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Madrileño de ida y vuelta, Javier Padilla es médico de familia y comunidad con formación en el ámbito de la salud pública, la gestión sanitaria y la economía de la salud. Durante años fue coautor del extinto blog Médico Crítico, y en la actualidad forma parte del Colectivo Silesia, donde escribe y agita cuando y cuanto es posible. Padilla trabajó durante un tiempo como asesor parlamentario de Marta Sibina cuando esta era portavoz de Sanidad de En Comú Podem en el Congreso de los Diputados. En 2014 comenzó a investigar y escribir sobre teorías de la justicia y su aplicación al ámbito de la salud pública y las desigualdades sociales en salud. Miembro del grupo nacional y autonómico de inequidades en salud de la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria. Padilla es colaborador esporádico en Agenda Pública y en otras diversas revistas del ámbito de la medicina familiar y la atención primaria. También es co-coordinador del libro Salubrismo o barbarie (Editorial Atrapasueños, 2107). Desde hace algo más de una década, ha tratado de mezclar elementos típicos de los debates sobre salud y sanidad con aspectos menos hegemónicos del ámbito de la política, la filosofía o el activismo y los movimientos sociales. En la actualidad, compatibiliza toda esta actividad con un trabajo a media jornada en un centro de salud del norte de Madrid y, sobre todo, con la crianza de su hija.

 

 

 

© Del libro: Javier Padilla

© Del prólogo: Marta Sibina Camps

Edición en ebook: noviembre de 2019

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

28044 Madrid (España)

contacto@capitanswing.com

www.capitanswing.com

 

ISBN: 978-84-120906-6-6

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

¿A quién vamos a dejar morir?

 

 

CubiertaLa sanidad siempre está en crisis, la responsabilidad de enfermar no puede atribuirse solamente a la persona que enferma y para cambiar la sanidad tenemos que cambiar la sociedad entera. Estas tres afirmaciones se pueden utilizar como punto de partida para hablar de por qué cuando la economía enferma (decrece) la gente muere menos. O de qué significa la justicia en salud en tiempos en los que hay que defender cada derecho conquistado. O de cómo se ven representadas las injusticias culturales en las políticas de salud. O de que si queremos enfatizar los cuidados, tal vez los servicios de salud tengan que empezar por no ser lugares donde estos estén muy devaluados. O de cómo nos las vamos a arreglar para que la novedosa medicina postgenómica sea algo más que la forma tecnologizada de la más desigual de las sociedades posibles. Este libro plantea qué sociedad puede permitirse una sanidad pública para las próximas décadas, y qué sistema público de salud puede aportar algo a una sociedad que ha de transformarse para resistir y cambiar las dinámicas de precarización y crisis permanente del sistema económico y social.

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Índice

 

 

Portada

¿A quién vamos a dejar morir?

Prólogo, por Marta Sibina Camps

Introducción

Parte I. Planteamiento. ¿Qué les pasa a los sistemas públicos de salud?

01. Público

02. Antecedentes

03. Crisis

04. Ideología y control

Parte II. Nudo. ¿Cuáles son los enemigos internos y externos de los sistemas públicos de salud?

05. Dilema e interseccionalidad

06. Combustible

07. Inequidad

08. Lucro

Parte III. Desenlace. ¿Qué sistemas de salud para qué sociedad (y viceversa)?

09. Política

10. Sociedad

11. Sistema

12. Cambio

Sobre este libro

Sobre Javier Padilla

Créditos

La ronda de Dalt es una de las arterias con más tráfico de Barcelona. Según el Departamento de Estadística de la ciudad, cada día circulan 162.000 coches por esta arteria. La mayor parte de estos coches, con sus pasajeros dentro, pasan irremediablemente por delante del hospital público universitario Vall d’Hebron. Seguramente, los datos estadísticos del ayuntamiento no recojan el dato, pero me pregunto cuántos de los ocupantes de esos 162.000 coches son conscientes del milagro que suponen esos edificios hospitalarios. Por lo que a mí respecta, cada vez que paso por delante del Hospital Universitario Vall d’Hebron siento cómo sus edificios llenos de consultas, laboratorios, quirófanos y habitaciones me observan. Me observan cuando voy y vengo del trabajo, cuando salgo o vuelvo de vacaciones con mi familia, cuando voy a encontrarme con una amiga que está feliz, cuando voy a encontrarme con alguien que está preocupado, cuando voy ocupada y preocupada o cuando vuelvo contenta de una fiesta. Esos edificios me observan. Y de manera invariable, cada vez que siento su mirada sobre mí no puedo evitar devolvérsela con una mezcla de sensaciones. Miro los enormes edificios de este hospital público sintiendo orgullo, porque lo siento mío y me siento partícipe de su existencia. Los miro con esperanza porque esos edificios me ayudan a mantener viva la sensación de formar parte de una sociedad que ha decidido que vale la pena que nos cuidemos los unos a los otros. Y por qué no decirlo: los miro con preocupación ante tanto ruido y egoísmo patrocinado por aquellos que ven, en esos mismos edificios, un obstáculo en su camino a ninguna parte. Por todo eso, siempre me despido de los edificios del hospital público universitario Vall d’Hebron con una mirada que intenta decirles: tranquilos, somos muchos los que haremos todo lo que podamos para que sigáis allí, observándonos, cuidándonos y dándonos esperanza. El libro que estáis a punto de leer es un arma para que todo el orgullo y la esperanza que sentimos unas cuantas conductoras que pasamos por la ronda de Dalt delante de nuestro hospital público sean cada vez más grandes, más poderosos y, sobre todo, más conscientes.

