Pedro Casciaro

 

Soñad y os quedaréis cortos

 

Testimonio sobre el Fundador, de uno de los miembros más antiguos del Opus Dei


EL AUTOR

 

Mons. Pedro Casciaro fue uno de los miembros más antiguos del Opus Dei. Nació en Murcia en 1925, hijo de un catedrático de Instituto que llegaría a ser, en 1936, Presidente Provincial del Frente Popular.

En 1935, cuando estudiaba Arquitectura en Madrid, conoció a un sacerdote joven, que sería decisivo en su vida: Josemaría Escrivá de Balaguer. En estas páginas hace un retrato vivo y colorista de aquellos años en los que pidió la admisión en el Opus Dei.

Poco después se vio envuelto, como tantos miles de españoles, en el remolino de aventuras y peripecias que trajo consigo la Guerra Civil española. Tuvo oportunidad de vivir junto al Beato Josemaría Escrivá en circunstancias difíciles y azarosas y fue testigo presencial de capítulos decisivos de la historia del Opus Dei.

Fue ordenado sacerdote el 29 de septiembre de 1946. Tres años más tarde se trasladó a México para comenzar la labor del Opus Dei en este país. En 1958 se trasladó a Roma, junto al Fundador, desde donde viajó a diversos países del mundo, como Kenya, en los que el Opus Dei daba sus primeros pasos. En 1966 regresó a México, y tuvo la alegría, cuatro años más tarde, de recibir al Fundador del Opus Dei en la visita que hizo a tierras mexicanas.

Fue un testigo privilegiado de los primeros años, del desarrollo y la expansión del Opus Dei en España, México, Italia y numerosos países del mundo. Falleció en México el 23 de marzo de 1995.

PRÓLOGO de Mons. Javier Echevarría

 

La lectura de este libro, en el que Pedro Casciaro evoca los años que vivió junto al Fundador del Opus Dei, me ha traído a la memoria numerosos y entrañables recuerdos. En particular, el relato del periodo comprendido entre 1935 y 1940 describe unos años de fe y esperanza, en los que el Beato Josemaría abrió dilatados horizontes de santidad y apostolado. Desde el primer momento, en aquel Madrid de entreguerras que no había llegado al millón de habitantes, enseñó a las personas que le escuchaban a acercar a Dios a sus compañeros de trabajo.

Pronto pudo contemplar los frutos, pues muchas personas empezaron a participar en las primeras labores apostólicas del Opus Dei. El Beato Josemaría les transmitía, con gran optimismo, una plena confianza en la providencia divina, que quiere que todos los hombres se salven (I Tim 2, 4) y desea asociarnos en la plena extensión de su designio salvífico.

Yo no he sido testigo directo de esos primeros pasos de la labor del Opus Dei, pero conservo grabados a fuego los sucesos de aquellos años, tal y como me los relataron el Beato Josemaría Escrivá y monseñor Álvaro del Portillo. El repentino fallecimiento del Prelado del Opus Dei, ocurrido cuando este libro se encontraba casi en prensa, ha avivado aún más mis recuerdos. Su vida, que deja tras de sí una estela de santidad, ha sido para mí la más elocuente expresión del espíritu que el Fundador del Opus Dei transmitía a las personas que se reunían en torno a él en esos años. No puedo olvidar, por ejemplo, su relato de aquellas tardes de domingo, a mediados de los años treinta, en la Residencia DYA. Allí, junto a Pedro y los miembros más antiguos del Opus Dei, monseñor Álvaro del Portillo escuchaba de labios del Beato Josemaría la apasionante descripción de cómo sería la futura expansión apostólica de la Obra en los cinco continentes. En aquella casa de la calle Ferraz se perfilaron los planes más inmediatos –comenzar en Valencia, en otras ciudades españolas, en París–, que se retrasaron algunos años a causa de la guerra civil y, más tarde, de la Guerra Mundial.

El Beato Josemaría les trazaba con realismo –los pies en el suelo– y al mismo tiempo con un profundo sentido sobrenatural, un panorama extensísimo de apostolado. Les alentaba a soñar y a confiar en Dios y en los medios sobrenaturales. Esos sueños de apostolado parecían irrealizables a muchos de los que trataban entonces al Fundador. Sin embargo, ellos, por una especial gracia de Dios, tuvieron siempre la íntima certeza de que se harían realidad. Estaban convencidos de que, si luchaban a diario por alcanzar la santidad en medio del mundo, el Señor les haría instrumentos capaces de extender entre personas de todas las condiciones la conciencia de que Dios nos llama a la plenitud de vida cristiana.

En el relato de Pedro Casciaro se pone de manifiesto cómo se ocupaba nuestro Fundador de formar a los primeros miembros del Opus Dei para esa tarea, en un ambiente de alegría y libertad. Yo tuve el don de Dios de poder estar a su lado desde el comienzo de los años cincuenta, y pude comprobar también personalmente cómo seguía enseñando a actuar en virtud del estímulo que el Padre consideraba más fuerte: el sentido sobrenatural y humano de responsabilidad.

El Padre concedía siempre gran importancia –y en el relato de Pedro Casciaro se pone de manifiesto repetidas veces– al espíritu de iniciativa y de responsabilidad. Cada uno, dueño de sus actos, actúa con espontaneidad y criterio propio, sin hormas paralizantes. El ejemplo de nuestro Fundador nos enseñó a conjugar –desde el primer momento– el libérrimo ejercicio de la propia responsabilidad con la docilidad a los planes de Dios. Nos sentimos –solía repetir– libres y comprendidos a la hora de obedecer, con la espiritualidad de la Obra: porque nos mandan, teniendo en cuenta que somos gentes con inteligencia, con mayoría de edad, con responsabilidad personal, que han de poner en la obediencia activamente su entendimiento y su voluntad, y que aceptan la responsabilidad consiguiente en cada acto de obediencia (Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta, 31 de mayo de 1954, n. 22).

