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Akal / Historias

John O’Beirne Ranelagh

Historia de Irlanda (3.ª edición)

Traducción: Rafael Herrera Bonet

Actualización de la traducción: Alfredo Brotons Muñoz

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Esta tercera edición de la reconocida Historia de Irlanda de John O’Beirne Ranelagh incorpora los acontecimientos políticos y económicos ocurridos en los últimos años. Profundamente revisada y actualizada, analiza la historia de Irlanda desde los primeros tiempos a través de los celtas, Cromwell, los asentamientos, la hambruna, la Independencia, la bomba de Omagh, las iniciativas de paz…, hasta llegar al colapso financiero de 2007. Perfila a sus protagonistas más destacados desde Diarmuid MacMurrough a Gerry Adams y arroja nueva luz sobre los hechos, del Norte y del Sur, que han dado forma a la Irlanda de hoy. El lugar que ocupa este país en el mundo moderno y su relación con el Reino Unido, los EEUU y Europa también se examinan con una mirada fresca y original, libre de prejuicios. El interés mundial por Irlanda sigue en aumento, pero mientras antes se centraba más en la violencia en Irlanda del Norte, las nuevas políticas económicas y los tumultuosos acontecimientos financieros acaecidos en el Sur en los primeros años del siglo XXI han abierto nuevos debates que dibujan un renovado interés hacia este país «lo bastante grande para mantener una rica identidad, pero demasiado pequeño para defenderse a sí mismo», según palabras del autor del libro.

«Un libro que comprime la historia irlandesa [...] cuyo autor consigue analizar con destreza notable y un tono desapasionado.»

The Times Educational Supplement

JOHN O’BEIRNE RANELAGH, también ha publicado otros libros como Ireland. An Illustrated History (Oxford University, 1981), Thatcher’ People. An Insider’s Account of the Politics, the Power and the Personalities (HarperCollins, 1991) y CIA: A History (Londres, BBC Books, 1992).

Diseño de portada

RAG

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Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

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Título original

A Short History of Ireland (Third Edition)

© Ediciones Akal, S. A., 2014

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4348-5

Prólogo a la primera edición

Dos características especiales distinguen a la historia de Irlanda. En primer lugar, una nación irlandesa reconocible, por supuesto a lo largo del tiempo, conglomerado de muchas «naciones», distinta de la nación británica, con una lengua, costumbres y tradiciones propias que se remontan a la Edad del Hierro y que ha sobrevivido hasta bien entrado el siglo xix. Este hecho le dio al nacionalismo irlandés una fuerza particular. En segundo lugar, a lo largo de siglos de un gobierno británico cada vez más centralizado y poderoso, las tensiones políticas y sociales dominantes se combinaron para hacer que los irlandeses primero se sintieran inferiores y más tarde creyeran que lo eran. Esta es una de las peores cosas que una nación o raza puede hacerle a otra. Resulta la más terrible de las paradojas cuando para las cuestiones prácticas existe un deseo de acoger y de rechazar por igual, lo que asegura que el éxito se vea acompañado por el fracaso, y que la desesperación y un sentimiento de inutilidad afecten a todas las esferas de la vida. Había tantos irlandeses espías, agentes o informadores del gobierno como héroes nacionales; la emigración se convirtió casi en el único modo de escapar a la depresión. Todavía hoy para muchos escritores irlandeses resulta necesario, en cierta manera, llevar a cabo su obra lejos de su país.

En épocas recientes, la complejidad del desarrollo económico, los acuerdos internacionales y el rechazo del nacionalismo irlandés en Irlanda del Norte han empezado a cambiar las actitudes tradicionales. Se ha cuestionado el propio concepto de una nación irlandesa unida y los políticos han empezado, por primera vez, a afrontar con sinceridad la realidad de los vínculos de Irlanda con Gran Bretaña. En el último cuarto del siglo XX podemos, en mi opinión, decir que el pueblo de Irlanda por fin se considera en relación con un mundo irlandés del que acepta hacerse responsable.

