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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca y Deseo, n.º 146 - agosto 2018

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-931-1

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Unidos por la pasión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

 

Seis meses para enamorarte

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LE LLAMAN el Conde –le dijo el hombre malhumorado mientras se adentraban cada vez más y más profundamente en el bosque–. Nunca por su nombre, siempre el Conde. Pero le tratan como a un dios.

–¿A un dios de verdad o a un dios falso? –preguntó Susannah Betancur. Como si aquello marcara alguna diferencia. Si el Conde era el hombre que buscaba, desde luego no.

Su guía le lanzó una mirada.

–No creo que eso importe mucho aquí arriba de la colina, señora.

La colina le parecía a Susannah más bien una montaña, pero todo en las Rocosas americanas parecía hecho a gran escala. Su impresión del Salvaje Oeste era la de una interminable expansión de impresionantes montañas plagadas de árboles de hoja perenne y nombres pintorescos, como si el esplendor que surgía en todas direcciones pudiera contenerse llamando al pico más alto de la zona algo así como Pequeña Cima.

–Qué raro –murmuró Susannah entre dientes mientras trataba de no resbalar para no perder la distancia que había ganado subiendo.

Además, estaba sin aliento. Su amigo el guía la había llevado todo lo lejos que pudo en lo que pretendía ser una carretera en los remotos bosques de Idaho. Más bien era un camino polvoriento que se adentraba en la montaña. Luego se detuvo y le dijo que tenían que recorrer el resto del camino andando, lo que menos podía apetecerle a Susannah después de haber volado hasta allí desde las colinas más civilizadas de su hogar situadas al otro lado del mundo, en Roma.

Porque aunque Susannah no era una gran senderista, era la viuda Betancur, tanto si le gustaba como si no. No tenía más remedio que pasar por aquello.

Se centró en poner una bota delante de la otra, consciente de que no llevaba precisamente la ropa adecuada para una aventura al aire libre. A diferencia de todas las personas que había visto desde que el jet privado de los Betancur aterrizó en medio de la nada, Susannah iba vestida de negro de los pies a la cabeza para anunciar al instante su estado de duelo permanente. Era su tradición. Aquel día llevaba un abrigo de cachemira sobre un vestido de invierno de lana de oveja y botas altas engañosamente robustas, porque esperaba que hiciera frío, pero no que tendría que subir montañas con ellas.

Pero por muy desafiante que fuera, ninguna montaña podía compararse con las intrigas de su complicada vida y la corporación multinacional Betancur que había estado bajo su control, al menos sobre el papel, durante los últimos años, porque se había negado a que los demás ganaran, su familia, la familia de su fallecido esposo y la junta directiva. Todos creyeron que podían pasar por encima de ella como una apisonadora.

Siempre iba vestida de negro en público desde el funeral, porque así mantenía la dudosa distinción de ser la muy joven viuda de uno de los hombres más ricos del mundo. Susannah tenía la impresión de que aquel negro eterno lanzaba el mensaje adecuado respecto a su intención de seguir de duelo indefinidamente, por muy distinta que fuera la intención de sus conspiradores padres y de su familia política.

Tenía intención de seguir siendo la viuda Betancur durante mucho tiempo. Sin ningún nuevo marido que tomara las riendas y el control por mucho que la presionaran por todas partes para que se volviera a casar.

Era su prerrogativa vestir de negro para siempre, porque ser viuda la mantenía libre.

A menos que Leonidas Cristiano Betancur no hubiera muerto realmente cuatro años atrás en aquel accidente de avión, y precisamente para averiguarlo Susannah había cruzado el planeta.

Leonidas se dirigía a un rancho remoto en aquellos mismos bosques para reunirse con unos potenciales inversores para uno de sus proyectos favoritos cuando su avioneta se estrelló en aquel terreno de miles de acres de bosque nacional prácticamente impenetrable. Nunca se encontró ningún cuerpo, pero las autoridades estaban convencidas de que la explosión fue tan fuerte que todas las pruebas se calcinaron.

Susannah no estaba tan segura. O tal vez sería más apropiado decir que cada vez estaba más convencida de que lo que le sucedió a su marido, nada menos que en su noche de bodas, no había sido un accidente.