Pedro Casciaro, que pidió la admisión en 1935 y convivió con el Beato Josemaría en los años difíciles de la guerra civil española, ofrece un relato vivo, escrito con gran sentido del humor, en el que se ponen de manifiesto los rasgos humanos y sobrenaturales de nuestro Fundador: alegría, sencillez, sinceridad, optimismo, reciedumbre, cordialidad, sentido de la filiación divina, cariño por todos y por cada uno, amor a la libertad, pasión por lo humano. El autor resalta la confianza que el Padre tuvo siempre en los miembros del Opus Dei: se apoyaba por completo en nosotros, aunque fuéramos muy jóvenes. Esa confianza nos hizo madurar, y nos hizo especialmente responsables.

La narración, aunque abarca todo el arco de la vida de Pedro Casciaro, se detiene fundamentalmente en los años de convivencia estrecha con el Beato Josemaría, y rememora sucesos –en Madrid, en el paso de los Pirineos, en Burgos– de los que Pedro Casciaro es, en la actualidad, uno de los pocos testigos vivos, cuando no el único. Se comprende bien que estas páginas sean de un inestimable valor.

Al contemplar ahora la inmensa variedad de apostolados que llevan a cabo los fieles del Opus Dei en el mundo, elevo mi alma en acción de gracias: porque aquellos sueños de nuestro Fundador a mediados de los años treinta son hoy, en los cinco continentes, una realidad gozosa en servicio de la Iglesia.

Estoy persuadido de que el Beato Josemaría, desde el Cielo, mira con especial cariño y gratitud a aquellos hombres y mujeres de las primeras horas, que –como Pedro Casciaro y Francisco Botella, cuya figura aparece con mucha frecuencia en estas páginas– fueron fieles y consumieron sus días en plenitud de entrega al servicio del querer divino.

Me vienen a la memoria tantos nombres de quienes comenzaron el Opus Dei en diversos países, superando dificultades de todo tipo, o perseveraron en un mismo lugar durante años y años. Algunos de ellos ya gozan de Dios en el Cielo, como José Luis Múzquiz, que comenzó la labor en Estados Unidos; o José María Hernández Garnica, que abrió el camino de la Obra en varias naciones de la vieja Europa. Ambos recibieron la ordenación sacerdotal junto con monseñor Álvaro del Portillo el 25 de junio de 1944.

He podido comprobar la intensidad con la que monseñor Álvaro del Portillo se preparó para la celebración de sus bodas de oro sacerdotales, pero Dios sabe más y ha querido llamarlo a su presencia tres meses antes de esa fecha. Nos queda el grandísimo consuelo de que allí celebrará esta fiesta, con José María y José Luis, gozando ya de Dios y de la Virgen, en compañía de nuestro santo Fundador.

A ellos acudo como intercesores ante Dios, en petición por la Iglesia, y para que los miembros del Opus Dei vivamos con plena fidelidad al espíritu que nos transmitió nuestro Fundador.

Confío en que, al leer estas páginas, brotarán en muchos corazones sentimientos de gratitud a Dios Nuestro Señor y a Santa María, que nos ha concedido la gracia de comprobar, en nuestro caminar terreno, la profunda verdad que encerraban aquellas palabras del Beato Josemaría: soñad y os quedaréis cortos.

Monseñor JAVIER ECHEVARRÍA
Roma, 18 de abril de 1994

I. PRELUDIO

 

Don Filiberto

En aquel lejano año de 1914, mi abuelo materno, don Diego Ramírez, maestro de escuela en Torrevieja, provincia de Alicante, estaba seriamente preocupado. Y no era sólo por la tensa situación internacional que dio lugar poco después a la Guerra Europea, sino por algo mucho más doméstico, familiar y concreto: la próxima boda de su hija Emilia. Es decir, de mi madre.

¿Pero qué mejor partido quieres encontrar que ese chico?, le decían sus familiares. Y tenían razón: el novio de su hija, Pedro Casciaro, era un chico excelente, honrado y estudioso; procedía de una rica familia de origen italiano, muy conocida, que había emparentado tiempo atrás con los Parodi y los Boracino, estirpes originarias de Italia por un camino o por otro. Los Casciaro habían emigrado de Nápoles a Inglaterra en tiempos de Napoleón; los Parodi se habían instalado en Torrevieja, procedentes de Génova, durante esa misma época; y los Boracino habían arribado a la piel de toro en el siglo XVIII, cuando Carlos III se trasladó de Nápoles –donde era rey– a España.

¿Pero, qué mejor partido...? Era verdad lo que decían a mi abuelo don Diego: el chico era un partido excelente. Era hijo de don Julio Casciaro, un hombre culto y correcto, graduado en Leyes, que al heredar se había retirado a vivir a Torrevieja, donde la familia tenía una finca de campo y de recreo que se llamaba Los Hoyos. Y era nieto de Mr. Peter Casciaro, inglés de nacimiento, que tras educarse en un College prestigioso de Londres, se había especializado en Mineralogía y Contabilidad.

Mr. Casciaro era, además, gran empresario: había construido la línea de ferrocarril que va desde Medina del Campo a Salamanca; explotaba numerosas minas desde La Unión, en Murcia, hasta los Urales, en Rusia; y poseía diversas propiedades urbanas y agrícolas en España y en Argelia. Y como no quería que sus hijos perdieran las raíces inglesas, cuando nació su hijo Julio en Cartagena, a pesar del tiempo que llevaba viviendo en España, lo inscribió en el consulado de Inglaterra como súbdito británico.

Su nieto Pedro era un chico educado, simpático, alegre, muy bien formado intelectualmente –era doctor en Filosofía y Letras–, bastante bien parecido y buen deportista. ¿Qué más podía pedir don Diego para su hija? No había razón –le decían todos– para que estuviera inquieto...

Lo que inquietaba a mi abuelo materno, hombre de misa diaria, gran catequista y profundamente creyente, era la frialdad religiosa de la familia del novio. Desde otros puntos de vista no tenía nada que objetar: su futuro suegro era un hombre caritativo, de buenas costumbres y rectos principios; pero, ¡ay!, al igual que su esposa, no era nada practicante. Era republicano –del tipo de aquellos intelectuales por la República, que veían en este sistema político una salida para la decadencia española– y en aquel tiempo decir republicano era, para muchos, lo mismo que decir anticlerical y, con frecuencia, anticatólico.