A lo largo de mis veinticinco años como enfermera he pasado por quirófanos, centros de atención primaria, laboratorios y servicios de urgencias. Esto me ha permitido ver en primera línea el impacto del sistema sanitario en la vida de miles de personas. Como usuaria también he visto cómo el sistema cuidaba de mí, de mi familia, amigos y vecinos. Un sistema que, como conjunto de técnicas, edificios, máquinas, profesionales y medicamentos, trabaja para prevenir y curarnos. Pero más allá de los millones de interacciones que se dan cada día entre el sistema y sus usuarios, siempre he intuido que en ese proceso había algo más que consultas, operaciones, pruebas y diagnóstico y siempre he intuido que el movimiento de esa enorme maquinaria que es el sistema público de salud estaba sustentado en algo más profundo, algo que muchas veces nuestras dolencias, nuestro interés particular y nuestro día a día no nos dejan ver. Así la máquina funciona (o no) y la vida va pasando sin que sepamos muy bien por qué esos hospitales, esos médicos, esos medicamentos, ambulancias, servicios de prevención, estructuras de formación profesional, esos estudios y esos sistemas de gestión se mantienen en movimiento.

Por suerte, como profesional y usuaria, he tenido la oportunidad de tener contacto con personas que se han parado a mirar el sistema con mirada amplia. La mirada amplia de los que se encerraban y ocupaban el centro de atención primaria de mi pueblo, la mirada amplia de sindicalistas que defendían sus derechos defendiendo los míos, la mirada amplia de profesionales sanitarios, de periodistas comprometidos y de académicos. Unas miradas amplias que me han permitido ver el verdadero motor del milagro laico que supone la sanidad pública: la convicción personal, ideológica, política, democrática y ciudadana de que para vivir bien, para vivir felices y para vivir sanos no hay otra opción que entendernos como comunidad.

Creo que la oportunidad de estar en contacto con esa capacidad de ver más allá de la cotidianidad con la que nos convertimos en usuarios del sistema sanitario fue lo que me llevó primero al activismo en defensa de la sanidad pública y luego, como diputada, a la Comisión de Sanidad del Congreso de los Diputados durante la undécima y la duodécima legislatura. He de admitir mi ingenuidad a la hora de pensar que en aquel lugar encontraría la cúspide de esas miradas amplias, el lugar donde se mira en profundidad y se entiende la grandeza del fenómeno. Sabía, obviamente, que allí también es donde se confrontan visiones del mundo contrapuestas y donde se materializan discursivamente los diversos modelos de sociedad. Pero, aun así, y teniendo en cuenta que es allí donde se toman decisiones sistémicas, esperaba encontrar un mínimo de consciencia sobre aquello sobre lo que se hablaba, debatía y decidía. Pero nada de eso. Lo que encontré fue un erial de pensamiento donde ni siquiera los que ven en aquellos edificios de la ronda de Dalt un obstáculo para sus intereses eran conscientes de lo que está en juego. Un erial que se extiende, incluso, hasta aquellos que intuyen la bondad del sistema, pero que, al no entenderlo de manera amplia, caen fácilmente en las trampas que tienden los poderosos que, por serlo, ni tan solo necesitan tener un acta de diputado.

