images

EDGAR ALLAN POE
(1809-1849)

EL SILENCIO. UNA FÁBULA
[SIOPE]

“Escúchame”, dijo el Demonio,

mientras ponía su mano en mi cabeza.

“La región de que te hablo es una región lóbrega de Libia,

en las riberas del río Zaire.

Y allí no hay quietud ni silencio.

“Las aguas del río tienen un color enfermizo y de azafrán;

y no corren al mar,

sino que siempre palpitan y palpitan bajo el ojo rojo del sol

con un tumultuoso y convulso movimiento.

Por muchas millas a ambos lados del lecho lamoso del río

hay un pálido desierto de nenúfares gigantes.

Suspiran unos sobre otros en aquella soledad,

y estiran hacia el cielo sus largos y lívidos cuellos,

y mueven a un lado y al otro sus cabezas eternas.

Y hay un murmullo confuso

que brota de entre ellos

como el correr del agua subterránea.

Y suspiran unos sobre otros.

“Pero hay un límite a su reino—

el límite del oscuro, horrible, altísimo bosque.

Allí, como las olas en las Hébridas,

la maleza baja está constantemente agitada.

Pero no hay un viento en todo el cielo.

Y los elevados árboles primaverales eternamente se mecen de aquí para allá

con un estridente y poderoso ruido.

Y de sus altas cimas, uno por uno,

gotea un eterno rocío.

Y a sus pies

extrañas flores ponzoñosas se retuercen en un sueño intranquilo.

Y arriba, con un susurrante y agudo sonido,

las nubes grises corren eternamente hacia el oeste,

hasta que ruedan, en catarata, por el muro feroz del horizonte.

Pero no hay un viento en todo el cielo.

Y en las orillas del río Zaire

no hay ni quietud ni silencio.

“Era de noche y la lluvia caía,

y, al caer, era lluvia,

pero, cuando había caído, era sangre.

Y yo ahí estaba en la ciénaga entre los altos lirios,

y la lluvia caía sobre mí—

y los lirios suspiraban unos sobre otros

en la solemnidad de aquella desolación.

Y, de súbito, la luna se levantó tras la delgada lívida bruma,

y era de color carmesí.

Y mis ojos se posaron sobre una enorme roca gris

que había a la orilla del río,

y era alumbrada por la luz de la luna.

Y la roca era gris, y lívida, y alta,

—y la roca era gris.

Por delante había caracteres labrados en la piedra,

y yo crucé la ciénaga de nenúfares,

hasta llegar ya casi a la orilla,

para poder leer los caracteres de la piedra.

Pero no los podía descifrar.

Yo regresaba entre la ciénaga,

cuando la luna brilló con un rojo más vivo,

y me volví y miré otra vez a la roca,

y a los caracteres;

—y los caracteres eran DESOLACIÓN.

“Y miré hacia arriba,

y había un hombre en la cima de la roca;

y me oculté entre los nenúfares

para descubrir lo que el hombre estaba haciendo.

Y el hombre era alto y de un aspecto imponente,

y estaba envuelto

desde los hombros a los pies en la toga de la Roma antigua.

Y el perfil de su figura era confuso—

pero sus facciones eran las facciones de un dios;

porque el manto de la noche,

y de la bruma, y de la luna, y del rocío,

dejaban al descubierto las facciones de su rostro,

y su semblante era altivo por el pensamiento,

y sus ojos fieros por la preocupación;

y, en los pocos surcos de sus mejillas

yo leí las fábulas de la tristeza, y el tedio, y el disgusto

de los hombres

y un ansia de soledad.

“Y el hombre se sentó sobre la roca, y apoyó la cabeza sobre su mano,

y miró la desolación.

Miró abajo los inquietos y bajos arbustos,

y arriba los altos árboles primaverales,

y más arriba aún el cielo susurrante,

y la luna carmesí.

Y yo estaba allí cerca bajo el abrigo de los lirios,

y observaba lo que el hombre estaba haciendo.

Y el hombre temblaba en la soledad—

pero la noche se desvanecía,

y él estaba sentado en la roca.

“Y el hombre apartó los ojos del cielo,

y miró el lóbrego río Zaire,

y las lívidas aguas amarillas,

y las pálidas legiones de nenúfares,

y el hombre escuchó los suspiros de los nenúfares,

y el murmullo que brotaba de entre ellos.

Y yo estaba cerca en mi escondite

y observaba lo que el hombre estaba haciendo.

Y el hombre temblaba en la soledad—

pero la noche se desvanecía, y él estaba sentado en la roca.

“Entonces bajé a lo recóndito de la ciénaga,

y fui lejos en la espesura de los lirios,

y llamé a los hipopótamos

que habitan los pantanos

en lo recóndito de la ciénaga.

Y los hipopótamos oyeron mi llamado,

y vinieron, con el behemoth, al pie de la roca,

y lanzaron rugidos recios y terribles bajo la luna.

Y yo estaba cerca en mi escondite

y observaba lo que el hombre estaba haciendo.

Y el hombre temblaba en la soledad—

pero la noche se desvanecía, y él estaba sentado en la roca.

“Entonces maldije a los elementos con la maldición del tumulto;

y una espantosa tempestad se congregó en el cielo

donde, antes, no había ningún viento.

Y el cielo se puso lívido con la violencia de la tempestad—

y la lluvia cayó sobre la cabeza del hombre—

y las aguas del río corrieron—

y el río se atormentó entre espumarajos

y los nenúfares dieron alaridos en sus lechos—

y el bosque fue derribado por el viento—

y el trueno rodó—

y el relámpago cayó—

y la roca se estremeció en sus cimientos.

Y yo estaba cerca en mi escondite

y observaba lo que el hombre estaba haciendo.

Y el hombre temblaba en la soledad—

pero la noche se desvanecía, y él estaba sentado en la roca.

“Entonces me enfurecí y maldije,

con la maldición del silencio, el río, y los lirios, y el viento, y el bosque,

y el cielo, y el trueno, y los suspiros de los nenúfares.

Y quedaron malditos y se aquietaron.

Y la luna dejó de subir tambaleando su camino del cielo—

y el trueno enmudeció—

y el relámpago no alumbró—

y las nubes quedaron inmóviles colgadas—

y las aguas volvieron a su nivel y permanecieron—

y los árboles dejaron de mecerse—

y los nenúfares no suspiraron más—

y el murmullo ya no volvió a oírse entre ellos,

ni una sombra de sonido en todo el vasto ilimitado desierto.

Y miré los caracteres de la roca,

y habían cambiado—

y los caracteres eran SILENCIO.

“Y mis ojos se posaron en el semblante del hombre,

y su semblante estaba pálido de terror.

Y, velozmente, levantó la cabeza de su mano,

y se puso de pie sobre la roca y escuchó.

