bia2664.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Caitlin Crews

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Íntima venganza, n.º 2664 - noviembre 2018

Título original: Imprisoned by the Greek’s Ring

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-013-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

PODRÍA haber sido una tarde de martes cualquiera de una primavera británica triste y gris, pero por fin había ocurrido lo peor. No era que Lexi Haring no lo hubiera estado esperando. Todos habían estado en vilo desde que llegó la noticia. Después de muchos años y de todas las apelaciones, que los abogados de la familia Worth habían afirmado hasta casi el final que no eran más que ruido, Atlas Chariton era un hombre libre.

No solo libre. Inocente.

Lexi había visto la conferencia de prensa que él había dado delante de la prisión de los Estados Unidos en la que había estado cumpliendo cadena perpetua por un asesinato que las pruebas de ADN presentadas en su última apelación habían demostrado de manera concluyente que él no había cometido. Había sido puesto en libertad aquel mismo día.

Lexi no había podido desconectarse ni un solo instante del incesante chorreo de noticias, y no solo porque todos los canales estuvieran retransmitiendo en directo la conferencia de prensa.

–He mantenido mi inocencia desde el principio –había afirmado Atlas con su voz profunda y poderosa, que parecía atravesar la pantalla. El inglés con el que hablaba tenía una mezcla del acento británico y el griego, y resultaba tan misterioso para los oídos de Lexi como siempre. El efecto que ejercía sobre ella no había cambiado. Parecía llenar el pequeño estudio que Lexi tenía en un humilde barrio del oeste de Londres y por el que se consideraba afortunada. Tenía un largo trayecto en autobús, más diez minutos a pie a buen paso, para llegar a la finca de los Worth, en la que trabajaba gracias a la amabilidad de su tío. Aunque en ocasiones su tío no le pareciera tan buena persona, se lo guardaba para sí y trataba de no olvidar su buena fortuna.

–Estoy encantado de que se haya demostrado sin dejar lugar a dudas.

Atlas parecía mayor, tal y como era de esperar. No obstante, las canas aún no se habían atrevido a invadir el espeso cabello negro que siempre amenazaba con rizarse en cualquier momento. La ferocidad que siempre había habido en su rostro era mucho más evidente en aquellos momentos, diez años después de que fuera arrestado por primera vez. Hacía que sus ojos negros relucieran y que su cruel boca pareciera aún más dura y más brutal.

Provocando que Lexi se echara a temblar como siempre había conseguido, a pesar de estar al otro lado del Atlántico. El corazón se le había acelerado como le ocurría cada vez que él estaba cerca. Le parecía que él la estaba mirando directamente a ella, a través de las cámaras de televisión.

Al menos así se lo parecía a ella. Estaba segura. No tenía duda alguna de que él sabría perfectamente bien que ella lo estaría viendo a través de la televisión.

Recordó el modo en el que él la había mirado hacía diez años, cuando Lexi solo tenía dieciocho y, abrumada, tan solo conseguía tartamudear cada vez que su mirada se cruzaba con la de él en el agobiante juzgado de Martha’s Vineyard. Sin embargo, de alguna manera, había conseguido dar el testimonio que lo había condenado.

Aún recordaba todas y cada una de las palabras que había dicho. Podía saborearlas en la boca, duras y amargas.

Recordaba demasiadas cosas. La presión a la que la habían sometido su tío y sus primos para que testificara a pesar de que ella no había querido hacerlo, dado que estaba desesperada por creer que podría haber otra explicación. Tenía que haberla.

También recordaba el modo en el que Atlas la observaba, furioso y en silencio, cuando ella se derrumbó en el estrado y admitió que no era capaz de encontrarla.

–¿Qué va a hacer ahora? –le preguntaba un periodista.

Atlas curvó la boca, letal y fría, más peligrosa que el más mortífero de los puñales. Lexi se sintió como si se le clavara en el vientre hasta la empuñadura. Nadie podría haber considerado aquel gesto como una sonrisa.