Me gustaría dar las gracias a Charles Davidson, Sean Dowling, Susannah Johnson, Joseph Lee, Deirdre McMahon, Victor Price, David Rose, Richard Rose, A. T. Q. Stewart y Norman Stone, quienes me han ayudado generosamente con su conocimiento y consejo. Tengo una enorme deuda con ellos: la exactitud de este libro es logro suyo, cualquier imprecisión es mía. Y vaya el mayor agradecimiento de todos a mi esposa, Elizabeth.

John O’Beirne Ranelagh

Grantchester, 1982

Prólogo a la segunda edición

Desde que escribí este libro hace doce años, se ha producido un cambio importante en el nacionalismo irlandés mayoritario y en la toma de conciencia de la República de Irlanda. Las enseñanzas morales y sociales de la Iglesia católica opuestas a los anticonceptivos, al divorcio y al aborto, que separaban a Irlanda de los valores liberales existentes en el corazón de la Unión Europea, han cedido ante una sensibilidad más laica. Las actitudes más abiertas de los católicos americanos han reemplazado a las actitudes tradicionales irlandesas, como lo demuestra la existencia de una cierta hostilidad ante el liderazgo y el control ejercidos por la Iglesia. Se encuentra una indiferencia general con respecto a la cultura gaélica tradicional. El terror se ha convertido en una forma de vida para los descontentos del Norte, entre los que se encuentran los terroristas. Estos han confirmado la degradación de una lucha que era noble y han condicionado de forma fundamental al nacionalismo y al unionismo irlandés para muchos irlandeses. Muy pocos de los hombres y mujeres implicados en la lucha irlandesa por la libertad durante el periodo 1916-1921 podrían identificarse con los que actúan hoy en nombre del IRA y de sus escisiones. Los unionistas de ese mismo periodo sin lugar a dudas rechazarían a aquellos «lealistas» que han elegido el terror como arma.

La balanza de este libro se inclina hacia el periodo posterior a 1800, en el que se formó la Irlanda moderna. El terrorismo y los horrores que conlleva en Irlanda del Norte, extendiéndose a veces hacia Inglaterra o la República de Irlanda –y en ocasiones hacia lugares más remotos– han obligado a la República a moderar sus reivindicaciones sobre la totalidad de la isla. Al mismo tiempo, la naturaleza provisional, federal y menos orgánica de la unión entre Irlanda del Norte y Gran Bretaña (es decir, Inglaterra, Escocia y Gales) ha quedado cada vez más clara en tanto que los gobiernos del Reino Unido (es decir, Gran Bretaña e Irlanda del Norte) se han comprometido a tener en cuenta solamente las decisiones mayoritarias de los votantes del Norte sobre el futuro de la provincia, sin tener en cuenta la opinión de los votantes británicos sobre la cuestión. De hecho, los gobiernos de Londres y el pueblo de Gran Bretaña de ninguna manera anhelan la posesión de Irlanda del Norte, un hecho del que son conscientes los unionistas del Norte. Las afirmaciones en sentido contrario son una combinación de mal entendimiento y mala interpretación intencionada que en la actualidad conviene a los terroristas y a sus seguidores. De igual manera, en la República, el pueblo es consciente de que la unidad de Irlanda llevaría consigo un coste terrible que en modo alguno están convencidos de querer pagar. El hecho de que el IRA haya cometido atentados en la República indica que este sabe que no puede jugar con la política del Sur, y que la menor actividad podría poner en peligro la tolerancia de la que pueda disfrutar allí. La firme voluntad del Reino Unido de combatir el terrorismo y, con algunas excepciones, la forma sosegada con que esta voluntad se ha llevado a la práctica, hecho demostrado sólidamente por los gobiernos sucesivos y por las fuerzas de seguridad a lo largo del último cuarto de siglo, son actitudes respetadas por muchos incluso en el Sur.

