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SOBRE LOS AUTORES

Robert Lanza es uno de los científicos más respetados del mundo –la revista U.S. News & World Report, de la que fue portada, lo describe como un «genio», un «pensador original», y llega a compararlo con el propio Einstein–. Es presidente de Astellas Global Regenerative Medicine, director científico de la compañía Ocata Therapeutics y profesor adjunto de Medicina Regenerativa en la Universidad Wake Forest, en Carolina del Norte. En el 2014, la revista Time lo incluyó en su lista de «Las 100 personas más influyentes del mundo», y en el 2015 la revista Prospect lo nombró uno de los cincuenta principales «Pensadores mundiales». Es autor de cientos de artículos e inventos y de más de treinta libros científicos; entre ellos, algunas obras de referencia concluyentes en el campo de la investigación con células madre y la medicina regenerativa. Tras serle concedida una beca Fulbright, estudió con el descubridor de la vacuna contra la polio, Jonas Salk, y los premios Nobel Gerald Edelman y Rodney Porter. Antes, había trabajado en estrecha colaboración con el eminente psicólogo B. F. Skinner (padre del conductismo ­moderno) en la Universidad de Harvard –llegaron a publicar juntos una serie de artículos–, y colaboró también con el pionero de los trasplantes de corazón Christiaan Barnard. El doctor Lanza se licenció y doctoró por la Universidad de Pensilvania, donde estudió con una beca del centro universitario y una beca Benjamin Franklin, y formó parte del equipo de investigadores que clonó el primer embrión humano; además, fue el primero en generar con éxito células madre de personas adultas por medio de la transferencia nuclear de células somáticas (clonación terapéutica). En el 2001, sería también el primero en clonar ejemplares de una especie en peligro de extinción, y ha publicado recientemente el primer informe de la historia sobre la utilización de células madre pluripotentes en seres humanos.

Bob Berman es desde hace muchos años redactor astronómico de The Old Farmer’s Almanac. Entre 1989 y el 2006 escribió con regularidad para la revista Discover y actualmente es columnista habitual de la revista Astronomy. Produce y radia el programa semanal Strange Universe en WAMC North-East Public Radio, con audiencia en ocho estados, y ha sido científico invitado en programas de televisión como Late Night with David Letterman. Fue profesor de Física y Astronomía en Mary-Mount College en la década de los noventa y es autor de ocho libros. Su obra más reciente es Zoom: How Everything Moves (Little Brown, 2014).

Si este libro le ha interesado y desea que lo mantengamos informado de nuestras publicaciones, puede escribirnos a o bien regristrase en nuestra página web:
www.editorialsirio.com

Título original: Beyond Biocentrism. Rethinking Time, Space, Conciousness and the Illusion of Death

Traducido del inglés por Elsa Gómez Belastegui

Diseño de portada: Editorial Sirio S.A.

Composición ePub por Rafael Olivares

Diseño y maquetación: Toñi F. Castellón

Ilustraciones de las páginas 75, 76, 80, 96, 97, 100, 104, 143-145, 158, 168, 169 y 227 de Jacqueline Rogers.

Ilustración de la página 203 de Wim R. Euverman.

Imagen de la página 212: planta (John Sims), pulpo (A. Pollock), ratón (George Shuklin), gorrión (W. Wright) y renacuajo (rainforest_harley en Flickr).

INTRODUCCIÓN

¿Por qué os empeñáis en que el universo no es una inteligencia consciente, cuando da a luz inteligencias conscientes?

Cicerón,
(44 a. de C.)

Las cuestiones más serias e inquietantes apenas han cambiado desde los comienzos de la civilización. Hace ocho mil años, a nuestros antepasados les preocupaba la muerte. Los habitantes de Babilonia tenían nuestra misma obsesión por el paso del tiempo. Los pensadores de todas las culturas han cavilado sobre la Tierra y los cielos y por lo general han ubicado su existencia en una matriz espacial. La naturaleza de la vida y de la conciencia empezó a obsesionarnos en cuanto bajamos de los árboles y tuvimos un cerebro lo bastante grande como para poder atormentarse.

Tratar de responder a estas cuestiones tan colosales es desde hace tiempo una prioridad cada vez mayor también para la ciencia, como no podía ser menos. Nuestro primer libro, Biocentrismo, * proponía una forma radicalmente nueva de ­contemplar el ­universo y la realidad en sí. Es una perspectiva tan diferente de todas las descripciones a las que estamos acostumbrados que se requiere tiempo y reflexión para comprenderla de verdad. Y sobre eso trata este libro.

