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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca y Deseo, n.º 166 - junio 2019

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-111-7

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Más allá de la razón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

 

El secreto del novio

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Imogen

 

Al día siguiente por la mañana iba a casarme con un monstruo.

No importaba lo que quisiera yo. Y, ciertamente, tampoco importaba lo que sintiera. Era la hija menor de Dermot Fitzalan, y por tanto estaba obligada a someterme a la voluntad de mi padre, tal como se había hecho siempre en mi familia. Siempre había sido consciente de mi destino.

Pero resultó que me estaba mostrando bastante menos resignada a ese destino de lo que había esperado cuando era más joven y bastante más estúpida. Cuando mi boda no se cernía todavía sobre mí como una amenaza, reclamándome como si fuera una especie de inevitable virus.

–No puedes dejar que nuestro padre te vea en ese estado, Imogen –me dijo con energía mi hermanastra, Celeste, cuando entró en mi habitación–. Así solo conseguirás empeorar las cosas.

Sabía que tenía razón. La triste verdad era que Celeste solía tener razón en todo. La sofisticada y elegante Celeste, que se había resignado a sus obligaciones con una sonrisa en los labios y la apariencia de una serena alegría. La despampanante, universalmente adorada Celeste, que había heredado la rubia fisonomía de su difunta madre y con la que me habían comparado siempre, con clara desventaja para mí. Mi propia madre, difunta también, había sido un bombón de cabello rojo fuego, tez blanquísima y ojos de un misterioso color esmeralda, pero yo solamente me parecía a ella a la manera de una imagen reflejada en un espejo roto y velado por la niebla. Al lado de mi hermanastra, yo siempre me había sentido como el patito feo de los Fitzalan, alguien poco proclive a llevar la suntuosa vida social para la que había nacido y había sido educada. La vida que Celeste llevaba con tanto gusto y elegancia.

Incluso aquel día, víspera de mi boda, cuando teóricamente habría debido ser yo el objeto de todas las miradas, Celeste lucía un aspecto tan imponente como sofisticado. Se había recogido la melena rubia clara en un moño flojo y se había maquillado lo justo para resaltar sus ojos y sus altos pómulos. Mientras que yo todavía estaba en pijama pese a que era mediodía, y sabía, sin tener que mirarme en un espejo, que mis rizos estarían tan enredados como siempre. Todas estas cosas eran efectivamente un mal augurio, porque, además, el monstruo la había deseado a ella en primer lugar.

Y muy probablemente todavía la seguía deseando, según cuchicheaba todo el mundo. Incluso me lo habían cuchicheado a mí, lo cual me había sorprendido y dolido a la vez, porque era bien consciente de la situación. A mí no me había elegido nadie: era simplemente la heredera Fitzalan. Mi herencia me convertía en un atractivo partido, al margen de lo indomables que fueran mis rizos o de las muchas ocasiones en que había decepcionado a mi padre con mi incapacidad de adornar una habitación con mi presencia. Era más probable que acabara llamando la atención para mal, que para bien.

Tenía una risa demasiado estruendosa y siempre inoportuna. Siempre llevaba algo torcida la ropa, siempre con algún pequeño defecto. Prefería leer antes que asistir a los meticulosamente preparados eventos sociales en los que se esperaba cumpliera con mis deberes como anfitriona. Por tanto, era una suerte que mi matrimonio fuera de conveniencia. Conveniencia de mi padre, que no mía. Jamás había tenido la menor fantasía al respecto.

–Los cuentos de hadas son para las demás familias –nos había dicho siempre nuestra severa abuela, golpeando con fuerza la contera de su bastón contra los duros suelos de su inmensa casa de la campiña francesa que, según se contaba, había pertenecido a nuestra familia desde el siglo xii–. Los Fitzalan tienen propósitos más altos.

De niña, yo me había imaginado a Celeste y a mí ataviadas con armaduras, cabalgando en pos de gloriosas batallas bajo antiguos estandartes, y matando algún que otro dragón antes de que llegara la hora de nuestra cena. Ese me había parecido el más alto propósito al que había estado destinada nuestra familia. Las austeras monjas austriacas que nos cuidaban habían necesitado años para convencernos de que no era esa la principal ocupación de las niñas de sangre azul que eran enviadas a remotos conventos para recibir la educación exigida. Niñas especiales con impecables pedigríes y padres ambiciosos tenían un papel muy diferente que cumplir. Niñas como yo, a las que nunca nadie había pedido su opinión sobre lo que les habría gustado hacer con sus vidas, porque todo había sido calculado previamente sin su concurso.

–Tienes que encontrar paz y sentido en el deber, Imogen –me había dicho más de una vez la madre superiora, cuando me sorprendía toda furiosa con los ojos llorosos, rezando entre dientes un rosario para redimir mis pecados–. Debes ahuyentar todas esas dudas que tienes y confiar en tu destino.

–Los Fitzalan tienen un alto propósito en la vida –me decía siempre la grandmère, la abuela francesa.

Un alto propósito que, según fui aprendiendo con el tiempo, no era otro que el dinero. Los Fitzalan atesoraban continuamente dinero: aquello era lo que había distinguido a nuestra familia durante siglos. Los Fitzalan nunca habían sido reyes ni cortesanos. Financiaban los reinos que les gustaban y hundían los que no eran merecedores de su estima, todo ello al servicio del incremento de sus riquezas. Aquel era el grande y glorioso propósito que corría por nuestra sangre.

–Yo no estoy «en ese estado» –repliqué en aquel momento a Celeste, pero no me levanté ni hice intento alguno por explicarle cómo me encontraba realmente.