Aquello llevó a varios años de investigaciones privadas y a mirar muchas fotos borrosas de hombres morenos y adustos que nunca eran Leonidas. Años de jugar a Penélope con sus confabuladores padres y sus igualmente taimados suegros, como si fuera algo salido de La Odisea. Fingiendo estar tan afectada por la muerte de Leonidas que no era capaz de soportar siquiera la conversación sobre quién sería su próximo marido.

Cuando la verdad era que no estaba destrozada. Apenas conocía al hijo mayor de los amigos de la familia con el que sus padres la habían prometido muy joven. Susannah alimentó fantasías adolescentes como hubiera hecho cualquiera a su edad, pero Leonidas las tiró todas por tierra cuando le dio una palmadita en la cabeza en la boda como si fuera un cachorrito y luego desapareció en medio de la celebración porque tenía una llamada de trabajo.

–No seas tan autoindulgente, Susannah –le dijo su madre fríamente cuando Susannah se quedó allí plantada aquella noche, abandonada con su traje de novia y tratando de no llorar–. Las fantasías y los cuentos de hadas son para las niñas pequeñas. Ahora eres la mujer del heredero de la fortuna Betancur. Te sugiero que aproveches la oportunidad para decidir qué clase de esposa quieres ser, ¿una princesa mimada encerrada en uno de los castillos Betancur o una fuerza a tener en cuenta?

Antes de que amaneciera corrió la noticia de que Leonidas había desaparecido. Y Susannah decidió ser la fuerza durante aquellos últimos cuatro años, tiempo en el que pasó de ser una joven de diecinueve años sobreprotegida e ingenua a una mujer que siempre, siempre, había que tener en cuenta. Había decidido ser algo más que una mujer florero y lo había demostrado.

Y por eso estaba allí, en la ladera de una montaña de la que solo había oído hablar en términos vagos, siguiendo la pista de un hombre cuya descripción coincidía con la de Leonidas y que se rumoreaba que era el líder de una secta local.

–No es exactamente una secta del día del juicio final –le dijo el detective en el ático de Roma en el que Susannah vivía porque era lo más cercano de las propiedades de su marido a la sede principal europea de la Corporación Betancur, y a ella le gustaba tener presencia.

–¿Qué más da esa distinción? –preguntó tratando de parecer distante y sin afectar por las fotografías que tenía en la mano. Imágenes de un hombre con el pelo blanco y más largo de lo que lo había llevado Leonidas nunca, pero con la misma mirada despiadada y oscura. La misma figura atlética, con nuevas cicatrices que tendrían sentido en alguien que había sufrido un accidente de avioneta.

Leonidas Betancur en persona. Susannah podría haberlo jurado.

Y su reacción la pilló por sorpresa, oleada tras oleada, mientras trataba de sonreír al detective.

–La distinción solo importa en el sentido de que si va usted hasta allí es poco probable que la secuestren o la maten, signora –le dijo el hombre.

–Pues estupendo entonces –replicó Susannah con otra fría sonrisa.

Pero por dentro todo le continuaba dando vueltas, porque su marido estaba vivo. «Vivo».

No podía evitar pensar que si Leonidas había formado una secta contaba sin duda con el mejor ejemplo: las aguas infectas de la Corporación Betancur, el negocio familiar que les había hecho a él y a sus parientes tan asquerosamente ricos que pensaban que podían hacer cosas como derribar los aviones de herederos desobedientes y descontrolados cuando les viniera bien.

Susannah había aprendido mucho durante aquellos cuatro años removiendo esas mismas aguas. Sobre todo que, cuando los Betancur querían algo, por ejemplo a Leonidas fuera de juego en un acuerdo que proporcionaría mucho dinero a la empresa pero que a su marido no le convencía, entonces encontraban la manera de conseguirlo.

Ser la viuda Betancur le evitaba a Susannah todas aquellas intrigas. Pero había algo mejor que ser la viuda de Leonidas Betancur, pensaba. Y eso era hacer volver a su marido de entre los muertos.