Era la maldición de Lexi, que incluso en aquellos momentos, después de todo lo que había ocurrido, Atlas era el único hombre que podía acelerarle los latidos del corazón.

–Ahora voy a vivir mi vida –prometió Atlas–. Por fin.

Lexi comprendió lo que quería decir. Lo que iba a ocurrir con la misma seguridad de que después de la noche sale el sol. Su tío Richard había preferido ignorar el asunto, pero él también lo sabía. Sus primos, Gerard y Harry, por su parte, se habían comportado como si no estuviera ocurriendo, del mismo modo que lo habían hecho hacía diez años, cuando Philippa fue encontrada muerta en la piscina en Oyster House, la casa de verano que la familia tenía en Martha’s Vineyard. Del modo en el que se habían comportado a lo largo del juicio y de las apelaciones que se habían hecho a lo largo de los años, como si no fuera con ellos, como si todo fuera a desaparecer para dejar que volviera la normalidad y ellos pudieran fingir que nada había ocurrido.

Como si nunca hubiera existido la posibilidad de que un hombre como Atlas desapareciera sin dejar rastro, dentro o fuera de la cárcel.

Lexi siempre lo había sabido. Cuando había querido creer desesperadamente en su inocencia y cuando, de mala gana, había creído en su culpabilidad. Para ella, a pesar de todo, Atlas Chariton siempre había sido un hombre único en todo el mundo.

–La última cosa que va a querer hacer es retomarlo donde lo dejó –le decía el irascible Harry a todos los que le quisieran escuchar en la casa de la familia o en las oficinas distribuidas por la grandiosa finca familiar que era propiedad de los Worth desde hacía cientos de años y que se extendía por la zona oeste de Londres desde el siglo XVII–. Estoy seguro de que tiente tan poco interés por nosotros como nosotros por él.

Sin embargo, Lexi no era de la misma opinión. Había sido ella la que había ocupado el estrado, la que había tenido que ver el rostro de Atlas mientras testificaba en su contra, juzgándola y prometiéndole venganza.

Al principio se había convencido de que revelaba la clase de hombre que era, las señales que indicaban que era un asesino a pesar de los sentimientos secretos, mucho más tiernos, que ella había experimentado hacia él por aquel entonces.

Un amor adolescente, se había dicho que sentía para excusarse. Nada más.

Aquel día, frente al televisor, le parecía una maldición. El hecho de sentir una atracción tan desesperada y eterna por un hombre como Atlas y haber testificado en su contra… ¿De verdad había estado diciendo la verdad o se había plegado al deseo de su tío, tal y como siempre hacía? ¿O acaso era que, sencillamente, había querido sentir la atención de Atlas a cualquier precio?

No sabía qué responder o, para ser más exactos, en realidad no quería saber la respuesta.

Fuera lo que fuera lo que ella pudiera sentir, la ciencia decía la verdad. No había vuelta de hoja, por mucho que ella hubiera deseado que así fuera, desesperada por sentirse mejor por lo que había hecho. Había creído que había estado defendiendo a Philippa, haciendo lo correcto a pesar de lo mucho que le había dolido, pero en aquellos momentos…

Estaba segura de que pagaría. De eso no tenía ninguna duda.

 

 

Había tenido unas cuantas semanas entre la puesta en libertad de Atlas y su llegada a Londres para reconsiderar todo lo que pensaba sobre Atlas, para pensar en cómo la veía él. Seguramente no tenía muy buena opinión ni de la adolescente que había sido entonces ni de la mujer en la que se había convertido.

Y por fin estaba allí.

Lexi forzó una sonrisa y asintió a la secretaria que le había llevado la noticia.

–Gracias por venir hasta aquí para decírmelo –dijo, orgullosa de lo tranquila que sonaba, como si aquello le estuviera ocurriendo a otra persona.

–El señor Worth quería que se lo dijera a usted en especial –replicó la secretaria, que parecía algo nerviosa.