Y ella tampoco se molestó en responderme. Yo me había atrincherado en el salón contiguo a mi dormitorio de la infancia, para rumiar mejor mis pensamientos y distraerme fantaseando con el atractivo Frederick, que trabajaba en las cuadras de mi padre y poseía unos preciosos ojos azules de soñadora mirada.

Habíamos hablado una sola vez, años atrás. Tomando mi caballo de la brida, me había guiado hasta el patio como si yo hubiera requerido su ayuda. La sonrisa que me lanzó había alimentado mis fantasías durante años.

Se me antojaba insoportable la perspectiva de seguir bajando la mirada durante muchos más años… solo que en la compañía de un hombre, un marido, que era tan odiado como temido por toda Europa. Ese día, sentía la mansión de los Fitzalan talmente como lo que era: una cárcel. Si era sincera, tenía que reconocer que jamás había constituido un hogar.

Mi madre había muerto cuando yo aún no había cumplido los ocho años, y en mis recuerdos siempre estaba llorando. Yo había quedado a cargo de la dulce generosidad de la grandmère, y luego, cuando esta murió, de mi padre, al que siempre había decepcionado. Mi padre que, a esas alturas, era el único pariente vivo que me quedaba. Salvo Celeste, diez años mayor que yo. Y mejor que yo en todo.

Habiendo perdido a mi madre, yo me había aferrado a lo poco que había quedado de mi familia. Eran lo único que me quedaba.

–Debes tener a tu hermana como guía –me había dicho la grandmère en más de una ocasión. Generalmente al sorprenderme corriendo por los pasillos de la antigua mansión, toda desarreglada, cuando habría debido permanecer decorosamente sentada en alguna parte, con la cabeza inclinada en dulce actitud de sumisión.

Lo había intentado. De verdad que sí. Siempre había tenido delante de mí a Celeste, con aquella elegante mansedumbre que siempre había envidiado en ella y que nunca había conseguido imitar. Celeste lo hacía todo con gracia y sutileza. Se había casado el día en que cumplió los veinte años con un hombre cercano a la edad de nuestro padre: un conde que afirmaba descender de sangre real, de la más gloriosa prosapia europea. Un hombre al que jamás había visto sonreír.

Y, con los años, Celeste había regalado a su aristocrático marido dos hijos y una hija. Porque mientras que yo había sido educada para cumplir con mis obligaciones, consciente siempre de lo que se esperaba de mí, pese a mis fantasías privadas con los azules ojos de Frederick, Celeste había florecido radiante en su papel de condesa.

Y ahora allí estaba yo, víspera del día en que iba a cumplir los veintidós años, día elegido no por casualidad para mi boda con el hombre que había escogido mi padre para mí y al que ni siquiera conocía. Mi padre había considerado innecesario aquel encuentro previo y nadie le llevaba la contraria a Dermot Fitzalan.

«Feliz cumpleaños», me dije, deprimida. Celebraría mi aniversario con una forzada marcha hacia el altar del brazo de un hombre cuya sola mención hacía encogerse de horror a los criados de nuestra mansión. Un hombre de quien se decía que había cometido todo tipo de cosas horribles. Un hombre al que todo el mundo tenía por un diablo encarnado. Un hombre que ni siquiera era de estirpe noble, que era lo que habría sido de esperar en mi futuro marido.

Por contraste, el marido de Celeste, el adusto conde, tenía un título tan antiguo como su edad, pero con pocas propiedades para respaldarlo. Y poco dinero atesorado después de siglos de aristocrático esplendor, según se rumoreaba. Aquella era la razón, conforme supe después, por la que mi padre me había escogido un marido que pudiera compensar su falta de pedigrí con sus impresionantes riquezas. Riquezas que servirían para aumentar el poder financiero de los Fitzalan.

La sofisticada Celeste, siempre tan dulce y frágil, se había casado con un conde que combinaba bien con su aristocrático linaje. Lo mío fue más difícil. A mí podían venderme a un plebeyo cuyas arcas parecían crecer de año en año. De esa manera mi padre habría podido echar mano a su pastel y devorarlo a capricho. Yo sabía todo eso. Lo que no significaba que me gustara.

Bajo el ventanal de mi dormitorio, Celeste se instaló en el otro extremo del canapé donde yo me había refugiado aquella gris mañana de enero, como esperando poder ganar tiempo con mi hosco silencio y escapar así a mi propio destino.

–Solo conseguirás ponerte enferma –me dijo con tono pragmático. O, al menos, así fue como interpreté la mirada que me lanzó en ese momento, por debajo de la aristocrática nariz que compartía con nuestro padre–. Y, de todas formas, eso no cambiará nada. Es un esfuerzo vano.

Yo no deseo casarme con él, Celeste.

Celeste soltó entonces aquella cantarina carcajada que a mí generalmente me sonaba como música celestial. Ese día, sin embargo, me desgarró por dentro.

–¿Ah, no? –se rio de nuevo, y yo creí haber detectado una especial dureza en su mirada cuando dejó de reírse–. Pero, por favor, ¿quién te dijo que tus deseos importan algo?

–Tendría que haberme consultado, al menos.

–Los Fitzalan no son una familia moderna, Imogen –declaró Celeste con un punto de impaciencia, tal como habría podido hacer nuestro padre–. Si lo que quieres es progreso y autodeterminación, me temo que has nacido en la familia equivocada.

–Esa no fue en absoluto mi elección.

–Imogen, todo esto es tan infantil… Tú siempre has sabido que llegaría este día. No puedes haberte imaginado que, de alguna manera, podrías escapar a lo que se espera de todo Fitzalan desde su nacimiento.

En la manera en que pronunció el pronombre «tú», se adivinaba el mayor de los desprecios. Y en la manera en que pronunció el verbo «escapar», el mayor de los asombros, como si esa fuera una perspectiva absolutamente fantasiosa.

