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INTRODUCCIÓN

En este libro, sin pretensiones teológicas o exegéticas particulares, se propone una meditación sobre las Bienaventuranzas del evangelio de san Mateo[1], y en particular sobre la primera de ellas, la pobreza de espíritu: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los cielos». Se ha escrito mucho sobre este asunto, pero es un tema tan importante para la vida de la Iglesia que siempre es necesario volver a él. El papa Francisco no cesa de exhortar a los cristianos a vivir las Bienaventuranzas, único camino de la verdadera felicidad y único medio también de reconstruir la sociedad.

El mundo de hoy está enfermo de su orgullo, de su avidez insaciable de riqueza y poder, y no puede curarse sino acogiendo este mensaje. Para ser fiel a la misión que le ha confiado Cristo de ser «la sal de la tierra» y «la luz del mundo» (Mt 6, 13-14), la Iglesia debe ser pobre, humilde, mansa, misericordiosa… Hay una llamada muy fuerte hoy a oír esta enseñanza esencial de Jesús, que quizá no hemos comprendido verdaderamente aún ni puesto en práctica. Cuanto más avanza la Iglesia en su historia, más debe irradiar el espíritu de las Bienaventuranzas, para difundir «el buen olor de Cristo» (2 Co 2, 15). El Espíritu Santo quiere actuar hoy con fuerza en este sentido, hasta trastornar a veces a su Iglesia. Es absolutamente necesario que cada cristiano difunda el perfume del Evangelio, perfume de paz, de dulzura, de alegría y humildad.

Estoy cada vez más convencido de que la pobreza de espíritu es la clave de la vida espiritual, de todo camino de santidad y de toda fecundidad. Las Bienaventuranzas contienen una sabiduría luminosa y libertadora. Es sin embargo uno de los aspectos del Evangelio que más nos cuesta comprender y practicar. Incluso en el campo de la existencia cristiana, pensamos muy a menudo en términos de riqueza, de cantidad, de eficacia mensurable, mientras que el Evangelio nos invita a una actitud bien diferente.

UNA MIRADA DE CONJUNTO

Antes de entrar en cada una de las Bienaventuranzas, quisiera hacer algunas reflexiones sobre el conjunto.

Este pasaje evangélico no es fácil de comprender, es paradójico, e incluso chocante (cuando era joven sacerdote, tenía cierta dificultad para predicar sobre las Bienaventuranzas); pero poco a poco se da uno cuenta de que es un texto extraordinario, que contiene toda la novedad del Evangelio, toda su sabiduría y su fuerza para transformar en profundidad el corazón del hombre y renovar el mundo.

Es evidente que debemos leer estas palabras de Jesús en su contexto. El pasaje de las Bienaventuranzas se sitúa a continuación de los versículos de Mateo que nos describen la llegada de las multitudes que acuden de todas partes para escuchar a Jesús: «Recorría Jesús toda la Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria; y le traían a todos los que se sentían mal, aquejados de diversas enfermedades y dolores, a los endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curaba. Y le seguían grandes multitudes de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y del otro lado del Jordán»[2].

Al ver estas multitudes, subió Jesús al monte, se sentó, se le acercaron sus discípulos y comenzó a enseñarles proclamando las Bienaventuranzas.

Las multitudes que acuden a Jesús tienen sed de curación, de luz, de felicidad. Él responde a esa sed; da a estas personas sufrientes una magnífica respuesta de felicidad, nueve veces repetida, pero en un lenguaje muy diferente del que se podría esperar. Lo que les propone no es una felicidad humana, según la imagen que se presenta habitualmente, sino una felicidad inesperada, encontrada en situaciones y actitudes que no van espontáneamente unidas a la idea de felicidad. Una dicha que no es una realización humana, sino una «sorpresa de Dios», concedida precisamente allí donde se la considera ausente o imposible…

Veremos también que las primeras palabras de Jesús que siguen a las Bienaventuranzas son esas en que, mediante la imagen de la sal y la luz, evoca la gracia singular que reciben sus discípulos y a la que deberán ser fieles:

 

«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué se salará? No vale más que para tirarla fuera y que la pisotee la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos»[3].