Pero no había ni una voz en todo el vasto ilimitado desierto,

y los caracteres de la roca eran SILENCIO.

Y el hombre se estremeció,

y apartó su rostro,

y huyó lejos, aprisa,

y no volví a verlo jamás.”

Pues bien hay bellos cuentos en los volúmenes de los Magos

en los melancólicos volúmenes de cerradura de hierro de los Magos.

En los cuales, como digo, hay gloriosas historias del Cielo,

y de la Tierra, y del Mar poderoso

y de los Genios

que gobiernan el mar, y la tierra, y el alto cielo.

Había también mucho saber en los dichos que decían las Sibilas;

y sagradas, sagradas cosas se oyeron hace tiempo

junto a las hojas oscuras que tiemblan en torno a Dodona

pero, como vive Alá,

la fábula que el Demonio me dijo

sentado junto a mí en la sombra de la tumba,

¡yo sostengo que es la más bella de todas!

Y cuando el Demonio puso fin a su historia,

cayó en la cavidad de la tumba

y rió.

Y yo no pude reír con el Demonio,

y él me maldijo porque no pude reír.

Y el lince que habita eternamente en la tumba,

salió de allí,

y cayó a los pies del Demonio,

y lo miró fijamente a los ojos.

LA SOMBRA. UNA PARÁBOLA

¡Sí! Aunque camino en el valle de la Sombra

(Salmo de David)

Vosotros que leéis aún estáis entre los vivos;

pero yo que escribo

habré hace tiempo hecho mi viaje

a la región de las sombras.

Porque en verdad cosas extrañas sucederán,

y cosas secretas se sabrán,

y muchos siglos pasarán,

antes que estas memorias las vean los hombres.

Y, al verlas,

muchos no creerán, y otros dudarán,

y unos pocos, sin embargo, hallarán mucho qué pensar

en los caracteres aquí grabados con un punzón de hierro.

El año había sido un año de terror,

y de sensaciones más intensas que el terror

para las que no existen nombres en la tierra.

Porque muchos prodigios y señales fueron vistos,

y por todas partes, sobre la tierra y el mar,

las alas negras de la Pestilencia se extendieron.

Para aquellos, sin embargo, duchos en los astros,

no era desconocido que los cielos tenían un mal aspecto;

y para mí, el griego Oinos, entre otros,

era evidente que ya había llegado

la alternación de aquel año setecientos noventa y cuatro

cuando, a la entrada de Aries,

el planeta Júpiter se conjuga

con el anillo rojo del terrible Saturno.

El espíritu peculiar de los cielos

si mucho no me equivoco, fue manifiesto,

no sólo en el orbe físico de la tierra,

sino en las almas, imaginaciones, y meditaciones de los hombres.

Ante unas redomas del vino rojo de Khios

entre los muros de un salón nobiliario, en una ciudad oscura llamada Ptolemais,

nos sentamos, una noche, un grupo de siete.

Y a nuestra sala

no había otra entrada más que una alta puerta de bronce:

y la puerta fue modelada por el artífice Corinnos,

y, siendo de una rara hechura, se cerraba por dentro.

Negras cortinas, igualmente, en el lóbrego cuarto,

ocultaban a nuestra vista

la luna, las estrellas espeluznantes, y las calles sin gente.

—Pero el presagio y la memoria del Mal, eso no sería excluido.

Había cosas cerca y alrededor de nosotros

de las que no puedo dar descripción exacta—

cosas materiales y espirituales—

opresión en la atmósfera—

una sensación de sofocamiento—

angustia —y, sobre todo, ese terrible estado de existencia

que los nerviosos experimentan cuando los sentidos están agudizadamente vivos y despiertos,

y mientras tanto las fuerzas del pensamiento yacen dormidas.

Un peso muerto colgaba sobre nosotros. Colgaba sobre nuestros miembros—

sobre el mobiliario —sobre las copas en que bebíamos; y todas las cosas estaban oprimidas y postradas en ese lugar—

todas las cosas excepto las llamas de las siete lámparas de hierro

que iluminaban nuestra orgía.

Erguidas en altas esbeltas líneas de luz,

así permanecían quemándose pálidas e inmóviles;

y en el espejo

que su brillo formaba sobre la mesa redonda de ébano en que estábamos sentados,

cada uno de nosotros allí reunidos

miraba la palidez de su propio semblante,

y el fulgor intranquilo de los ojos bajos de sus compañeros.

Sin embargo, reíamos y estábamos alegres a nuestro modo—

que era histérico;

y cantábamos los cantos de Anacreonte —que son locura;

y bebíamos copiosamente— aunque el vino purpúreo nos recordaba la sangre.

Porque aún había otro huésped en la sala

en la persona del joven Zoilus.

Muerto, y tendido a lo largo, yacía amortajado;

—el genio y demonio de la escena.

¡Ay! Él no participaba en nuestro gozo,

excepto que su semblante, deformado por la plaga,

y sus ojos en que la Muerte había medio apagado apenas el fuego de la pestilencia,

parecía tener tanto interés en nuestra alegría

como pueden los muertos quizás tenerlo en la alegría de los que van a morir.

Pero aunque yo, Oinos,

sentía que los ojos del difunto estaban sobre mí,

aún me violentaba para no percibir la amargura de su expresión,

y, mirando fijamente hacia abajo en las profundidades del espejo de ébano,

canté con voz fuerte y sonora los cantos del hijo de Teios.

Pero ellos, mis cantos gradualmente cesaron,

y sus ecos, rodando distantes entre las cortinas color sable de la sala,

se hicieron débiles, e indistinguibles, y desaparecieron.

Y he aquí que entre las cortinas color sable

donde los sonidos del canto se perdieron,

salió una sombra indefinida y oscura—

una sombra como aquella que la luna, cuando baja en el cielo,

pudiera formar con la figura de un hombre:

pero no era ni la sombra de un hombre,

ni de Dios,

ni de ningún objeto familiar.

Y, temblando un momento entre las cortinas del cuarto,

al fin descansó a la vista de todos sobre la superficie de la puerta de bronce.

Pero la sombra era vaga, e informe, e indefinida,

y no era ni la sombra de un hombre ni de Dios—

ni el Dios de Grecia,

ni el Dios de Caldea,

ni ningún Dios egipcio.

Y la sombra descansó sobre la puerta bronceada,

y bajo el arco de la cornisa de la puerta,

y no se movió, ni pronunció palabra,

sino que quedó quieta y permaneció.

Y la puerta sobre la cual la sombra descansaba

estaba, si no me equivoco,

frente a los pies del joven Zoilus amortajado.

Pero nosotros, los siete allí reunidos,

habiendo visto la sombra cuando salía de entre las cortinas,

no osábamos mirarla fijamente, sino que bajamos los ojos,

y mirábamos continuamente las profundidades del espejo de ébano.