Lo cual sugería que su propio «florecimiento» no había sido ni tan espontáneo ni tan gozoso como yo me había imaginado. No sabía muy bien cómo procesar aquella posibilidad.

Me estremecí en aquellos sombríos aposentos construidos siglos atrás para impresionar a los invasores normandos, que no para proporcionar siquiera un mínimo de comodidad a sus descendientes. Me quedé mirando fijamente por la ventana al engañosamente sereno paisaje de la campiña que se extendía ante mí. Los jardines cuidadosamente mantenidos, con sus setos perfectamente podados. Fingí no saber que la parte delantera de la mansión estaría decididamente menos tranquila ese día, con toda la familia e invitados reunidos para felicitarme por mi boda. Celeste y su familia de Viena, nuestros consumidos tíos abuelos de París, los impertinentes primos de Alemania. Los astutos y bien alimentados socios de mi padre y los rivales de todo el mundo. Por no hablar del aterrador novio. El monstruo con quien se esperaba que me casara al día siguiente por la mañana.

¿Cómo es? –pregunté con voz quebrada.

Celeste se quedó durante tanto tiempo callada que tuve que desviar la mirada de la ventana para estudiar su expresión.

Ignoraba lo que esperaba ver. Pero desde luego no fue lo que vi: aquella sonrisa como la de un gato relamiéndose de placer ante un plato de leche.

–¿Seguro que quieres saberlo? –me preguntó a su vez Celeste, sonriendo como satisfecha consigo misma, lo que me provocó un estremecimiento–. No sé si te reportará algún beneficio conocer por adelantado al hombre con quien deberás compartir el resto de tu vida.

–Tú no te casaste con un monstruo –le reproché. Aunque cuando pensaba en el conde y en aquella inveterada expresión suya de repugnancia hacia todo, no podía evitar preguntarme si el término «monstruo» no sería aplicable también a él.

La sonrisa de Celeste, si acaso eso era posible, se tornó aún más engreída y satisfecha, lo que me provocó un nuevo escalofrío.

–Ese hombre no se parece en nada a ninguno que hayas conocido, Imogen. Es imposible prepararse para el impacto que supone conocerlo, te lo aseguro.

–No entiendo lo que quieres decir.

De nuevo, Celeste emitió aquella risa cantarina.

–Debo recordarme que eres demasiado joven. Has llevado una vida demasiado protegida. Y te has mantenido intacta, en el pleno sentido de la palabra.

La manera en que me miró hizo que el corazón empezara a martillearme en el pecho. Porque, si había de hacer caso a su taimada y levemente compasiva expresión, mi hermanastra no era en absoluto la mujer que yo siempre había pensado que era.

Lo cierto era que no sabía qué pensar de todo aquello, pero lo dejé pasar, mientras intentaba recuperar el aliento. Ya lo averiguaría en algún momento de mi oscuro futuro, cuando estuviera casada y establecida y, de alguna forma, hubiera logrado sobrevivir al monstruo que ya estaba en aquella casa, esperándome.

Lo siento por ti –murmuró Celeste al cabo de un momento, pese a que su tono parecía desmentir aquellas palabras–. De verdad, no es justo. ¿Cómo puede esperarse de una chiquilla tan ingenua como tú que se arregle con un hombre como Javier Dos Santos?

Hasta la mención de su nombre me llenó de terror. Me dije a mí misma que tenía que ser terror, aquella sensación ardiente que me golpeó en el pecho, para luego descender en espiral hasta alojarse en mi vientre. Lo cual era una muestra de lo mucho que lo aborrecía y temía a la vez.

–Pensaba que lo odiabas –le recordé a mi hermana–. Después de lo que te hizo…

Recordé los gritos. La grave voz de mi padre resonando por toda la casa. Recordé los sollozos de Celeste. Hasta ese momento, aquella había sido la única vez en que mi hermana no ofreció su habitual imagen de perfección… y yo había culpado entonces al hombre al que había considerado responsable de semejante trastorno.

Recordé también la única y fugaz visión que había tenido del propio Javier Dos Santos. Tras otra ronda de gritos y sollozos y de la clase de disputa en la que, según la educación que había recibido, nunca debían caer los Fitzalan, pegué la nariz al cristal de la puerta principal, escondida tras las cortinas. Fue entonces cuando vislumbré al monstruo que había amenazado con destrozar a mi familia.

Habían pasado años desde entonces, pero mis recuerdos de aquel incidente continuaban tan vívidos como si hubiera ocurrido el día anterior. Su pelo negro y brillante, de un negro que casi parecía azul. Un rostro cruel y duro, de rasgos tan ásperos que quitaban el aliento. Puro músculo, un hombre duro y peligroso, lo más opuesto posible a los delicados caballeros a los que yo estaba acostumbrada.

Aquel hombre no había tenido derecho alguno a mi preciosa hermana. Eso era lo que había pensado en aquel entonces. Un sentimiento que mi padre le había hecho explícito en términos inequívocos. Celeste había estado reservada para mejores candidatos. Pero tal parecía que Javier Dos Santos sí que era lo suficientemente bueno para mí

–Por supuesto que no le odio –repuso mi hermana, con otra carcajada que parecía sugerir que me tenía por la chiquilla más ingenua del mundo–. ¿De dónde has sacado una idea semejante?

–De ti. Recuerdo que dijiste a gritos que lo odiabas, que lo odiarías para siempre, que nunca te rebajarías a…

Mira, esto es lo que puedo decirte sobre Javier –me interrumpió Celeste, pronunciando curiosamente su nombre como si fuera un apetitoso bocado–. Él no es como los demás hombres. Olvídate de cualquier prejuicio que puedas tener sobre él.

