre mayor a modo de saludo.

–Las noticias vuelan –dijo Rocky–. Llámalo un periodo sabático.

–Ahórrate los eufemismos. Eres demasiado joven para abandonar.

–Estoy cansado, Dan.

–Y yo también, hijo, pero eso no cuela. Tendrás que buscar una excusa mejor.

Ya tenía una. Y sí, estar cansado era válido para un hombre que llevaba ocho años con el corazón destrozado. Dan conocía la historia, pero los dos hombres nunca habían hablado de ello.

–Quédate, esto no puede durar mucho más. Cielos, ¿qué he hecho yo para merecer este castigo? –movió la cabeza y arqueó las cejas.

–Hay partido de los Braves. Si me voy ahora, llegaré a ver la tercera parte.

–Los Mets van a ganar, ¿no querrás ver cómo les dan una paliza?

–No sueñes.

–Ya sabes dónde vivo, si algún día quieres hablar.

Rocky asintió. Dan asintió. Mensaje enviado y recibido.

Rocky no estaba preparado para hablar acerca de lo que pensaba hacer el resto de su vida. Sabía que tendría que hacer algo para sobrevivir, pero aún no tenía que decidir el qué. Quizá unas semanas más tarde. O unos meses. A lo mejor, si llegara a pasar hambre encontraría la motivación para escribir una columna semanal. Había dos agencias que ya habían tanteado con él esa posibilidad.

Pero primero, tenía que superar lo de Julie. Su matrimonio terminó en el verano del noventa y cuatro, cuando un conductor borracho se estrelló contra el coche de su esposa, que volvía de la biblioteca. Le rompió la espalda y le causó graves daños cerebrales. Julie había muerto hacía seis meses, y el día de su entierro Rocky no lloró. Ya no le quedaban lágrimas tras siete años de verla así, como un vegetal.

Durante siete años le había llevado un ramo de sus flores favoritas. Flores que ella no podía ver, ni oler, pero él sabía que en el fondo ella sentía que estaban allí. Y que él la quería… que siempre la querría, pasara lo que pasara. Finalmente, a principios de febrero, en una fría mañana lluviosa, Rocky la enterró junto a la tumba de sus padres, después de un funeral privado. Luego se marchó solo a casa y se emborrachó.

Una semana más tarde, presentó su dimisión, vació tres botellas de whisky en el fregadero y se abasteció de refrescos. Pasaría el verano pensando, viendo partidos de béisbol y leyendo War and Peace. Se prometió a sí mismo, que cuando terminara la temporada de béisbol, comenzaría a pensar en qué hacer con el resto de su vida.

Debido a la fiesta de jubilación de Dan, Rocky había aparecido de nuevo en escena. Ya era hora, porque estaba perdiendo sus habilidades sociales por falta de uso, a pesar de que nunca habían sido demasiado buenas.

–Mac, me alegro de verte –saludó a un chico que una vez cubrió una noticia en la Casa Blanca y pasó junto a él.

–Hey, Rock… ¿dónde te has metido todo este tiempo? Hace mucho que no te veía.

–Rocky, me alegro de verte –le dijo alguien más.

Fue abriéndose camino hacia la puerta y se detuvo junto a un grupo de mujeres que hablaban de alguien que conocían todas.

–¿La viste en la última conferencia de prensa? Te lo juro, si yo hubiera tenido ese aspecto, me habría cortado las…

Una pelirroja que llevaba un traje negro ceñido dijo:

–Cariño, yo curioseé el cajón de su ropa interior, y créeme, ¡esos rumores son ciertos!

El cotilleo estaba a la orden del día. Rocky miró el reloj. Tenía pensado estar allí veinte minutos como máximo, y eso era lo que había tardado en cruzar la habitación. Con todos los escándalos de Washington, no costaba demasiado construir una historia con la que arruinar la vida de algunas personas.

Por fortuna, él no había elegido ese camino. No tenía valor para hacer ese tipo de cosas. Cuando se percató de que su objetividad como reportero dejaba mucho que desear, pidió que lo cambiaran de destino. Eso significó pasar menos horas junto a Julie, pero el tiempo que pasaba con ella era más por su propio bien que por el de ella. El médico le dijo desde el primer momento que aunque pareciera que Julie respondía, tenía ciertas partes del cerebro gravemente afectadas y que tarde o temprano, fallarían sus funciones vitales.