No era éste el caso de don Julio y su esposa; pero, a pesar de todo, aquella petición de mano planteaba a don Diego graves problemas de conciencia: ¿debía permitir que su hija Emilia, fervorosa y buena cristiana, por muy enamorada que estuviera, se casase con un chico así? ¿Qué educación recibirían sus nietos? ¿Y si...?

Después de muchas vueltas y revueltas, decidió pedir consejo a don Filiberto, párroco de la localidad.

–No se preocupe –sentenció gravemente don Filiberto, tras escuchar las cuitas de mi abuelo materno– porque los hijos de ese matrimonio se entregarán a Dios.

Ignoro qué luz interior movió a don Filiberto a pronunciar esa singular profecía, expresada además de un modo tan preciso y contundente. ¿Fue el Espíritu Santo, que le sopló al oído? ¿Fue una simple excusa para tranquilizar a un padre preocupado? ¿O fue tan solo una mera frase, dicha al azar? No lo sé. El caso es que don Filiberto no se equivocó.

 

Los militares y la sopa

Pero sigamos con la historia familiar. Mi abuelo concedió la mano de su hija y, una vez disipados los nubarrones del horizonte, mis padres se casaron, felices, en una capilla que había en la misma finca de Los Hoyos. Poco después mi padre fue nombrado catedrático interino de Historia de España en la recién creada Universidad de Murcia y designado profesor auxiliar de Geografía e Historia del Instituto; y en Murcia fuimos naciendo los tres hijos. En la parroquia de Santa Engracia de Murcia fui bautizado yo, en 1915; luego nació mi hermana Soledad, que murió a los pocos años; y más tarde nació mi hermano José María, al que siempre hemos llamado en casa, familiarmente, Pepe.

Cuando se convocaron de nuevo las oposiciones a cátedra de Instituto, la primera que salió a concurso fue la de Geografía e Historia de Murcia. Mi padre se presentó y obtuvo el segundo puesto. Eso hizo que no pudiese escoger Murcia sino Vitoria. Pero como quería quedarse en la zona del Levante, la conmutó en cuanto pudo por la de Albacete, ciudad que resultaba relativamente cercana a Murcia y Torrevieja, donde estaban su casa familiar y sus intereses.

Al principio mi padre consideraba su destino en Albacete como algo meramente provisional, y tenía el deseo de volverse a Murcia o Cartagena en cuanto le fuera posible. Sin embargo poco a poco fue enraizándose en su trabajo profesional y haciendo numerosas amistades en La Mancha. Fue Director de la Escuela de Trabajo y llevó a cabo muchos proyectos, como la construcción de un nuevo edificio para el Instituto, del que llegó a ser director. Impulsó las excavaciones arqueológicas en la región; creó e instaló el Museo Provincial, y así, un largo etcétera; en conclusión: que acabó encariñándose profundamente con aquel lugar, cosa que, para el que lo conozca, no resulta muy difícil.

Es cierto que la política influyó también en su decisión de quedarse en Albacete, aunque se había interesado muy poco por ella en los primeros años de la dictadura de Primo de Rivera. Sin embargo, cuando cayó la monarquía, militaba con gran entusiasmo en las filas republicanas.

Eso no significa que fuese partidario de ningún izquierdismo extremo, como el comunismo o el socialismo de la época (cuestión aparte es que, a causa de las alianzas electorales del momento, cierta opinión pública los metiera a todos –republicanos, socialistas y comunistas– en el mismo saco). Su republicanismo no era de este tipo: era un republicanismo moderado, de corte liberal, con una gran preocupación por la clase obrera, como lo demuestra el que llegase a ser presidente de uno de aquellos tribunales que se crearon en la época de Primo de Rivera para dirimir los conflictos entre patronos y obreros.

Estos presidentes solían ser hombres de bien, respetados y aceptados por ambas partes, y aquel cargo le ocasionó no pocos problemas: no podía comprender mi padre cómo algunas personas, amigas suyas, muy holgadas económicamente, pudieran regatear jornales de cincuenta céntimos a gentes que andaban tantas veces al borde de la miseria. Y se fue distanciando de determinadas amistades, que pertenecían a las familias más pudientes de la ciudad.

Albacete contaba en aquel tiempo con una pequeña sociedad provinciana que estaba integrada por terratenientes, empleados del Estado, profesionales de diverso tipo, algunos industriales y otros elementos de clase media modesta. A raíz de la proclamación de la República, en la ciudad se fue enconando la división, –que ya existía– entre las personas significadas políticamente como de derechas y las de izquierdas; y mi padre fue siendo conocido, cada vez más, como un intelectual de izquierdas. Como tal participó en el gran mitin que se celebró en el Teatro Circo, con la presencia de Azaña. Mi padre era lo que llamaríamos ahora un intelectual comprometido.

Desde el punto de vista religioso no era nada practicante; sin embargo, como muestra de respeto y de cariño hacia mi madre, solía acompañarla a Misa todos los domingos y quiso celebrar por todo lo alto la Primera Comunión de mi hermano José María. Pero los tiempos no estaban para sutilezas: cuando sus oponentes políticos se enteraron de esta celebración publicaron un artículo tremendo en un periódico local, titulado Laicismo, pero no para mi casa, en el que le injuriaron sin piedad. Profundamente irritado, desde aquel día dejó de ir a Misa.

Este gesto le retrata de cuerpo entero. Era un hombre apasionado que vivía ardorosamente aquel difícil momento político y social que estaba atravesando España. Recuerdo que un día, varios años antes, llegó a casa muy acalorado, mientras mi hermano pequeño tomaba su tazón de sopa. Estaba irritado por el nombramiento de varios militares para determinados puestos de Gobierno. Se quitó de un manotazo el cuello duro y la corbata de moño, los arrojó furiosamente sobre el sillón, y gritó:

–¡Vamos a tener militares hasta en la sopa!

Al oír esto, mi hermano pequeño miró muy asustado dentro de su tazón y buscó vanamente en su interior a aquellos militares que tanto irritaban a nuestro padre y que amenazaban con hacerse dueños de la sopa. Y durante bastante tiempo su imaginación infantil especuló sobre el interés que podrían tener aquellos señores por introducirse furtivamente –y eso era lo más misterioso, ¿cómo?– en la pequeña sopera familiar...