Y fue en medio de ese erial donde conocí a Javier Padilla, el autor del libro que tenéis en las manos. Y, a través de él, a todo un grupo de gente, organizaciones y escuelas que hacen lo que hay que hacer: pensar, buscar y advertir del valor profundo de lo que está en juego. Y esa es la profundidad del libro: ayudarnos a descubrirnos más allá de nuestro interés como profesionales o como usuarios y desvelarnos la dimensión política y democrática que se esconde entre las paredes de los edificios (físicos, ideológicos y discursivos) donde se desarrolla nuestro sistema sanitario público; ayudarnos a percibir la dimensión civilizatoria que vive en cada acto médico y detrás de cada decisión de gestión. Que todo esto siga en movimiento hacia lugares de más soberanía, más felicidad y más salud depende, sin duda, de que existan libros como este y miradas como la de su autor. Miradas que explican y refuerzan el orgullo y la esperanza que siento cuando paso por la ronda de Dalt y veo los edificios del Hospital Universitario Vall d’Hebron.

Y no puedo finalizar este prólogo sin decir que fue gracias a Javier Padilla como sobreviví en esa jungla llamada Congreso de los Diputados y que fueron sus palabras de ánimo y su ayuda constante, a cualquier hora, en todo lo relacionado con la actividad parlamentaria, lo que me ayudó a entender lo importante de la lucha por la sanidad pública en todos los ámbitos y, obviamente, dentro de las instituciones, aunque fuera una lucha contra viento y marea.

No se puede comprender en su totalidad lo que significa la sanidad pública y su funcionamiento sin leer las reflexiones y análisis de Javier Padilla. Es uno de los imprescindibles en esta lucha por el bien común. Por la vida en comunidad. Por un mundo mejor.

Introducción

La salud como bien social.

Su cuidado como respuesta colectiva

«Hace falta una comunidad entera para cuidar una persona», ese lema del XVIII Encuentro del Programa de Actividades Comunitarias en Atención Primaria (PACAP) bien podría estar inscrito en la entrada de los centros sanitarios del Sistema Nacional de Salud, y refleja que, si se considera la salud como un bien social, su cuidado ha de ser una respuesta colectiva.

Ahí es donde comienzan a surgir las tensiones. ¿Es la salud un bien social? ¿Hay que conjugarla en plural o en singular? En definitiva, ¿qué es la salud?

Si le preguntamos a un profesional sanitario (especialmente, si se trata de un médico) qué es la salud, es muy probable que nos recite la definición que dio la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1946, que dice que se trata del «estado de completo bienestar físico, psicológico y social». Aunque esta definición fue útil en su momento para tratar de trascender la barrera que identificaba la salud exclusivamente con lo físico, lo cierto es que en la actualidad se nos antoja obsoleta, imposible e incluso dañina, dado que plantea como no saludable todo aquel estado que no sea completamente perfecto.[1]

Desde aquella definición de salud, muchas otras son las que se han ido sucediendo, tanto desde el punto de vista teórico como del de la aplicación práctica de saberes colectivos de culturas diversas. Quién define qué es la salud cuando esta es inseparable del contexto, la vivencia y su corporalidad es algo complejo, necesario y complicado de responder. Nada más lejos de mi intención adentrarme en ese laberinto en este libro. Durante los capítulos de este se hará uso de una conceptualización de la salud cercana al concepto de dignidad que utilizan Amartya Sen y Martha Nussbaum en el llamado «abordaje de las capacidades», y que está compuesta no solo por variables clásicas de salud (duración de la vida, falta de discapacidad…), sino también por variables relacionadas con la capacidad para el disfrute del ocio, la representación pública o la participación social.

La adscripción a un tipo de definición de salud u otro es, al fin y al cabo, la toma de partido en el eje individuo-comunidad. Ya sea hablando de cómo financiar los servicios públicos de salud (impuestos, donaciones, seguros, pagos de bolsillo[2]…), de quién es responsable de enfermar (decisiones individuales, influencia de los determinantes sociales de salud…) o de cómo hemos de abordar los grandes problemas de salud (abordaje individual basado en la estratificación del riesgo, abordajes poblacionales que intenten desplazar la distribución del riesgo de la totalidad de la población…), el dilema que subyace es el de considerar a los individuos o a las poblaciones como sujetos de desarrollo de las políticas de salud y dueños de la calificación de «sanos» o no.