Y al fin, yo, Oinos, profiriendo unas palabras en voz baja,

pregunté a la sombra por su morada y el nombre a que respondía.

Y la sombra contestó:

“Yo soy SOMBRA,

y mi morada está junto a las Catacumbas de Ptolemais,

contigua a aquellas oscuras planicies de Helusión

que limitan con el fétido canal Caronio.”

Y entonces nosotros, los siete,

nos levantamos de nuestros asientos con horror,

y nos quedamos temblando, y estremeciéndonos, y despavoridos:

porque los tonos de la voz de la sombra no eran los tonos de un solo ser,

sino de una multitud de seres,

y cambiando en sus cadencias de sílaba a sílaba,

cayeron oscuramente en nuestros oídos

con los familiares y bien recordados acentos

de muchos millares de amigos perdidos.

WALT WHITMAN
(1819-1892)

HABÍA UN NIÑO QUE SALÍA

Había un niño que salía cada día,

y lo primero que miraba, en eso se convertía,

y eso formaba parte de él por aquel día o parte de aquel día,

o por muchos años o sucesivos ciclos de años.

Las lilas tempranas formaban parte de aquel niño,

y la hierba y las glorias-de-la-mañana blancas y rojas y los blancos y rojos claveles, y el canto del jilguero,

y los corderos del tercer mes y las crías rosa pálido de la puerca y el potrillo de la yegua y el ternero de la vaca.

Y la alborotada pollada del corral o la que chapuceaba en la orilla fangosa de la poza,

y los peces suspensos de modo tan curioso allí abajo y el bello curioso líquido,

y las plantas acuáticas con sus gráciles cabezas chatas, todo formaba parte de él.

Los retoños del cuarto mes y del quinto mes formaban parte de él,

los retoños de las mieses invernales y los amarillo-claro del maíz, y las raíces comestibles del jardín,

y los manzanos cubiertos de flores y de frutas más tarde, y las moras silvestres y las zarzas más comunes del camino,

y el viejo borracho que tambaleándose volvía a su casa de la taberna de la que tarde se levantara,

y la maestra de escuela que pasaba camino de la escuela,

y los muchachos amigos que pasaban y los muchachos pendencieros,

y la nítida niña de rosadas mejillas y el negrito descalzo y la negrita,

y todos los cambios de la ciudad y el campo en dondequiera que iba,

sus propios padres, el que lo engendró y la que lo concibió en su vientre y lo parió,

le daban de ellos mismos a este niño algo más que eso,

le daban en adelante cada día, ellos mismos venían a formar parte de él.

La madre en casa poniendo tranquilamente los platos en la mesa de comer,

la madre con dulces palabras, limpios su gorro y su vestido, sano olor emanando de su persona y ropa al caminar,

el padre, fuerte, pagado de sí, varonil, maligno, iracundo, injusto,

el golpe, la rápida dura palabra, el mezquino regateo, la astuta treta,

las costumbres de familia, su lenguaje, las visitas, los muebles, el corazón que añora y se expande,

el afecto que no se escatima, la sensación de lo real, la idea de que si después de todo resultara irreal,

las dudas de día y las dudas de noche, el curioso si será y cómo,

si lo que parece así es así o si por ventura ¿es todo luces y sombras?

Los hombres y mujeres que se apiñan aprisa en las calles, si no son luces y sombras, ¿qué son?

Las mismas calles y las fachadas de las casas, y las mercancías expuestas en las ventanas,

los vehículos, los caballos de tiro, los muelles de gruesas tablas, la afluencia de gente a las barcas que cruzan el río,

la aldea en la falda vista de lejos en el crepúsculo, el río que la separa de aquí,

sombras, aureola y niebla, la luz cayendo sobre los techos y los aleros blancos y rojizos dos millas más allá,

la goleta cercana descendiendo asueñada en la marea con el botecito amarrado por larga cuerda a popa,

los rápidos tumbos, las crestas presto deshechas, azotando,

los estratos de nubes coloradas, la larga franja marrón solitaria allá lejos, la extensión de blancura en que inmóvil se tiende,

al borde del horizonte, el vuelo del cuervo marino, la fragancia de las salinas y del lodo en la costa,

todo venía a formar parte de aquel niño que salía cada día y que aún sale y saldrá todos los días.

CONOCÍ A UN HOMBRE

Conocí a un hombre, simple hacendado, padre de cinco hijos,

y estos padres de hijos, y estos también padres de hijos.

Este hombre era de maravilloso vigor, calma, dignidad personal.

La forma de su cabeza, el pálido amarillo y blanco de su pelo y de su barba, la inmensa significación de sus ojos negros, la riqueza y amplitud de sus maneras.

Para ver estas cosas iba yo a visitarlos; era lleno de sabiduría, además;

tenía seis pies de altura, tenía más de ochenta años de edad, sus hijos eran corpulentos, limpios, barbados, quemados de sol, hermosos;

ellos y sus hijas lo amaban, todos los que lo veían lo amaban,

no lo amaban por interés, lo amaban con amor personal.

Él bebía sólo agua, la sangre se asomaba como púrpura a través de la piel morena lavada de su cara,

era asiduo tirador y pescador, navegaba él mismo su propia piragua velera, tenía una excelente que le fue regalada por un carpintero de ribera, tenía cebos de pescar que le obsequiaban hombres que lo querían,

cuando salía con sus hijos y numerosos nietos a cazar o pescar, podías señalarlo entre todos como el más bello y vigoroso de la patrulla,

desearías estar con él por mucho rato, desearías sentarte a su lado en la piragua para estar en contacto con él.

DE LA CUNA QUE ESTÁ INCESANTEMENTE MECIÉNDOSE

De la cuna que está incesantemente meciéndose,

de la garganta de zenzontle, musical lanzadera,

de la media noche del noveno mes

sobre las estériles arenas y los campos contiguos, donde el muchacho dejando su cama, vagaba, solo sin sombrero, descalzo,

bajo la luz llovida del halo de la luna,

del misterioso juego de sombras enlazándose y retorciéndose como si fueran vivas,

de los matorrales de zarzas y zarzamoras,

del recuerdo del pájaro que cantaba para mí,

de tus recuerdos, triste hermano, de los caprichosos altibajos que oía,

bajo la amarilla media luna, tarde salida y abotagada como llorando,

de aquellas primeras notas de deseo y amor, allí en la sombra,

de las miles de respuestas de mi corazón que nunca cesarían,

de las miríadas de palabras entonces despertadas,

de las que como ahora surgen reviviendo la escena,

como una bandada chirriando, alzando el vuelo, o pasando por encima,

traídas aquí, antes que se me escapen, aprisa,

un hombre y, sin embargo, por estas lágrimas, niño de nuevo,

echándome en la arena, frente a las olas,

yo, cantor de penas y alegrías, unificador del aquí y del más allá,

cogiendo al vuelo toda sugerencia, pero saltando ágilmente sobre ellas,

una reminiscencia canto.