 

Jesús es bien consciente de las limitaciones humanas de sus discípulos y de sus defectos, que los relatos evangélicos no hacen nada por disimular, más bien al contrario. Sin embargo, no duda en afirmar que, sin el testimonio de sus vidas, la existencia humana no tendría ya sabor ni sentido, y el mundo caería en espesas tinieblas. Es claro que justamente viviendo las Bienaventuranzas es como podrán cumplir esta vocación al servicio del mundo. Solo el evangelio de las Bienaventuranzas da todo su sentido y su verdad a la existencia humana.

Las Bienaventuranzas constituyen en el evangelio de san Mateo la introducción al Sermón de la Montaña, que se extiende en los capítulos 5 a 7. Este primer gran discurso de Jesús lo presenta como el nuevo Moisés, que proclama la Ley nueva del Reino. No desde las alturas del monte Sinaí, humeante y temblante, con «truenos y relámpagos, y una densa nube sobre la montaña»[4], sino sobre una simple colina de las riberas del lago de Galilea como dice la tradición. Lo cual no impide a Jesús hablar con fuerza y autoridad, una autoridad que choca a la multitud, pues rompe con el modo de expresarse de los rabinos de su tiempo. La expresión: «Habéis oído que se dijo… Pero yo os digo…», aparecerá una y otra vez en las palabras de Jesús, que, sin embargo, afirmará claramente que no ha venido para «abolir la Ley o los Profetas […] sino a darles su plenitud»[5].

En la conclusión del Sermón de la Montaña, la parábola de las dos casas, una construida sobre roca y otra sobre arena, constituye una vibrante llamada a no contentarse con oír esta Ley nueva y decir «Señor, Señor», sino a ponerla en práctica, haciendo así la voluntad del Padre que está en los Cielos[6].

Es esencial comprender que esta Ley nueva, promulgada por Jesús en el monte de las Bienaventuranzas, no es solo una ley moral, aunque tenga evidentemente fuertes implicaciones en el campo del comportamiento humano.

Más que un código de conducta, por elevado que sea, es un camino hacia la felicidad del Reino, un itinerario de unión con Dios y de renovación interior de la persona. Nos propone un recorrido de identificación con Cristo, de descubrimiento del Padre, de apertura a la acción del Espíritu Santo. Solo el Espíritu es capaz de darnos la verdadera inteligencia de las Bienaventuranzas y permitirnos aplicarlas a nuestra vida.

LA TRINIDAD EN LAS BIENAVENTURANZAS

Es importante destacar la presencia del misterio trinitario en el evangelio de las Bienaventuranzas. Antes de ser algo que concierne a la conducta humana, es ante todo una revelación nueva, más profunda, inesperada y sorprendente, del misterio mismo de Dios.

En una primera lectura, se advierte claramente que las ocho Bienaventuranzas (ya que la novena no hace más que retomar y ampliar la octava) son en primer lugar un retrato del mismo Jesús. «Las Bienaventuranzas no son solo el mapa de la vida cristiana, son el secreto del corazón del mismo Jesús»[7]. Se podría explicar largamente y meditar cómo Cristo, durante toda su vida y especialmente en su Pasión, es el único verdadero pobre de espíritu y el único que ha vivido íntegramente cada una de las Bienaventuranzas. Todas se cumplen plenamente en la Cruz.

En el Calvario, Jesús ha sido absolutamente pobre, afligido, manso, hambriento y sediento de justicia, misericordioso, limpio de corazón, artesano de la paz, perseguido por la justicia… Practicando a la perfección cada una de las Bienaventuranzas, recibió en plenitud, por su Resurrección y su glorificación, la recompensa prometida, la felicidad del Reino de los Cielos. Más aún, recibió el poder de hacer entrar a todo hombre en este Reino, incluso a los mayores pecadores, como lo atestigua el episodio del Buen Ladrón; unos instantes antes de su muerte, Jesús promete a este hombre que lo invoca con fe: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso»[8].