En un mítico artículo publicado en el International Journal of Epidemiology,[3] Geoffrey Rose planteó que la manera de enfermar de los individuos y la de las poblaciones eran diferentes y que tenían que ser analizadas de maneras distintas; asimismo, Rose planteaba que los abordajes desde la salud pública no deberían basarse en actuar sobre los individuos o grupos de individuos con alto riesgo de presentar un resultado adverso de salud, sino que deberían llevarse a cabo actuaciones universales que lograsen disminuir el riesgo de la población en su conjunto, desplazando la curva de riesgos hacia lugares más saludables. Tratando de aterrizar esto en alguna medida que nos suene familiar, podríamos decir que antes que buscar a las personas que ingieren altas cantidades de bebidas azucaradas para llevar a cabo alguna medida que disminuya su consumo, deberíamos plantear medidas como la implantación de un impuesto a las bebidas azucaradas que, aunque tenga un impacto variable a lo largo de la escala de consumo de estas bebidas, desplazará a la totalidad de la población hacia consumos de menor riesgo. Otro ejemplo sería el de actuar para promover la actividad física en personas con alto riesgo cardiovascular construyendo una gran red de carriles bici con seguridad e incentivos para su utilización por parte del mayor porcentaje de población posible.

¿Es la salud un bien común?

Un aspecto común de todas las definiciones de salud que habitualmente se manejan es que consideran que la salud es un bien individual, más allá de que tenga condicionantes que hundan sus raíces en los determinantes sociales de la salud y que impliquen a la colectividad en su cuidado. Conjugan la salud en singular.

Sin embargo, se hace necesario un abordaje que piense la salud como un bien colectivo de cuyo cuidado también ha de responsabilizarse a dicha colectividad (a la que podemos llamar comunidad, sociedad…). Esta visión de colectividad sí que se ha desarrollado a la hora de pensar en qué políticas e intervenciones son las que tienen mayor capacidad para mejorar la salud de los individuos y las poblaciones, pero también la han aplicado las grandes industrias fabricantes de productos nocivos para la salud (tabacaleras, industria de alimentación ultraprocesada…) en su intento de actuar a nivel poblacional vendiendo una idea prefabricada y totalmente uniformizada de individualidad y originalidad.

Si la salud es un bien común,[4] más allá de las definiciones, visiones y acercamientos desde la academia, será esa comunidad la que tenga que hacer el esfuerzo por definirla. Una de las características de la conceptualización de la salud en los últimos cincuenta años ha sido la creciente separación del papel del pueblo (entendido como «sabiduría popular», pero también como «sentido común») en su definición.

El aceleramiento en los ritmos del capital, el acortamiento en los tiempos de vida útil de los bienes y conceptos y el incremento en la explotación comercial de ámbitos antes nunca explotados han hecho que la salud no tuviera tiempo para ser definida por gente lega y desde la colectividad, de modo que ha debido ser expropiada, estandarizada y transformada en una suerte de matriz de medidas y biomarcadores que faciliten su clasificación.

Paradójicamente, a la vez que la definición de salud en su práctica material se ha alejado de la población, esta última ha ido recibiendo más mandatos sobre prácticas y conductas que debe elegir de forma «libre» (ya se hablará en este libro sobre esta libertad) para así poder alcanzar ese estado de salud definido desde fuera.

Es necesario definir una forma de acordar qué consideramos salud, qué implicaciones tiene y cómo preservarla; probablemente esto no pueda ser hecho, de forma operativa, con la participación de «todos los afectados»,[5] pero parece claro que es necesario dejar de acaparar la normativización de la salud por parte de los profesionales sanitarios, así como desmercantilizarla (lo cual irá unido a alejarla de la búsqueda perpetua de marcadores biométricos que traten de medir cosas que aún no sabemos si sirve para algo medir).

Esta necesidad de recuperar lo comunitario afecta no solo a las vivencias positivas y los derechos, sino también a la gestión de la escasez y la toma de decisiones complejas. El título del libro hace referencia a un artículo del filósofo barcelonés Àngel Puyol en el que se preguntaba «¿A quién debemos dejar morir?»,[6] a raíz de un suceso ocurrido en un hospital madrileño en el que se excluyó de la lista de trasplantes a un paciente por su contexto socioeconómico, y no por razones médicas. Al fin y al cabo, de esto trata lo que hacemos con los sistemas públicos de salud: priorizar el uso de los recursos que se tienen aplicando criterios de eficiencia y equidad para, en última instancia, tratar de mejorar la salud de la población de la manera más justa posible.

La sanidad pública y las retrotopías

El periodista Guillem Martínez acuñó el término «cultura de la transición» en alusión a la cultura española posterior al franquismo, una cultura consensuada y vertical que ha actuado, desde los años ochenta, como el paradigma cultural unificador de conciencias políticas y sociales. Como el único marco posible de realidad durante décadas.