II. MADRID, AÑOS 30

 

1932: Estación del Mediodía

Durante aquellos años yo era un chico que soñaba con ser marino y vivía despreocupado de esos afanes políticos de tierra adentro. Me apasionaba el mar y había heredado la afición por los barcos de mi abuelo paterno, que había sido propietario de una goleta mercante que atravesaba el Atlántico a vela y había hecho construir un motovelero de tres palos que cubría la ruta Cartagena-Marsella, partiendo del vecino puerto de Águilas. Durante aquellos largos veranos de mi adolescencia, en la calma soleada de Los Hoyos, había soñado con mil aventuras marinas; y al ver aquellos barcos y veleros atracados junto al paseo marítimo, me imaginaba sorteando borrascas y temporales en alta mar e ingresando, en un futuro próximo, con mi flamante uniforme de cadete, en el Cuerpo General de la Armada...

Pero mi madre, al enterarse de mis deseos, me puso literalmente los pies en el suelo y se negó rotundamente a que me embarcara –nunca mejor dicho– en este proyecto. Así que no tuve más remedio que orientarme hacia otra de mis grandes aficiones, esta vez bien anclada en tierra firme, y decidí ser arquitecto.

Aunque me costó tomar esta decisión, lo cierto es que contaba con cualidades para ser arquitecto: había heredado de mi padre el gusto por el arte, tenía capacidad de observación y gozaba de cierta habilidad para el dibujo.

Dicho y hecho: al terminar el bachillerato, con diecisiete años, me fui a la capital de España, porque en aquella época sólo se podía cursar Arquitectura en Madrid o en Barcelona, y un buen día de 1932 arribé, con cara de provinciano despistado y un puñado de ilusiones y de maletas, a la Estación del Mediodía de Madrid. Me instalé en el Hotel Sari, en el número 2 de la Calle Arenal, muy cerca de la Puerta del Sol.

Me gustó aquel hotel. Estaba situado en el corazón de Madrid, de aquel Madrid que poco tiempo antes se autodenominaba Villa y Corte –se había proclamado la República el pasado 14 de abril de 1931– y en el que se podía escuchar todavía la música alegre y traqueteante de los organillos. Y me puse a estudiar.

Pero no se ganó Zamora en una hora: para acceder al primer curso de Arquitectura los aspirantes a arquitectos debíamos superar primero el famoso y dificilísimo examen de “ingreso”. Era una prueba realmente dura: no sólo nos exigían haber aprobado todas las asignaturas de los dos primeros cursos de la Licenciatura de Ciencias Exactas (incluidas Física, Química y Geología), sino que debíamos hacer, además, unos exámenes muy exigentes de dibujo en la propia Escuela. Ingresar era, en resumen, cuestión de años, y muchos se quedaban en el intento.

Pero como yo estaba dispuesto a ser arquitecto costara lo que costase, aunque no me entusiasmasen demasiado ni las Matemáticas ni la Física, con tal de entrar en la Escuela, estaba decidido a estudiarlas todo el tiempo que hiciera falta.

Guardo muy buenos recuerdos de aquel Madrid de comienzos de los años treinta. Era una ciudad sorprendente. Era la capital por antonomasia y conservaba un curioso encanto, tradicional y castizo, chulapón y cosmopolita, señorial y pueblerino al mismo tiempo, que la hacía especialmente atractiva para un amante del arte y de la arquitectura como yo. Era una delicia pasear a la caída de la tarde por sus amplios bulevares, perderse por los salones del Museo del Prado o ir descubriendo, poco a poco, sus grandes edificios: el Banco de España, el Casino, el Teatro de la Princesa, el Ministerio de Fomento, los Jerónimos..., o deambular sin prisas por el paseo de Recoletos, o por el de la Castellana, que era el más aristocrático de todos y llegaba hasta lo que llamábamos entonces los altos del Hipódromo.

Todavía era una ciudad de dimensiones humanas, donde se conocían unos a otros, especialmente los de la llamada gente bien. Yo llegué en un periodo de cambio: la República había traído personajes nuevos y muchos de los de antes –especialmente los pertenecientes a la alta nobleza– habían emigrado al extranjero; los que se habían quedado, habían abandonado la Castellana como punto neurálgico de encuentro y habían puesto de moda el paseo de coches de El Retiro.

Con la llegada de los nuevos ricos al Retiro, los más snobs de esa gente bien se fueron a pasear a otra parte, y eligieron la zona boscosa que había más allá de Puerta de Hierro, donde se improvisó un paseo de terracería, pero eso sí, transitado por coches con chófer uniformado. Conocí bastante bien aquel ambiente sofisticado gracias a unos amigos míos, que vivían en un piso principal de la calle Almagro y se paseaban, Madrid arriba y abajo, en un Lincoln grande de color café con leche...

Era un Madrid agradable por sus gentes, por su clima, por su arquitectura; pero no tanto desde el punto de vista social. En aquellos años tuvo lugar un in crescendo de desórdenes, de tensiones, de alborotos entre estudiantes; se sucedían los enfrentamientos y las huelgas; fue creciendo el clima anticlerical y las efervescencias políticas que atravesábamos hacían presagiar males peores. Sólo a algunos; al menos yo no pensaba que a consecuencia de todo aquello se pudiera acabar en un baño de sangre. Quizá fuera por la inexperiencia de mis 18 años. Realmente, si alguien me hubiera dicho en aquel tiempo hasta qué punto iba a experimentar esas consecuencias en mi propia carne, muy pocos años después, no le hubiera creído en absoluto.

 

Ignacio de Landecho

Pero no adelantemos acontecimientos: yo no era en aquel lejano 1932 más que un joven estudiante venido de provincias, preocupado por situarse en el medio universitario, y como todo recién llegado, deseoso de hacer nuevos amigos. Y en este aspecto, realmente tuve suerte. Uno de los primeros chicos a los que conocí fue Ignacio de Landecho, quien, a pesar de su juventud, era ya un hombre a carta cabal. Fuerte, decidido, íntegro y apasionado, Ignacio preparaba también el ingreso en la Escuela de Arquitectura y fue, sin duda alguna, uno de mis mejores amigos durante aquellos años.