Lexi la comprendía perfectamente. Mantuvo la sonrisa en los labios mientras miraba por encima del hombro de la otra mujer hacia el césped y los jardines que habían dado a la antigua mansión de los Worth todo su esplendor en tiempos pasados. Aquel era otro día gris y húmedo, uno más de muchos, en el que solo el colorido de las flores de los parterres que bordeaban el camino de acceso a la casa parecían sugerir la cercanía de la tímida primavera.

Había dos vehículos aparcados en el exterior. Uno de ellos era el que la secretaria había utilizado para llegar hasta allí desde la casa principal y el otro era un Jaguar descapotable de color negro, que parecía sacado de una película de James Bond.

Lexi sintió que se le hacía un nudo en el estómago y que palidecía, pero no iba a mostrar su debilidad.

–Si se da prisa –añadió con la misma fingida tranquilidad de antes–, tal vez no le sorprenda la lluvia

La secretaria le dio las gracias y se marchó del pequeño despacho de Lexi. Por el contrario, Lexi permaneció donde estaba. Le resultaba imposible moverse.

Su despacho estaba lejos de la casa principal. Se pasaba los días en lo que había sido una cochera, separada del resto de la casa, de la familia y de los cientos de visitantes que recibía diariamente la finca a pesar de estar dentro de sus límites. Por supuesto, sus primos vivían en la finca. Gerard y su familia en una de las alas de la mansión, tal y como correspondía al heredero, y Harry en una de las casas, donde podía ir y venir y beber todo lo que quisiera. Ninguno de los dos había mostrado nunca interés alguno por dejar el hogar y explorar el mundo, aparte de los pocos años que habían pasado en la universidad.

Philippa había sido la única de la familia que había querido buscar algo diferente. Solo tenía diecinueve años cuando falleció y tenía muchos planes y sueños. Las exigencias y las tiránicas expectativas de su padre le habían resultado insoportables. Además, había sido una persona amable, divertida y leal y Lexi la echaba muchísimo de menos. Todos los días.

Lexi recordaba a Philippa cuando sentía la tentación de elaborar oscuros pensamientos sobre su tío y sus primos, algo que trataba de evitar en cuanto se le ocurría, porque le parecía que no estaba bien ser desagradecida, aunque estos pensamientos la acosaban con demasiada frecuencia. El tío Richard se había portado muy bien con ella a pesar de que ella tan solo era una sobrina a la que apenas conocía y de la que se podía haber deshecho con la misma facilidad que se había deshecho de la madre de Lexi.

Richard jamás había dado su aprobación al problemático matrimonio de su hermana Yvonne con Scott Haring y mucho menos a la vida triste y desesperada que se había visto obligada a llevar con un hombre tan débil y con tantos defectos. Sin embargo, allí había estado el día en el que los padres de Lexi habían sucumbido por fin a sus adicciones, dispuesto a acogerla y a darle una vida.

Por supuesto, ella le estaba profundamente agradecida por ello. Siempre lo estaría.

Y, en los días en los que le costaba sentirse agradecida mientras hacía el trabajo que sus primos y su tío pasaban por alto y, de nuevo, cuando se marchaba a su pequeño y desaliñado piso mientras ellos se rodeaban de lujos, la ayudaba recordarse que Philippa hubiera considerado la vida de Lexi una gran aventura. Literalmente. El estudio en un barrio en el que Lexi podía ir y venir, pasando totalmente desapercibida. Ir al trabajo en autobús y andando, como cualquier londinense normal. Para Philippa, que se había criado en una burbuja de la alta sociedad, todas aquellas pequeñas cosas eran mágicas.

«Incluso esto», pensó Lexi, cuando oyó que la puerta de la cochera se abría y cerraba con más fuerza de lo normal. Comprendió por fin quién había llegado para enfrentarse a ella, sin que nadie, ni las autoridades estadounidenses ni el tibio apoyo de su tío y sus primos pudieran protegerla.