Soy consciente de utilizar a veces los términos «católico» y «protestante» para distinguir a las dos comunidades principales de Irlanda del Norte. Al hacerlo, sigo la línea de los periodistas y comentaristas que a lo largo de los últimos veinticinco años han contribuido a formar la percepción mayoritaria. Y es cierto que la política local en el Norte ha reflejado especialmente esta división religiosa. Sin embargo, no es correcto convertir el entorno religioso en el elemento divisorio en el Norte. Es cierto que constituye una de las principales clasificaciones, pero las diferencias políticas, sociales y económicas son igualmente importantes y transcienden el ámbito de la religión: en Irlanda del Norte no está teniendo lugar una guerra religiosa. Alrededor del 40 por 100 de la población de Irlanda del Norte es católica, y alrededor del 33 por 100 de los votantes católicos norirlandeses apoyan al Sinn Féin, brazo político del IRA. El resto vota a partidos opuestos al Sinn Féin y algunos votan a los unionistas. Es probable que para que la mayoría de los votantes apoye la unificación con la República de Irlanda sea necesario que exista algo más que una simple mayoría católica en Irlanda del Norte: ser católico no implica ser partidario de una unión inmediata con el Sur. En la actualidad se da el caso de que la mayoría de los protestantes norirlandeses son abrumadoramente unionistas, aunque algunos de ellos se cuentan entre los nacionalistas y radicales irlandeses más destacados. Michael Farrell, uno de los fundadores del movimiento Democracia Popular de finales de los sesenta, que vigorizó la campaña pro derechos civiles causante de los actuales problemas, era protestante.

Ni el Reino Unido ni los Estados Unidos llenan ya la imaginación de los irlandeses. En la actualidad, los otros países europeos les resultan cada vez más reales. Consideran al Reino Unido un lugar anticuado y destartalado, y no una presencia imperial amenazadora. Charles Haughey, taoiseach [primer ministro] irlandés durante los años ochenta, fue el último dirigente político que percibía al Reino Unido en términos imperiales. Los irlandeses han reconocido que no pueden estar eternamente viviendo de los recuerdos del pasado.

Finalmente, habría que recordar que los políticos, a los que elegimos y a los que sin embargo tanto nos gusta criticar, se han visto obligados por el terrorismo a arriesgar, una y otra vez, su seguridad, la seguridad de sus familias y sus vidas. Airey Neave, portavoz del Partido Conservador en Irlanda del Norte, fue asesinado por una bomba colocada en su coche en la Cámara de los Comunes en 1979. Anne Wakeham, esposa del portavoz del grupo parlamentario conservador, y el diputado sir Anthony Berry, fueron asesinados por la bomba colocada en el Grand Hotel de Brighton durante la celebración del congreso del Partido Conservador en 1984. En la misma explosión resultó gravemente herido Norman Tebbit, ministro del gobierno, y su esposa, Margaret, quedó permanentemente lisiada. El parlamentario Ian Gow, que había sido subsecretario en Irlanda del Norte, fue asesinado por una bomba colocada en su coche a la puerta de su domicilio en 1990. Los hombres y mujeres de las fuerzas de seguridad y muchas personas de todas las esferas de la vida de Irlanda del Norte son obligados a diario a exponerse a sufrir heridas o incluso a perder la vida. Al final del capítulo 7, aparece una tabla con algunos de los muertos y heridos provocados por el terrorismo en el Norte; la falta de espacio impide que nombremos a todas las víctimas del terrorismo.

Quiero mostrar mi agradecimiento a todos los que aportaron sugerencias y correcciones a la primera edición de este libro; soy responsable de los errores, viejos o nuevos, que aún puedan encontrarse en el mismo.

John O’Beirne Ranelagh

Grantchester y Bergen, noviembre de 1993

Prólogo a la segunda edición actualizada

Esta edición se escribe cuando las perspectivas de mayor paz, y por lo tanto del declive del terrorismo, en Irlanda del Norte parecen gozar de mejores augurios. Pero el terrorismo de los últimos treinta años no supone el punto culminante de la historia de Irlanda, ni tampoco la consecuencia inevitable de la política gubernamental ni de las condiciones socioeconómicas. Ha sido, más bien, fruto de la visión romántica del nacionalismo irlandés de varias generaciones, lo que con pocas excepciones, al igual que en el caso de los demás nacionalismos, ha constituido la pasión de hombres y mujeres idealistas, pero de miras estrechas y reducidas. Lo importante de la historia irlandesa de finales del siglo XX es la manera en la que los ciudadanos han dejado atrás posturas y supuestos históricos, han mostrado mayor interés por el progreso económico y por disfrutar de la vida, han ampliado sus horizontes y han afirmado sus principios democráticos. Irlanda no puede ser calificada, bajo ningún concepto, como «un país de lo más decepcionante».