Él podría dirigir su maldito negocio él mismo, y Susannah podría recuperar la vida que no sabía que quería cuando tenía diecinueve años. Podría divorciarse tranquilamente y ser libre como el viento para su veinticuatro cumpleaños, libre de todos los Betancur y mucho mejor parapetada para poder enfrentarse a sus padres.

Sería libre. Y punto.

Cruzar el planeta para adentrarse en los bosques de Idaho era pagar un precio pequeño por su libertad.

–¿Qué clase de líder es el Conde? –preguntó Susannah ahora crispada, centrándose en el terreno abrupto mientras seguía a su guía–. ¿Benevolente o lo contrario?

–No sabría decirle –murmuró el hombre entre dientes–. Para mí una secta es igual que otra.

Como si hubiera docenas por allí. Y tal vez fuera así. En cualquier caso no importaba, porque habían llegado al campamento que buscaban.

Primero no había más que bosque y un instante después unas grandes puertas daban a un pequeño claro rodeado de una verja poco acogedora y muchos carteles avisando a los intrusos de que se marcharan o se atuvieran a las consecuencias.

–Yo llego hasta aquí –le dijo entonces su guía.

Susannah ni siquiera sabía su nombre. Y deseó que entrara con ella ya que la había llevado hasta allí. Pero aquel no era el acuerdo.

Lo entiendo.

–Esperaré al lado de la camioneta hasta que tenga que bajar la colina –continuó el hombre–. La acompañaría dentro, pero…

–Lo entiendo –repitió ella, ya le había explicado todo antes–. Tengo que hacer el resto yo sola.

Aquella era la parte que más miedo le daba, pero todo el mundo estaba de acuerdo. No era posible que Susannah entrara en un campamento lejano rodeada de guardias de seguridad de Betancur cuando seguramente su marido se estaba escondiendo del mundo. No podía entrar con su pequeño ejército, en otras palabras.

Susannah decidió no pensar demasiado en lo que estaba haciendo. Había leído muchas novelas de terror cuando estaba encerrada en el internado suizo en el que sus padres insistieron en que pasara la adolescencia, y todas ellas estaban surgiendo en su cabeza aquella tarde.

Pero pensar en los riesgos no ayudaba. Lo único que quería, lo único que siempre había querido, era averiguar qué le había pasado a Leonidas.

Porque la triste verdad era que tal vez a ella fuera a la única que le importara. Y se dijo que solo le importaba porque si le encontraba sería libre.

Susannah se dirigió hacia las puertas, se le erizaba la piel a cada paso que daba. Había cámaras de vídeo apuntándola, pero algo le preocupaba más que la vigilancia. Los francotiradores. Era poco probable que alguien construyera una fortaleza en el bosque como la que tenía delante y no tuviera intención de defenderla.

–¡No dé un paso más!

Susannah no veía de dónde salía exactamente la voz, pero se detuvo de todas maneras. Y alzó las manos.

–He venido a ver al Conde –dijo en el frío silencio que la rodeaba.

No pasó nada. Durante un instante, Susannah pensó que no iba a pasar nada. Pero entonces se abrió muy despacio una pequeña puerta situada al lado de las enormes puertas de entrada.

Contuvo la respiración. Un hombre salió por la puerta, pero no era Leonidas. Era mucho más bajo que el marido que ella había perdido, y tenía un alarmante rifle semiautomático colgado del hombro y una expresión claramente hostil en la cara.

Tiene que irse de nuestra montaña –le dijo blandiendo el rifle hacia ella.

La miraba con el ceño fruncido mientras hablaba. A la ropa. Susannah se dio cuenta tras un instante de que desde luego no iba vestida para asaltar un campamento. Ni para caminar por el bosque, de hecho.

–No tengo ningún deseo en particular de estar en esta montaña –respondió crispada–. Solo quiero ver al Conde.

–El Conde ve a quien quiere ver, y nunca porque se lo pidan –la voz del hombre tembló de devoción. Y de furia, como si no pudiera dar crédito a la temeridad de Susannah.

Ella inclinó la cabeza en su dirección.

–A mí sí querrá verme.