Una vez, Paumanock,

cuando estaba el aire lleno de perfume de las lilas y la hierba del quinto mes creciendo,

en esta costa del mar sobre unas zarzas,

dos alados huéspedes venidos de Alabama, dos juntos,

y su nido y cuatro huevos verdeclaros con pintas rojizas,

y todos los días el macho de aquí para allá, no lejos,

y todos los días la hembra acurrucada en su nido, en silencio, con ojos brillantes,

y todos los días, yo, niño curioso, nunca muy cerca, nunca estorbándolos,

cautamente atisbando, absorbiendo, traduciendo.

¡Brilla! ¡Brilla! ¡Brilla!

Vierte calor, gran sol,

mientras nos asoleamos, nosotros dos unidos.

Sople viento sur, sople viento norte,

venga día claro, venga noche negra,

en nuestro hogar o separados por ríos y montes del hogar,

cantando en todo tiempo, sin hacer caso al tiempo,

mientras estamos los dos unidos.

Hasta que de repente,

acaso muerta, sin saberlo su pareja,

una mañana la hembra ya no vino a echarse al nido,

ni esa tarde volvió, ni la siguiente,

ni apareció ya más.

Y desde entonces todo el verano al son del mar,

y de noche bajo la luna llena con el tiempo más manso,

sobre la ronca reventazón del mar,

o revoloteando de zarza en zarza durante el día,

yo lo veía, oía interrumpidamente al que quedaba, al macho,

al solitario huésped venido de Alabama.

¡Soplad! ¡Soplad! ¡Soplad!

Soplad vientos del mar sobre las costas del Paumanock.

Espero, espero, me devolváis mi compañera.

Si, mientras brillaban las estrellas,

toda la santa noche en el extremo de una musgosa rama,

casi al nivel de las pringantes olas,

sentado estaba el solitario cantor maravilloso, causando llanto.

Llamaba a su pareja,

vertía los secretos que sólo yo conozco.

Sí, hermano mío, yo sé,

los otros tal vez no, pero yo he atesorado cada nota,

porque más de una vez deslizándome en lo oscuro hasta la costa,

mudo, evitando los rayos de la luna, confundiéndome con las sombras,

evocando ahora las oscuras formas, los ecos, los sonidos y visiones según su especie,

los blancos brazos entre los huecos de los matorrales sin descanso tanteando,

yo, descalzo, muchacho, el viento agitándome el pelo,

escuchaba, escuchaba sin cesar.

¡Arrulla! ¡Arrulla! ¡Arrulla!

Unida a sus olas arrulla la ola que sigue detrás,

y después la que sigue, abrazando y lamiendo, todas unidas,

pero ya no me arrulla mi amor a mí, no a mí.

Baja cuelga la luna, tarde salió,

se rezaga. ¡Oh, me parece cargada de amor, de amor!

¡Oh furioso el mar embiste a la tierra,

con amor, con amor!

¡Oh, noche! ¡No estoy viendo a mi amor revolotear entre las ramas!

¿Qué es aquella motita en el blancor lunar?

¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!

¡Alto grito llamándote, mi amor!

Alta y clara lanzo mi voz entre las olas,

debes saber seguro quién está aquí, está aquí,

debes saber quién soy, mi amor.

¡Luna colgada a ras del horizonte!

¿Qué es aquel punto oscuro en tu disco amarillo encarnado?

¡Oh, es el bulto, el bulto de mi amiga!

¡Oh, luna, no me la detengas más!

¡Tierra! ¡Tierra! ¡Oh, Tierra!

Adonde quiera que me vuelvo pienso que ya podrías devolverme mi amor si tú quisieras,

pues casi estoy seguro de verla turbiamente donde quiera que miro.

¡Oh, nacientes estrellas!

Quizá la que yo quiero ha de salir, ha de salir entre vosotras.

¡Oh, mi garganta! ¡Oh, temblorosa garganta!

¡Suena más clara en la atmósfera!

Penetra los bosques, la tierra,

en algún sitio estarás atenta para oír, tú la que quiero,

¡brotad canciones!

¡Solitarias aquí, canciones de la noche!

¡Canciones de ausente amor! ¡Canciones de la muerte!

¡Canciones bajo esa tarda, pálida, menguante luna!

¡Oh bajo aquella luna, allí donde ella se desmaya hasta hundirse casi en el mar!

¡Oh incontenibles desesperadas canciones!

¡Pero suave! ¡Más bajo!

¡Quedo, que apenas murmure!

Porque por ahí creo que oía a mi amiga responderme a mí,

¡tan débilmente!, que debo quedarme quieto, quieto para escucharla,

mas no del todo quieto, porque podría no acudir al punto a mí.

¡Aquí, amor mío!

¡Estoy aquí, aquí!

Con esta nota sostenida me anuncio a ti;

esta dulce llamada es para ti, amor mío, para ti.

No te dejes engañar en otra parte;

ese es el silbido del viento, no es mi voz,

aquél es el rumor, el rumor de la espuma,

aquellas son las sombras de las hojas.

¡Oh, tinieblas! ¡Oh, en vano!

¡Oh, estoy muy fatigado y adolorido!

¡Oh, resplandor rojizo en el cielo junto a la luna, cayendo sobre el mar!

¡Oh, ondulante rielar de la luna en el mar!

¡Oh, garganta! ¡Oh, sollozante corazón!

Y yo cantando en vano, ¡toda la noche en vano!

¡Oh, pasado! ¡Oh, feliz vida! ¡Oh cantos de alegría!

En el aire, en los bosques, en los campos.

¡Amado! ¡Amado! ¡Amado! ¡Amado! ¡Amado!

¡Pero mi amada ya no más, no más conmigo!

El aria cediendo,

todo lo demás continuando, las estrellas brillando,

los vientos soplando, los arpegios del pájaro continuamente el eco repitiendo,

con airados lamentos la vieja mar maternal incesantemente gimiendo,

en las costas del Paumanock sobre la arena gris y crujidora,

la pálida media luna crecida, gravitando, la faz del mar casi tocando,

el niño extático, con sus desnudos pies, en su cabello el aire jugueteando,

el amor en su corazón por largo tiempo reprimido, ahora suelto, ahora por fin tumultuosamente estallando,

el sentido del aria, los oídos, el alma rápidamente captando,

extrañas lágrimas por sus mejillas cayendo,

el coloquio ahí, el trío, cada cual respondiendo.

El acompañamiento, la salvaje vieja madre incesantemente llorando,

el alma del niño acremente con ritmo preguntas proponiendo, algún ahogado secreto susurrando,

al naciente bardo.

Demonio o pájaro (dijo el alma del niño),

¿es realmente a tu hembra a quien cantas? ¿O realmente es a mí?