Los habitantes de Irlanda del Norte se han dado cuenta de que la violencia padecida ha significado que los beneficios derivados de la pertenencia a la Unión Europea, tan visibles en la República de Irlanda, han pasado de largo. Intuyen que no han podido disfrutar de la gran oportunidad de los últimos cincuenta años.

En general, el pueblo irlandés, como ha ocurrido con la mayoría de los pueblos del mundo desarrollado, es consciente de que el final de la Guerra Fría ha significado que políticos y otros personajes buscadores de notoriedad ya no disfrutan del poder en exclusiva. Este proceso se ha visto acelerado por el descrédito del presidente Clinton, la ineficacia de los políticos, la cesión de responsabilidades a la opinión pública valiéndose de referendos y de filtraciones interesadas a la prensa. En la práctica, los ingenieros, los empresarios y los gestores son más importantes y gozan de mayor crédito social. La clave del proceso de paz desarrollado entre 1993 y 1998 en Irlanda del Norte ha sido la expresión de la voluntad popular, junto con el empeño de la gente corriente de llevar una vida plena a pesar de las bombas, las palizas y los asesinatos que tenían lugar a su alrededor. No cabe duda del papel desempeñado por los políticos, pero han sido meros ejecutores, nunca impulsores, de esta voluntad democrática.

El terrorismo ha sido la expresión de un puñado de hombres y mujeres descontentos, resueltos a consentir las acciones más viles para que la vida democrática no los relegara a un papel marginal dentro de la sociedad. Ningún demócrata pudo oponerse al proceso de paz, el único rechazo a la paz se produjo por parte del sectarismo. El propio proceso sirvió para subrayar la verdadera naturaleza de los individuos y de los grupos, obligando a los extremistas a aceptarlo. En realidad, las atrocidades cometidas por los detractores del proceso solamente sirvieron para obligarles a aceptarlo, al hacerles ver que podrían seguir matando, pero que eso sería lo único que conseguirían y que perderían el respeto de sus propias comunidades.

El proceso que permitió esta nueva situación fue testigo de un mayor entendimiento de los asuntos en cuestión, haciendo que todas las partes, aunque no todos los implicados, hicieran concesiones políticas valientes e importantes. Quizá uno de los factores que más contribuyó a apoyar las perspectivas de paz a largo plazo fue la concienciación por parte de la comunidad profesional irlandesa en el extranjero de que la República de Irlanda no era lo que su imaginación, adornada por la historia y la mitología, les hacía suponer: ya no se trataba de la pobre Irlanda, se trataba, y se trata, de un país independiente con sus propias prioridades, que ya no depende de las remesas de dinero del exterior. El presidente Clinton, al invitar a la Casa Blanca a representantes del IRA y de los grupos terroristas «lealistas» (utilizo este término para diferenciarlos de la corriente unionista más importante que proclama su lealtad a la Corona británica) con voluntad de diálogo sobre las posibilidades de paz, les obligó a dar cuenta de sus acciones ante el mundo, consiguiendo que los norteamericanos de origen irlandés cuestionasen su apoyo al terrorismo. Estados Unidos, un país orientado hacia el futuro, cuenta con una comunidad irlandesa, orientada hacia el futuro, que ahora se siente algo más liberada de sus obligaciones ancestrales, y que vuelve a su tradicional papel de apoyo a las iniciativas solidarias.