–El Conde es un hombre ocupado –masculló el hombre–. No tiene tiempo para mujeres desconocidas que aparecen de la nada como si estuvieran rogando que les pegaran un tiro.

–Yo no quiero que me peguen un tiro –afirmó Susannah con más nerviosismo del que mostró–. Pero el Conde querrá verme, de eso estoy segura.

No lo estaba. El hecho de que Leonidas se hubiera encerrado en aquel lugar y se hiciera llamar de forma tan ridícula sugería que no tenía ningún deseo de ser localizado. Nunca. Pero no iba a hablar del tema con uno de sus seguidores. Así que probó con una sonrisa fría.

–¿Por qué no me llevas a su lado? Él mismo te lo dirá.

–Señorita, no voy a decírselo otra vez. Dese la vuelta. Salga de esta colina y no vuelva nunca más.

–No voy a hacer eso –afirmó Susannah con la firmeza que había aprendido a desarrollar en los últimos años. Como si esperara que sus órdenes se obedecieran sin cuestionar. Como si fuera el propio Leonidas en lugar de la joven viuda que todo el mundo sabía que nunca debió quedarse al mando de nada, y mucho menos de toda aquella fortuna.

Pero Susannah había hecho exactamente lo que su madre le dijo. Se quedó con el apellido de Leonidas y al mismo tiempo con su autoridad. Había estado confundiendo a la gente de la corporación que su marido había dejado atrás utilizando su misma actitud.

–Tengo que ver al Conde. Eso es innegociable. Haz lo que tengas que hacer para ello.

–Escuche, señorita…

O puedes dispararme –sugirió Susannah con frialdad–. Pero esas son las dos únicas opciones posibles.

El hombre parpadeó como si no supiera qué hacer. Susannah no podía culparle. Ella no se acobardó. No le dio ninguna indicación de que no estuviera completamente tranquila. Se limitó a quedarse donde estaba como si estar a cientos de metros en una montaña de Idaho fuera lo más normal del mundo.

Se quedó mirando fijamente al hombre hasta que quedó claro que era él quien estaba incómodo.

–¿Quién diablos es usted? –le preguntó el hombre finalmente.

–Me alegro de que lo preguntes –dijo entonces Susannah. Y esa vez su sonrisa era menos fría. Parecía más bien un arma que había aprendido a disparar durante aquellos últimos cuatro años–. Soy la esposa del Conde.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EL CONDE no tenía esposa.

Al menos, que él recordara. Pero aquel era el proble ma con todo, ¿verdad? Aquellos días le carcomía más que hubiera tantas cosas que no recordara.

Había más cosas que no podía recordar que al contrario. Y todas habían sucedido en los últimos cuatro años.

Sus seguidores contaban historias de cómo habían encontrado aquel lugar. Cómo llegaron cada uno de ellos subiendo hasta la montaña y demostrando que eran dignos de estar allí. Hablaban de lo que habían dejado atrás. La gente, los sitios. Los sueños y expectativas.

Pero lo único que conocía el Conde era aquel campamento.

Su primer recuerdo era despertarse en los grandes aposentos que todavía ocupaba. Estaba magullado, roto. Le llevó mucho tiempo recuperar algo parecido a la salud. Sentarse y luego ponerse de pie. Después empezar a caminar lenta y dolorosamente. Y cuando por fin pudo andar solo tenía la sensación de que su cuerpo no era como antes. Aunque eso solo podía imaginárselo.

Tardó casi dieciocho meses en sentirse más o menos normal. Y otros dieciocho en darse cuenta de que, por mucho que lo intentara, no sabía realmente qué era «normal».

Porque seguía sin poder recordar nada que no fuera aquel sitio.

Su gente le decía que estaba predestinado. Que todo formaba parte del mismo y glorioso plan. Se reunieron para rezar y entonces apareció un líder en el mismo bosque en el que vivían. Fin del asunto.

El Conde estuvo de acuerdo porque no tenía ninguna razón para no estarlo.

Desde luego, se sentía como un líder. Se sentía así desde el momento en que abrió los ojos. Cuando daba una orden y la gente la cumplía no le resultaba nuevo, sino profundamente familiar.