–El único hombre que conozco es nuestro padre. Aparte de un puñado de curas. Y tu marido.

No había querido expresarlo así. Había dicho «tu marido» como si estuviera emitiendo un juicio, una sentencia negativa. Pero Celeste se recostó en el canapé, perfectamente relajada.

–Javier es un hombre muy viril. De una virilidad casi animal, incluso. Tomará lo que quiera y, peor aún, tú misma te rebajarás de buen gusto a dárselo.

Yo fruncí el ceño.

–No tengo ninguna intención de rebajarme. Y mucho menos de buen gusto.

Celeste hizo un gesto despreciativo con la mano.

–Lo harás. Él te humillará, te insultará, probablemente hasta te hará llorar. Y tú todavía le darás las gracias.

El corazón me latía tan rápido que me sentía mareada. Tenía la garganta seca y la lengua como si fuera de trapo. La sensación de terror me pulsaba en las venas, cada vez más ardiente y más salvaje.

–¿Por qué me estás diciendo todas estas cosas? La víspera de mi boda, además.

Si Celeste se sintió avergonzada, no lo demostró. En absoluto.

–Simplemente estoy intentando prepararte, Imogen.

–Ya sé que es un monstruo. Lo que no sé es por qué piensas que hablar de insultos y de humillaciones mejorará la situación.

Tendrás que controlar esa lengua tuya, por supuesto –me dijo Celeste casi con tristeza–. Él no lo tolerará. Como tampoco tolerará esa manera que tienes de correr de un sitio a otro con afán, como si fueras una de esas mujeres que se pasan todo el día corriendo en una cinta, sudorosas y coloradas.

Porque ella, en cambio, era por naturaleza fina y delgada, y hermosa, por supuesto. Suponía que cualquiera que tuviera que esforzarse por alcanzar la perfección no se la merecía. De alguna manera nunca se me había pasado por la cabeza que esa descripción fuera aplicable a mí, también.

–Eres muy afortunada, entonces, de haberte librado de esa responsabilidad –repuse con tono suave–. De que yo esté aquí para arrostrar esa carga por ti. Por nuestra familia.

Nunca antes le había visto aquella expresión. Su rostro enrojeció de furia. Alzó la barbilla. Le brillaban los ojos.

–Indudablemente que soy una mujer muy afortunada.

Me puse a juguetear con el dobladillo de la chaqueta de mi pijama. Traicionando mi angustia, evidentemente. Pero a pesar de lo extraño del comportamiento de Celeste, seguía siendo mi hermana. Fue por eso por lo que me atreví a preguntarle la única cosa que más me había preocupado desde que mi padre me comunicó mi compromiso en la cena de Navidad.

–¿Crees que…? –me aclaré la garganta–. ¿Me hará daño?

Durante un buen rato, Celeste no dijo nada. Cuando lo hizo, tenía una mirada de dureza, con los labios apretados. No parecía ya en absoluto relajada.

Sobrevivirás a ello –me dijo al fin–. Siempre sobrevivirás a ello, Imogen, para bien o para mal, y es a eso a lo que tendrás que agarrarte. Mi consejo es que te quedes embarazada lo antes posible. Los hombres como él quieren herederos. Al final, eso es lo único que quieren. Cuanto antes cumplas con tu deber, antes te dejará en paz.

Mucho después de que Celeste abandonara mi habitación, yo seguía paralizada en el sitio, consternada e incapaz de respirar. Algo me constreñía el pecho y seguía teniendo aquella sensación de terror alojada en mis entrañas. No podía dejar de pensar que acababa de ver a mi hermanastra tal como era… por primera vez en mi vida. Lo cual me producía un inmenso dolor.

Pero también experimentaba una especie de desasosiego que no lograba comprender. Fue eso lo que me impulsó a levantarme. Me sequé los ojos con las manos y me dirigí hacia la puerta… para detenerme justo a tiempo cuando me imaginé, demasiado vívidamente, la cara que pondría mi padre cuando me encontrara vagabundeando despeinada y en pijama por la casa, precisamente cuando estaba llena de importantes invitados de boda.

Me vestí rápidamente, poniéndome el vestido que las doncellas me habían dejado preparado, como animándome silenciosamente a que me ataviara al modo que le gustaba a mi padre. Algo que no era por cierto de mi gusto, ya que yo no habría elegido un vestido en aquella época tan fría del año, pese a que aquel fuera de lana y de manga larga. Complementaron el vestido unas botas de cuero fino altas hasta las rodillas. Nada más calzármelas, me volví hacia el espejo.

No, evidentemente no me había convertido en el epítome de la elegancia tras mi vigilia en el canapé de mi dormitorio. Los rizos de mi pelo siempre parecían enredados, indómitos. La elegancia remitía a la finura, a la delicadeza, pero mi cabello se resistía a cualquier intento de domeñarlo. Las monjas habían hecho todo lo posible, pero incluso ellas habían sido incapaces de combatir su natural tendencia a buscar su propia forma. Me lo peiné con los dedos lo mejor que pude, resignada. Mi pelo era como la condena de mi existencia. De la misma forma que yo era la de mi padre.

Solo cuando pude reconocer con toda sinceridad que me había esforzado al máximo por adecentarme un poco, mínimamente al menos, me decidí a abandonar la habitación. Me dirigí al ala familiar y subí luego por la escalera de servicio, la reservada a los criados. Sabía que mi padre no aprobaría que su hija se moviera por la casa como si fuera una de ellos, pero no podía imaginarse hasta qué punto me había familiarizado yo con los pasadizos secretos de aquel montón de piedras. El hecho de conocerlos tan bien hacía mucho más soportable mi vida allí.