Tras treinta años de terrorismo, los actos terroristas del IRA y de los «lealistas» ya no levantan pasiones. El terrorismo es visto como lo que realmente es. Desde fuera, los terroristas del IRA y los «lealistas» son la misma cosa; no se hacen distinciones reales de los actos de unos y otros, ni en Irlanda ni fuera de ella. Ambos hacen lo mismo que todos los grupos terroristas; han provocado hastío, incluso entre sus propias filas. Hasta sus propios activistas han llegado a reconocer la inutilidad de sus acciones. Eamon Collins, miembro del IRA durante doce años a partir de 1975, lo expresa con toda claridad:

Llegué a desechar casi cualquier cosa, y a casi cualquier persona, que no tuviera relación, de una u otra forma, con el IRA. Se había convertido en mi vida y empecé a preguntarme el tipo de vida que tenía. Intenté disfrutar, pero ¿cómo podía vivir felizmente cuando pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de personas para quienes la muerte era su oficio? Y yo era uno de ellos, buscando en todo momento a alguien a quien matar, o a alguien que lo matara, expuesto constantemente al peligro, un peligro cada vez mayor. Pero no había descanso [...] me había convertido en un adicto a la lucha: las operaciones eran mi droga. Aunque frecuentemente me preguntaba cuándo llegaría mi última dosis, la que me mataría, me llevaría a la cárcel o me haría pedazos [...] Había participado en un gran número de operaciones del IRA que ya entonces consideraba inútiles y sin sentido[1].

El éxito de las fuerzas de seguridad en el Reino Unido y en la República de Irlanda en la lucha contra el terrorismo durante décadas, el debilitamiento del apoyo exterior y el rechazo de las autoridades políticas a la coacción del terrorismo estaban derrotando al IRA y a los demás grupos terroristas. El proceso de paz les proporcionaba una salida digna que cubría las apariencias; los terroristas son considerados irlandeses fracasados.

Desgraciadamente, los perdedores tienen muy buena memoria y este será el eterno problema; el terrorismo no abandonará la historia de Irlanda: está arraigado en ella. Durante los últimos doscientos años, el terror y la paz han aparecido y desaparecido conforme se desvanecían los recuerdos del terror. El establecimiento de la República de Irlanda se debió a la actividad terrorista. La entrada del IRA en las negociaciones de paz, a pesar del éxito de relaciones públicas que ha supuesto, tuvo lugar porque sus dirigentes reconocieron que los asesinatos, las bombas y las palizas eran inútiles: no tuvo lugar porque de la noche a la mañana se hicieran demócratas. La paz de Irlanda del Norte en 1998 se aceleró, inquietantemente, por la amenaza del IRA de asesinar a los disidentes que querían continuar con la campaña de terror. El 15 de agosto de 1998 la explosión de un coche bomba en Omagh provocó la muerte de 29 personas: la mayor matanza ocurrida en un solo atentado. Lo mejor que se puede esperar es que el terrorismo permanezca inactivo durante largos periodos. No nos abandonará.

John O’Beirne Ranelagh

Grantchester y Bergen, septiembre de 1998

[1] Eamon Collins con Mick McGovern, Killing Rage [La rabia asesina], Londres, 1997, pp. 157-158, 277.

Prólogo a la tercera edición

La preparación de esta edición coincidió en el tiempo con una de las mayores convulsiones financieras de la historia. Irlanda concentraba todos los focos, su economía se hallaba asolada. Todos los años desde 2010, la deuda nacional pasó a aumentar en alrededor de 3.200 euros por habitante. Cada año, solo el pago de intereses de la deuda ascendía a unos 1.000 euros per cápita. No obstante, la fortaleza de la productividad irlandesa entre 1988-2007 –el «tigre celta»– era tan grande que Irlanda atravesó el desastre con superávit en la balanza de pagos. Pero la confianza, basada en el rendimiento económico real, se convirtió en hybris. Ahora Irlanda navega por mares inexplorados, sin excusas para justificar sus fracasos.

Aunque esta es una historia breve, me ocupo con cierta extensión de la confrontación entre el terrorismo y el gobierno constitucional. El lento desgaste del IRA –una combinación de terror implacable, contraterror y agotamiento creciente– resulta instructivo fuera del país, en gran medida por la combinación de resolución y compromiso de la que es fruto. El proceso ya presenta un carácter propio de otra era.