Esta nueva forma de pensar empieza por reconocer que el modelo vigente de la realidad se resquebraja por momentos a la luz de los descubrimientos científicos más recientes. La ciencia nos dice con bastante precisión que el 95 % del universo está compuesto de materia y energía oscuras, pero a la vez debe confesar que en realidad no sabe qué es la materia oscura, y sabe mucho menos todavía sobre la energía oscura. Los descubrimientos científicos apuntan cada vez más a un universo infinito, pero la ciencia no es capaz de explicar lo que eso significa, y cada día está más clara la inconsistencia de conceptos como el tiempo, el espacio e incluso la causalidad. La ciencia en su totalidad se basa en la información que destila nuestra conciencia, pero a la vez no tiene ni la más remota idea de lo que es la conciencia. Los estudios han mostrado repetidamente que hay una relación entre los estados subatómicos y la observación realizada por un observador consciente, pero la ciencia es incapaz de explicar esa conexión de un modo ni mínimamente satisfactorio. Los biólogos describen el origen de la vida como un suceso que ocurrió por azar en un universo muerto, pero en realidad no saben cómo empezó la vida ni por qué este universo era al parecer tan exquisitamente propicio para que emergiera.

Esta nueva perspectiva del mundo, basada por entero en la ciencia y más respaldada por la evidencia científica que las explicaciones a las que estamos acostumbrados, nos anima a aceptar plenamente las implicaciones de los últimos hallazgos de la ciencia en todos los campos: desde la biología vegetal y la cosmología hasta el entrelazamiento cuántico y la conciencia.

Si escuchamos las revelaciones de la ciencia en estos momentos, resulta aún más obvio que la vida y la conciencia son fundamentales para poder comprender de verdad el universo. Y esta forma nueva de percibir la naturaleza del universo se llama biocentrismo.

Si leíste Biocentrismo, te damos la bienvenida a esta exploración más profunda y exhaustiva del tema, que incluye capítulos dedicados exclusivamente a cuestiones esenciales como la muerte, así como importantes investigaciones complementarias de temas como la conciencia en el mundo vegetal, cómo adquirimos información y si llegará un día en que las máquinas sean conscientes.


* Editorial Sirio, 2012.

1
LA REALIDAD MÁS BÁSICA

A mí me bastaría con estar seguro de que tú y yo
existimos en este momento.

Gabriel García Márquez,
Cien años de soledad (1967)

A los siete años aproximadamente, la mayoría de los niños empiezan a hacer preguntas incómodas: «¿El universo tiene fin?», «¿Cómo he llegado aquí?». A algunos, tal vez después de ver morir a su hámster, comienza a preocuparles también la muerte.

Unos pocos se aventuran en territorios aún más recónditos. Saben que han venido a un mundo que parece complejo y misterioso, pero todavía son capaces de recuperar ocasionalmente un vestigio de la claridad y la alegría que les pertenecieron durante los primeros años de vida. Sin embargo, al pasar por el colegio y luego por el instituto, y oír curso tras curso la explicación estereotipada del cosmos que les dan sus profesores de ciencias, acaban por ignorar ese vestigio. El marco de la existencia es para entonces o monótonamente académico o pura cuestión de filosofía. Y si de mayores cavilan alguna vez sobre el tema, la ­conclusión a la que suelen llegar es que la concepción cosmológica del mundo es cuando menos confusa y nada convincente.

El modelo del universo que se acepta mayoritariamente en cada momento está en función de la parte del mundo y la época histórica en que se planteen los interrogantes. Varios siglos atrás, la Iglesia y las Escrituras facilitaron un marco en el que encuadrar el Gran Acontecimiento. Pero para la década de 1930, las explicaciones bíblicas no estaban ya en auge entre la intelectualidad, y acabó reemplazándolas el modelo del huevo cósmico, según el cual todo había empezado por una súbita explosión, similar a lo que originariamente había propuesto Edgar Allan Poe en un ensayo de 1848.

El universo que presentaba dicho modelo era una especie de máquina autónoma, un universo compuesto de materia ignorante e insensible, esto es, átomos de hidrógeno y otros elementos carentes por completo de inteligencia innata. Tampoco estaba gobernado por ninguna otra clase de inteligencia externa, sino que una serie de fuerzas invisibles, como la gravedad y el electromagnetismo, regidas por las azarosas leyes de la casualidad, producían todo lo que hoy observamos: los átomos chocaban unos contra otros, las nubes de hidrógeno se contraían hasta formar estrellas, los trozos de materia sobrantes que orbitaban alrededor de estos soles recién nacidos se enfriaban formando planetas.

Pasaron miles de millones de años sin vida en los que el cosmos permaneció en modo «automático», hasta que de pronto, al menos en uno de esos planetas, y posiblemente en más, la vida comenzó. Cómo ocurrió sigue siendo un misterio para la ciencia, pues por más que combinemos las proteínas, los minerales, el agua y todo lo demás que sabemos que está contenido en un cuerpo animal y lo hagamos girar en una batidora hasta la saciedad, no obtendremos vida de ello.

Y si la vida y su génesis siguen siendo un misterio, la conciencia es un enigma elevado al cuadrado. Porque una cosa es crecer y reproducirse y lo que quiera que consideremos que es característico de la vida, y otra cosa, la percepción consciente, que es una cualidad muy distinta. No son lo mismo. Los hongos y el VIH están vivos, pero ¿perciben? ¿Experimentan todas las criaturas algo semejante al éxtasis que nosotros sentimos al contemplar las intensas tonalidades violetas del cielo crepuscular?

