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ÍNDICE

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PRÓLOGO

LOS PACTOS DE LA INTERPRETACIÓN

PRIMER ACTO

DEL MITO HERMÉTICO AL DOGMA ESCOLÁSTICO

LA RISA DE ESPARTACO Y EL SOPLO DE HERMES

LA TORTUGA, PAO HSI Y LA ESCRITURA PELIGROSA

TRES VERSIONES DEL VERBO

UN ASESINATO EN LA CIUDAD DE LOS SÍMBOLOS

EL DEMONIO EN LA BOTELLA

LECTURA E INTERPRETACIÓN, FORMA Y SUSTANCIA

SEGUNDO ACTO

DEL DOGMA ESCOLÁSTICO AL LOGOS CARTESIANO

FLAMEL Y PRELATI: EL DOBLE FILO DE LA ALQUIMIA

DE LA PHILOSOPHIA PERENNIS AL TEDIO FÁUSTICO

EL IMPRESOR QUE VENDIÓ SU ALMA AL DIABLO

CHRISTOPHER MARLOWE O LA VINDICACIÓN DE ÍCARO

ENTRE EL PLIEGUE HERMÉTICO Y LA PRUDENCIA CARTESIANA

HIPER BARROCO: DEL MITO, LA (INGENIOSA) ANAMORFOSIS

TERCER ACTO

DEL LOGOS CARTESIANO A LA NOVELA NEOBARROCA

UN CAMINO EMPEDRADO CON TURBIAS INTENCIONES

LA POÉTICA FÁUSTICA Y LA FELICIDAD DE FLAUBERT

LA EPIFANÍA TIENE NOMBRE DE MUJER

EL PACTO SIMBOLISTA O LA RELIGIÓN DEL ARTE

EL MITO EN EL OCASO DE LA HISTORIA

HERMES (NEOBARROCO) EN AMÉRICA

BIBLIOGRAFÍA CITADA

lingüística
y
teoría literaria

EL DEMONIO DE LA INTERPRETACIÓN

Hermetismo, literatura y mito

por

GONZALO LIZARDO

14o. Premio Internacional de Ensayo 2016

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siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial
LEPANT 241 -243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

P99

L59

2017      Lizardo, Gonzalo

El demonio de la interpretación : hermetismo, literatura y mito/ Gonzalo Lizardo. — Ciudad de México: Siglo Veintiuno Editores : Universidad Autónoma de Sinaloa : El Colegio de Sinaloa, 2017.

210 p. – (Lingüística y teoría literaria)

14° Premio Internacional de Ensayo 2016

ISBN-13: 978-607-03-0811-6

1. Interpretación (Lingüística). 2. Semiótica. I. t. II. ser

primera edición, 2017

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 978-607-03-0811-6

coedición con la
universidad autónoma de sinaloa
isbn
y el colegio de sinaloa

derechos reservados conforme a la ley
impreso en grupo infagón
alcalcería núm. 8 – zona norte central de abastos
iztapalapa, 09040 ciudad de méxico

PRÓLOGO

LOS PACTOS DE LA INTERPRETACIÓN

Hay personajes que son verdaderos justamente porque no existen. Seres de segundo grado, que no fueron concebidos por el verbo de Dios sino por el verbo de los hombres, sus criaturas. Las páginas siguientes están dedicadas, en dispareja proporción, a dos de esos personajes: Hermes y Fausto, dos antihéroes que desafiaron a los dioses pero que, gracias a su ingenio y arrojo, ganaron un sitio en el Olimpo y un lugar en la historia. Dos mitos muy persistentes, que han ejercido una peligrosa influencia sobre ciertos hombres —sabios como Bruno, poetas como Marlowe, rebeldes como Fausto—, regulando su capacidad para leer los signos del mundo y de los libros.