Era lo que me permitía escabullirme y guardar las distancias cuando se preparaba alguna bronca. O volver sin ser vista de mis largos paseos por la campiña, toda desarreglada y llena de barro, para refugiarme en mis aposentos antes de que alguien me sorprendiera y yo tuviera que aguantar el sermón acostumbrado: las habituales exclamaciones de indignación, escándalo y amenazas de recortarme el tiempo dedicado al ejercicio físico hasta que aprendiera a comportarme como una verdadera dama.

Cuidadosamente me interné en el ala de los invitados, evitando las habitaciones que sabía habían sido dispuestas para los diferentes miembros de la familia y los amigos de mi padre. Sabía que solo había un lugar posible donde mi padre se hubiera atrevido a instalar a un personaje tan rico y poderoso como Javier Dos Santos. El único lugar adecuado para un novio con una reputación financiera tan formidable.

Diez años atrás mi padre podía haberlo echado de su casa, sí, pero en aquel momento lo había recibido con tanta cordialidad que hasta le había entregado la mano de su hija. En las circunstancias actuales, por tanto, Dermot Fitzalan no habría ahorrado lujo alguno.

Me encaminé pues hacia una de las últimas adiciones de la antigua mansión, un pabellón de dos plantas conectado con el ala de invitados donde mi abuela había pasado sus últimos días. Era en sí un edificio independiente, con sus habitaciones y su entrada propia, pero yo sabía que podía acceder por el primer piso y colarme en su galería privada.

No me pregunté a mí misma por qué estaba haciendo aquello. Solo sabía que estaba atada al dolor que sentía por mi hermana y que el terror que experimentaba en mi interior me espoleaba a hacerlo. Me deslicé en la galería por la puerta de servicio disimulada detrás de unos cortinajes. Pegada a la pared, agucé el oído para esforzarme por detectar algún signo de vida. Fue entonces cuando oí la voz.

Su voz. Autoritaria. Grave. Intensa como un sabor a chocolate negro y a un vino fuerte, todo fundido en uno. «Hermosa», me susurró mi voz interior.

Me quedé horrorizada de mí misma. Pero no retrocedí. Javier Dos Santos estaba hablando rápidamente en un español de sonoridad líquida y animada, en el piso bajo. Me fui apartando lentamente de la pared de la galería para poder asomarme y echar un vistazo al balcón del piso inferior, que comunicaba con el salón.

De repente, por un momento, recuerdo y realidad parecieron enredarse. Una vez más, estaba acechando a Javier Dos Santos a escondidas. Una vez más, me quedé impresionada por su físico. Años atrás lo había visto vestido de frac, con una ropa formal que acentuaba sus anchos hombros y su torso granítico. Ese día, en cambio, lucía una camisa desabrochada encajada bajo un pantalón que resaltaba sus poderosos muslos. Me vi incapaz de apartar la mirada.

Una vez más, mi corazón empezó a latir tan rápido que hasta pensé que podía estar enferma. Pero no lo estaba. Sabía bien que no. Vi que se pasaba una mano por su oscuro pelo, tan negro y brillante como recordaba, como si los años no le hubiesen afectado. Escuchaba con el móvil pegado a la oreja, la cabeza ladeada, hasta que soltó otra parrafada de lírico español que me dejó sin aliento. Como si sus palabras me atravesaran, o se infiltraran más bien dentro de mi ser.

Con mi español básico podía entender el sentido de sus palabras, que no todos sus matices. Asuntos de negocios en Gales. Algo sobre los Estados Unidos. Y un feroz debate sobre Japón. Terminó bruscamente la conversación y arrojó el móvil sobre la mesa que tenía al lado. El aparato rebotó en su dura superficie, haciéndome demasiado consciente del silencio que siguió a aquel ruido.

Javier Dos Santos permaneció donde estaba por un instante, fija su atención en los papeles que tenía delante, o quizá en su tablet. Cuando levantó la cabeza, lo hizo rápidamente. Sus ojos oscuros tenían una mirada firme y fiera, que me dejó clavada en el sitio. Comprendí de pronto, vulnerable y temerosa, que durante todo el tiempo había sido consciente de mi presencia.

–Hola, Imogen –me saludó en un inglés de leve acento, que hizo que mi nombre sonara como una especie de hechizo. O de terrible maldición–. ¿Piensas hacer algo más aparte de quedarte ahí mirándome?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Javier

 

Yo era un hombre construido a fuerza de mentiras.

Mi descreído padre. Mi débil y dependiente madre. Las mentiras que habían dicho: a sí mismos, al mundo, a mí y a mis hermanas, me habían convertido en el hombre que ahora era, para bien o para mal. En la vida que me había construido yo, sin embargo, no había espacio alguno para mentiras como aquellas. No toleraba ya las mentiras. Ni a mis empleados, ni a mis socios. Ni a mis hermanas, ya adultas y en deuda conmigo. Ni a nadie que pisase esta tierra. Y, ciertamente, tampoco a mí mismo.

Así que no era posible disimular el hecho de que mi primer conocimiento de mi futura esposa, la poco agraciada hermana Fitzalan, tal como era conocida… no me impresionó de la manera que yo había esperado.

Había esperado otra cosa. Ella no era Celeste, pero al fin y al cabo era una Fitzalan. Era su pedigrí lo que importaba, eso y la dulce y largamente esperada venganza que me estaba tomando con su padre, al obligarle a que me entregara aquello que ya me había negado una vez.