Es más que una cuestión académica. Durante casi un siglo entero, los físicos han comprobado que la conciencia del observador influye en los resultados de los experimentos. Sin embargo, la ciencia ha hecho poco más que encogerse de hombros y quitar importancia al hecho, por enigmático y desconcertante.

En lo que se refiere a cómo pudo surgir la conciencia en un primer momento, nadie se atreve siquiera a aventurar una respuesta. Es inconcebible cómo unas masas de carbono, unas gotas de agua o unos átomos de hidrógeno insensible pudieron unirse y adquirir el sentido del olfato. La cuestión es aparentemente tan pasmosa que ni se plantea; basta con sacar el tema de cuál pudo ser el origen de la percepción para que a uno lo tachen de chiflado. A pesar de que el antiguo editor de la Enciclopedia británica, Paul Hoffman, reconociese que era «el mayor misterio por resolver en todo el campo de la ciencia», generalmente suena demasiado extraño e insondable como para discutirse en círculos serios. No obstante, más adelante volveremos de lleno al tema de la conciencia. Por ahora, basta con saber que su génesis está envuelta en un misterio tan absoluto como el posible origen de los desechos que llenan los vertederos contiguos a la autopista de peaje de Nueva Jersey.

Así pues, el modelo estándar del universo consiste en una interesante mezcla de lo vivo y lo no vivo. Ambos forman parte ineludible de un universo que, según explica la cosmología, explosionó de la nada hace 13.800 millones de años, y a partir de ahí el «tinglado» va haciéndose cada vez mayor.

Este es el relato que se nos cuenta. Todos lo hemos oído. Se les recita a los alumnos de todo el mundo. Y aun así, todos nos damos cuenta de lo vacua y poco convincente que es esta ­narración.

Lo mismo que aquello de que Jonás viviera felizmente dentro de una ballena sin sufrir la menor incomodidad, resulta un poco inverosímil que el universo surgiera espontáneamente de la nada. Y no solo porque en la vida cotidiana jamás veamos que un gatito o una hamaca de jardín se materialicen por arte de magia. Hay una razón más esencial, y es que aun en el caso de que la narración fuera verdad, eso de la «materialización mágica» en realidad no es una explicación.

Así que recapitulemos y seamos totalmente sinceros sobre lo que sabemos y lo que no. Podemos empezar por remitirnos a verdades que nadie puede rebatir, como hizo René Descartes cuando dijo: «Pienso, luego existo». La realidad absoluta más fundamental no es que los seres humanos descendiéramos del plancton en un mundo nacido cerca de una estrella de tercera generación hace 4.650 millones de años. Aunque eso es algo que en el mundo moderno posiblemente a muchos les parezca cierto, hay un punto de partida aún más incuestionable, y es que descubrimos que somos seres conscientes que existen en una matriz a la que llamamos universo.

Y le buscamos un sentido, o un contexto más vasto, a esa existencia. Si los modelos teológicos nos resultan inadecuados, apelamos a la ciencia, cuyos investigadores aseguran que, como decíamos, el universo surgió de la nada por efecto de un proceso desconocido. A continuación «explican» que en un determinado momento surgió la vida, igual de inexplicablemente, y que esa vida manifiesta una conciencia individual que es en sí un enigma.

Esta es la explicación científica de lo que sucede en este planeta.

No es de extrañar que en muchos círculos semejante aclaración se considere dudosamente superior a la anticuada de que «fue obra de Dios».

La culpa no es de la ciencia. Con los telescopios de que disponemos, no alcanzamos a contemplar ni siquiera una billonésima parte del 1 % del cosmos, e incluso ese cosmos constituiría solo una pequeña fracción del cosmos real, puesto que la mayor parte de todo está compuesta por entidades desconocidas. El tamaño de la muestra es por tanto minúsculo. Y por si esto fuera poco, cada vez hay más indicios de que el universo podría ser espacialmente infinito (seguiremos hablando de esto en el capítulo dieciocho). Esto significaría que es asimismo infinito su contenido, y en ese caso todo lo que hay a la vista es en realidad el 0 % del universo entero, dado que una fracción del infinito es nada. Lo que intentamos decir es que, para ser sinceros, los datos de que disponemos hasta el momento son demasiado insignificantes para poder hacer ninguna generalización. El tamaño de la muestra es sencillamente demasiado pequeño como para ser fiable.

Por desgracia, es un hecho que rara vez se reconoce, por no decir nunca, especialmente en los programas de ciencia que vemos en televisión. Admitir que carecemos de información no daría demasiado de sí; difícilmente despertaría el interés de ningún patrocinador comercial.

La verdad, no obstante, es que descubrimos hace poco que el universo está compuesto en su mayor parte de materia oscura, que desconocemos lo que es. Luego descubrimos que, de hecho, es principalmente energía oscura, pero no sabemos lo que es eso tampoco. Se postuló la existencia de la energía oscura al descubrirse en 1998 que la expansión del universo, que siempre se había creído que estaba ralentizándose, en realidad misteriosamente se estaba acelerando. Parece ser que la energía oscura es algún tipo de fuerza antigravitatoria que hará que el universo se acabe descomponiendo.