Porque yo, que era un niño, el uso de mi lengua dormido todavía, ahora ya te he oído,

ahora en un instante ya sé para qué soy, despierto,

y ya un millar de cantores, un millar de canciones más claras, más altas y más tristes que las tuyas,

un millar de trinadores ecos han nacido dentro de mí para nunca morir,

oh, vosotros cantores solitarios, cantando solos, proyectándome a mí,

oh, solitario yo, escuchando, nunca más cesaré de perpetuaros,

nunca más escaparé, ya nunca más las reverberaciones,

ya nunca más los gritos de amor insatisfecho se ausentarán de mí,

no me dejéis volver a ser el apacible niño que era antes que allá en la noche,

junto al mar, bajo la pálida y gravitante luna,

el mensajero aquél despertará el fuego, el dulce infierno interior,

el ignorado deseo, el destino mío.

¡Oh, dadme la clave! (se oculta aquí en la noche en algún punto.)

¡Oh, si he de tener yo tanto, dadme más!

Una palabra, pues (que yo he de dominarla)

la palabra final, a todas superior,

sutil, reveladora —¿cuál es?—. Escucho;

¿estáis, habéis estado murmurándola siempre, olas del mar?

¿es aquella que viene de tus líquidas olas y mojadas arenas?

A lo que respondiendo el mar,

sin tardanza, sin prisa,

me susurró toda la noche y muy claro antes de amanecer,

me silabeó la queda y deliciosa palabra muerte,

y repitiendo muerte, muerte, muerte, muerte,

silbando melodiosa, no como el pájaro ni como mi infantil corazón ya despierto,

sino avanzando hasta acercarse como para decírmela en secreto, hirviendo a mis plantas,

trepando a rastras sobre mí hasta mis orejas y bañándome todo suavemente,

muerte, muerte, muerte, muerte, muerte.

Lo que no olvido,

pero confundo el canto de mi oscuro demonio y hermano,

que me cantó a la luz de la luna en la gris playa del Paumanock,

con los mil cantos que respondían por aquí y por allá,

con mis propios cantos inspirados desde aquella hora,

y con ellos la llave, la palabra surgida de las olas,

la palabra de la más dulce canción de las canciones,

la fuerte y deliciosa palabra que arrastrándose a mis pies,

(o como una vieja nodriza que meciera la cuna, ataviada con fina vestidura, inclinándose a un lado),

el mar me susurró.

¡OH CAPITÁN! ¡MI CAPITÁN!

¡Oh capitán!, ¡mi capitán!, nuestro viaje terrible ha terminado;

el barco ha sufrido todas las embestidas, el premio que buscábamos está ganado;

el puerto está cerca, oigo las campanas, el pueblo que te aclama,

los ojos siguiendo la quilla impertérrita, la nave imponente y audaz:

Pero ¡oh corazón!, ¡corazón! ¡corazón!

Oh las sangrantes gotas rojas,

allí donde en el puente yace mi capitán,

tendido frío y muerto.

¡Oh capitán!, ¡mi capitán!, levántate y escucha las campanas;

levántate —por ti es izada la bandera— por ti trinan los clarines;

por ti ramos y coronas encintadas —por ti las playas apiñadas;

claman por ti, la ondeante muchedumbre; sus rostros ansiosos volteándose;

¡Bueno capitán!, ¡padre mío!

Mi brazo bajo tu cabeza;

es un sueño que en el puente,

estés tendido frío y muerto.

Mi capitán no responde; sus labios están pálidos e inmóviles;

mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso ni voluntad;

el barco ha anclado sano y salvo, su viaje cumplido y terminado;

del viaje terrible, el barco triunfante regresa con su objeto ganado.

¡Playas, alegraos, y repicad campanas!

Pero yo, con pasos tristes,

recorro el puente donde yace mi capitán

tendido frío y muerto.

NOSTALGIAS

¡Oh magnético Sur! ¡Oh luminoso, aromático Sur! ¡Mi Sur!

¡Vívido brío, sangre fogosa, ímpetu y amor! ¡Lo bueno y lo malo! ¡Oh todo tan amado por mí!

¡Oh mis cosas natales tan amadas por mí! —Toda cosa que se mueve, y los árboles de allá donde nací— los cereales, las plantas, los ríos;

mis amados lentos ríos haraganes, allá lejos, donde pasan, por planicies de arena plateada o en medio de swampos;

mis amados Roanoke, Savannah, Altamahaw, Pedee, Tombigbee, Santee, Coosa, y Sabine;

oh, pensativo, allá lejos caminando, regreso con mi alma a vagar por sus márgenes otra vez;

otra vez en Florida floto en lagos transparentes —floto en el Okeechobee— cruzo campos de lomas, o por claros amenos, o espesas selvas;

veo los papagayos en los bosques —veo las papayas y la flor del Tití;

otra vez, en mi lancha costera, sobre cubierta, costeo Georgia, costeo las Carolinas,

veo dónde crece la encina perenne —dónde el pino amarillo, y el laurel oloroso, el limón y la naranja, el ciprés, el gracioso palmito;

paso rudos cabos y entro en Palmico Sound por un estero, y disparo mi visión tierra adentro;

¡oh los algodonales, las siembras de arroz, de caña, de cáñamo!

El cactus defendido de espinas —los laureles con sus grandes flores blancas;

los pastos a lo lejos —la abundancia y la aridez— los viejos bosques cubiertos de muérdago y musgos trepadores,

el olor de los pinares y la sombra —la terrible quietud de la selva (aquí en estos swampos espesos pasa el filibustero con su rifle y el esclavo fugitivo tiene su cabaña escondida);

oh la extraña fascinación de estos semi-explorados, semi-impasables swampos, infestados de reptiles, resonando con aullidos de lagartos, con ruidos tristes de lechuzas nocturnas y tigrillos, y el retintín de las culebras cascabeles;

el mirlo-burlón, el bufón americano, cantando toda la mañana —cantando en la noche de luna,

el colibrí, el pavón, el pizote, el marsupial;

un maizal en Tennessee, los altos, graciosos maíces de hojas largas —esbeltos, meciéndose, verdeclaros con sus borlas— con las bellas mazorcas envueltas en sus tuzas;

una pradera de Arkansas —un lago dormido, o un estero quieto;

¡oh corazón! Oh tiernas y crueles torturas —no las aguanto— me iré;

¡oh ser de Virginia, donde yo me crié! ¡Oh ser de las Carolinas!

¡Oh nostalgia incontenible! ¡Oh, regresaré al viejo Tenessee, y ya no volveré a andar errante!

CUANDO LAS LILAS LA ÚLTIMA VEZ EN EL PATIO FRENTE A LA CASA FLORECIERON
(En la muerte de Lincoln)

Cuando las lilas la última vez en el patio frente a la casa florecieron,

y cuando la gran estrella se hundió temprano en el cielo del oeste en la noche,

lloré, y volveré a llorar con la constante primavera.