Nunca había aceptado bien los rechazos, las negativas. Diez años atrás ese rechazo no me había doblegado, como sospechaba que había previsto Fitzalan. Al contrario, había reforzado mi decisión de crecer, de alcanzar más éxitos, para asegurarme absolutamente de que la próxima vez que aspirara a casarme con una Fitzalan, su arrogante y engreído padre no osara negármela. Había esperado que mi regreso a aquel frío y lúgubre mausoleo del norte de Francia fuera una victoria. Porque lo era.

Lo que no había esperado era la punzada de deseo que me había atravesado a la vista de aquella mujer.

Aquello no tenía sentido. Yo me había criado en los bajos fondos de Madrid, pero siempre había aspirado a algo mejor. Siempre. Y mientras me esforzaba por sobreponerme a las circunstancias de mi nacimiento, había codiciado sin cesar la elegancia, la distinción, y me había dedicado a coleccionarla.

Por eso había tenido sentido para mí codiciar a Celestre. Ella era la encarnación de la distinción, elegante desde los pies a la cabeza, como una perfecta estatua de hielo.

Había tenido sentido que la hubiera deseado para adornar mi colección. Pero la joven que tenía delante, que había tenido la osadía de acechar a escondidas a un hombre que se había criado en un pozo lleno de serpientes y chacales, era… rebelde. Indómita.

Tenía unos rebeldes rizos de color rojo fuego y la nariz salpicada de pecas. Y, pese a que la distancia no me permitía distinguirlo bien, sabía que no se había molestado en aplicarse el menor maquillaje. Lo que significaba que aquellas largas y rizadas pestañas y el color rojo fresa de sus labios carnosos eran deliciosamente naturales. Iba libre de adorno alguno. Lucía un vestido azul marino impecable, de líneas clásicas que resaltaban su bonita figura sin revelar demasiado, y botas de cuero fino altas hasta las rodillas.

Yo habría podido pasar por alto el pelo e incluso la falta de maquillaje, detalles que sugerían que no se había preparado para su primer encuentro conmigo de la manera en que lo habría hecho una mujer decidida a convertirse en una esposa perfecta. Pero era la mirada hosca y ceñuda que me estaba lanzando lo que sugería que se parecía todavía menos a su hermana de lo que me había imaginado.

Celeste jamás se había inmutado ante nada. Ni siquiera cuando vio negado aquello que tan elocuentemente había deseado. Oh, sí, le había montado a su padre una escena cuidadosamente preparada, pero en su mirada yo no había visto otra cosa que frialdad y cálculo. Durante aquella escena, ni siquiera se le había corrido el maquillaje. En ningún momento había perdido aquella perfección tan característica suya. El hecho de que aquello aún tuviera la capacidad de exasperarme lo convertía en una debilidad. Ahuyenté ese pensamiento.

–Seguro que no es esa la expresión que te gustaría proyectar ante tu futuro marido –le dije con tono suave–. Precisamente en la ocasión de nuestro primer encuentro.

La había oído acercarse al extraño balcón del piso superior que, según me había dicho el mayordomo, era una galería de cuadros. «No muy buena», había pensado yo lanzando una desdeñosa mirada a las obras de arte allí expuestas. Todo antiguos maestros de la pintura y aburridas obras sacras. Nada atrevido. Nada nuevo.

Hasta que apareció ella.

–Quiero saber por qué quieres casarte conmigo –me espetó beligerante, bordeando la grosería. Una sola mirada me confirmó que tenía apretados los puños a los costados.

–¿Perdón? –arqueé las cejas.

Ella frunció aún más el ceño.

–Quiero saber por qué quieres casarte conmigo, cuando, si es verdad que eres la mitad de rico y poderoso de lo que se dice, podrías casarte con cualquiera.

Yo hundí las manos en los bolsillos mientras me la quedaba mirando pensativo. Debería haberme sentido ofendido. Me esforcé incluso un poco por estarlo.

Pero lo cierto era que había algo en ella que me impulsó a sonreír. Y yo no era hombre que sonriera fácilmente. Me dije a mí mismo que era el hecho de que ella se hubiera acercado a verme, cuando nuestra boda no tendría lugar hasta la mañana siguiente. El hecho de que pareciera imaginar que podía interponerse entre su dominante y esnob padre y yo, cuando todo giraba sobre asuntos que no la concernían a ella en nada. Las hijas de los hombres como Fitzalan hacían simplemente lo que les ordenaban, más tarde o más temprano.

Y, sin embargo, allí estaba ella.

Era la futilidad de aquella actitud, pensé yo. Mi quijotesca novia con su melena rebelde cargando contra molinos de viento, toda enfadada. Sentí una extraña opresión en el pecho.

–Responderé a cualquier pregunta que tengas –le aseguré, magnánimo, esforzándome todo lo posible por dominar mi carácter–. Pero cara a cara.

–Te estoy mirando cara a cara.

Yo me limité a alzar una mano, consciente de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado en presencia de alguien tan imprevisible. Vi que abría los puños, para enseguida volver a cerrarlos. Vi también la manera en que se movía su pecho, señal de que le estaba costando mantener la respiración.

Aprendí mucho sobre mi futura novia durante aquellos segundos, cuando todo lo que hacía ella era mirarme fijamente. Aprendí, por ejemplo, que era una mujer voluntariosa. Desafiante. Pero, en última instancia, flexible. Porque finalmente bajó por la escalera de caracol que terminaba en la planta en la que me encontraba. Aunque quizá no tan flexible como curiosa, me corregí mientras la veía acercarse, con los brazos cruzados sobre el pecho a modo de armadura.

Dediqué unos segundos más a observarla con detenimiento, aquella novia que había codiciado a conciencia. Aquella muchacha que representaba mi venganza y mi recompensa a la vez. «No me defraudará», me dije, satisfecho conmigo mismo.