Sin arrojar más arena a las dunas que tantos comentaristas han sedimentado sobre el dios griego o el mago medieval, he ensayado una síntesis que entreteje ambos mitos para mostrar cómo se cruzaron sus caminos, transvalorando las relaciones entre el autor y el lector, el individuo y la comunidad, el mundo y la palabra. Si el sujeto fáustico ha ofrecido su alma, su salud o su cordura al demonio (hermético) de la interpretación, lo hizo a cambio de un don: fortalecer su capacidad para leer los libros y transmutar su vida. Si esto fuera cierto, bastaría recorrer la historia de estas técnicas de lectura e interpretación, para evaluar las condiciones y los efectos de este pacto entre el sujeto y el demonio de la interpretación. Persiguiendo esa hipótesis, el siguiente libro no pretende ser sino la bitácora de un viaje al interior de la lectura, de nuestras ideas y de cierta literatura que cabría llamar “hermetista”.

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Fue una novela muy concreta la que me sugirió esa confabulación clandestina, cifrada tras una madeja de alusiones mitológicas. Cuando leí por primera vez el Retrato del artista adolescente apenas había superado —eso pensaba— las crisis vocacionales, amorosas, ontológicas que cada joven enfrenta antes de convertirse en adulto, en esposo, en padre. Como se puede suponer, esa primera lectura fue incompleta. Algunas afinidades con el personaje hicieron que me concentrara en el sentido literal (autobiográfico y adolescente) de esa novela, con una ingenuidad que me impidió advertir su sentido metafórico: la dimensión simbólica que el autor había cifrado en cada frase, en cada párrafo, en cada capítulo.

Sólo con la segunda lectura, realizada muchos libros después, comprendí el carácter cíclico de la novela de Joyce. El texto nos presenta la biografía de un adolescente que quiere, como tantos, comprender el mundo y que lo hace tras una sucesión de caídas y redenciones recurrentes que lo van conduciendo a la poesía. Para encerrar a sus minotauros —sus dilemas, sus angustias, sus desencantos— el joven Stephen Dedalus erige laberintos provisionales —prágmáticos, ideológicos o religiosos— que terminan por encerrarlo. Sólo al final, cuando identifica su apellido con el nombre del artífice que construyó el laberinto de Minos, Dedalus comprende que debe imitar al astuto Dédalo: fabricarse unas alas de cera, metafóricas, que lo ayuden a evadir ese presidio, a volar en busca de una libertad siempre efímera.

En el capítulo IV de la novela, el laberinto está representado por las rutinas y las paradojas de la fe: los rezos, los sacrificios que el joven poeta debe realizar como buen católico. En penitencia por los pecados sensuales que cometió durante el capítulo anterior, Dedalus se impone la intrincada rutina que le aconseja el catecismo, durante días y noches, con devoción y fervor, en su casa o en la calle, ante sus amigos o ante sus profesores jesuitas. Por más que lo intenta, jamás llega a saber si ha sido absuelto de sus culpas, o si debe redoblar su penitencia. Para complicar su situación, el director del colegio lo invita hacia su despacho —la guarida del Minotauro— y le plantea una oferta: luego de elogiar el entusiasmo de su devoción, le ofrece la oportunidad de ordenarse sacerdote, otorgándole poder para absolver pecados, combatir demonios o transmutar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo.

La oferta no impresiona a Stephen. Al imaginarse los años que pasaría ahí, sometido a perpetuidad por los prejuicios y las penumbras de la religión, Dedalus pierde el entusiasmo religioso que lo había conducido hasta el despacho del director. Aunque de su decisión dependía la tranquilidad económica de él y su familia, Stephen rechaza la tentación y reniega de su fe. Por encima del orden y el poder que le vende el mundo sagrado, el joven poeta prefiere el caos y la libertad que le regala el mundo profano: la vida que ríe en las calles, que florece en las montañas, que canta en las playas. Como si se propusiera cegar sus dudas, una figura luminosa se le aparece a la orilla del mar: una muchacha, alada como un ave, cuyos ojos lo miran con inocencia mientras sus pies juguetean con el agua. En ese momento precioso, iluminado por una epifanía, el poeta adolescente reconoce su nueva fe, su propia vocación.