A pesar de los pronósticos, él no perdió la esperanza. Le leía historias, le llevaba flores y le contaba cosas de las personas que ambos conocían. Con el paso de los años, terminó resignándose, y ni siquiera sabía cuándo había perdido la esperanza.

Alguien tropezó con él y derramó una bebida en su manga.

–Uups, Lo siento.

–No pasa nada –tenía que salir de allí. Estaba muy cerca de la puerta–. Perdone… me permite…

La mujer que le impedía el paso, se volvió.

–Hola, encanto. ¿No vas a marcharte tan pronto, no?

–Tengo otro compromiso –dijo él y pensó, «no gracias, no estoy tan necesitado».

Salieron tres mujeres de los aseos y se quedaron hablando junto a la puerta de salida. Una morena superescultural decía:

–Bueno, como os iba diciendo, dos editores lo rechazaron. Nos dijeron que lo ofreciéramos a los tabloides, pero al día siguiente, mi jefe se lo mostró a otro editor que nos ofreció una buena cantidad de dinero por adelantado, y mi agente dijo…

–Olvídate de lo que dijo tu agente, Binky, habla con un abogado. Eso es lo que se necesita cuando te denuncian por difamación.

–No ocurrirá. ¿Quién iba a querer admitir algo así para denunciarme? Además, mi agente dice que estoy a salvo porque está redactado en primera persona y no menciono ningún nombre.

–Vamos, Binky, ¿no estarás insinuando que tú fuiste esa primera persona?

Las tres mujeres se rieron.

–¿Bromeas?

Rocky pasó junto a ellas y esperó al ascensor. La mujer a quien llamaban Binky seguía hablando. Si no estaba equivocado, ella escribía una columna en uno de los semanales. Alguna vez había oído que la llamaban la Grand Tetons.

–Escuchad, hablo de cosas serias. ¡Cosas calientes que no podéis imaginar! El pobre Sully dijo que su mujer era tan excitante como el pan mojado. A él le gusta otro tipo de mujeres, ya sabes a qué me refiero.

–La conocí en una obra benéfica. Yo de ti tendría cuidado. Ya sabes lo que dicen de las calladitas.

Rocky saldría antes con una calladita que con una de esas pirañas. Sentía pena por la esposa del pobre hombre del que hablaban. Era evidente que primero había sido injustamente tratada por su marido y que estaba a punto de que todo el mundo se burlara de ella.

–Sí, bueno ¿y a quién le importa ella? –Binky se desabrochó la chaqueta y dejó al descubierto el encaje de color crudo que llevaba en lugar de una blusa–. ¿Os he dicho que están metiendo prisa a producción? Hay tres editores trabajando en ello, y me han llamado para todos los programas de entrevistas. Es decir, con un título como Las Otra Mujeres del Marido de la Hija del Senador, va a encabezar todas las listas , porque mi agente dice…

El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron. Rocky se quedó pensativo hasta que las puertas se cerraron otra vez. Él había conocido a la hija de un senador que más tarde se casó con un miembro del Congreso. ¿Estarían hablando de esa mujer? Incluso para lo que era habitual en Washington, aquello había sido polémico. La prensa se había cebado con ello.

«No es que realmente la conociera», pensó Rocky cuando llegó otro ascensor y salió una pareja. Frunció el ceño y entró en el ascensor. De hecho, solo había hablado con ella una vez, muchos años antes de que salieran a la luz las fechorías de su padre. Años antes de que se casara con Sullivan, el hombre de confianza del senador, un hombre que había protagonizado otro escándalo independiente poco después de que emplumaran al senador y lo sacaran de la ciudad.

Rocky estaba cubriendo la Cumbre de Oriente Medio cuando se celebró la boda. Recordaba haber visto algunas noticias. Los Sullivan y los Jones. La boda había levantado un gran revuelo. Hasta el vicepresidente había asistido a la celebración. Ella era una novia preciosa. No en el sentido habitual de la palabra, pero sí tenía una pose innata majestuosa. Rocky recordaba la sonrisa que ella esbozó cuando se conocieron años atrás.

Fue algunos años después cuando se destapó el primer escándalo. Antes corrían rumores, pero nada de lo que se pudiera demostrar. Al final, el Departamento de Justicia celebró un consejo especial para investigarlo, y Rocky siguió desde todos los destinos donde lo mandaban ir, todos los pecados del Senador J. Abernathy Jones.

Los sucesivos escándalos implicaban a más de media docena de personas, pero, si Rocky no recordaba mal, el miembro del Congreso con el que se había casado la hija del senador seis meses antes, no estaba entre ellas. A Sullivan le llegó el turno unos años más tarde, como consecuencia de lo que había empezado siendo un asunto de drogas. Para entonces, el senador había pasado a la historia.