No solía compartir con nadie lo mucho que le gustaba cuando las cosas le resultaban familiares. Le parecía acercarse demasiado a admitir algo que no quería.

Todos sus deseos eran atendidos. Su gente se reunía para escucharle hablar. Les preocupaba su salud. Le alimentaban, le vestían y le seguían. ¿Qué más podía desear un hombre?

Y, sin embargo, había una mujer en el campamento que aseguraba ser su esposa. El Conde sentía como si algo que no supiera que tenía dentro se hubiera abierto de golpe.

–Es muy insistente –le dijo Robert, su consejero más cercano–. Dice que lleva algún tiempo buscándote.

–Pero yo no tengo esposa –replicó el Conde–. ¿No se lo has dicho desde el principio?

Robert era el único que estaba a su lado en aquel momento viendo a la mujer en cuestión a través de los monitores que tenían delante. El Conde esperó a ver si sentía algo familiar. Esperó a ver si la conocía, pero como todo en su vida, no había conocimiento. No había recuerdos.

A veces le decía a su gente que agradecía ser un lienzo en blanco. Pero había otras ocasiones, como esa, en las que las cosas que no sabía y no sentía lo azotaban como una tormenta de invierno.

–Por supuesto que no tienes esposa –afirmó Robert en cierto modo escandalizado–. Ese no es tu camino. Eso es para hombres vulgares.

Aquel era un lugar de pureza. Era una de las pocas cosas que siempre habían estado claras para el Conde, y resultaba muy útil que nunca hubiera sentido la tentación de desviarse del camino. Hombres y mujeres practicaban allí la misma pureza radical que él, a menos que tuvieran dispensa por estar casados, o se marchaban.

Pero durante todo aquel tiempo, cuando el Conde ponía la vista en una mujer no había sentido nada más que aquella pureza.

Hasta ahora.

Tardó un instante en darse cuenta de lo que le estaba pasando, y supuso que debería sentirse horrorizado. Pero no fue así. El deseo lo atravesó como un viejo amigo, y no supo por qué, pero no le sonó ninguna alarma de advertencia. Se dijo que la tentación era buena, como si fuera más poderoso por el hecho de vencerla. Se dijo que aquello era solo una prueba.

La mujer que ocupaba las pantallas parecía impaciente. Aquello era lo primero que la diferenciaba de las mujeres que vivían allí. Y más que eso, parecía… frágil. No estaba curtida como su gente, ni preparada para cualquier eventualidad. Parecía suave.

El Conde no supo por qué quería tocarla para ver si era tan suave como parecía.

Iba vestida con una ropa que no tenía sentido para él allí en la cima de la montaña. No recordaba haber estado nunca en otro sitio, por supuesto, pero sabía que había todo un mundo allá afuera. Se lo habían dicho. Y aquella vestimenta negra y sedosa sobre su figura le hizo pensar en ciudades.

Y cuando lo hizo fue como si todas surgieran en su mente como un catálogo de viajes: Nueva York. Londres. Shanghái. Nueva Delhi. Berlín. El Cairo. Auckland.

Como si hubiera estado en todas y cada una de ellas.

Apartó de sí aquel pensamiento y observó a la mujer. La habían llevado al interior del campamento, a una sala cerrada que nunca habían llamado calabozo. Pero lo era. Solo tenía un viejo sofá, un baño detrás de un biombo y cámaras en las paredes.

Si la mujer estaba tan incómoda como los últimos tres agentes de la ley que habían ido a verlos, no se le notó. Estaba sentada en el sofá como si nada. Tenía el rostro perfectamente tranquilo, los azules ojos serenos. Parecía serena, y eso le atrajo la atención sobre el hecho de que era guapa de un modo casi incomprensible.

No era que tuviera muchas mujeres para poder compararla. Pero en cierto modo el Conde supo que, si ponía en fila a todas las mujeres del mundo que no podía recordar, seguiría encontrando a aquella espectacular.

Tenía las piernas largas y bien torneadas incluso con las botas, y las tenía cruzadas con decoro como si no se hubiera dado cuenta de que estaban manchadas de barro. Llevaba un único anillo en la mano izquierda que captaba la luz cuando se movía. Su boca le llamó la atención de un modo que no podía entender del todo, creando una espiral de deseo en su interior que estaba muy seguro de encontrar agradable. Para desviar la atención, se centró en el brillante pelo rubio que llevaba recogido en la nuca de un modo complicado.