La imagen de la muchacha había penetrado en su alma para siempre y ni una palabra había roto el santo silencio del éxtasis. Los ojos de ella habían llamado y su alma se había precipitado al llamamiento. ¡Vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida! Un ángel salvaje se le había aparecido, el ángel de la juventud mortal, de la belleza mortal, enviado por el tribunal estricto de la vida para abrirle de par en par, en un instante de éxtasis, las puertas de todos los caminos del error y de la gloria.1

No hace falta mucha malicia para advertir que este episodio entremezcla la huida de Dédalo con la rebelión de Fausto. La historia del joven poeta reproduce la del viejo alquimista, sabio y soberbio, que vendió al diablo su alma eterna con el fin de disfrutar por entero su cuerpo mortal. A semejanza del Fausto goetheano, Stephen Dedalus enfrenta dos pactos: uno fallido y otro consumado. El primero ocurre en la habitación fría y oscura del director; el segundo, sobre la arena de una playa luminosa. Uno lo formula un astuto emisario de la Iglesia que le ofrece un precio eterno por su obediencia terrenal. El otro lo sugiere el “ángel salvaje” de la “belleza mortal”, quien lo invita a salir del laberinto, recorrer “los caminos del error y la gloria” sin el falso apoyo de su fe, impulsado por sus propias alas de cera.

Desde una perspectiva simbólica, Joyce ha realizado una transvaloración casi nietzscheana de los valores expresados por el mito original. Aquí es el sacerdote —el emisario del “bien”— quien desempeña el papel del diablo, eficiente delegado de un orden que ofrece poder a cambio de sumisión. Mayor esfuerzo exige identificar al otro “demonio”: esa mujerpájaro, esa seráfica jovencita que algunos exégetas han relacionado con Ícaro o con Luzbel; aunque también puede conjeturarse que se trata de una ninfa acuática, como aquella que, según Calasso, inspiraba a Sócrates.2

Sin anular las hipótesis anteriores, puede también suponerse que ha sido el mismo Hermes, el mensajero alado de Zeus, patrono de poetas y ladrones, quien ha utilizado una forma femenina para revelar a Dedalus el camino para salir del laberinto y perseguir el Grial que le permita hacer poesía: “crear la vida con materia de vida”.

Consciente de la pérdida que implica este nuevo pacto, Stephen lo firma y se consagra (durante el siguiente capítulo) a concebir una teoría poética que le permitiría liberarse de su religión, de su familia y de su patria, usando “las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia”.3 Dedalus sabe que el pacto fáustico —a semejanza de cualquier sacrificio— implica una renuncia voluntaria a un don con tal de obtener otro que le parece más valioso, más necesario, más divertido. Enseguida el joven poeta comprende que el pacto es irreversible y que no convalida los dogmas del Orden, sino que infringe sus valores éticos y sus principios estéticos. Lo cual le brinda un nuevo premio y un nuevo reto: crear un orden, personal y poético, capaz de dominar el Caos, de cubrir el vacío que ha dejado en el mundo —o al menos en su corazón— la ausencia o la indiferencia o la muerte de Dios.

Desde el instante en que es firmado, el pacto implica otra pérdida para el firmante, un sacrificio adicional consignado con letra muy pequeña al reverso del contrato. Por obra de esta cláusula secreta, el héroe fáustico se ve condenado al único sitio donde podrá ejercer los dones adquiridos: el exilio. Su soledad es relativa: al tiempo que se margina de sus contemporáneos, el firmante se integra a una estirpe mitohistórica: esa saga de Faustos, esos alborotadores de pelo largo que desde siempre se han inconformado contra los dogmas de las religiones, los tratados de las ciencias o los dictados de la ley. Bajo el eterno influjo del dios Hermes —disimulado tras la máscara de Hermes-Tot, de Mercurio alquímico, de Mefistófeles renacentista o de epifanía joyceana— el héroe fáustico está dispuesto a transgredir las habituales relaciones entre el Hombre, la Palabra y el Mundo, transvalorando con sus alquimias las concepciones de su época.