Rocky no tenía intención de seguir el escándalo, pero puesto que todos los medios cubrían la noticia, era algo inevitable. Los escándalos jugosos aumentaban las ventas y los índices de audiencia. Estaba más que demostrado.

Así que Rocky siguió la desdicha del joven congresista, y observó cómo la prensa, acosaba a su esposa, a sus empleados, e incluso a su peluquero. Recordó que una vez había visto a la mujer de Sullivan acorralada por una jauría de periodistas entre su casa de Arlington y el coche que conducía su ama de llaves.

Eso había sucedido hacía más de un año. Inmerso en su propia crisis, Rocky no había vuelto a pensar en ella hasta ese momento.

Cuando la vio por primera vez se llamaba Sarah Mariah Jones. Ambos se encontraron en una función benéfica que auspiciaban un par de personas famosas de Hollywood. En aquel entonces, ella no debía de tener más de quince años. Él era un periodista y ella solo una adolescente que intentaba aparentar pasárselo bien. Rocky recordaba que había leído algo acerca de que la madre de ella había fallecido y también sobre la costumbre que tenía el senador de utilizar a su hija para las sesiones de fotos y luego relegarla a segundo plano. Se rumoreaba que años atrás el senador se olvidó de que su hija estaba en una reunión del colegio y que pasaron seis horas antes de que mandara a alguien a recogerla.

Rocky creía que la pequeña era consciente del papel que desempeñaba en la campaña electoral de su padre. Él la utilizaba como hacía con todo el mundo, y después la dejaba a un lado hasta que volvía a necesitarla. El senador procuró que parecieran una familia unida desde que a su oponente, un hombre casado y con tres hijos, lo pillaron en una situación comprometida con una de sus asistentes.

Solo los periodistas que compartían la ideología del senador estaban invitados al acto y podían codearse con los famosos. Rocky, que al principio de su carrera profesional se consideraba una persona ecuánime en el plano político, se disponía a salir de allí cuando vio a la chica.

Sarah Mariah llevaba un vestido caro y observaba a su padre mientras este se acercaba a un donante importante y le estrechaba la mano. Había algo en la mirada de la joven que hizo que Rocky se detuviera. Sus ojos le recordaban a los de esos niños que tienen un aspecto demasiado avejentado para su edad.

Rocky tomó una taza de té y un sándwich y se acercó a ella.

–Hola. Me llamo Rocky y soy un policía de la juventud. ¿Te han dado permiso tus padres para venir aquí? –lo que le dijo era una tontería, pero al fin y al cabo, ella era solo una niña.

–¿Cómo está, señor Rocky? Yo soy Anónima Jones y si me descubren me desterrarán, eso si el rey no tiene un mal día, porque si lo tiene, mandará que me decapiten.

–Sí, eso suponía –ambos miraron al senador–. Te he traído la última comida, por si acaso. Sándwich de queso cremoso con espárragos. Tienen mejor aspecto que esas cosas pequeñas y marrones.

–¿Los muslitos de comadreja asados?

–Esos ya se terminaron. Quedaban un par de filetes de pescado, pero ya sabes lo que dicen de los mariscos…

–No, ¿qué dicen?

Él se encogió de hombros.

–Me has ganado.

Ella esbozó una breve sonrisa. Hablaron durante unos minutos y después se dispuso a agarrar la taza de té. Sin querer, chocó la mano contra el platillo y al tratar de impedir que la taza se cayera, el sándwich cayó sobre los zapatos de Rocky.

La muchacha parecía tan apurada que él trató de bromear acerca de que los espárragos eran un magnífico repelente de insectos.

–Es el aroma. ¿Nunca has olido los espárragos? Uau. Huelen fatal.

Ella parecía tan agradecida que él sintió miedo de que hiciera alguna locura como besarle la mano. Comentó algo acerca de que tenía una cita y se marchó antes de que ambos quedaran en ridículo.

Rocky seguía pensando que la joven tenía una mirada vulnerable. Demasiado vulnerable, si se tenía en cuenta el círculo en el que se movía. Creía que con un padre tan sinvergüenza como J. Abernathy Jones, la joven tendría que recibir terapia psicológica antes de que terminara el año.

–Sarah Mariah Jones Sullivan –pronunció en voz baja–. La hija del senador J. Abernathy Jones.