Yo admiraba en Ignacio su fortaleza, su audacia y el desparpajo con que se movía en todos los ambientes. Recuerdo que en una ocasión presenciábamos juntos un desfile militar en la Castellana, desde el balcón de la casa de un amigo común. Dos o tres pisos más abajo, también en un balcón, estaban unas chicas conocidas que comenzaron a gritar: ¡baja, Ignacio! ¡baja! Entonces, Ignacio, sin dudarlo un momento, saltó al otro lado de la barandilla, bajó un piso y otro piso agarrándose a las molduras del edificio, y fue deslizándose por la fachada hasta llegar al balcón donde estaban las chicas, mientras todos conteníamos el aliento. Así era Ignacio.

En otra ocasión nos fuimos de excursión a Salamanca, y cuando nos encontrábamos en una de las torres de la Catedral, Ignacio, ni corto ni perezoso, se puso a trepar por el exterior hasta que logró alcanzar la veleta de hierro. Verdaderamente, su valentía rayaba algunas veces en la temeridad.

Coincidía con él en las clases de la Facultad de Ciencias, que estaba todavía en el viejo caserón de la calle de San Bernardo, aunque hubo un periodo en el que tuvimos las clases y talleres provisionalmente en el viejo edificio de Areneros, que el Gobierno había incautado a los Jesuitas. También íbamos juntos a la Academia de dibujo del pintor José Ramón Zaragoza. Y como teníamos mucho que estudiar, con cierta frecuencia quedábamos para repasar temas en mi cuarto del Hotel Sari.

No se asombre el lector del nombre de mi pomposo alojamiento: realmente el Sari lo único que tenía de hotel era el nombre. A pesar de su denominación rimbombante, aquello no pasaba de ser una pensioncita de tres al cuarto con la dinámica propia de la vida estudiantil. El universitario es amante, como es bien sabido, de la vida nocturna: y no era raro que Ignacio y yo nos quedásemos estudiando durante toda la noche en mi habitación y nos fuésemos la mañana siguiente, tras desayunar, a las clases de San Bernardo.

Nunca olvidaré aquellas clases de Geometría Métrica a las ocho de la mañana en el caserón de San Bernardo. Era todavía de noche y aquella inmensa aula iluminada con bombillas eléctricas me deprimía terriblemente. No puedo olvidar tampoco a don Luis Vegas, nuestro profesor, que a causa de su baja estatura lograba alcanzar a duras penas el borde inferior de la oceánica pizarra. ¡Cuántas horas pasé allí, codo a codo con Ignacio, escuchando el golpeteo de la tiza sobre el encerado: números, letras y figuras geométricas; números, números y más números...!

A medida que pasan los años veo con mayor claridad que fue una gran suerte para mí aquella amistad con Ignacio, con el que tan buenas migas hice desde el primer momento. Nos ayudábamos mutuamente en el estudio; y él me fue introduciendo en algunos buenos ambientes de Madrid, y también, sin que yo me diera cuenta, me fue alejando de otras amistades menos convenientes que frecuentaban la Residencia del Pinar y el Auditorium de la calle de Serrano.

Ignacio tenía mucha más formación espiritual que yo; había estudiado en un buen colegio de religiosos y tenía parientes jesuitas. Yo procedía de colegios laicos; y aunque mi madre me había dado los rudimentos de la vida cristiana, en lo que a la Religión se refiere compartía algunos de los puntos de vista de mi padre.

 

El encuentro con el Padre

Eso no significa que yo fuera por aquel entonces una especie de pagano recalcitrante. Creía en Dios, me consideraba católico, tenía fe y acudía a los sacramentos de vez en cuando; pero carecía de unos conocimientos religiosos mínimamente adecuados para mi edad. Había heredado de mi padre algunas suspicacias anticlericales y experimentaba, por ejemplo, una gran prevención –casi alergia– hacia los sacerdotes y religiosos.

No sabría definir bien la causa de esta prevención: pero el caso es que la tenía, y no sabía –ni quería saber– nada con “los curas”, como los denominaba con deje despectivo. Y lo curioso es que hasta entonces nunca había charlado con uno cara a cara, salvo en las ocasiones en que me acercaba a un confesionario. Por supuesto, jamás había tenido confesor fijo.

Esas prevenciones me habían llevado siempre a mantener las distancias con los pocos sacerdotes que se habían cruzado en mi camino: algún profesor del Instituto de Segunda Enseñanza o algún cura de la parroquia. Los observaba con espíritu crítico, y me repelía la educación que yo juzgaba –sin duda injustamente– un tanto peculiar de los clérigos de aquel tiempo.

Por eso, cuando en 1935, tres años después de mi llegada a Madrid, un amigo de la infancia, Agustín Thomás Moreno, me habló con admiración de un sacerdote al que había conocido recientemente, don Josemaría Escrivá, y me invitó a conocerle, le respondí con una irónica reacción de autosuficiencia y un comentario sarcástico.

Nos volvimos a ver –tiempo más tarde, porque nos tratábamos poco– y Agustín me volvió a hablar de aquel sacerdote; yo le di largas de nuevo y seguí en este punto como quien oye llover.

Afortunadamente, Agustín fue tenaz. Y en una de esas raras ocasiones en las que coincidimos me dijo algunas frases de profundo contenido espiritual –que yo supuse que no serían de su cosecha, sino del sacerdote en cuestión– que me hicieron, muy a pesar mío, cierta mella. Y accedí a que me lo presentara.

Cada uno es como Dios le ha hecho. ¿Por qué accedí? He de reconocerlo: pura y simplemente, por curiosidad. La curiosidad era parte de mi modo de ser: me gustaba tratar a gente mayor que yo, conocer nuevos ambientes y fijarme en todo, hasta en los más mínimos detalles. Pero, naturalmente, acudí con el firme propósito de no hablar con aquel cura de cuestiones personales: iba a ver, a observar, a analizar; nada más.