Jesús afirma en el evangelio de san Juan: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre»[9]. Las Bienaventuranzas nos muestran por tanto también el verdadero rostro del Padre. Son la revelación de un nuevo rostro de Dios, un rostro que no tiene ya nada que ver con todas las invenciones y proyecciones humanas. Las Bienaventuranzas nos revelan la increíble humildad y la infinita misericordia de Dios. Aunque el Padre sea infinitamente rico y todopoderoso, hay también en el Ser divino un misterio de pobreza, pues no es más que amor y misericordia; es enteramente don, desprendimiento de sí para hacer existir al otro; no vive para sí mismo, sino para sus hijos, como manifiesta la actitud del padre en la parábola del hijo pródigo del evangelio según san Lucas.

Es preciso notar la importancia de la figura del Padre en el Sermón de la Montaña. Es allí donde Jesús enseña la oración del Padre Nuestro y nos dirige esta invitación tan clara: «Tú […], cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará»[10]. Es también allí donde nos invita a abandonarnos con confianza en la providencia del Padre, sin inquietarnos por el mañana, pues «bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados». Hacia el final del Sermón, como ya hemos mencionado, Jesús nos pide poner en práctica sus palabras, pues ellas expresan «la voluntad de mi Padre, que está en los cielos».

Se puede concluir que el Sermón de la Montaña, y en particular las Bienaventuranzas, es un don de la misericordia del Padre, la promesa de una gracia, de una transformación interior, de un corazón nuevo. La Ley nueva que promulga Jesús es mucho más exigente que la antigua, no se contenta con un comportamiento exterior correcto, sino que pide una verdad, una pureza, una sinceridad que comprometen la profundidad del corazón humano. «Os digo, pues, que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos»[11], y Jesús mostrará en una serie de exhortaciones, precedidas por la fórmula: «Habéis oído que se dijo… pero yo os digo…», en qué puntos concretos pide una profunda conversión interior, que alcanza a las disposiciones más íntimas y secretas del corazón.

Con todo, es esencial afirmar una cosa, pues de otro modo no se comprende nada de la Ley nueva instaurada por Jesús: si esa Ley se permite ser más exigente para el hombre —exigencia inaudita que llega hasta a la imitación del mismo Dios: «Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto»[12]— es porque la Ley nueva no es solo una ley exterior al hombre, una obligación; es mucho más un don del Padre misericordioso, una promesa extraordinaria de transformación interior por la gracia del Espíritu Santo. La exigencia más fuerte no es más que la señal de una promesa mayor. Dios da lo que pide. Si Jesús nos llama a una justicia que supera la de la Ley antigua, es porque en la Ley nueva hay un don mayor que hace posible esa superación: la revelación de la ternura del Padre, el ejemplo de Jesús, la efusión del Espíritu Santo.

En la predicación del Evangelio se realiza la promesa de la Nueva Alianza anunciada por Jeremías, en la que el Espíritu Santo va a acudir en socorro de la debilidad del hombre e inscribir en su corazón la ley de Dios, para que al fin sea capaz de cumplirla:

 

«Mirad que vienen días —oráculo del Señor— en que pactaré una nueva alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la alianza que pacté con sus padres el día en que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, porque ellos rompieron mi alianza, aunque Yo fuera su señor —oráculo del Señor—. Sino que esta será la alianza que pactaré con la casa de Israel después de aquellos días —oráculo del Señor—: pondré mi Ley en su pecho y la escribiré en su corazón, y Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo»[13].

 

También vienen a propósito las palabras de Ezequiel:

 

«Os daré un corazón nuevo y pondré en vuestro interior un espíritu nuevo. Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne»[14].

 

Las Bienaventuranzas no son otra cosa que la descripción de este «corazón nuevo» que el Espíritu Santo forma en nosotros, y que es el mismo corazón de Cristo.

Mucho más que una ley, que una carga suplementaria, el Evangelio es una gracia, una efusión de misericordia, una promesa de transformación interior por el Espíritu Santo. «No me avergüenzo del Evangelio, porque es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree, del judío en primer lugar y también del griego», nos dice san Pablo[15].