Tampoco tenemos ni idea de cómo empezó la vida, una vida que es capaz de autorreplicarse. Es más, nos encontramos en un universo exquisitamente acondicionado para la vida, pero no tenemos ni idea de por qué (a no ser especulando sobre una infinidad de universos en la que nosotros somos los únicos afortunados).

Dada la gran ausencia de datos fidedignos, los cosmólogos intentan compensarla ajustándose a diversos modelos, es decir, haciendo conjeturas sobre las posibles condiciones iniciales y los sucesos intermedios. Y esto no sería completamente un problema si no tomáramos tan en serio a los cosmólogos, esto es, si ellos se dieran cuenta de que se trata puramente de modelos tentativos.

A comienzos del siglo xxi, esos modelos incluyen nociones muy atractivas para ofrecer una imagen del cosmos, aunque no haya evidencia alguna que las respalde. En el lenguaje científico, hay conceptos como el de las membranas cósmicas o la teoría de cuerdas que son inverificables, es decir, no se pueden ni demostrar ni rebatir, y es casi seguro que en el curso de nuestra vida quedarán atrás o se modificarán extensamente y se sustituirán por otros modelos que con el tiempo se desecharán también, como se sustituyó el modelo de «expansión ralentizada del universo» de 1997 por el de «expansión acelerada» de 1998.

Por lo tanto, para ser veraces sobre ese modelo, tendríamos que confesar que la ciencia no puede responder en la actualidad a las preguntas más sencillas sobre la existencia.

Es cierto, los cosmólogos hablan de que «el fondo cósmico de microondas tiene una temperatura de 2,73 grados Kelvin» y de los «13.800 millones de años trascurridos desde el Big Bang», y estas cifras de apariencia tan precisa, con sus decimales incluidos, crean una ilusión de verosimilitud, de credibilidad. A continuación se repiten incansablemente los detalles del modelo en cuestión, y esa repetición en sí le confiere un aura sustantiva. Pero esto no significa que el modelo sea de hecho una verdad demostrable.

Por suerte, el panorama tan poco prometedor que acabamos de presentar sobre el estado actual de la ciencia no es el punto final. En realidad es solo el principio. Porque existe un modelo alternativo para explicar Qué Es Todo Esto.

Es necesario proponer una alternativa porque, en su intento por explicar el cosmos, la cosmología moderna incurre constantemente en un curioso descuido: mantener al observador vivo escrupulosamente distanciado del resto del universo. Nos pide que aceptemos una dicotomía, una división: en este rincón estamos nosotros, los seres vivos, los que lo percibimos todo, y en el otro rincón merodea el universo entero, insensible e ignorante, chocando contra sí mismo por efecto de procesos aleatorios.

Pero ¿y si estuviéramos conectados? ¿Y si este modelo de un universo insensible pudiera de repente cobrar sentido al unirlo todo? ¿Y si en realidad el universo –la naturaleza– y quien lo percibe no son entidades aisladas? ¿Y si resulta que uno más uno... ¡es igual a uno!? ¿Y si, en definitiva, todo el pasado siglo de descubrimientos científicos apunta imperiosamente en esta dirección..., y solo debemos tener la mente lo bastante abierta como para ver qué intenta decirnos?

Lo cierto es que no dejan de llegar pistas. En febrero del 2015, el New York Times publicó el artículo «Extrañeza ­cuántica: nuevos experimentos confirman que la naturaleza no está ni aquí ni ahí». Sin embargo, lo más probable es que ni el autor, manifiestamente perplejo, ni posiblemente muchos de los lectores esbozaran una sonrisa y pensaran: «¡Claro! Eso es porque la naturaleza, como no podía ser menos, está a la vez aquí y ahí». Cuando se intenta localizarla o en un lugar o en el otro, se acaba con paradojas y todo es ilógico.

La teoría cuántica descubrió que había una conexión entre la conciencia y las partículas de la naturaleza hace ya casi un siglo. Pero lo hemos ignorado, o hemos elucubrado explicaciones mareantes que proponen un número infinito de realidades alternativas.

Descubrir qué es lo real es una aventura apasionante. Significa recorrer los laberínticos corredores de los conceptos más fascinantes propuestos por la ciencia del siglo xxi y examinar sin prejuicios los ya existentes. Explorar complejidades como el tiempo y el espacio y cómo funciona el cerebro garantizaría de por sí una excursión llena de emociones, incluso aunque no tuviéramos otro objetivo que disfrutar de un agradable paseo de domingo. Pero, como veremos, tanto el viaje hacia una imagen más clara del cosmos como el propio destino final son más que reveladores. Son divertidos.

2
LOS SIETE PROBLEMAS DEL MILENIO

Ese día que tanto temes por ser el último
es en realidad la aurora del día eterno.

Lucio Anneo Séneca,
De brevitate vitae [De la brevedad de la vida] (49 d. de C.)