Por fin iba a ocurrir, después de la preocupación de la última década y del pánico de las últimas semanas. Su peor pesadilla se había hecho por fin realidad.

Atlas estaba allí.

Oyó los pesados pasos al otro lado de la puerta y se preguntó si estaba hecho de piedra. ¿Se habría convertido en el monstruo que todos pensaban que era, y al que ella le había empujado a ser, después de tantos años?

No sabía qué hacer. ¿Debería ponerse de pie, permanecer sentada? ¿Esconderse tal vez en el pequeño armario y esperar que él se marchara, aunque tan solo consiguiera retrasar lo inevitable?

Lexi nunca se había escondido de las cosas desagradables que le había deparado la vida. Eso era lo que le ocurría a una chica que tenía que salir adelante en solitario ignorada por sus padres, o cuando se veía obligada a vivir con una nueva familia que la trataba bien, pero que nunca le dejaban imaginar siquiera que era uno de ellos.

Aquella actitud podría parecer desagradecida, pero no podía serlo. En ese caso, no sería mejor que su madre. Se había pasado toda la vida tratando de no parecerse en nada a Yvonne Worth Haring, la rutilante heredera con el mundo a sus pies que había muerto en la miseria como cualquier otra adicta a las drogas.

Lexi se negaba a seguir el mismo camino y se recordaba que el sendero que había conducido a su madre al infierno de las drogas estaba plagado de la ingratitud hacia el que había sido su hermano.

Por fin, los pesados pasos se detuvieron al otro lado de la puerta y ella sintió que el corazón se le detenía en seco. Se alegró de haber permanecido sentada, protegida por el enorme escritorio. Estaba segura de que las piernas no la habrían sostenido.

La puerta se abrió lentamente y entonces, él apareció. Allí estaba. Lexi permaneció inmóvil, incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirarlo.

Atlas.

Allí estaba.

Ocupaba por completo la puerta que daba acceso al pequeño despacho de Lexi. Era más corpulento y fuerte de lo que recordaba. Siempre había sido un hombre de un físico esculpido y atlético, por supuesto. Esa era una de las razones por las que había sido tan adorado por toda Europa en su día. Otra razón por la que toda Europa le había adorado había sido la épica ascensión desde la nada hasta el poder que había conseguido reunir, acompañado todo ello de un atractivo físico inigualable. A Lexi le había resultado difícil pasarlo todo por alto entonces y seguía siendo así.

Recordaba todos los detalles sobre él, aunque los recuerdos los hubieran mitigado un poco. En persona, era un hombre inteligente, atractivo, inconfundible.

Su contundente nariz, junto con la beligerante barbilla y los altos pómulos, le proporcionaban un perfil aguerrido que aceleraba sin remedio el pobre corazón de Lexi. Atlas lo había tenido todo hacía diez años y lo seguía teniendo, aunque de un modo diferente. Seguía siendo muy guapo, pero su belleza era más dura, más intensa, una tormenta en vez de una obra de arte.

De repente, el pánico se apoderó de ella y se sintió como si las manos de Atlas le estuvieran apretando el cuello. No podía reaccionar, tan solo mirarlo, sintiendo que él era su infierno privado.

Atlas seguía observándola desde la puerta. Llevaba un traje oscuro que le se ceñía perfectamente al cuerpo y daba idea perfectamente de su tamaño y de su corpulencia. Siempre había sido dueño de un magnetismo imposible, que lo acompañaba por dónde iba y que hacía que el vello de Lexi se pusiera de punta cuando estaba cerca de él. Sin que pudiera evitarlo, le era imposible escapar a él y al anhelo que la cercanía de su cuerpo provocaba en ella.

Aquel anhelo le había mantenido despierta algunas noches y no había desaparecido con el tiempo, sino que se había ido transformando en pesadillas que la despertaban en su pequeño estudio y que, en ocasiones, la impedían volver a dormir.