Paralelamente, podríamos hablar de la «sanidad de la transición» como aquella conceptualización de las políticas de salud en el Estado español posterior al franquismo, unas políticas de salud consensuadas y verticales, centrípetas hacia lo sanitario, que han actuado, desde los años ochenta, como el paradigma unificador de políticas de salud, pero también sociales. Como el único marco posible de realidad durante décadas.

El papel de la sanidad en el conjunto de los estados de salud de la población es relativamente modesto (hablaré de esto más adelante), siendo más importantes otros determinantes de tipo medioambiental o socioeconómico; sin embargo, en este libro voy a dedicarle un papel importante no solo por lo que es la sanidad pública para la creación de salud, sino, sobre todo, por lo que significa como servicio público y escenario de batalla de visiones y opciones políticas diversas y, en ocasiones, contrapuestas.

La construcción del sistema público de salud en España se hizo a la par que se levantaba una retrotopía, tomándole prestado el término a Zygmunt Bauman, una utopía construida a posteriori y proyectada sobre el pasado. Esta retrotopía, junto con el equivalente sanitario de la cultura de la transición, es lo que hace que toda reforma se plantee con el pasado como modelo y como objetivo, un pasado idealizado e irrepetible (afortunadamente).

Con estas páginas no se pretende hacer una teoría del todo que nos saque de esa retrotopía y plantee un futuro fácil y determinado, pero sí facilitar al lector herramientas de análisis de los sistemas públicos de salud con una mirada hacia el pasado, el presente y el futuro, introduciendo elementos que, tal vez, no sean los que más abunden a la hora de hablar tanto de salud como de sanidad.

Tomando como guía la muy manoseada (y no por ello menos cierta) frase de Rudolf Virchow que dice que «la medicina es una ciencia social, y la política no es más que medicina a gran escala», es preciso dejar de lado los discursos que abogan por despolitizar un ámbito, el de la salud, que ahora más que nunca necesita de las politizaciones más radicales que podamos imaginar.

[1] Huber, M. et al., «How should we define health?», BMJ 343, 2011, d4163.

[2] Se llama pago o gasto de bolsillo a aquel que es aportado de forma directa por el usuario, no vía impuestos ni mediante seguros de ningún tipo.

[3] Rose, G., «Sick individuals and sick populations», International Journal of Epidemiology 30(3), 2001, pp. 427-432.

[4] Vineis, P., «Public health and the common good», Journal of Epidemiology and Community Health 68, 2014, pp. 97-100.

[5] Esto hace referencia al denominado principio de todos los afectados, que considera que en la toma de decisiones en el ámbito de lo público deben estar implicadas todas las personas o colectivos que estarán afectadas por dichas decisiones.

[6] Puyol, À., «¿A quién debemos dejar morir?», Claves de la Razón Práctica 103, 2002, pp. 54-59.

¿QUÉ LES PASA A LOS SISTEMAS PÚBLICOS DE SALUD?

Los sistemas públicos de salud son un lugar donde confluyen diferentes conflictos políticos, económicos, sociales y morales. Desde dónde construir la definición de salud hasta qué papel ha de desempeñar la individualidad frente a la colectividad a la hora de atribuir responsabilidades en el desarrollo de la enfermedad, qué papel han de tener el Estado y lo público en el cuidado de la salud de la población, de qué manera se han de financiar los sistemas públicos de salud y qué repercusiones tiene la elección de un modelo determinado, qué ideología existe detrás de las diferentes maneras de abordar la salud y las políticas en este ámbito o por qué los sistemas públicos de salud siempre están en crisis…

Cada sociedad se ha ido dotando de una estructura de protección, prevención y cuidado de la salud que es resultado de su contexto socioeconómico, su situación política y sus valores culturales. En este primer bloque se abordarán los motivos por los cuales es importante que mantengamos un sistema público de salud —quiera decir esto lo que quiera decir—, a qué llamaremos público y a qué privado, o qué marco ideológico es el que da forma a cada manera de pensar la salud y de abordar las políticas sanitarias.

Además, se hablará especialmente de la compleja relación entre sistemas públicos de salud y crisis, presente desde hace décadas y sin aparente capacidad para resolverse ni hacia el colapso total ni hacia la solvencia del sistema.

Más allá de las noticias sobre listas de espera, falta de médicos (o no), precariedad laboral de los enfermeros o el nuevo récord de trasplantes anuales de España por enésimo año consecutivo, existe un terreno en el cual es preciso fijarse en la brecha y no en la grieta para describir la situación de los servicios públicos, en general, y de los de salud, en particular, para preparar las propuestas del futuro que permitan hacer frente a las embestidas de muchos de los intereses en conflicto que interactúan en el ámbito de la salud.