Hay pues una relación absolutamente esencial entre las Bienaventuranzas y la persona y la misión del Espíritu Santo. Los teólogos medievales, como santo Tomás siguiendo a san Agustín, han reconocido una relación entre las Bienaventuranzas y los siete dones del Espíritu. Puede parecer a primera vista un poco artificial, pero la intuición de fondo es muy justa: es viviendo las Bienaventuranzas como nos abrimos a los dones del Espíritu y, en sentido contrario, solo el Espíritu Santo puede darnos el comprender y practicar plenamente las Bienaventuranzas.

Se podría tomar cada una de ellas y mostrar cómo supone una obra del Espíritu Santo, el único que puede hacer capaz al corazón del hombre de comprenderlas y vivirlas. La pobreza, la mansedumbre, las lágrimas, el hambre y la sed de Dios, la misericordia, la pureza de corazón, la comunicación de la paz, la alegría en la persecución, suponen un corazón transformado por el Espíritu.

En sentido inverso, se puede afirmar que las Bienaventuranzas aluden a situaciones humanas difíciles, pero que son una oportunidad, pues se convierten en la posibilidad de una efusión del Espíritu Santo, que transfigura la limitación humana revelando en ella la presencia de Dios y del Reino.

Es una clave de lectura fundamental para este texto evangélico. Si las Bienaventuranzas son una promesa de felicidad, no se trata de una felicidad o una satisfacción simplemente humana, sino de una visita del Espíritu Santo, de un consuelo divino. El Espíritu Santo está como atraído por las situaciones y actitudes mencionadas por las diferentes Bienaventuranzas. Reposa de manera muy especial en el hombre que es pobre de corazón, manso, humilde, sufriente, misericordioso, perseguido… En situaciones en que no es perceptible ninguna perspectiva de felicidad humana, donde tampoco se experimenta ninguna búsqueda de satisfacción humana, he aquí que, de repente, se da una sorprendente felicidad, un don gratuito del Espíritu consolador, que viene a descansar sobre el hombre. Eso afirma san Pedro en su primera epístola, en el caso de la persecución: «Bienaventurados si os insultan por el nombre de Cristo, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros»[16]. Pero se podría mostrar que cada una de las ocho Bienaventuranzas describe una situación o actitud que provoca una efusión del Espíritu sobre la debilidad humana, una irrupción de la gracia en la vida de la persona.

Las Bienaventuranzas describen así las condiciones esenciales que permiten a la persona humana estar plenamente abierta a la acción del Espíritu. En la medida en que el hombre emprende con fidelidad y confianza el camino que ellas indican, está disponible para la acción del Espíritu. La cuestión fundamental de la existencia cristiana es la siguiente: ¿cómo volverse plenamente acogedor de la obra del Espíritu, de la acción de la gracia divina? Entregados a nuestras solas capacidades humanas, no podemos nada; solo la acción del Espíritu puede transformarnos y permitirnos cumplir nuestra vocación. «El Espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada»[17]. El evangelio de las Bienaventuranzas es, en esta perspectiva, una respuesta de Jesús a la pregunta: ¿cómo recibir al Espíritu Santo?

Se puede por tanto decir que las Bienaventuranzas son a la vez frutos del Espíritu Santo y las condiciones para recibirlo. Esta afirmación no es contradictoria, sino la expresión de esta circularidad que es propia de la vida espiritual y de la interacción misteriosa que se opera entre la gracia divina y el actuar humano.

LAS BIENAVENTURANZAS, CAMINO DE MADUREZ HUMANA

Las Bienaventuranzas no son solo una revelación más profunda del misterio de Dios, son también, se podría decir, un tratado completo de vida espiritual. Nos indican a qué estamos llamados en cuanto cristianos, qué significa verdaderamente vivir el Evangelio. Son la descripción de la verdadera madurez humana y espiritual. Retrato de Cristo, son también el retrato del cristiano adulto en Cristo, libre en el Espíritu, hijo del Padre. Nos describen el cumplimiento más acabado de la existencia humana. Son un camino de humanización. Son también un camino de fecundidad y nos indican cómo dar un fruto que permanezca, cómo comunicar el amor a nuestro alrededor, cómo engendrar a otros en la vida verdadera.