Atlas se había convertido en un hombre mucho más imponente. Había en él algo peligroso y salvaje que el traje hecho a medida no lograba ocultar. En aquellos momentos, la estaba mirando como si se estuviera imaginando lo que sentía al hacerla pedazos con sus propias manos.

Lexi no podía culparlo. Sentía un nudo en la garganta y tenía las palmas de las manos húmedas. Sentía náuseas, pero el modo en el que él la observaba le impedía sucumbir.

–Lexi… –murmuró él–. Por fin.

–Atlas.

Lexi se sintió orgullosa del modo en el que había pronunciado su nombre. Sin dudar. Con firmeza, como si se sintiera perfectamente, aunque todo era una fachada, una mentira.

Atlas no dijo nada más. No entró en el despacho. Permaneció donde estaba, observándola. La tensión del momento era insoportable.

–¿Cuándo has llegado a Londres? –preguntó ella manteniendo la voz sosegada, aunque algo más débil.

Atlas levantó una ceja, gesto que ella sintió como un bofetón.

–¿Ahora vamos a hablar de trivialidades? –replicó él haciendo que Lexi se sintiera muy pequeña–. Llegué esta mañana, como estoy seguro de que sabes muy bien.

Por supuesto que lo sabía. Atlas había ocupado todas las noticias desde que su avión aterrizó en Heathrow aquella mañana.

Lexi no parecía ser la única que no se cansaba de saber sobre el ascenso y caída de Atlas Chariton, un hombre que se había creado a sí mismo desde la nada y que se había movido en la alta sociedad como si hubiera nacido en ella. Fue contratado como director gerente de Worth Trust muy joven y había supervisado los cambios y la reorganización que habían transformado la histórica finca para convertirla en un lugar abierto al público. Al hacerlo, había conseguido que todo el mundo fuera muy, muy rico. Él había sido el responsable de la apertura de un restaurante que contaba ya con una estrella Michelin en los jardines de la casa, había creado el hotel de cinco estrellas que había funcionado a la perfección mientras él estaba en la cárcel, había empezado los nuevos programas que habían seguido desarrollándose en su ausencia. Gracias a él, la mansión Worth y sus jardines se habían convertido en una atracción turística de primera categoría.

Y entonces, se le acusó del asesinato de Philippa y fue encarcelado. Desde aquel momento, todos habían estado viviendo de lo que él había creado.

–¿Cómo lo has encontrado todo? –le preguntó ella, sin saber qué decir.

Atlas la miró intensamente, haciendo que ella se ruborizara de nuevo y se sintiera atribulada por la vergüenza que sentía.

–El hecho de que sigáis de pie, sin haber caído en la ruina me ofende profundamente –gruñó él.

–Atlas, quiero decirte que…

–Oh, no. Creo que no –replicó él, con un gesto que no llegó a tener la calidez de las sonrisas de antaño, sino que fue una mueca cruel y terrible–. No te disculpes, Lexi. Es demasiado tarde para eso.

Lexi se puso de pie, como si no pudiera evitarlo. Se alisó la falda y esperó que su aspecto fuera el que había imaginado que tenía aquella mañana cuando se miró en el espejo. Capaz. Competente. Poco merecedora de aquel ataque malevolente.

–Sé que debes de estar muy enfadado…

Atlas soltó una carcajada. El sonido le recorrió a Lexi la espalda, apoderándose del vientre y provocándole de nuevo el viejo anhelo de antaño, encendiendo un fuego que ella comprendía muy bien.

No había escuchado nunca una risa como aquella, pero, en aquella ocasión, no transmitía alegría y era tan letal que ella solo sentía deseos de bajar la mirada para comprobar si tenía alguna herida de bala.

–No tienes ni idea de lo enfadado que estoy, jovencita –le espetó Atlas. La furia que transmitía su voz hizo que los negros ojos le relucieran aún más, mientras la miraban a ella fijamente, atravesándola sin piedad–, pero la tendrás. Créeme que la tendrás.