«Un moño bajo», pensó.

Era un concepto que no conocía. Pero era el término apropiado para describir cómo se peinaba.

–Traedla aquí –dijo antes de pensárselo mejor.

No es tu esposa –repitió Robert torciendo el gesto–. Tú no tienes esposa. Eres el Conde, el líder del camino glorioso y la respuesta a todas las preguntas de los creyentes.

–Sí, sí –el Conde agitó la mano. Robert no sabía si aquella mujer era su esposa. Y él tampoco. Porque no era posible que el Conde hubiera surgido de la nada en medio de una llamarada, como todo el mundo decía. Eso lo sabía desde el principio. Si hubiera aparecido un día en un arrebato de gloria no habría necesitado tanto tiempo para recuperarse, ¿verdad?

Pero había aprendido que era mejor no comentar en público aquellos misterios de la fe. Lo que tenía claro era que, si había llegado de algún otro lado, eso significaba que tenía una vida anterior. Fuera donde fuera. Y si aquella mujer decía que le conocía tal vez podría ser una fuente de información. Lo que más deseaba el Conde era información.

No esperó a ver si Robert le obedecía. Sabía que lo haría porque todo el mundo lo hacía. El Conde salió de la sala de vigilancia y se dirigió hacia el campamento. Lo conocía a la perfección, cada sala y cada muro construido con troncos. Las chimeneas de piedra y las gruesas alfombras del suelo. Nunca había pensado más allá de aquel lugar, porque todo lo que quería estaba allí. La montaña daba y los seguidores recibían, así funcionaba.

Sídney. San Petersburgo. Vancouver. Oslo. Roma.

¿Por qué podía «ver» de pronto tantos lugares? Lugares no tallados en piedra y escondidos en aquellas montañas en las que solo se veían árboles en todas direcciones.

Se dirigió a sus propios aposentos, que estaban separados de los otros dormitorios donde dormía el resto de la gente. Mantuvo una expresión cerrada mientras caminaba como si se estuviera comunicando con el Espíritu tal y como se suponía que hacía y así evitó que nadie se le acercara.

Cuando llegó a sus estancias esperó en la sala exterior. Cuando recuperó el conocimiento nada más llegar rechazó la austeridad de aquellos aposentos. Le parecían una prisión, aunque en cierto modo sabía que nunca había estado en una. Pero ahora los prefería a las habitaciones relativamente más acogedoras del otro lado de la puerta. Muros blancos. Mobiliario mínimo. Nada que distrajera a un hombre de su propósito.

En su conciencia quedaba que nunca hubiera logrado sentir él mismo la determinación que todo el mundo asumía que tenía.

No tuvo que esperar mucho a que le llevaran a la mujer. Y, cuando llegó, la austeridad de los muros provocó que el impacto de su ropa negra resultara mucho más enérgico en comparación. Todo era blanco. La ropa que él llevaba, suelta y fluida. Las paredes, la madera del suelo, incluso la silla en la que se sentaba, que parecía un trono de marfil.

Y allí estaba aquella mujer en medio de todo con ropa negra, ojos azules y rodillas firmes. Aquella mujer que le miraba con los labios ligeramente entreabiertos y un brillo en los ojos que no era capaz de definir.

Aquella mujer que decía ser su esposa.

–Yo no tengo esposa –le dijo cuando sus seguidores se marcharon y les dejaron solos–. El líder no tiene esposa. Su camino es puro.

El Conde ocupaba la única silla de la habitación. Pero, si a la mujer le molestaba estar allí de pie frente a él, no se le notó. De hecho, su rostro reflejaba algo más parecido al asombro.

–Estás de broma, ¿no?

Fue lo único que dijo. Fue un susurro áspero, nada más. Y el Conde se encontró fascinado por sus ojos. Eran de un azul impresionante que le hacía pensar en los veranos de la montaña.

–Yo no bromeo –dijo. O eso creía. Al menos, no allí.