Constante primavera, una segura trinidad me traes,

el florecer perenne de las lilas y la estrella que se hunde en el oeste.

Y el recuerdo de aquél que yo amo.

¡Oh poderosa estrella caída del oeste!

¡Oh sombras de la noche —oh melancólica, lacrimosa noche!

¡Oh gran estrella desaparecida —oh la negra lobreguez que oculta a la estrella!

¡Oh crueles manos que me aprisionan —oh indefensa alma mía!

¡Oh opresora nube que no deja a mi alma en libertad!

En el patio delantero de una vieja casa de finca junto a la cerca blanqueada,

crece la alta mata de lila con hojas acorazonadas de un vivo verde.

Con mucha flor puntuda alzándose delicada, con el fuerte perfume que yo amo,

con cada hoja un milagro —y de esta mata del patio con flores de color delicado y hojas acorazonadas de vivo verde,

un ramito con su flor yo corto.

En el pantano en las cerradas espesuras

un esquivo pájaro escondido está gorjeando una canción.

Solitario el zorzal,

el ermitaño en su retiro, evitando los campamentos,

canta él solo una canción.

Canto de la garganta adolorida,

canto de vida de la muerte (porque yo lo sé bien, hermano mío,

si no te fuera permitido cantar seguramente morirías).

Sobre el regazo de la primavera, sobre la tierra, entre ciudades,

entre veredas y por viejos bosques, donde a poco las violetas atisbaban desde el suelo salpicando los grises escombros,

entre la hierba de los campos a los dos lados del camino, cruzando la hierba interminable,

cruzando los trigales de lanzas amarillas, cada grano saliendo de su mortaja en los campos pardo-oscuros,

cruzando entre manzanares cubiertos de flores rosadas y blancas en las huertas,

llevando un cadáver a donde va a descansar en la tumba noche y día pasa un ataúd.

Ataúd que pasas por veredas y calles,

a través del día y la noche con la gran nube que oscurece la tierra,

con la pompa de las banderas a media asta con las ciudades encortinadas de negro,

con el espectáculo de los estados mismos como mujeres veladas formando valla,

con procesiones largas y serpenteantes y las antorchas de la noche,

con los incontables hachones encendidos, con el silencioso mar de rostros, y las cabezas descubiertas,

con la estación esperando, el ataúd que llega, y los sombríos rostros,

con cantos fúnebres en la noche, con el millar de voces levantándose fuertes y solemnes,

con todas las voces plañideras de los cantos fúnebres alrededor del féretro,

las iglesias a media luz y los trémulos órganos —por donde quiera que pasas,

con las campanas doblando, doblando con perpetuo dindón,

toma, ataúd que lentamente pasas,

te doy mi ramito de lilas.

(No para ti, para ti solo;

flores y ramas verdes a todos los ataúdes yo traigo,

porque fresca como la mañana, así yo cantaría por ti una canción, oh sabia y sagrada muerte.

Toda de ramos de rosas,

oh muerte, toda de rosas te cubro y de lirios tempranos,

pero sobre todo y ahora las lilas que son las primeras que florecen,

corto copiosas, corto los ramitos de las matas,

con los brazos cargados vengo, volcándolos para ti,

para ti y para todos los ataúdes tuyos, oh muerte.)

Oh astro del oeste que vagas en el cielo,

ahora sé lo que quisiste decirme hace un mes cuando yo caminaba,

cuando yo caminaba silencioso en la transparente noche sombría,

cuando yo vi que algo tenías que decir, cuando te inclinabas noche a noche sobre mí,

cuando bajabas del cielo como si fueras a ponerte a mi lado (mientras todas las otras estrellas miraban),

cuando vagábamos juntos en la noche solemne (porque algo desconocido me impedía dormir),

cuando la noche avanzaba, y yo veía en el borde del oeste, antes que te fueras, cuán lleno estabas de dolor,

cuando yo estaba sobre una altura en el sereno en la fresca noche transparente,

cuando te miraba pasar y te perdías en la profunda oscuridad de la noche,

cuando mi alma, en su aflicción, desconsolada, se hundía, cuando tú, estrella triste,

terminabas, te hundías en la noche, y te perdías.

Canta allá en el pantano,

cantor huraño y tierno, yo oigo tus notas, oigo tu reclamo,

yo oigo, acudo, te entiendo,

pero aguarda un instante, porque la luciente estrella me ha detenido,

la estrella mi camarada que se va, me guarda y me detiene.

Oh, ¿cómo cantaré por el muerto que yo amaba?

¿Y cómo entonaré mi canto por la gran alma dulce que se ha ido?

¿Y cuál será mi perfume para la tumba de aquél que yo amo?

Vientos del mar soplan del Este y del Oeste,

soplan del mar del Este, y soplan del mar del Oeste, hasta que allá en las praderas encontrándose,

con esos y con estos y con el aliento de mi canto,

perfumaré la tumba del que amo.

Oh ¿qué colgaré en las paredes de la cámara mortuoria?

¿Y qué cuadros colgaré en las paredes,

de la última morada del que amo?

Cuadros de la florida primavera, y de fincas, y de casas,

con la tarde del Cuarto Mes poniéndose el sol, y la columna de humo gris luminosa y brillante,

con ríos de oro amarillo del maravilloso, indolente sol poniente, ardiendo, ensanchando el aire;

con la olorosa hierba fresca bajo los pies, y las hojas verdes tiernas de los árboles prolíficos;

a lo lejos el fluido reflejo, el pecho del río, con manchas de viento aquí y allá;

con las colinas alineadas en las orillas, con muchas franjas en el cielo y sombras;

y la ciudad a un paso con profusión de casas, y chimeneas,

y todas las escenas de la vida, y los talleres, y los obreros volviendo a sus hogares.

Mirad, cuerpo y alma —esta tierra,

mi propia Manhattan, con su sus torres, y las relumbrantes y rápidas mareas, y los barcos,

y la variada y extensa tierra, el Sur y el Norte en la luz —las costas del Ohio, y el reverberante Missouri,

y siempre las ilimitadas praderas cubiertas de hierba y de maizales.

Mirad, el excelentísimo sol tan calmo y orgulloso,

la mañanita violeta y púrpura con brisas que apenas se sienten,

la tierna inmensa luz recién nacida,

el milagro desbordante bañándolo todo, el colmado medio día,

la venida de la tarde deliciosa, la bienvenida noche y las estrellas,

sobre mis ciudades brillantes todas, envolviendo al hombre y a la tierra.

Canta, canta, pájaro pardo,

canta desde los pantanos, las espesuras, vierte tus cantos desde los matorrales,

interminablemente desde el crepúsculo, desde los cedros y los pinos.

Canta, hermano mío, trina tu canto de caña,

alto cántico humano, con voz de infinita tristeza.

¡Oh líquido y libre y tierno!