Para indagar en los fundamentos de quiénes somos y qué es el universo, solemos apelar a la ciencia, aunque siga habiendo quienes se atienen a las explicaciones religiosas. Pero aquellos que ni en un sitio ni en el otro encontréis un camino que os conduzca al destino deseado podéis considerar un modelo de la realidad muy distinto. Este nuevo paradigma, lejos de apartarse de la ciencia, utiliza los descubrimientos publicados desde 1997 y reexamina otros que se realizaron incluso en fechas anteriores.

Sin embargo, antes de lanzarnos a esta nueva aventura, conviene que hagamos un repaso de las conclusiones a que han llegado los grandes pensadores de todas las épocas. No queremos reinventar la rueda, si ya existe.

Para ello, debemos abandonar cualquier prejuicio de carácter etnocéntrico o modernista. Es decir, a menudo, tras cierta reflexión, damos por sentado que la cultura occidental, y los que vivimos en estos tiempos, tenemos una comprensión superior de las cuestiones fundamentales de la vida a la que tuvieron otras civilizaciones y aquellos que nos precedieron. Nos basamos para ello en lo avanzado de nuestra tecnología. Aquellos infelices de hace un siglo no tenían agua corriente en las casas, ni mosquiteras en las ventanas, ni aire acondicionado... ¿Y cómo puede sobrevenirle un momento de portentosa lucidez a nadie que se pase las noches sudando en una cama pegajosa y agobiado por el zumbido de los mosquitos? ¿Cabe alguna posibilidad de que se le ocurriera una idea genial a alguien que vaciaba el orinal por la ventana cada mañana?

Si es esto lo que pensamos, quizá a los estudiantes de antropología les sorprenda saber que una infinidad de conocimientos relacionados con la vida humana que eran comunes entre las clases instruidas de los siglos xviii y xix se reciben hoy en día con mirada de asombro absoluto. Luego no es verdad que los adolescentes del siglo xxi tengan más conocimientos que sus iguales del siglo xix; tienen simplemente conocimientos distintos.

En 1830, cualquier chaval de campo sabía con precisión cuánto variaban cada semana el punto por el que salía el sol y el punto por el que se ponía, era capaz de identificar el canto de las aves y conocía con detalle los hábitos de la fauna local. Por el contrario, muy pocos de nuestros amigos o de los miembros de nuestra familia se dan cuenta siquiera de que el sol se desplaza hacia la derecha cada día al cruzar el cielo. Confesar semejante ignorancia de un hecho tan básico y evidente habría provocado miradas de incredulidad en el siglo xix.

Sin duda, hay áreas de conocimiento que han escapado a la comprensión de todos los seres humanos, presentes y pasados. Por ejemplo, hemos demostrado ser crónicamente incapaces de prever el futuro –incluso de anticipar las condiciones que ­reinarán a solo unas décadas vista–. Ningún genio de la Grecia clásica, ningún escritor insigne de la literatura global ni ningún pasaje de ningún texto religioso insinuaron jamás que pudieran existir diminutas criaturas –gérmenes– imposibles de percibir con el ojo humano, mucho menos que dichos gérmenes fueran los causantes de la mayoría de las enfermedades que nos afectan. Antes de 1781, nadie sospechaba que pudieran existir otros planetas además de las cinco resplandecientes luminarias que ya conocía el hombre de Neandertal. Hasta hace solo unos siglos, nadie había sugerido que la sangre circulara por el cuerpo, o que el aire que inspiramos fuera una mezcla de gases y no una única sustancia. De ahí que todas esas paparruchas religiosas o Nueva Era que alaban la supuesta exactitud de las «profecías» de la Antigüedad hayan tenido hasta el momento una trayectoria más que triste.

Lamentablemente, no lo hemos hecho mejor en épocas modernas. Los futuristas que colaboraron en la preparación de la Feria Mundial de Nueva York de 1964 representaron unas casas del año 2000 dotadas de coches voladores y robots personales. Entre las creaciones más populares de la literatura y el cine, el clásico 2001: una odisea en el espacio (de 1968) mostraba las colonias lunares del año 2000, y un viaje a Júpiter en una nave con tripulación humana solo unos años después. En la película de culto Blade Runner, el Los Ángeles del 2019 era una ciudad en la que llovía sin cesar debido a un cambio climático, que había convertido California en un lugar empapado a perpetuidad; una ciudad que estaba además atestada de edificios altísimos y coches de policía voladores. Es curioso que ningún futurista de la época hippie previera los omnipresentes teléfonos móviles de hoy en día, los piercings o la modernización ultrarrápida de China.

En resumidas cuentas, parece ser que el grado de perspicacia no es mayor hoy que en siglos anteriores –tampoco menor–, y en lo que se refiere a cavilar sobre el lugar que ocupamos en el universo, nuestros antepasados estuvieron, como poco, igual de obsesionados que nosotros. Por tanto, dado que la gran mayoría de los seres humanos que han vivido desde el principio de los tiempos no están vivos en la actualidad, sería una imprudencia ignorar sus descubrimientos y conclusiones.