La mujer que tenía delante dejó escapar el aire como si estuviera haciendo un gran esfuerzo físico.

–¿Cuánto tiempo tienes pensado esconderte aquí? –le espetó como si estuviera enfadada.

Al Conde no se le ocurrió ninguna razón para que lo estuviera.

–¿En qué otro sitio iba a estar? –ladeó ligeramente la cabeza mientras la miraba, tratando de encontrarle sentido a la emoción que percibía en ella–. Y no me estoy escondiendo. Esta es mi casa.

Ella dejó escapar una breve carcajada, pero carente de humor. El Conde frunció el ceño, algo que nunca hacía.

–Tú tienes muchas casas –aseguró ella con una voz que sonó algo ruda–. A mí me gusta el ático de Roma, pero el viñedo de Nueva Zelanda tampoco se queda atrás. La isla del Pacífico Sur. La casa de Londres o la villa griega. O todos los acres de terreno que tu familia tiene en Brasil. Tienes muchas casas en todos los continentes posibles, eso es lo que quiero decir, y ninguna de ellas es un manicomio en las montañas de Idaho.

–¿Un manicomio? –repitió él. Aquella era otra palabra que no conocía, pero que le sonó en cuanto ella la pronunció.

–¿Se supone que esto es una especie de habitación de hospital? –preguntó la mujer cruzándose de brazos–. ¿Esto ha sido un retiro de salud mental de cuatro años lejos de tus responsabilidades? –clavó la mirada azul en la suya–. Si sabías que ibas a huir así, ¿por qué te molestaste en casarte conmigo? ¿Por qué no hiciste tu acto de desaparición antes de la boda? Supongo que te imaginas todo lo que he tenido que luchar este tiempo. ¿Qué te hice para merecer que me dejaras sola en medio de todo aquel lío?

–Estás hablando conmigo como si me conocieras –dijo el Conde en tono bajo y grave.

–No te conozco de nada. Por eso es peor. Si querías castigar a alguien con tu empresa y tu espantosa familia, ¿por qué me elegiste a mí? Tenía diecinueve años. No debería sorprenderte saber que intentaron comerme viva.

Había algo punzante dentro de él, como cristal roto, y le cortaba con cada palabra que aquella mujer decía. Se puso de pie.

–Yo no te elegí. No me casé contigo. No tengo ni idea de quién eres, pero yo soy el Conde –aseguró llevándose las manos al pecho.

–Tú no eres ningún conde –le espetó ella–. Tu familia ha coqueteado siempre con la aristocracia, pero no tenéis ningún título.

Al Conde le daba vueltas la cabeza y le dolían las sienes. No había ninguna razón para que cruzara la estancia con los pies descalzos para cernirse sobre ella, pero la mujer tendría que haberse asustado. Si fuera alguno de sus seguidores se habría arrojado a sus pies suplicando clemencia. Pero ella alzó la barbilla y le miró a los ojos como si no se hubiera dado cuenta de que era bastante más alto.

–Yo que tú tendría mucho cuidado con el modo en que me hablas –le dijo.

–¿Cuál es el sentido de esta farsa? –quiso saber ella–. Sabes que no me la trago. Sé perfectamente quién eres, y ninguna amenaza cambiará ese hecho.

–Eso no ha sido una amenaza, sino una advertencia. Y debes saber que mi gente no tolerará tu actitud.

¿Tu gente? –la mujer sacudió la cabeza como si aquello no tuviera sentido–. Si te refieres a la secta que está al otro lado de la puerta, no creo que pienses que son algo más que accesorios de un delito.

–Yo no he cometido ningún delito –afirmó él a la defensiva sin saber por qué.

Nada en su memoria lo había preparado para aquello. La gente no discutía con él ni le lanzaba acusaciones. Todo el mundo en el campamento le adoraba. Nunca antes había estado en presencia de alguien que no le idolatrara. Y le resultaba vigorizante en cierto sentido. Reconocía el deseo, pero le sorprendía la forma que había tomado. Quería hundir las manos en su cabello bien peinado. Quería saborear aquella boca que se atrevía a decirle semejantes cosas.