¡Oh desatado y enardecido para mi alma! —¡Oh asombroso cantor!

Sólo a ti te oigo…, pero la estrella me detiene (aunque pronto partirá);

pero las lilas, con el poder de su perfume, me detienen.

Mientras estaba sentado bajo el sol y miraba,

en el ocaso del día con su luz y los campos de primavera, y los campesinos preparando sus cosechas,

en el vasto inconsciente escenario de mi tierra con sus lagos y bosques,

en la celeste aérea belleza (tras los perturbados vientos y las tormentas),

bajo los arqueados cielos del atardecer rápidamente pasando, y la voces de las mujeres y los niños,

las multi-móviles mareas, y veía los barcos cómo zarpaban,

y el verano acercándose con su riqueza, y los campos atareados de labor,

y las infinitas casas apartadas, lo que pasaba en todas ellas, cada una con sus comidas y las minucias de los diarios quehaceres,

y las calles, cómo sus pálpitos palpitaban, y las ciudades suspendidas —mirad, aquí y allá,

cayendo sobre todas y entre todas ellas, envolviéndome a mí con los demás,

aparecía la nube, aparecía la larga cauda negra,

y conocí la muerte, su concepto, y el sagrado conocimiento de la muerte.

Entonces con el conocimiento de la muerte caminando a mi lado,

y el concepto de la muerte caminando muy cerca de mi otro lado

y yo en medio como entre dos compañeros, y como cogiendo las manos de mis dos compañeros,

huí hacia la encubridora acogedora noche que no habla,

bajando a las orillas de las aguas, la vereda junto al pantano en la sombra,

hasta los solemnes cedros sombríos y los pinos espectrales tan inmóviles.

Y el cantor tan huraño con los demás me recibió,

el pájaro pardo que yo conozco nos recibió a los tres compañeros,

y cantó la cantiga de la muerte, y un verso para aquél que yo amo.

Desde las profundas cerradas espesuras,

desde los fragantes cedros y los espectrales pinos tan inmóviles,

vino el cantar del pájaro.

Y el encanto del cantar me arrobó,

mientras tenía cogidos como de las manos a mis dos compañeros en la noche,

y la voz de mi espíritu acompañó el canto del pájaro.

Ven bella y arrulladora muerte,

ondula en torno de la tierra, serenamente viniendo, viviendo,

en el día, en la noche, para todos, para cada uno,

tarde o temprano, delicada muerte,

alabado el insondable universo,

por la vida y la alegría y por las cosas y los conocimientos curiosos,

y por el amor, el dulce amor –pero ¡alabanza!, ¡alabanza!, ¡alabanza!

Por los ineludiblemente arrolladores brazos de la muerte que nos envuelve en su frescura.

Oscura madre deslizándose siempre cerca con suaves pasos,

¿nadie ha cantado para ti un cántico de plena bienvenida?

Entonces yo te lo canto, yo te glorifico sobre todo,

te traigo un canto para que cuando tengas ciertamente que venir, vengas imperturbable.

Acércate poderosa libertadora,

cuando lo has hecho, cuando los has tomado, canto alegre a los muertos,

perdidos en tu océano amoroso,

lavados en la corriente de tu delicia, oh muerte.

De mí para ti alegres serenatas,

bailes para ti propongo saludándote, adornos y fiestas para ti,

y los amplios panoramas del paisaje y el extendido cielo arriba son apropiados,

y la vida y los campos y la enorme y pensativa noche,

la noche en silencio bajo muchas estrellas,

la costa del mar y la ronca ola susurrante cuya voz yo conozco,

y el alma que se vuelve hacia ti, oh vasta y bien velada muerte,

y el cuerpo agradecido anidando junto a ti.

Sobre las copas de los árboles elevo un canto para ti,

sobre el vaivén de las olas, sobre los millares de campos y praderas anchas,

sobre las apretujadas ciudades todas y los hirvientes muelles y caminos,

yo elevo este canto con júbilo para ti, oh muerte.

A la altura de mi alma,

agudo y fuerte se mantuvo el pájaro pardo-oscuro,

con puras notas deliberadas esparciéndose llenando la noche.

Sonoro en los pinos y los cedros oscuros,

claro en la frescura de la humedad y el perfume de los pantanos,

y yo con mis compañeros allí en la noche,

cuando mi vista que estaba encerrada en mis ojos se abrió,

como a una visión de grandes panoramas.

Y entreví lejanamente los ejércitos;

vi, como en sueños sin ruido, centenares de banderas de batalla;

enarboladas entre el humo de las batallas y traspasadas de proyectiles las vi,

y llevadas de aquí para allá en medio del humo, y desgarradas y ensangrentadas;

y al final unas pocas hilachas en las astas solamente (y todo en silencio)

y las astas todas desastilladas y rotas.

Vi los cadáveres de las batallas, millares de ellos,

y los blancos esqueletos de los jóvenes, yo los vi;

y vi restos y restos de todos los soldados masacrados en la guerra;

pero vi que no eran como se pensaba;

ellos mismos en completo descanso, no sufrían;

los vivos quedaban y sufrían, la madre sufría,

y la esposa y el niño y el pensativo amigo sufrían,

y los ejércitos que quedaban sufrían.

Pasando las visiones, pasando la noche,

pasando, soltando las manos de mis compañeros,

pasando el canto del pájaro eremita y el concorde canto de mi alma,

el victorioso canto, canto de desahogo de la muerte, pero cambiante, siempre variante,

bajo y quejumbroso, pero claras las notas, subiendo y bajando, inundando la noche,

tristemente descendiendo y desfalleciendo, como advirtiendo y advirtiendo, pero de nuevo estallando de júbilo,

cubriendo la tierra y llenando la anchura del cielo,

como aquel poderoso salmo en la noche que oí en las espesuras,

pasando, yo te dejo, lila de hojas acorazonadas

te dejo allá en el patio frente a la puerta, floreciendo, regresando con la primavera.

Yo me despido de mi canto para ti,

de mi mirada para ti en el oeste, frente al oeste, comulgando contigo,

oh luminoso camarada de cara de plata en la noche.

Pero todas y cada una para guardar, prendas sacadas de la noche,

el canto, el asombroso cántico del pájaro pardo-oscuro,

y el concorde cántico, el eco despertado en mi alma,

con la luciente y descendiente estrella con el semblante lleno de tristeza,

con la mano cogiendo mi mano, acercándonos al reclamo del pájaro,

los compañeros míos y yo en medio, y su recuerdo para guardarlo para siempre, para el muerto que yo amaba tanto,

para la más dulce, la más sabia criatura de todos mis días y mis tierras —y esto por amor de él;

lila y estrella y pájaro entretejidos con el canto de mi alma

allá en los fragantes pinos y los cedros oscuros y sombríos.