En lugar de presuponer que nuestros ancestros estaban demasiado atrasados como para tener ideas trascendentales, o de lanzarnos en la dirección opuesta e idolatrar a las civilizaciones pasadas otorgándoles una supuesta capacidad sobrenatural para vivir en sintonía con la naturaleza, vamos a atenernos a los hechos de los que tenemos constancia escrita.

No es necesario sintetizar las creencias fundamentales de cada civilización que haya existido. No cabe duda de que en el hemisferio occidental, si hemos de iniciar el cómputo hace siete mil años, incluso antes de la invención de la rueda, la perspectiva general del mundo estaba constantemente dominada por una obsesión con la vida de ultratumba, una obsesión fundamentada en el tiempo. Y esto a su vez hizo que el eje en torno al cual giraba la vida fuera satisfacer y aplacar a los dioses: en Egipto, por ejemplo, al dios del sol, Ra, al dios creador Amón y a la diosa madre Isis.

En esta civilización, los escritos más antiguos no revelan ni el menor interés por resolver los misterios de la naturaleza mediante la observación o la lógica. Reinaban, por el contrario, la magia y la superstición. Se encontró un jeroglífico primitivo, que databa de hace cuarenta y siete siglos, inscrito en las paredes subterráneas de la solitaria pirámide del faraón Unis, en el complejo de Saqqara. La visita había estado protegida de los terroristas por un destacamento de tropas armadas hasta los dientes..., y todo para observar unos glifos que no eran precisamente expresión de arcana sabiduría.

Eran conjuros mágicos junto a los que aparecía representada una «serpiente madre».

Dada la realidad del siglo xxvii a. de C. , está claro que la literatura no podía sino mejorar. Pero tendrían que transcurrir mil años antes de que los encantamientos, los registros de existencias de cereal y los interminables relatos sobre los tejemanejes cotidianos de la familia del faraón dieran paso a un genuino espíritu inquisitivo. El texto religioso más antiguo, el Rig Veda sánscrito, que data de alrededor del año 1700 a. de C., alababa el «relumbrante poder del dios Sol» y decía, en estilo poético: «Noche y Aurora, ni chocan entre sí ni se detienen». Traducción: ¡qué cosas pasan!

Para cuando se escribieron los libros del Antiguo Testamento un milenio después, se había establecido como eje de la vida una Tierra estacionaria gobernada por un único Dios fácilmente irritable. Los rabinos de la época no mostraban ni la menor inclinación a cuestionar esta idea prevalente del mundo. Llenaron debidamente las páginas del Génesis y el Deuteronomio con palabras basadas en el paradigma reinante, de una Tierra plana e inmóvil, y trazaron una estricta línea divisoria entre el plano inferior, en el que vivíamos los mortales, y el plano superior de los cielos. Elucidar cómo operaba la naturaleza no era la prioridad de nadie. En definitiva, parece ser que lo que hoy en día despierta nuestra curiosidad –la naturaleza de la vida, del tiempo y de la conciencia, y cómo funciona el cerebro– les era totalmente ajeno a las civilizaciones más antiguas. Las prioridades eran, por este orden, la supervivencia diaria y respetar y obedecer las Escrituras para evitar el castigo divino, mientras que debatir cuestiones como si el espacio es real nunca formó parte de ninguna tertulia de sobremesa.

En aquellos tiempos, la principal forma de iluminación en la vida cotidiana eran el Sol y la Luna, y para asegurarse de que todo el mundo les prestaba atención, aquellas luces se alternaban continuamente; repetían su espectáculo circense todos los días. Los escribas, pese a no sentir la menor inclinación a explicar el mundo que los rodeaba, no podían ignorar la luz, tan esencial para todos los aspectos de la vida, de modo que resaltaron el hecho en las primeras líneas del Génesis. De las primeras cien palabras de la Biblia, al menos ocho son u oscuridad o luz. (Es posible que supieran algo, que la luz fuera la puerta a un saber profundo. Porque, como veremos en nuestra exploración, la luz, o al menos la energía, es de hecho una de las protagonistas en el rompecabezas de la realidad).

En aquella época, nadie tenía la posibilidad de comprender la verdadera estructura del cosmos, de concebirlo como nosotros o de plantearse que todo podría estar conectado. No disponían de suficiente información, y por aquel entonces, lo mismo que ahora, nadie quería perder el tiempo con asuntos que no llevaban a ninguna parte.

Pero las repeticiones eran otra historia. Despertaban su interés. El cerebro tiene una capacidad innata para advertir cualquier patrón y asociarlo luego con otros. Si seis noches seguidas el teléfono suena justo en el momento en que estamos a punto de sentarnos a cenar, no nos va a pasar inadvertido.

Y el patrón más prominente tenía que ver con aquella cegadora bola de fuego, que cruzaba cada día el cielo de izquierda a derecha, elevándose fielmente siempre por el este. Su cualidad enigmática convertía obviamente al Sol en alguna clase de dios, y sondear sus secretos debía de parecer una misión imposible.