He tenido ocasión de impartir cursos sobre la paternidad espiritual del sacerdote y uno de los puntos fundamentales que desarrollo es el siguiente: el sacer­dote puede desplegar la hermosa gracia de paternidad que es propia del sacerdocio solo en la medida en que se convierte en un hombre de las Bienaventuranzas. Eso se aplica a toda paternidad y maternidad en la Iglesia, y a toda fecundidad. Las Bienaventuranzas no hacen más que explicitar las leyes fundamentales según las cuales la existencia humana puede ser hermosa y fecunda. El mensaje evangélico no es una ley que se superpone a la existencia humana (y que la volvería más difícil y complicada); es por el contrario lo que trae a la luz las leyes profundas que rigen la realidad humana; describe las condiciones de posibilidad de un amor auténtico, libre y fecundo. Acoger el Evangelio significa ir directamente a la profundidad, la simplicidad, la unidad de toda vida humana, percibir su sentido último y comprender así las condiciones de la verdadera felicidad.

COHERENCIA Y UNIDAD

Las Bienaventuranzas forman un conjunto extremadamente coherente. Cuando se quiere profundizar en una de ellas, nos remite de continuo a las demás, como veremos al meditarlas una a una. No se puede vivir en verdad ninguna de ellas si no se viven también todas las demás. No se pueden separar, forman un todo indisociable.

Cada una tiene por cierto su especificidad y su valor propio. Dicho esto, no es menos cierto que, en cada una de ellas, la persona descrita en el primer miembro de la frase (el pobre, el manso, el misericordioso, etc.) es siempre la misma persona: el discípulo de Jesús, pero en los aspectos diferentes que está llamado a vivir. De modo análogo, la recompensa que se anuncia en la segunda parte de la frase (poseer el Reino, ser consolado, ser llamado hijo de Dios, etc.) es siempre la misma y única recompensa, pero en sus diversas facetas. Es siempre el acceso al Reino lo que se concede, la entrada en la riqueza del misterio de Dios, con sus diferentes manifestaciones.

Conviene, cuando meditemos las Bienaventuranzas, contemplar en la segunda parte de cada una, qué gracia se nos ofrece: poseer el Reino, ser consolado, recibir la tierra en herencia, ser saciado, obtener misericordia, ver a Dios, ser llamado hijo de Dios… ¿Qué más se puede desear? Eso debería llevarnos al gozo y la alegría, como nos invita la novena frase de Jesús.

Esta unidad profunda de las Bienaventuranzas y la necesidad de acogerlas todas no impiden que cada cristiano tenga su manera personal y única de vivirlas. Cada uno tiene su puerta de entrada privilegiada en el misterio del único Reino. Según nuestra vocación personal, en función también de las distintas etapas de nuestra vida, estamos llamados a poner en el centro de nuestra existencia una u otra de las ocho Bienaventuranzas. No es difícil, y eso se ha hecho ampliamente, mostrar cómo tal o cual santo en la historia de la Iglesia ha manifestado de manera luminosa una u otra de las Bienaventuranzas.

Eso debe ser objeto de mi oración: pedir a Dios que me enseñe, en esta etapa de mi vida de hoy, cuál es la Bienaventuranza sobre la que debo centrar mi atención y mis esfuerzos, y que será un poco la clave de mi progreso actual. Espero que mi libro pueda ayudar a ver más clara esta cuestión.

ASPECTO PERSONAL Y COMUNITARIO DE LAS BIENAVENTURANZAS

Las Bienaventuranzas son una llamada a la conversión personal, una transformación interior que concierne ante todo al individuo. Pero implican también una dimensión comunitaria, que no siempre se ha considerado como merece.

Las Bienaventuranzas hacen posible toda vida compartida. Sin humildad, misericordia, mansedumbre… ninguna comunidad de vida se sostiene.