La historia irlandesa ha sido la de un país lo bastante grande para mantener una rica identidad, pero demasiado pequeño para defenderse a sí mismo. A partir de la invasión inglesa de Strongbow en el siglo XII, la prosperidad irlandesa fue sufriendo una erosión gradual que se intensificó con los asentamientos y las confiscaciones protestantes del siglo XVII, a lo cual en el XVIII siguió el ascenso de una extraordinaria aristocracia anglo-irlandesa que (como tan maravillosamente señaló Yeats) ejerció el poder sobre un pueblo al que privó de educación, condenó a la agricultura y a la procreación, marginó y caricaturizó como formado por protohumanos. La terrible hambruna de los años 1840 produjo una atroz reinvención como consecuencia de la muerte y la huida de millones de personas, y una intensa memoria de cólera que reavivó profundas pasiones nacionales. El irlandés murió como idioma, pero las pasiones sobrevivieron en inglés… y en los Estados Unidos. Los emigrantes irlandeses demostraron ser capaces de grandes logros y dieron a Irlanda una presencia internacional. La independencia de Gran Bretaña, todavía percibida como el mayor imperio que el mundo había visto, constituyó una decepción de la que dan fe las cifras de emigración hasta finales del siglo XX. Entonces llegó el tigre, y los irlandeses, de personas capaces de llegar muy lejos solo en el extranjero, pasaron a ser ahora capaces de prosperar en su propio país.

La conversión de su país en un tigre orientado al futuro y conectado con el mundo desvió a los irlandeses de su historia. Tras una exagerada preocupación por el pasado como explicación del presente, soltaron amarras y pasaron a flotar en la hiperprosperidad. En 2004, la mayoría de los habitantes de la República veían a Irlanda del Norte como algo anticuado. Muchos eran los que decían desearla, pero la unificación carecía de atractivo para las masas. El Norte había pasado de ser la más moderna a ser la parte más antigua de Irlanda. La religión había sido probablemente la mayor fuerza vital de la nación irlandesa, pero el tigre convergió a notable velocidad con un mundo secular. Desde los años de la década de 1990, ningún arzobispo irlandés gozó de la posición del reverendo Dr. Ian Paisley, nombrado lord Bannside.

La Irlanda contemporánea no es el país imaginado por Tom Clarke, Patrick Pearse, James Connolly, Éamon de Valera o los hombres de 1916-1921. Ninguno de ellos era un modernizador (de haber vivido, el bucanero y burócrata Michael Collins podría haberlo sido): eran o bien intelectuales o bien fundamentalistas rurales. No es el país que el IRA o Gerry Adams o Martin McGuinness decían querer. Todos ellos han sido superados. No es un Estado gaélico unido, autosuficiente y preocupado de sí mismo. Durante quinientos años, Inglaterra constituyó el factor más importante en Irlanda. En la segunda mitad del siglo XX, los Estados Unidos pasaron a dominar en las aspiraciones irlandesas.

Del Alzamiento de 1916, celebrado anualmente durante los años setenta, luego el Estado hizo caso omiso hasta 2006. Muchos se avergüenzan de los antecedentes revolucionarios de la República, en buena medida como consecuencia del terrorismo en Irlanda del Norte en nombre del nacionalismo irlandés. Hoy día, Irlanda está saldando cuentas, entre desilusionada y resignada, con los sueños rotos y los ruinosos autoengaños.