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Fausto fue desde el inicio un alquimista: un sabio que, abjurando de su ortodoxia, pactaba con el espíritu material de las cosas en busca del poder que otorga la magia. A semejanza suya, Stephen Dedalus se concibe a sí mismo como un alquimista verbal capaz de transmutar el plomo cotidiano de la existencia en el oro perdurable de la Poesía. Más allá de su semejanza estructural, la distancia entre el artista adolescente y el mago renacentista demuestra que el mito ha evolucionado con rapidez, pero que sigue funcionando como sombra y emblema del sujeto moderno: ese individuo que, agobiado por los sacrificios sin recompensa que Dios le exige, ha vendido su alma a un daemon más servicial, como Hermes, que le otorgue, cuando menos, la soberanía interpretativa: el derecho a interpretar sin guía ni censura los libros más sagrados o profanos. Aturdido por esta sed del alma se encuentra el Fausto de Goethe cuando se recluye en su gabinete a reflexionar sobre el Evangelio según San Juan:

Escrito está: “En el principio era la Palabra”... Aquí me detengo ya perplejo. ¿Quién me ayuda a proseguir? No puedo en manera alguna dar un valor tan elevado a la palabra; debo traducir esto de otro modo si estoy bien iluminado por el Espíritu. —Escrito está: “En el principio era el Sentido”... Medita bien la primera línea, que tu pluma no se precipite. ¿Es el pensamiento el que todo lo obra y lo crea?... Debiera estar así: “En el principio era la Fuerza”... Pero también esta vez, en tanto que esto consigno por escrito, algo me advierte ya que no me atenga a ello. El Espíritu acude en mi auxilio. De improviso veo la solución, y escribo confiado: “En el principio era la Acción”.4

Este párrafo ilustra, de manera ejemplar, el hermético procedimiento de Fausto. Inspirado por el “Espíritu”, el sujeto sospecha que esos signos contienen una respuesta decisiva para su destino, y se propone encontrarla usando la pregunta que le parece más adecuada. Si en el principio era la Palabra, ¿qué debe entenderse por Palabra? ¿La palabra que describe o la palabra que crea? ¿El Verbum del Evangelio o el Logos del Génesis? ¿La potencia inmanente o la acción contingente? Aunque sea un erudito, Fausto no emplea la filología para explicarse el texto. En vez de emplear algún método inductivo o deductivo, prefiere valorar sus hipótesis mediante un proceso de abducción, invocando a ese Espíritu que de improviso —como en una epifanía— le dicta la respuesta que necesitaba: en el principio, no era la Palabra-vocablo, que reproduce verbalmente al mundo, sino la Palabra-acción, que contribuye a crearlo y a transformarlo. Al aceptar esa respuesta, y solamente entonces, ante él se apersona el Espíritu hermético, bajo la figura de Mefistófeles, dispuesto a colaborar sin objeciones ni reservas con su nuevo amo.

En el párrafo citado, Goethe no sugiere que Fausto desdeñe las racionales interpretaciones bíblicas que heredó de sus maestros, sino que ha preferido trascenderlas mediante su propia intuición, simbolizada aquí por el influjo del “Espíritu”. Usando las palabras de Baruch Spinoza —tan valiosas para Goethe—, Fausto sólo alcanza el “tercer grado de conocimiento” cuando abandona el dominio de las nociones comunes, dominadas por la contingencia del tiempo presente, para transitar hacia una “ciencia intuitiva”. Sólo así, Fausto puede conocer las cosas desde “una cierta especie de eternidad”, según la cual las cosas se muestran no como “contingentes, sino como necesarias”.5

Para que sea un “principio” del mundo, por tanto, la Palabra debe obrar necesariamente una “Acción” sobre él: incidir sobre las cosas para que éstas conserven o modifiquen su estado de reposo o en movimiento.