Añadiría que no pueden ser vividas verdaderamente más que en el marco de una vida en común (¿cómo reconocerse pobre sin la confrontación con otros?, ¿cómo practicar la mansedumbre, la paciencia y la humildad sin la convivencia estrecha con otros?). La vida común es el lugar privilegiado para vivirlas, para adquirir la experiencia de su verdad y su fecundidad. No sorprende que muchas comunidades religiosas e instituciones de vida evangélica se refieran en sus reglas a las Bienaventuranzas. Habría también mucho que decir sobre el matrimonio y la familia como lugar privilegiado para comprenderlas y practicarlas. La familia es la primera y más esencial de todas las comunidades cristianas, y ¿dónde se puede hacer mejor la experiencia de la propia pobreza y de la del otro, sino en la vida estrechamente compartida de los cónyuges y de los miembros de una misma familia?

Las Bienaventuranzas muestran todo su sentido, su belleza y su irradiación, cuando se convierten en la regla de vida de una comunidad. Los «pobres del Señor», según la expresión bíblica sobre la que volveremos, siempre han sentido la necesidad de unirse, de vivir como hermanos, de animarse mutuamente, de compartir, de encontrarse para celebrar juntos el amor y la fidelidad del Señor. Se reconocen apenas se ven, se sienten miembros de la misma familia espiritual. Se podrían mencionar un cierto número de realidades históricas: los grupos piadosos de los Anawim (pobres de Yahweh) en la historia de Israel, cuya piedad, aspiraciones y actitudes del corazón se reflejan en muchos salmos; la Iglesia de Jerusalén descrita en los Hechos de los Apóstoles, el movimiento franciscano de los comienzos; algunas comunidades nuevas suscitadas hoy en la Iglesia por el Espíritu Santo… Siempre hubo en la Iglesia esos lugares privilegiados para testimoniar de modo visible y luminoso el esplendor de este mensaje evangélico, y es de desear que haya cada vez más, y que sean muchas las familias que escuchen esta llamada, más fuerte hoy que nunca, para modelarse según el espíritu evangélico y no según el espíritu mundano.

REALIDAD PRESENTE Y CUMPLIMIENTO ESCATOLÓGICO

Hay evidentemente, en las Bienaventuranzas del evangelio de san Mateo, un aspecto escatológico: la felicidad que prometen no se vivirá en plenitud hasta que venga el Reino de Dios. En la tierra, tendremos una cierta participación, un pregusto. Dicho esto, el Reino está ya en medio de nosotros; si emprendemos con determinación y fidelidad el camino que ellas nos señalan, haremos la experiencia de su verdad profunda y recibiremos una parte de los bienes y la felicidad que nos prometen. Caminamos en la fe y la esperanza, todavía no en la luz y la posesión. Si avanzamos con toda la sinceridad de nuestro corazón, no dejaremos de conocer el consuelo del Espíritu Santo y recibir las arras de la herencia que nos es prometida, de manera aún parcial, pero suficientemente real y sólida para animarnos con fuerza a perseverar viviendo según la sabiduría del Evangelio.

Vamos ahora a recorrer cada una de las Bienaventuranzas según el orden del evangelio de san Mateo. Trataremos con mayor amplitud de la primera, la Bienaventuranza de los pobres, y, en esta ocasión, trataremos de comprender y explicitar el tema esencial de la pobreza espiritual. Al hacerlo, hablaremos ya de algunos aspectos de las demás Bienaventuranzas, que completaremos después al tratar de cada una de ellas.


1 Mt 5, 1-12.

2 Mt 4, 23-25.

3 Mt 5, 13-16.

4 Ex 19, 16.

5 Mt 5, 17.

6 Cfr Mt 7, 24-27.

7 Jean-Claude Sagne, La quête de Dieu, Éditions de l’Emmanuel, p. 89.

8 Lc 23, 43.

9 Jn 14, 9.

10 Mt 6, 6.

11 Mt 5, 20.

12 Mt 5, 48.

13 Jr 31, 31-34.

14 Ez 36, 26.

15 Rm 1, 16.

16 1P 4, 14.

17 Jn 6, 63.