Viuda del congresista Stanley Sullivan, el protegido y títere del senador, quien no era más que un mujeriego que se había librado por los pelos de las repercusiones de la larga lista de escándalos que había terminado con la carrera de su suegro.

Rocky había regresado a los Estados Unidos tras pasar un periodo en Kosovo, cuando Sullivan se convirtió en el centro de atención. Rocky decidió no unirse a los demás periodistas y observar los acontecimientos desde la privacidad de su apartamento. Sarah Mariah, permanecía día tras día junto a su marido y aparentaba estar tranquila, a pesar de estar pálida e inexpresiva. Rocky no podía ni imaginarse lo que estaría sufriendo, sobre todo después de lo que ya había sufrido cuando los escándalos de su padre salieron a la luz.

La joven mujer nunca perdió su dignidad. Rocky veía cómo, día tras día, cuando los periodistas la acosaban, ella los miraba fijamente con la cabeza bien alta.

–Señora Sullivan, ¿sabía usted entonces que…?

–Sin comentarios.

–Señora Sullivan, ¿es cierto que ha pedido el divorcio?

–Sin comentarios.

–Eh, Sarah, ¿es verdad que tú estuviste en una de esas fiestas que celebró tu marido en Georgetown? ¿Es cierto que un director de Hollywood suplantó el talento y el…?

–Si me perdonan…

Alguien, Rocky descubrió después que se trataba del ama de llaves, solía rescatarla de esas situaciones.

Al cabo de un tiempo, los dos casos ocuparon los pensamientos de Rocky: la recaudación ilegal de fondos que hacía el senador, tráfico de influencias, venta de información secreta a países terroristas, las cuentas bancarias en paraísos fiscales; todo seguido de los escándalos sexuales y relacionados con las drogas del congresista Sullivan. El hombre había sido un idiota al proseguir con sus actividades mientras se desarrollaba la investigación acerca de los escándalos de su suegro.

Pero mientras todo eso sucedía, Rocky seguía inmerso en sus propios problemas. Cuando el primer escándalo salió a la luz, a Julie empezaron a fallarle los riñones. La trataron con diálisis un tiempo, pero debido a la situación en que se encontraba, no era una candidata al transplante. Después de realizar un trabajo en el extranjero, Rocky presentó su dimisión. Necesitaba pasar todo el tiempo posible con la mujer que había amado.

Lo recordaba todo mezclado, el fin de su matrimonio, el asunto Jones-Sullivan, y el fin de su carrera profesional. Recordaba que alguna vez se había preguntado cómo una chica inteligente, tímida y con un divertido sentido del humor se había casado con un hombre como Sullivan.

Aquel hombre debía tener algo especial, porque Sarah Mariah se había casado con él. E igual que había hecho con su padre, había permanecido junto a él hasta que todos sus secretos fueron desvelados.

Los escándalos del congresista se convirtieron en algo tan habitual que una vez que quedó claro que la seguridad nacional no estaba en peligro, los medios de comunicación dejaron de publicarlos. El tema resurgió cuando Sullivan chocó su coche contra el contrafuerte de un puente y se mató. Después de ese suceso, Sarah Mariah desapareció.

Eso debió ocurrir más o menos cuando Rocky dimitió. Había presenciado el final de la vida de Julie. Había llorado. Había leído hasta no poder más. Había visto todos los partidos de la temporada de béisbol. Cuando se dio cuenta de que estaba bebiendo demasiado, lo dejó de golpe. No había sido un buen año.

 

 

Algunos días después de la fiesta de jubilación de Dan Sturdivant, Rocky estaba delante del televisor cuando vio que entrevistaban a la autora del libro Las Otras Mujeres del Marido de la Hija del Senador.

Eso le llamó la atención. No importaba dónde estuviera, la viuda del congresista se convertiría de nuevo en el centro de atención cuando se publicara el libro. ¿Sabría ella que existía? ¿Vería la televisión?

Por lo que él sabía, ella podía estar tumbada sobre la arena de una isla tropical. Se lo merecía.

Pero también se merecía enterarse de lo que se le avecinaba, por si prefería esconderse. Rocky estaba seguro de poder encontrarla. Había trabajado muchos años como reportero y tenía sus fuentes de información. Se preguntaba por qué sentía tanto interés por una mujer a la que solo había visto una vez y más de veinte años atrás. Quizá, porque sentía un gran vacío en su vida.

Lo menos que podía hacer era advertirle de que los buitres pronto estarían rodeándola otra vez.