Mi familia, los O’Beirne («ei»: en irlandés la «y» no existe) de Ranelagh en Wiclow pueden, con alguna imaginación, remontar su linaje hasta el siglo VI. Los O’Neill pueden llegar a una o dos generaciones más atrás: nuestras dos familias se cuentan entre las más antiguas que se pueden documentar en Europa, y ambas hemos trabajado por Irlanda. Durante generaciones estuvieron vinculadas por el apoyo mutuo. Mi padre participó en el Alzamiento de Pascua de 1916 y luchó contra el Tratado, pero ni Éamon de Valera ni Fianna Fáil le entusiasmaron nunca. Para él, la muerte de Michael Collins fue una gran pérdida para el país. Llegó a creer que la República no merecía los sacrificios que él y tantos otros habían hecho. Cuando se formó el IRA Provisional, él se opuso, y por eso recibió una de las primeras cartas bomba enviadas en Irlanda. A sus setenta y tantos años de edad demostró una gran perspicacia al reconocer que se trataba de una bomba y arrojarla a la pila de la cocina, donde explotó. Mi tesis doctoral versó sobre la Hermandad Republicana Irlandesa de 1914-1924. Me entrevisté con muchos hombres y mujeres de aquel periodo. Robert Barton, uno de los firmantes del Tratado de 1921, recordaba haber jugado al cricket con Parnell y tomado el té con Gladstone en el n.º 10 de Downing Street. Joe O’Doherry, que había sido dirigente de los Voluntarios Irlandeses y luego del IRA, me contó cómo se sentaba sobre las rodillas de su anciano abuelo para oír el relato de su participación en el levantamiento de 1798 y de cómo había escapado a la provocación de un agente del gobierno cuando, al agacharse para cortar heno, vio que el hombre que se encontraba a su espalda calzaba botas: los rebeldes no se las podían permitir. Y De Valera, presidente de Irlanda a sus más de noventa años de edad, me explicó que aunque estaba casi ciego podía ver algo por la esquina de su ojo izquierdo, de modo que me senté donde él pudiera verme mientras rememoraba cómo se enteró del Tratado en Limerick y fue conducido a Dublín para recibir más noticias.

Pese a las presiones, he mantenido la grafía Connaught. En la actualidad, no se usa tanto porque es anglo, pero a mí me gusta así y me parece más cálido que el duro Connacht.

Deirdre McMahon ha sido, como siempre, una estupenda ayudante y consejera que ha compartido generosamente sus intuiciones y conocimientos. Timothy Dickinson y David Rose aportaron sus correcciones lingüísticas y juicios con amabilidad. Michael Jones hizo frecuentes y sagaces comentarios sobre el texto. Tony Craig pasó la guadaña por el capítulo sobre el Norte. Michael Watson, de la Cambridge University Press, guió y dio forma a esta edición, y agradezco el apoyo, la diligencia, las correcciones y sugerencias del equipo de producción y diseño: Chloe Howell, Joanna Breeze, Patricia Harper, Micke Leach, David Cox y Philip Riley. Les debo mucho.

Resulta finalmente oportuna una nota sobre el cuadro de la portada de la tercera edición inglesa, Las candelas de la noche se han extinguido ya, de Sean Keating, RHA [Royal Hibernian Academy, en Dublín] (1889-1977), cuyo título es una cita de Romeo y Julieta (acto III, escena 5.ª), cuando Romeo le dice a Julieta que el alba está despuntando. Es probablemente el cuadro más importante de Keating, con la presa de Ardnacrusha sobre el río Shannon como telón de fondo. Él la describió como dando la bienvenida «al alba de una nueva Irlanda», y aportó esta explicación:

El título sugiere que el alba ha llegado cuando la tenue luz de las velas del medievalismo superviviente en Irlanda se desvanece ante el sol ascendente del progreso científico que ejemplifican las obras para la producción de electricidad en el Shannon al fondo de mi cuadro.

La Irlanda y el irlandés de caricatura los tipifican los esqueletos que cuelgan a la izquierda de una de las torres de acero que sostienen las líneas de transmisión eléctrica. Debajo están los tipos de trabajadores irlandeses. En el centro del primer plano hay dos hombres. Uno representa al capitalista, que lleva bajo el brazo planes para el desarrollo industrial.

Un pistolero se le enfrenta amenazante. Los dos simbolizan el constante antagonismo entre los elementos empresariales y los extremistas, que dificulta el progreso del Estado. El sacerdote leyendo representa la Iglesia inmutable siempre presente cuando se necesita guía espiritual pero preocupada solamente por un reino que no es de este mundo. En resumen, mi cuadro representa la transición de Irlanda de un país estancado en el pasado a un Estado de la libertad y el progreso.

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Mapa de Irlanda: La Empalizada o The Pale y las plantaciones irlandesas.