Esta exégesis bíblica de Fausto tuvo consecuencias fundamentales en la conformación del mundo moderno, como se expondrá en los capítulos correspondientes. Por lo pronto, para medir la magnitud de su transgresión interpretativa basta confrontar al hermetismo de Fausto con su opuesto: los sistemas de conocimiento predominantes en la época. Como buen discípulo de Hermes, Fausto se opuso al saber escolástico y a la ciencia ilustrada. En contra de esos saberes, sustentados en una lógica de inducciones y deducciones, el viejo doctor prefigura una hermenéutica sustentada en la abducción, esa “vaga intuición” que nos permite elegir entre varias hipótesis interpretativas igualmente probables mediante un “movimiento libre de la imaginación alimentado por emociones”,6 que restablece los vínculos perdidos entre la palabra, el mundo y el hombre; acción del alma semejante a las que concibió Spinoza o a las que Pascal llamaría razones del corazón “que la razón no comprende”.7

Aunque implica una renuncia a la certidumbre absoluta, Peirce, Beuchot y Eco, entre otros, han reconocido que la abducción (moderna encarnación de la antigua conjunctio oppositorum) constituye una vía muy adecuada para comprender el sentido del mundo y los libros concretos. Realizar una abducción, sin embargo, tiene consecuencias (una buena y otra mala, como en los cuentos y como en todo pacto): aunque implica una pérdida en la certidumbre, ofrece como ganancia la multiplicidad de sentido. Así como el viejo alquimista cedió su eterna alma en beneficio de su cuerpo mortal, así como el artista adolescente renunció las jerarquías jesuíticas para construir su orden poético, de ese mismo modo el hermeneuta fáustico debe renunciar a la Verdad cierta pero unívoca del dogma si quiere obtener, mediante su ciencia y su paciencia, las verdades inciertas pero múltiples que le permitirán vivir, aprender y escapar del laberinto —aunque no le impidan caer en la siguiente trampa—. El círculo hermenéutico convertido en laberinto mítico.

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Por la misma naturaleza de sus premisas, este libro debe renunciar a algo si desea conquistar sus objetivos. Al escribirlo he evitado con especial rigor dos tentaciones. En primer lugar, no pretendo convertir la herejía en dogma, ni acusar de heterodoxia a los ortodoxos. Tan complejos son los enigmas del mundo que las respuestas jamás se hallarán en los extremos —en la sumisión irreflexiva ante la razón o en la obediencia irresponsable ante el absurdo, como tampoco en la disciplina analítica más ortodoxa o en la deriva analógica más heterodoxa—, sino en su conjunción: sólo mediante una interpretación sincrética y autorreflexiva, creativa pero rigurosa, capaz de conciliar la imaginación con el intelecto, el entusiasmo del arte con el rigor de la ciencia, las razones del corazón con las corazonadas de la razón, solamente así puede el hombre aspirar a la sabiduría hermética y a la felicidad fáustica.

En segundo lugar, tampoco aspiro a la exhaustividad: si incluso las matemáticas reconocen que ningún sistema puede ser completo y consistente al mismo tiempo, prefiero apostar por una coherencia, aunque sea parcial, que por una integridad incoherente: más que alcanzar el sentido “completo” del mito, me interesa ensayar algunas interpretaciones creativas pero verosímiles en torno de sus encarnaciones concretas: aquellas obras (tratados, relatos, poemas) que mejor han expresado esta hermenéutica hermética. Para no traicionar los principios de este modo específico de interpretar los textos y el mundo, recurriré a una poética fáustica: a una lectura activa —y abductiva— que restablezca, mediante un ejercicio cíclico de lectura y escritura, los vínculos velados entre el mito y la historia, entre ciencia y poesía, entre el dogma y sus herejías.