UNA CLARA MEDIANOCHE

Ésta es tu hora, oh Alma, tu libre vuelo en lo inefable,

lejos del libro, lejos del arte, borrado el día, la lección concluida,

toda tú afuera, callada, mirando

meditando en los temas que más amas

la noche, el sueño, la muerte y las estrellas.

SUSURROS DE CELESTE MUERTE

Susurros de cleste muerte murmurados escucho,

labial murmuración de la noche, silbantes coros,

pasos que dulcemente ascienden, místicas brisas soplando suaves y quedas,

ondas de ríos invisibles, mareas de una corriente fluyendo, para siempre fluyendo,

(¿o es acaso murmullo de lágrimas, inmensas aguas de lágrimas humanas?)

Miro, miro apenas cielo arriba, grandes masas de nubes,

lúgubremente, lentamente giran, silenciosamente agrandándose y mezclándose,

y entreveces una semiapagada entristecida lejana estrella apareciendo y desapareciendo.

(Algún parto más bien, un solemne inmortal nacimiento;

en las fronteras impenetrables a los ojos

va pasando algún alma).

PENSATIVO Y TEMBLANDO

Pensativo y temblando

las palabras Los Muertos escribo,

porque los muertos están vivos.

(Tal vez son los únicos vivos, los únicos reales,

y yo la aparición —y yo el espectro.)

MILAGROS

¡Vamos! ¿Quién hace escándalos por un milagro?

Yo por mi parte no conozco más que milagros.

Ya sea que camine por las calles de Manhattan

o levante los ojos más allá de los tejados y mire el cielo

o ande descalzo por la playa a la orilla del mar

o me pare debajo de los árboles en el bosque

o converse en el día con una persona querida

o me siente a la mesa con otro

o mire a los desconocidos que van frente a mí en el tranvía

o bien observe a las abejas volar alrededor de su colmena un mediodía de verano

o a los animales que pacen en el campo

o la maravilla de la puesta de sol o las estrellas tan silenciosas y tan brillantes

o la fina, exquisita, delgada curva de la luna nueva en la primavera

esas cosas y todas las otras, todas y cada una, son para mí, milagros

todo relacionado en un solo conjunto y cada cosa, sin embargo, distinta y en su lugar

para mí cada hora del día y de la noche es un milagro.

Cada pulgada cúbica de espacio es un milagro.

Cada vara cuadrada de superficie hasta que hierve de milagros

para mí el mar es un incesante milagro,

los peces que nadan en él —las rocas— el movimiento de las olas —los barcos y los hombres que viajan en ellos,

¿es que hay acaso más extraños milagros?

EMILY DICKINSON
(1830-1886)

ÉSTA ES MI CARTA PARA EL MUNDO

Ésta es mi carta para el mundo

que a mí no me escribió jamás–

simples nuevas que la Naturaleza

dijo con tierna majestad.

Su mensaje es encomendado

en manos que yo no vi;

por amor a ella, dulces compatriotas,

¡juzgadme tiernamente a mí!

EL ALMA ESCOGE

El alma escoge su compañía.

Luego cierra la puerta.

Y sola en su divina mayoría,

para ninguno la deja abierta.

Inconmovible, nota el rumor

del coche que a su puerta se ha parado.

Inconmovible: un emperador

en el umbral está arrodillado.

Pero uno solo entre una gran nación

ha escogido ella;

luego las valvas de su atención

cerró como peña.

LA TEMPESTAD

Súbito vino un viento como un clarín;

un estremecimiento corrió en la grama,

y un verde escalofrío sobre el calor

pasó tan ominoso

que trancamos las ventanas y las puertas

como ante un fantasma esmeralda;

la eléctrica alpargata de la catástrofe

en aquel instante pasaba.

Extraño tumulto de convulsos árboles

y de cercas volando

y ríos con casas corriendo

vieron los vivos aquel día.

En la torre la campana enloquecida

las volantes nuevas arremolinaba.

¡Cuánto puede venir,

cuánto puede pasar,

pero seguir el mundo!

ORGULLOSA DE MI CORAZÓN DESPEDAZADO

Orgullosa de mi corazón despedazado desde que tú lo despedazaste,

orgullosa del dolor que antes de ti no sintiera jamás,

orgullosa de mi noche desde que tú con lunas la apagaste,

no compartir tu pasión es mi humildad.

EL DOLOR TIENE UN ELEMENTO EN BLANCO

El dolor tiene un elemento en blanco;

no puede recordar

cuándo empezó o si hubo una vez un día

en el que no existía.

Él es su propio porvenir,

en su reino se contiene su pasado

iluminado por percibir

nuevos períodos de dolor.

RENDIRME CON LA TIERRA A LA VISTA

Rendirme con la tierra a la vista

más aliviado sería,

que ganar mi península azul

y perecer de alegría.

PARA HACER UNA PRADERA

Para hacer una pradera basta un trébol y una abeja,—

y el sueño.

El sueño sólo será suficiente

si hay pocas abejas.

UN DONDEQUIERA DE PLATA

Un dondequiera de plata

entre cadenas de arena

para impedirle que borre

la senda llamada tierra.

BUEN INVENTO ES LA FE

Buen invento es la fe

para el caballero que ve.

Pero el microscopio es prudencia

en una emergencia.

ESTE POLVO MUDO FUERON DAMAS Y CABALLEROS

Este polvo mudo fueron Damas y Caballeros

y Muchachos y Muchachas;

fue la risa y destreza y suspiro,

y bucles y faldas.

Este sitio pasivo una leve mansión de Estío

donde Flores y Abejas

completaron su Circuito Oriental,

y también cesaron ellas.

ES MÁS VISIBLE EL PENSAMIENTO

Es más visible el pensamiento

detrás de un velo tan fino:

como encajes delatan el oleaje

o brumas el Apenino.

NUESTRAS VIDAS SON SUIZAS

Nuestras vidas son Suizas,—

tan quietas, tan frías,

hasta que, una tarde extraña,

los Alpes se olvidan de sus cortinas,

y miramos detrás.

Italia está al otro lado,

mientras, en medio como un guardia,

los Alpes solemnes,

los Alpes sirenas,

se interponen para siempre.

ALMA, ¿HACES OTRO TIRO?

Alma, ¿haces otro tiro?

Por azar, de igual modo,

centenares han perdido, es verdad,

pero decenas han ganado un todo.

La emocionante votación angélica

para inscribirte es aplazada;

diablillos en intenso conciliábulo

rifan mi alma.

LEVE SUBIÓ A OCUPAR UN LUCERO AMARILLO

Leve subió a ocupar un lucero amarillo

su elevado sitial,

y levantó la luna el sombrero de plata

de su cara lustral.

Todo lo del crepúsculo suavemente encendió

como un salón astral—

“padre”, le observé al Cielo,

“has sido puntual”.

NINGÚN SOLEADO TONO

Ningún soleado tono