En cambio, «indagar en lo misterioso» sería una prioridad en las soleadas islas de Grecia unos seis siglos antes del nacimiento de Cristo. Y, lo que para nosotros es más relevante, abrió la puerta a las primeras consideraciones realistas sobre el lugar que ocupamos en el universo. Si ocurrió fue porque, por primera vez, el pensamiento racional compitió con la magia. La observación y la lógica se valoraron al fin.

La lógica estudia las secuencias de causa y efecto. A causa B, que a su vez causa C. Todo el mundo llega corriendo de los campos después de que una cuadra se haya derrumbado porque le ha caído un olivo encima. Lo ha derribado el viento. Ha ocurrido a mediodía, que es cuando el viento suele soplar más fuerte. Uno de los hombres más avispados de la aldea conecta A con C y se pregunta en voz alta: «¿Es posible que el Sol abrasador que está en su punto álgido sea el instigador del viento?». Y piensa luego: «Oye, qué divertido es esto de encontrar una posible relación entre el Sol y una cabra muerta». Los griegos se enamoraron de aquella lógica que acababan de descubrir.

Iban por buen camino, pero los habitantes de la Grecia arcaica –los primeros auténticos practicantes de la ciencia– se toparon con obstáculos desde el principio. Dos mil años más tarde, a comienzos del siglo xvii, el físico italiano Evangelista Torricelli sí fue capaz de explicar por qué sopla el viento, y tenía que ver con el Sol. Pero los griegos de la antigüedad tropezaban con la necesidad de conservar a sus dioses en escena, y se preguntaban entonces por qué Céfiro, dios del viento de poniente, decidía soplar unas veces y otras no. Se limitaban a encogerse de hombros: los dioses debían de tener sus razones inescrutables.

Si la cabra había muerto, debía de significar que Céfiro estaba castigando al cabrero por alguna trasgresión. Adivinar el posible delito llegó a convertirse incluso en el tema predilecto de los cotilleos entre vecinos. La infidelidad era siempre una apuesta tentadora, aunque con frecuencia se sospechaba que habría sido la soberbia. Si los motivos divinos escapaban al entendimiento humano, ¿para qué molestarse en intentar averiguar nada? Y en lo que se refiere a la «causa primera», la que lo había puesto todo en marcha, era exasperantemente imposible de precisar.

Sin embargo, aunque el estudio racional de la causa y el efecto se topara muy pronto con obstáculos insalvables, es de admirar que los habitantes de la Grecia arcaica no se rindieran. Y como hace la ciencia incluso hoy en día, y en especial cuando se trata de experimentos de la teoría cuántica (que estudiaremos más adelante), los antiguos griegos tuvieron que conformarse con la verosimilitud, una palabra preciosa que significa «apariencia de verdad».

Algo que parece ser verdad puede que sea de hecho verdad. O puede que no. Que el Sol cruza el cielo mientras la Tierra permanece inmóvil es una verosimilitud, una apariencia. Parece verdad. Sigue pareciendo verdad en nuestros días, y por eso decimos «se está poniendo el sol» y no «se está elevando el horizonte». Fue un paso grandioso el que dio Aristarco en la isla de Samos, ni más ni menos que dieciocho siglos antes de Galileo, al insistir en que se observaría el mismo efecto si fuera la Tierra la que girara y el Sol permaneciera estacionario..., y en que en realidad tenía más sentido que fuera así, porque es lógico que el cuerpo de menor tamaño gire en torno al de tamaño mayor. *

Será conveniente que recordemos esta idea de la verosimilitud más adelante, cuando también nosotros nos encontremos ante formas alternativas de interpretar lo que observamos a diario.

Entretanto, Aristóteles, en su innovador tratado Física, sostenía que el universo es una sola entidad en la que existe una conexión fundamental entre todas las cosas, y que el cosmos es eterno. No hacía falta obsesionarse con la cuestión de la causa y el efecto, decía en el siglo iv a. de C., porque todo ha estado siempre animado y contiene cierta clase de vida o energía intrínseca; no existe un punto inicial. En realidad, Aristóteles no se arriesgaba demasiado al postular todo esto, pues el solipsismo que caracteriza a su perspectiva había tenido ya muchos defensores antes de que él apareciera en escena.

Sin embargo, sus explicaciones no acaban aquí. En el Libro IV de Física, argumenta que el tiempo no tiene existencia independiente: subsiste solo mientras estamos presentes; lo hacemos existir con nuestra observación, lo cual coincide notablemente con los experimentos cuánticos modernos. Ningún físico actual piensa que el tiempo tenga realidad independiente como constante «absoluta» o universal de ningún tipo.

Aun así, ni Aristóteles ni Platón ni Aristarco consiguieron abandonar la dicotomía que separa un plano inferior, en el que existimos los mortales, de un plano celestial paralelo, allá en lo alto, habitado por los dioses.

En cambio, en Oriente las cosas eran muy distintas. Incluso en época anterior al Imperio romano, que conservó el panteón de dioses griego (aunque los cambió de nombre), una de las ramas principales del pensamiento del sur de Asia había empezado a codificarse en textos como la Bhagavad Gita y los Vedas. Su modelo de la realidad, que pronto se conocería como vedãnta advaita, era asombrosamente distinto de la concepción occidental del mundo.