En la conjunción de esa metahermenéutica y esa hiperpoética, los siguientes capítulos intentarán someter a exégesis nuestras exégesis, “con arte y agudeza de ingenio”, mientras revisamos las metamorfosis de ese alquimista que se volvió libertino, científico, utopista, músico o poeta, así como las anamorfosis de su compinche, el mercurial Hermes, el esquivo demonio de la interpretación.


1 James Joyce, Retrato del artista adolescente, p. 204.

2 Cf. Roberto Calasso, La locura que viene de las ninfas.

3 James Joyce, Retrato del artista adolescente, p. 295.

4 Johann Wolfgang von Goethe, Fausto. Una tragedia, pp. 141-142.

5 Baruch de Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, p. 390.

6 Umberto Eco, Tratado de semiótica general, p. 208.

7 Blaise Pascal, Ensayos, correspondencia y pensamientos, p. 121.

PRIMER ACTO

DEL MITO HERMÉTICO

AL DOGMA ESCOLÁSTICO

¡Ah, todo es símbolo y analogía!
El viento y esta noche tan fría
Son otra cosa que noche y viento
Sombras de vida y de pensamiento

FERNANDO PESSOA,
Fausto. Tragedia subjetiva

LA RISA DE ESPARTACO Y EL SOPLO DE HERMES

Hay obras de arte que desean mostrar no sólo la experiencia presente del mundo, sino también las huellas del tiempo pasado que persisten en el nuestro. Por eso resulta admirable Espartaco (1960), de Stanley Kubrick: porque su relato sobre la rebelión de los esclavos contra el imperio romano es también un alegato a favor de la libertad de conciencia en Estados Unidos, un imperio que en los años sesenta se hallaba abismado en la guerra fría y en la guerra de Vietnam. Entre las memorables secuencias de esa película, hay una que destaca por su intensidad emocional y porque evidencia el poderoso influjo de Hermes en el mundo helénico —y en el nuestro, por lo tanto.

Durante una pausa de la campaña militar que Espartaco y su ejército de esclavos rebeldes emprenden contra el Imperio, un mago y poeta, Antoninus, confiesa a su líder que ya no quiere divertir a los soldados con canciones y magia, sino pelear junto a ellos por la libertad. Espartaco no aprueba tal actitud, pero no sabe cómo disuadirlo. Una vez a solas con su amada Varinia, el jefe rebelde intenta explicarse: “¿Quién diablos quiere pelear? Un animal puede aprender a pelear, pero cantar cosas hermosas, y hacer que la gente las crea, ¿quién?” Como Varinia no entiende, Espartaco pone un ejemplo: “Yo soy libre, y sin embargo, ¿qué es lo que sé? No sé nada, ni siquiera leer”. Ella lo cuestiona entonces:

—¿Y qué es lo que quieres saber?

—Todo. Por qué las estrellas caen y los pájaros no. A dónde se va el sol cuando anochece. Por qué la luna cambia de forma. Quisiera también saber de dónde viene el viento.

—El viento comienza en una caverna, en el lejano norte. Ahí duerme un joven dios que sueña con una muchacha. Él suspira y el viento de la noche surge de su aliento.

Después de escuchar la explicación de Varinia, el gladiador ríe plenamente conmovido por esas palabras que le han revelado, amorosas, uno de los misterios que lo inquietaban. Aunque ahora pueda parecernos absurda o inverosímil, la explicación de Varinia satisface a Espartaco no por su apariencia de verdad —que es mínima—, sino por la bella eficacia con que fue enunciada. Además de proponer una analogía entre el anhelo de libertad y de conocimiento, este episodio resaltaba el valor de la poesía frente a una realidad dominada por la guerra y la persecución ideológica, tanto en Roma como en Estados Unidos.