Quedé una tarde con Agustín, a finales de enero del 35. Me condujo al número 50 de la calle Ferraz, en el barrio de Argüelles. Subimos al primer piso. Yo iba, como siempre, fijándome en todo. Allí, junto a la puerta, se leía, en una placa reluciente: Academia DYA. Entramos. El recibidor me produjo una grata impresión inicial. No era lo que yo me pensaba: me había imaginado un local destartalado y frío, y me encontré en el vestíbulo de una casa de familia de clase media, más bien modesta, decorado con buen gusto y, sobre todo, muy limpio. El ambiente era cordial y distendido. Buen comienzo. Me gustó.

Nos indicaron que pasáramos a una pequeña salita, donde esperamos unos momentos. Y de pronto entró un sacerdote joven y sonriente, de unos treinta años, que se detuvo un instante mirándome afablemente por debajo de los bordes superiores de sus gafas redondas de concha, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante.

–Padre –dijo Agustín–, éste es mi amigo, Pedro Casciaro...

Entonces aquel joven sacerdote, excusándose ante Agustín –¡como si yo fuera un personaje importante!–, le rogó que nos dejara solos unos minutos. Nos sentamos a charlar y aquella conversación bastó para echar por tierra, de golpe, todos mis prejuicios.

Realmente el Padre, como le llamaban todos siguiendo la costumbre habitual para denominar a los sacerdotes en aquella época, no tenía nada que ver con la idea que yo me había hecho de él: me esperaba un curita espiritualista y algo raro, conforme a la caricatura de mis prejuicios, y me encontré con un sacerdote joven, de treinta y tres años, vigoroso, cordial, simpático, muy espontáneo y natural, que me infundió desde el primer momento una gran confianza y al mismo tiempo un respeto muy superior al propio de su edad. Me llamó poderosamente la atención su bondad, su alegría contagiosa, su buen humor... y le abrí mi alma como nunca había hecho con ninguna otra persona a lo largo de toda mi vida.

No sabría precisar cuánto tiempo estuvimos charlando; lo más probable es que no pasara de los tres cuartos de hora. Sólo recuerdo que al despedirme le dije:

–Padre: me gustaría que usted fuese mi director espiritual.

 

La dirección espiritual

No imagine el lector que por decir esto yo tenía por aquel entonces una idea demasiado clara de lo que significaban estas dos palabras juntas: dirección espiritual. Sabía que algunas personas la tenían, como mi amigo Ignacio; y había leído en las esquelas mortuorias del ABC que entre los deudos del difunto se citaba con frecuencia: «Su director espiritual, el Rvdo. P. tal y tal». Aquí se acababan todos mis profundos conocimientos sobre el particular.

Quedamos en volver a vernos regularmente y en la siguiente entrevista comprobé que aquel impacto inicial no había sido la impresión pasajera de un momento. A medida que charlaba con el Padre, y le abría mi alma de par en par, iba descubriendo, progresivamente, la finura de su espiritualidad, su inteligencia privilegiada y su honda cultura. Y, muy especialmente, su enorme capacidad de querer y su gran comprensión.

No era sólo cosa mía: muchos otros amigos míos y compañeros de estudio que le conocieron, me comentaron lo mismo: como yo, se habían sentido comprendidos por el Padre desde el primer momento. Se veía claramente que nos quería de verdad y que nos tomaba muy en serio. Y que se preocupaba de todo lo nuestro; porque fui comprobando, semana tras semana, que el Padre no se ocupaba sólo de aspectos puramente espirituales: al mismo tiempo que nos exigía en determinados puntos de la ascética cristiana, nos iba inculcando un profundo sentido de la responsabilidad y nos iba educando humanamente, casi sin que nos diéramos cuenta, con la finura de su comportamiento y con la elegancia de su trato.

Recuerdo un detalle pequeño, pero muy expresivo. Pocos meses después de conocerme, el Padre me invitó a almorzar en la Residencia. Pudo haberlo hecho de palabra o por teléfono, pero prefirió enviarme una tarjeta, donde escribió unas líneas en las que me invitaba a venir de un modo cariñoso y atento, ¡como si yo fuese un personaje importante! Y yo no constituía un caso especial: así trataba a todo el mundo, aunque fueran, como en mi caso, estudiantes de primeros cursos de carrera.

 

El Oratorio de Ferraz

Un día fui a charlar con el Padre y le encontré particularmente contento. Habitualmente, cuando hablábamos, yo tomaba primero la palabra y el Padre me escuchaba hasta el final, muy atento, sin interrumpirme: me preguntaba por mi vida interior, por mis estudios, por mis padres... Luego, me daba sus consejos. Pero aquel día no fue así: tomó la palabra desde el primer momento, y me explicó, contentísimo, que don Leopoldo Eijo y Garay, Obispo de Madrid, había concedido el permiso necesario para dejar el Santísimo en el oratorio de la Residencia.

El Padre me había enseñado ese oratorio ya en la primera visita que hice junto con Agustín Thomás. Lo recuerdo perfectamente: era un oratorio pequeño, recogido, situado en una habitación contigua al vestíbulo, que daba a un patio grande y tranquilo. Era piadoso, sencillo, agradable, y se veía que estaba puesto con cariño. En la pared frontal, sobre el altar, había un cuadro que representaba a los discípulos de Emaús conversando con el Señor. Poco después ese cuadro fue sustituido por una imagen de la Virgen del Pilar tallada en madera, que descansaba en una ménsula, sobre un fondo de damasco color verde oliva. El oratorio me agradó, como digo; pero, como muestra evidente de mi escasa formación religiosa, no reparé en que no tenía sagrario.

Ese día, el Padre me estuvo hablando con gran alegría de aquel permiso que le habían dado, y yo, la verdad, no entendía demasiado a qué se refería. Carecía de la formación cristiana necesaria para comprender cuándo y cómo se puede dejar el Santísimo en un lugar sagrado. Mientras le escuchaba iba rumiando para mis adentros cómo podía ser aquello; si había en Madrid alguna institución donde se vivía maravillosamente la fe –pensaba yo– era en aquella Residencia; y si había un sacerdote excepcionalmente santo e inteligente, era el que tenía delante en esos momentos. En consecuencia –concluía, en mi ignorancia– ¡ya podría haberle dado antes aquel permiso el Señor Obispo!