Lo mismo que Aristóteles, el advaita enseñaba que el universo es una sola entidad, a la que denominaba Brahman. Pero a diferencia de la concepción griega, este «Uno Absoluto» comprendía lo divino así como el sentido de individualidad de cada persona. Cualquier apariencia de dicotomía o separación, ­subrayaba, es mera ilusión, como confundir una cuerda con una serpiente. El vedãnta advaita explicaba a continuación el carácter eterno de ese Uno Absoluto, no nacido e imperecedero, que esencialmente se experimentaba como conciencia –el sentido de ser– y dicha.

Además, decían los profesores de advaita, comprender esto era la verdadera meta de la vida; no aplacar a los dioses, ni hacer donativos al clero, ni siquiera preocuparse por el más allá, sino sencillamente despertar a una plena comprensión de la realidad. Otras religiones posteriores, como el budismo y el jainismo, conservaron estos fundamentos. Y hoy en día el mundo sigue esencialmente dividido en estas dos perspectivas básicas de la realidad, occidental y oriental, dualista y no dualista, que existían hace ya más de un milenio.

Las religiones orientales sostienen que a lo largo de los siglos ha habido esporádicamente seres humanos que han tenido la experiencia de la «iluminación». Es decir, despertaron y vieron la verdad, y fueron absorbidos por el éxtasis y un sentimiento de libertad.

En los países occidentales, nació a finales del siglo xix una fascinación por las concepciones orientales, impulsada por los viajes a Occidente de una sucesión de elocuentes e influyentes profesores indios como Paramahansa Yogananda, Swami Vivekananda y, en época más reciente, Deepak Chopra.

En la década de 1940, Yogananda, a través de obras como su famoso libro Autobiografía de un yogui, intentó dar una justificación científica a la perspectiva oriental del cosmos. En la mayoría de los casos, sus explicaciones sonaban forzadas y los argumentos científicos que presentaba resultaban muy poco convincentes. Probablemente persuadieran solo a aquellos que ya comulgaban con su punto de vista.

Pero la iniciativa en sí fue noble. Porque ¿puede una persona buscar sinceramente respuesta a sus preguntas sobre la realidad, nuestra naturaleza y el lugar que ocupamos en el universo sin tener la menor vocación espiritual? ¿Qué ocurre si a esa persona solo le interesa aquello que ha sido sometido a pruebas empíricas? ¿Es posible indagar con eficacia en estas cuestiones tan serias valiéndonos de la ciencia exclusivamente?

Esta es la pregunta del millón, y el auténtico punto de partida de nuestro viaje.


* Estar demasiado adelantado para la época, sobre todo en cuestiones relacionadas con aspectos fundamentales de la vida, rara vez le ha reportado a nadie ningún beneficio. ¿Quién ha oído hablar de Aristarco hoy en día? Lo hemos comprobado; no hay ni un solo instituto de enseñanza media en Estados Unidos que lleve su nombre. Eso sí, al menos a él no lo mataron por sus ideas, como a muchos otros pioneros del pensamiento racional.

3
EN EL PRINCIPIO...

Todo cambia; todo deja su sitio y fluye.

Eurípides
(c. 416 a. de C.)

Sea cual sea la concepción del universo que abracemos, el tiempo parece desempeñar en ella un papel fundamental. Es más, los modelos existentes en la actualidad se basan hasta tal punto en el tiempo que no se pueden ni comprender ni rebatir sin entender el tiempo en sí. De modo que tendremos que estudiarlo antes que nada.

No se trata de una mera cuestión filosófica. Tiene una influencia sustancial en nuestras percepciones y es la bisagra entre el observador y la naturaleza. Es obvio que usamos el tiempo constantemente. Concertamos citas y hacemos planes para las vacaciones, y hay a quienes nos inquieta seriamente el más allá. Si existe una verdadera diferencia entre los seres humanos y los animales, no es que nosotros no nos asustemos de las aspiradoras. Es que estamos obsesionados con el tiempo.

En un sentido, lo que comúnmente llamamos tiempo es indiscutiblemente real. El GPS del coche nos dice que si nos mantenemos en esta autopista llegaremos a Cleveland dentro de tres horas y cuarenta y ocho minutos. Y así es. No solo eso, sino que mientras conducimos hacia nuestro destino, tienen lugar en nuestro cuerpo y en el resto del mundo innumerables sucesos.

No obstante, cuando observamos con más atención este intervalo comúnmente acordado, nos encontramos ante algo igual de inaprensible e intangible que cuando nos preguntamos qué ocurrió exactamente en Nochevieja después de las doce campanadas.

La cuestión del tiempo ha atormentado a los filósofos durante miles de años, y es una tortura que no da señales de remitir. Por suerte, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la situación política de Oriente Medio, en este caso tenemos solamente dos puntos de vista contrapuestos.

Uno es la opinión que han sostenido algunos pensadores tan perspicaces y destacados como Isaac Newton, que consideraban que el tiempo formaba parte de la estructura fundamental del