–Al parecer, desapareciste de la escena de un accidente –continuó la mujer sin asomo de miedo–. Toda tu familia cree que estás muerto. Yo también lo creía. Y, sin embargo, aquí estás, vivito y coleando y vestido de blanco. Escondido en las montañas mientras el lío que has dejado atrás se complica más y más cada día.

El Conde no pudo evitar acercarse a ella y agarrarla de los antebrazos.

–Yo soy el Conde –insistió con cierta desesperación–. El camino…

–Yo soy Susannah Forrester Betancur –le interrumpió ella. En lugar de apartarse de sus brazos, se aproximó más y se puso de puntillas de modo que su cara estuvo mucho más cerca de la suya–. Tu esposa. Te casaste conmigo hace cuatro años y me dejaste en la noche de bodas. No eres el conde de nada. Eres Leonidas Cristiano Betancur, heredero de la Corporación Betancur. Eso significa que tienes tanto dinero y eres tan poderoso que alguien, seguramente algún miembro de tu familia, tuvo que provocar un accidente de avioneta para librarse de ti.

La presión de las sienes se hizo más fuerte. Y sintió un dolor agudo en la base del cráneo.

–Ya es hora de que vuelvas a casa, Leonidas –continuó ella.

Tal vez fuera el demonio quien se apoderó de él entonces. Tal vez eso fuese lo que le llevó a atraerla hacia sí, como si fuera de verdad otra persona y estuviera casado con ella como aseguraba. Tal vez por eso apretó la boca contra la suya, saboreándola al fin. Saboreando todas sus mentiras.

Pero ese era el problema. Un beso y lo recordó todo. «Todo». Quién era, cómo había llegado hasta allí. Los últimos momentos de aquel maldito vuelo y también a su preciosa y joven novia a quien había dejado atrás sin pensárselo porque así era él entonces, un hombre formidable y centrado.

Era Leonidas Betancur, no un maldito conde. Y había pasado cuatro años en una cabaña rodeado de acólitos obsesionados con la pureza, lo que resultaba una ironía porque en él no había ni hubo nunca nada puro.

Y había besado a la pequeña Susannah, a la que le habían arrojado como un cebo años atrás, un movimiento calculado por los repugnantes padres de ella y una bendición para su propia retorcida familia, porque él siempre había evitado la inocencia. Había perdido la suya demasiado pronto a manos de su brutal padre.

Leonidas ladeó la cabeza y la atrajo más hacia sí, saboreándola y tomándola, saqueándole la boca como un poseso. Sabía a dulzura y a deseo, y se le disparó rápidamente a la cabeza. Se dijo que se debía solo a que había pasado mucho tiempo. La parte de sí mismo que había creído sinceramente que era quien aquellos lunáticos creían que era, la parte que había desarrollado una conciencia que Leonidas nunca tuvo, le dijo que debía pararse.

Pero no lo hizo. La besó una y otra vez. La besó hasta que toda ella se volvió suave y maleable. Hasta que le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra su cuerpo como si no pudiera sostenerse de pie. La besó hasta que ella empezó a emitir pequeños sonidos guturales.

Leonidas la recordó con un vestido blanco y rodeada de toda la gente que sus familias habían invitado a la ceremonia en la hacienda familiar de los Betancur en Francia. Recordó lo abiertos que tenía los ojos azules y lo joven que parecía, la virgen mártir que el bestia de su padre le había entregado antes de que muriera. Un obsequio como parte de la alianza que beneficiaba a la familia.

Una prueba más de lo tremendamente podrida que estaba la sangre de los Betancur.

Pero a Leonidas no le importaba.

–Leonidas –susurró ella apartando la boca de la suya–. Leonidas, yo…

Él no quería hablar. Quería su boca, de modo que se la tomó de nuevo. Susannah le había encontrado allí. Le había devuelto a la vida. Así que la estrechó entre sus brazos sin apartar la boca de la suya ni por un instante y la llevó al dormitorio que ahora estaba deseando dejar.

Pero antes, Susannah le debía aquella noche de bodas. Y estaba dispuesto a tenerla aunque fuera con cuatro años de retraso.