–Padre, y por las noches –le pregunté–, ¿se suele dejar el Santísimo en las iglesias?

Esta pregunta mostraba bien a las claras mi soberano despiste en materias religiosas. Luego le pregunté cuánto tiempo podía dejarse solo al Señor en aquel oratorio, porque había visto que en algunas iglesias a veces no había nadie; y seguí haciéndole otras preguntas de este tipo, y aun más simples. El Padre fue resolviendo, con gran paciencia, una por una, todas mis dudas rudimentarias y me habló largo rato sobre la Eucaristía, con unas palabras que delataban su profunda y sincera devoción a Jesús Sacramentado.

El Señor –me comentó, emocionado– jamás deberá sentirse aquí solo y olvidado; si en algunas iglesias a veces lo está, en esta casa, donde viven tantos estudiantes y que frecuenta tanta gente joven, se sentirá contento, rodeado por la piedad de todos. Tú ayúdame a hacerle compañía...

Me conmovió aquel amor ferviente a la Eucaristía; y como la Residencia me pillaba relativamente de paso para ir a la Escuela de Arquitectura, decidí, gustoso, pasarme todas las veces que pudiera por aquel Oratorio para hacer un ratico de oración, como nos animaba a hacer el Padre, delante del Sagrario. Fue entonces, seguramente, cuando me dictó el texto de la comunión espiritual:

Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos...

Poco después, el 31 de marzo de 1935, el Padre pudo celebrar la primera Misa en aquel oratorio y quedó reservado el Santísimo en el primer sagrario de la Obra. Aquel sagrario era un sencillo tabernáculo de madera que unas religiosas habían prestado al Padre. Junto a su alegría, experimentaba una pena grande: la de no poder dedicar al Señor un sagrario y unos vasos sagrados más dignos, porque quería siempre ofrecer a Dios el sacrificio de Abel, destinando lo mejor al culto divino.

El altar y el tabernáculo –comentaba años más tarde– han de ser buenos, siempre que se pueda. Nosotros, al principio, no pudimos hacerlo así. La primera custodia era de hierro pintado con purpurina; sólo la luneta para la Sagrada Forma era de plata dorada. Y el primer Sagrario era de madera: me lo prestó una monja Reparadora, a la que yo quería mucho. ¡Qué pena me daba ofrecer al Señor tan poca cosa! (AGP, RHF 20590, p. 461).

 

Dios en lo cotidiano

Semana tras semana, mediante aquella dirección espiritual, el Padre me fue acercando al Señor, ayudándome a mejorar en mi trato con Dios. No de golpe: poco a poco, con paciencia, aunque cada vez con mayor intensidad: sin prisa y sin pausa. Fue enseñándome a hacer todos los días un rato de oración mental, a tratar al Señor a lo largo de mi jornada de estudiante común y corriente, y a vivir en presencia de Dios. Con respecto a esto último, un día le expuse mis dificultades:

–Mire, Padre: es que yo pongo los cinco sentidos cuando me meto a fondo en algo y me olvido completamente de todo lo demás.

Era verdad: cuando estudiaba, me enfrascaba en los libros de tal manera, que se me pasaban las horas volando sin la menor referencia sobrenatural; y cuando me ponía a dibujar me metía tanto en los problemas de geometría descriptiva, que me parecía que no me quedaba espacio mental para nada más...

Como respuesta, el Padre me regaló un crucifijo –que aún conservo– para que lo llevara en el bolsillo y lo pusiera sobre la mesa de estudio o sobre el tablero de dibujo:

Una mirada al crucifijo de cuando en cuando –me comentó–, o algunas jaculatorias te bastarán para convertir ese trabajo en oración.

¿Y para tener presencia de Dios en medio de la calle? Aquello no me parecía tan fácil. Me gustaba pasear por las calles de Madrid contemplando las fachadas, examinando las estructuras o analizando los aciertos o los errores arquitectónicos que iba encontrando. ¡Y el Padre me pedía que hiciera todo eso y, al mismo tiempo, fuera metido en Dios! ¿Cómo?

Vamos a ver, me dijo. Explícame qué caminos sueles hacer para ir desde la calle Castelló donde vives a la Escuela de Arquitectura o la Universidad.

Empecé a recordar: primero tomaba la calle Goya; luego bajaba hasta la Castellana y después...

Entonces fue enumerándome las imágenes de la Virgen que podía encontrar en mi camino:

...en la calle de Goya hay una pastelería, apenas volver la esquina de Castelló, que tiene una hornacina con la Purísima Concepción; al llegar a la estatua de Colón en el cruce con el Paseo de la Castellana, tienes en uno de los relieves del pedestal de la estatua una escena de los Reyes Católicos donde hay una imagen de la Virgen del Pilar; subiendo por los Bulevares...

Me quedé sorprendido. Yo, que me fijaba tanto en todo, no me había dado cuenta de la existencia de esas imágenes que me podrían servir para mantener la presencia de Dios durante mis recorridos habituales. Comprendí entonces que aquello no era sólo fruto de la gran capacidad de observación del Padre, sino que era la consecuencia del gran amor que sentía hacia la Madre de Dios. A partir de aquel día intenté poner por obra lo que me decía; y así, poco a poco, mi trabajo fue adquiriendo un nuevo sentido sobrenatural y mis andanzas por las calles de Madrid cobraron unas perspectivas hasta entonces absolutamente insospechadas.

 

La Academia DYA

Progresivamente, a medida que fui frecuentando la Residencia, me fui enterando de la pequeña historia de aquella casa. Casi año y medio antes, a comienzos de diciembre de 1933, se había abierto la Academia DYA, en un edificio que daba a la calle Luchana y Juan de Austria. Más tarde, en octubre de 1934, la Academia se había trasladado a donde estaba ahora, en la calle Ferraz, nº 50, esquina a Quintana, cerca de la Ciudad Universitaria, y se había ampliado con una Residencia para estudiantes.