Supongo –empecé con el tono distante que utilizaba para reprender a mis subordinados– que no puedes hacer nada con ese pelo.

Imogen me fulminó con la mirada. Sus ojos tenían un curioso tono castaño que recordaba el de las antiguas monedas de cobre cuando estaba enfadada, que era el caso en aquel momento. Lo cual me hizo preguntarme cómo serían cuando estuviera encendida y loca de pasión.

Sentí otra vez la punzada de deseo. Más intensa esa vez.

–Es un poco como nacer sin un título, me imagino –replicó ella.

Tardé un instante en procesar aquello. En entender que aquella rebelde y desaliñada joven me había hundido un antiguo puñal en la carne, para dedicarse luego a girarlo sobre mi herida.

No podía recordar la última vez que había sucedido algo así. Ni imaginarme a la última persona que había osado hacerlo.

–¿Te molesta que te hayas visto rebajada a casarte con un hombre de tan baja estofa como yo? –le pregunté con tono meloso, velado de amenazas–. ¿Con un hombre que es poco más que un chucho callejero mientras que tú eres de sangre azul?

No pude evitar advertir que su piel era tan blanca como la leche, lo cual excitó aún más mi deseo. Cuando le brillaban los ojos, parecían de cobre puro.

–¿Te molesta que yo no sea como mi hermana? –me preguntó a su vez.

No había esperado aquello. Casi sin darme cuenta, cuadré los hombros como si me estuviera preparando para un combate cuerpo a cuerpo. Suponía que así era.

Creo que nadie podría confundiros –murmuré, pero en aquel momento la estaba mirando de manera completamente diferente. La estaba mirando mucho menos como un peón de ajedrez y mucho más como un oponente. Primero una puñalada, y ahora un puñetazo.

Hasta el momento, Imogen Fitzalan se estaba revelando como una mujer mucho más interesante de lo que me había imaginado. Y no sabía muy bien cómo tomármelo.

–Por lo que yo sé –repuso ella fríamente–, tú eres el único que nos ha confundido.

–Pues yo te aseguro que no.

–Quizá yo crea que sí. Supongo que pedir mi mano requiere documentarse mínimamente, al menos tanto como cuando conciertas una cita en Internet. ¿No has visto ninguna foto mía? ¿No te diste cuenta de que mi hermana y yo compartimos solo la mitad de nuestra sangre? En realidad somos hermanastras.

–La verdad es que tu aspecto no me ha preocupado demasiado –repliqué, esperando desconcertarla.

Pero, en lugar de sentirse sorprendida, aquella extraña criatura se echó a reír.

–¿Un hombre como tú despreocupado del aspecto de su futura esposa? Un rasgo impropio de tu carácter.

No sé qué es lo que puedes saber tú de mi carácter.

–He sacado algunas conclusiones sobre tu carácter a juzgar por las fotografías en las que sueles aparecer retratado –enarcó una ceja–. Eres un hombre que prefiere la compañía de un tipo de mujeres con una figura muy particular.

–Más que su figura, lo que me interesa es si los demás hombres las codician o no –aquello no era más que la verdad, y sin embargo algo en aquellas palabras se me antojaba… inmoral. Como si debiera avergonzarme de pronunciarlas en voz alta cuando lo había hecho tantas veces antes.

–Te gustan los trofeos –dijo ella.

Asentí con la cabeza.

–Soy un coleccionista, Imogen. Me gustan solo las cosas más finas y distinguidas.

Ella esbozó una falsa sonrisa.

–Pues entonces debo de haberte decepcionado.

Lo dijo como si la perspectiva la agradara. Yo me acerqué entonces a ella, disfrutando con la manera que tuvo de erguirse rápidamente en lugar de retroceder. Podía distinguir el latido de su pulso en la base de su cuello. O la manera en que se dilataron sus ojos color cobre. Alcé una mano para acariciar uno de sus rizos de color rojo fuego, medio esperando un tacto áspero, tanto como ella.

Pero aquel rizo pareció deshacerse en mis dedos como seda líquida, resbalando por mi piel como una caricia. Sentí de pronto un abrasador fuego en mi interior. Si hubiera sido un hombre proclive al autoengaño, me habría dicho que no era eso en absoluto lo que sentía. Pero había construido mi vida y mi fortuna sobre una sinceridad brutal. Para conmigo mismo y para con los demás, fuera cual fuera el precio a pagar. Sabía que deseaba a aquella mujer.

Ella alzó una mano como para apartar la mía, pero en el último momento pareció pensárselo mejor, lo que le hizo subir aún más puntos en mi estima.

Aún no has respondido a mi pregunta. Puedes casarte con quien quieras. ¿Por qué me has elegido a mí?

–Quizá porque estoy tan enamorado del apellido Fitzalan que he anhelado la oportunidad de emparentarme con tu padre desde el mismo día en que conocí a tu hermana. Y deberías saber, Imogen, que yo siempre consigo lo que quiero.

La vi tragar saliva. Admiré la blanca columna de su cuello mientras lo hacía.

–Dicen que eres un monstruo.

Estaba tan ocupado contemplando su boca e imaginándome aquellos carnosos labios cerrándose sobre la parte más ávida de mi ser que casi me pasó desapercibido su tono. Y la expresión de su rostro mientras pronunciaba la frase. Como si no estuviera jugando. Ya no. Como si realmente me tuviera miedo.

Yo había dedicado mi vida entera a asegurarme de que me tuviera miedo la mayor cantidad de gente posible, la única manera de asegurarme su respeto. Pero, de alguna forma, no deseaba que aquello fuera cierto en el caso de Imogen Fitzalan, mi futura esposa.