Frente a un orden y a un imperio que encadenaban la voluntad de sus individuos, la poesía tenía una función: mantener viva la necesidad de conocer, de recordar, de amar, de actuar libremente. Pero no sólo eso. Si se analizan con cuidado las alusiones míticas de la escena, se reconoce en ella la sutil presencia de Hermes: el dios de los magos y los poetas, el dios que facilita la adivinación y procura la alegría a los hombres: la luminosa felicidad de la revelación,1 el don de la eudemonía hermética.

No es sencillo definir a Hermes, ese contradictorio, ubicuo y polimorfo semidiós. Varinia se refiere a él cuando habla del “dios joven” que habita en la caverna, pues, de acuerdo con Jung, Hermes era en sus orígenes el dios del viento, como Eolo, y “el que hace respirar a las almas, como Tot”.2 No terminan ahí sus nombres ni sus atributos: los alquimistas lo llamaban servus fugitivus —”esclavo fugitivo”, como Espartaco—, mientras que los poemas homéricos lo muestran en el rol de Psicopompos: el dios que, a la manera de Anubis, traslada las almas de los muertos al mundo subterráneo.3 Por si fuera poco, en Alemania se le relaciona con el dios Wotan, y en Irlanda con Lug, la deidad que es druida, sátiro, médico, mago y artesano a la vez.4

El nombre de Hermes, según Guthrie, significa “el del montón de piedras”,5 y deriva, probablemente, de la misma raíz que la palabra “hermenéutica”: de los hermai, esos monolitos utilizados en la antigüedad para delimitar caminos, encrucijadas, territorios peligrosos o prohibidos, razón por la cual el dios era considerado “señor de los caminos”. Con frecuencia, para reforzar sexualmente la advertencia territorial que implicaban, esas hermai adoptaban formas fálicas en su honor, pues era Hermes “el Itifálico” quien cada año traía a Perséfone desde el Hades para que fertilizara los cultivos humanos. Esta connotación sexual induce a creer que el dios rige también los caminos que transita nuestra imaginación: las “fantasías e imágenes sexuales [que] participan en el comercio psicológico en las borderlines de nuestra psique”.6

Desde el origen etimológico de su nombre, Hermes manifiesta su naturaleza delimitadora y comunicante: por un lado, establece fronteras que separan lo sacro de lo profano o el mundo físico del mundo psíquico; por el otro, señala los puentes o las puertas que nos permiten comunicarnos a través de esos límites. Hermes es el mediador entre los dioses, el mensajero que propicia el intercambio de bienes (mediante el comercio), de afecto (mediante el amor), de sentido (mediante la interpretación) o de ideas (mediante el diálogo). En honor a esta última facultad, Platón conjeturó que su nombre provenía de la expresión “eiren emeesato”: “el que ha inventado la palabra”,7 de ahí que el término griego “hermeneia” —del que provino el latín “sermo”— designara originariamente “la eficacia en la expresión lingüística”.8

Los talentos de Hermes fueron precoces: hijo de Zeus y de la ninfa Maia, el mismo día que nació tuvo la ocurrencia de robar el ganado de Apolo con el confeso y retorcido fin de ser aceptado, tarde o temprano, entre los dioses olímpicos. Cuando el dios solar quiso reclamar sus reses, Hermes puso en juego todo su encanto para apaciguar la furia de Apolo, regalándole la lira que había construido con un caparazón de tortuga, el cuero de un buey y las tripas de una oveja.9 Tal hazaña, además de ganarle la amistad del dios solar, lo convirtió de golpe en patrono de los ladrones y de los ganaderos, del comercio y del pastoreo, de la negociación y de la elocuencia, la misma que inspiró la respuesta de Varinia a Espartaco, la misma que emplea Alfonso Reyes para describir al dios:

Hermes será asimismo el distribuidor de las lenguas, genio del buen decir, dios de la elocuencia, amigo de la sociedad y el trato, consejero de las deliberaciones y asambleas, con su miga de charlatán. Y de este arte del buen decir sólo hay un paso hasta la recitación, y de ahí a la música, que también cae dentro de su imperio.10