Se habían alquilado tres departamentos en el mismo edificio: dos en el primer piso, donde se había instalado la Residencia, y otro en el segundo piso, donde estaba la Academia. El propietario era un tal Bordiú, un ingeniero de minas con muchos hijos –algunos ya mayores– que vivía en el mismo inmueble, en el piso principal, y que se preciaba de ser descendiente de la familia Luna, la del Antipapa, al que llamaba cordialmente el tío Pedro.

La instalación de aquella Residencia había sido –de esto me enteré tiempo más tarde– una verdadera odisea desde el punto de vista económico. En el mes de septiembre del 34 –pocos meses antes de que yo pisara por vez primera aquella casa– sólo habían logrado amueblar lo más imprescindible: el comedor, la sala de visitas, el vestíbulo y un dormitorio. El resto de las habitaciones, que contaban sólo con unas modestas lámparas de “globos” blancos de caña metálica, se habían quedado desiertas, en espera de tiempos mejores. Y les quedaba por comprar el menaje de cocina, la vajilla... Sin embargo, el ejemplo del Padre, que rezumaba fe, seguridad, optimismo y confianza en Dios, los confortaba a todos.

Una de las locuras más grandes de mi vida –nos comentaría el Padre tiempo después– fue abrir una Residencia de estudiantes sin tener ni un céntimo para comprar todo lo necesario para instalarla: la ropa, los muebles, el instrumental para la mesa y para las camas (AGP, RHF 20590, p. 451).

Esta grave situación económica se resolvió... como se pudo. La ropa de cama se consiguió mediante un crédito en Almacenes Simeón, donde trabajaba un antiguo conocido del Padre, Casimiro Ardanuy, hijo del panadero que llevaba el pan a la casa de sus padres, cuando vivían en Barbastro. Pero, ¿dónde meter aquella ropa? No teníamos armarios para guardarla, recordaba tiempo después el Padre. En el suelo habíamos puesto con mucho cuidado unos papeles de periódicos, y encima la ropa: cantidades inmensas. Entonces me parecían inmensas; ahora me parecerían ridículas. Y, encima, más papeles, para resguardarla del polvo (ibidem).

Naturalmente, esperaban como agua de mayo la llegada de los residentes, con lo cual –pensaban– todo empezaría a funcionar de un modo regular. Pero a comienzos de aquel año académico en el que estábamos, en octubre de 1934, estalló la llamada revolución de Asturias que fue, como señalaba Marañón, «un intento en regla de ejecución del plan comunista de conquistar España». Triunfó sólo en Asturias; pero estuvo programada desde el primer momento para todo el país. Hubo un feroz ataque contra la Iglesia: se destruyeron 58 iglesias y murieron asesinados 34 sacerdotes. Y como consecuencia, se desató una huelga general revolucionaria que obligó a aplazar la apertura de la Universidad.

Eso hizo que, al comenzar el curso, contaran en DYA sólo con uno o dos residentes. Luego, cuando se fueron calmando las aguas, vinieron algunos más: eran unos cinco al final del primer trimestre; y el resto, hasta trece o catorce, fueron llegando a cuentagotas. A causa de esto, fallaron todos los cálculos económicos; y hubo veces en que el director –un joven arquitecto, Ricardo Fernández Vallespín– prefería llevar a Alberto, uno de los primeros residentes, a comer a un restaurante cercano porque le resultaba más barato que darle de comer en casa. Los meses se iban sucediendo, implacables, y la situación se fue volviendo cada vez más difícil; porque los residentes no venían, pero las facturas sí; hubo un mes que comenzaron con cincuenta pesetas en caja. ¡Y había que pagar, como alquiler de cada piso, 400 pesetas mensuales!

A pesar de estas dificultades, el Padre no se arredró y siguió espoleando la labor apostólica, día tras día, lleno de fe y confianza en el Señor. Cuando sólo se busca a Dios –escribió más tarde en Camino, bien se puede poner en práctica, para sacar adelante las obras de celo, aquel principio que asentaba un buen amigo nuestro: “Se gasta lo que se deba aunque se deba lo que se gaste” (n. 481).

Naturalmente, cuando aparecí por la Residencia, a comienzos de 1935, yo no podía imaginarme ni por asomo nada de esto. Sabía sólo que el nombre de Academia-Residencia DYA, correspondía a las siglas de Derecho y Arquitectura, pero que tenía un significado más profundo. Para la gente es Derecho y Arquitectura –explicaba el Padre–, porque realmente se dan clases de esas carreras, pero para nosotros es Dios y Audacia. Estaba claro que el Padre había emprendido esa labor apostólica confiando sólo en Dios y con una gran audacia sobrenatural.

 

Los Círculos

En uno de esos dormitorios vacíos a los que he aludido antes habían instalado un aula; y en ella comencé a asistir, junto con otros universitarios, a unas reuniones con el Padre –Círculos o como se las quiera llamar: el nombre es lo de menos, nos decía– en las que nos hablaba de visión sobrenatural, de santidad en medio de la vida ordinaria, de santificar el trabajo, de vida de oración...

¿Cómo eran aquellas clases? Recuerdo que, al comenzar, el Padre nos ayudaba a recordar el tema tratado en el Círculo anterior. Las charlas se centraban en alguna cuestión de la vida cristiana: vida interior, oración, mortificación, Eucaristía, estudio... Guardo un recuerdo vivísimo, indeleble, de aquellos Círculos; de las palabras del Padre; de sus ejemplos, tan plásticos y vivos... Semana tras semana, sábado tras sábado, Círculo tras Círculo, nos iba moviendo a realizar un intenso apostolado con nuestros compañeros, nos enseñaba a amar a Dios y nos alentaba a llevar una profunda vida cristiana.

Era patente que lo que nos decía no procedía sólo del estudio o de su profundo conocimiento de las almas, sino, sobre todo, de su profunda vida interior y de su oración. ¡Cuántas veces, al leer las páginas de Camino, he recordado lo que nos decía en aquellos Círculos! El primer punto es un magnífico botón de muestra: Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón.

El Padre aludía con frecuencia, en aquellas charlas, al fuego del amor de Dios:La imitación de Cristo.