–Aquellos que dicen que soy un monstruo suelen ser por lo general unos pobres perdedores –repuse, consciente de que estaba demasiado cerca de ella. Ni ella ni yo nos movimos lo más mínimo para aumentar la distancia–. Si me llaman eso es por interés, porque… ¿quién esperaría triunfar sobre una criatura de cuentos y leyendas? Sus propias carencias no tienen así ninguna consecuencia, ¿entiendes? No si me miran como a un monstruo, y no como a un hombre.

–Entonces es que quieres serlo –escrutó mi rostro–. Te gusta.

–Puedes llamarme lo que quieras. De todas formas, me casaré contigo.

Otra vez. ¿Por qué yo?

–¿Qué es lo que te preocupa tanto? –no luché contra el impulso que se apoderó de mí en aquel momento, el de tomarla de la barbilla para acercar su rostro al mío. Lo hice simplemente porque podía hacerlo. Y porque ella, aunque se quedó inmóvil, no se apartó–. Sé que te has pasado la vida entera preparándote para este día. ¿Por qué habría de importarte que sea conmigo o con cualquier otro?

–Claro que me importa.

Su voz tenía un tono firme y sereno al mismo tiempo. La emoción brillaba en sus bellos ojos, aunque yo no lograba discernir cuál era exactamente.

–¿Tienes el corazón puesto en otro hombre? –le pregunté, consciente de que algo que nunca antes había experimentado se despertaba en mi interior–. ¿Es por eso por lo que te has presentado ante mí con una actitud tan beligerante?

Era porque era mía, me dije a mí mismo. Era por eso por lo que estaba experimentando aquel impulso de posesividad, algo completamente ajeno a mi carácter. No lo había sentido antes por mujer alguna, eso era verdad. Pese a lo mucho que había deseado a Celeste en su momento, y a la furia que había sentido cuando la perdí a manos de aquel conde zombi que terminó por convertirse en su marido.

Imogen era mía. No había discusión posible. Había pagado por ese privilegio. Era por eso por lo que su padre había concertado aquel matrimonio. Tanto él como yo sabíamos la verdad. Yo era un hombre rico. Pocos hombres podían rivalizar conmigo en riqueza y en poder. Yo mantenía a mis hermanas y a mi madre porque tenía a gala ser un hombre de honor y cumplir con mis obligaciones, no porque ellas se merecieran esa consideración. Y porque no quería que se convirtieran en eslabones débiles que otros pudieran intentar romper para atacarme. Pero, por lo demás, no tenía vínculos ni obligaciones, lo que me había permitido dedicar todo mi tiempo al arte de hacer dinero.

La realidad era que Dermot Fitzalan necesitaba de mis riquezas. Y, mejor aún, de mi capacidad para acumular más con aparente facilidad. Él necesitaba esas cosas mucho más de lo que yo necesitaba el pedigrí de su hija.

Pero yo hacía tiempo que había decidido casarme con una heredera Fitzalan, una familia que había sostenido en la sombra los principales tronos de Europa en un momento u otro de su historia. Había tomado la decisión de engendrar a mis hijos en aquellos vientres refinados y bien alimentados, vientres de sangre azul, para educarlos no solo en el lujo, sino en la alta cultura.

Había sido tan joven la primera vez que puse los ojos en Celeste…Tan rudo, tan sin desbastar. El puro animal que todos me acusaban de ser. Nunca antes había visto a una mujer como aquella. Toda refinamiento y belleza. Nunca me había imaginado que alguien pudiera llegar a ser tan… perfecto.

En aquel entonces me había llevado mucho más tiempo del que habría debido llevarme, mucho más del que me habría llevado ahora, eso era seguro… descubrir la verdad sobre Celeste Fitzalan, en la actualidad una condesa atada a un mezquino anciano. Porque eso era lo que había querido ella, mucho más de lo que me había querido a mí.

Pero, con ello, mi sed de emparentarme con su estirpe no había hecho sino crecer.

–Si hubiera otro hombre en mi vida –dijo en aquel momento mi desconcertante prometida, con un gesto terco en sus delicados labios y una mirada de rebeldía en los ojos–, probablemente no te lo diría, ¿no te parece?

–Puedes decirme cualquier cosa sobre quien quieras –le aseguré con tono de amenaza–. Hoy. Yo te aconsejaría que aprovecharas la oferta. Porque mañana tendré un punto de vista bastante diferente sobre estas cosas.

–No importa lo que yo quiera, ¿verdad? –me espetó, apartando la barbilla.

–Yo nunca he dicho que importara. Eres tú la que ha venido aquí. ¿Has venido solo para insultarme? ¿Para hacerme preguntas impertinentes? ¿O quizá tenías otro objetivo en mente?

–No sé por qué he venido –dijo Imogen y, por el suspiro que lanzó, supe que decía la verdad.

Pero había encendido un fuego en mi interior, una necesidad oscura y exigente, y yo no tenía por costumbre reprimir mis deseos. Además de que aquella mujer, a la mañana siguiente, se convertiría en mi esposa.

–No te preocupes –le dije con toda la intención del mundo–. Yo sé exactamente por qué has venido.

Deslicé una mano por su cuello, disfrutando de la calidez de su piel a la sombra de aquellos salvajes rizos. La acerqué hacia mí, viendo cómo abría mucho los ojos y entreabría los labios como si no pudiera evitarlo. Como si fuera realmente tan inocente, tan ingenua.

Yo seguía sin entender el efecto que provocaba en mi ser: el impulso de tomarla, de poseerla, de enterrarme en su cuerpo cuando no se parecía en nada a las mujeres con las que solía distraerme. Pero nada de todo aquello importaba. Porque ya la poseía. Era mía. Solo me faltaba reclamarla, y deseaba hacerlo. Desesperadamente.

Y la besé.