Aunque resulta fácil mirarlo con simpatía, debemos tener cuidado con su equívoco carácter, que “puede, por igual, guiarnos o descarriarnos”.11 No olvidemos que fue Hermes quien, por órdenes de Zeus, vendió a Heracles como esclavo, o le entregó a Epimeteo la ominosa caja de Pandora. En consecuencia, Jean Chevalier lo considera poseedor de una fuerza utilitaria, pero corruptible, que simboliza cierta “forma de perversión intelectual, que se encuentra en todos los tipos de estafa, habilidad maliciosa, astucia y tunantería”.12 Sólo una perversión de este tipo podría explicar que el mismo dios protegiera a los viajeros y a los comerciantes, mientras instruía a los asaltantes y a los estafadores.

Norman O. Brown y Donald F. Nelson han propuesto una solución a esa evidente paradoja de su carácter: recurriendo a la filología, sostienen que durante el periodo homérico no había distinción semántica entre “hurto” y “artimaña”, lo cual sugiere que en la Grecia preclásica, los ardides y robos de Hermes tan sólo ponían de manifiesto esos poderes mágicos, propios de su naturaleza divina, que lo colocaban “más allá del bien y del mal”.13 Alfonso Reyes discierne una solución parecida: “cuando hay talento y maña, no deja de tener gracia a los ojos del pueblo griego”,14 lo que explica, de paso, la admiración que sentían los griegos por Ulises, un héroe no menos marrullero ni mentiroso que el dios de las sandalias aladas.

Unidos por un lejano parentesco —Ulises era nieto de Autolycus, el hijo de Hermes—,15 y por los amores que compartieron con la ninfa Calipso, los distancia la finalidad de sus talentos. Mientras Ulises busca, con prudencia ejemplar, resolver tan sólo sus propios asuntos, Hermes no requiere de prudencia cuando se pone al servicio de los demás; no padece el menor conflicto moral para brindarle auxilio a los hombres de uno u otro bando: por un lado, le proporcionó a Ulises el antídoto contra la poción de Circe, y por el otro, asistió a Príamo para rescatar el cadáver de Héctor. Su docilidad y sus pocos escrúpulos lo convierten, a los ojos de Jung, en un “familiaris dócil”, es decir, “un espíritu servicial como Mefistófeles”.16 Su principal talento puede definirse como una techné: como un arte práctico, como un juego lúdico, casi irreflexivo, entre la mente y las manos, la consciencia y la inconsciencia que juntas establecen conexiones entre las cosas, unificando los contrarios mediante una actividad infatigable.

Los atributos con que la tradición lo representa dan noticia de su movilidad y sus funciones: sus sandalias, áureas y aladas, le permitían trasladarse a la velocidad del viento —del pneuma, del pensamiento—, mientras que su sombrero de caminante lo protegía de la intemperie, y el báculo de cintas blancas —regalo de Zeus— denotaba su cualidad de heraldo al servicio del Olimpo.17 Otro regalo que Apolo le concedió, a cambio de una flauta, resultó igualmente definitorio. Desde entonces, Hermes gozó del kleedoón: el poder para sugerir a los mortales su destino a través de experiencias cotidianas o de frases que, casualmente escuchadas, les permitían conciliar el devenir presente con el porvenir, distinguir entre la apariencia y la realidad, decodificar los significados trascendentes a partir de los significantes cotidianos, tal como le ocurrió a Stephen Dedalus cuando observó a la mujer-pájaro en la playa, o a Espartaco cuando comprendió la respuesta de Varinia.

Es cierto que las analogías de Hermes suelen causar desconcierto: de modo automático, su furor hermético lo empuja a entablar isomorfismos, semejanzas, soluciones que violentan toda lógica o raciocinio. Cuando la celosa Hera ocasionó la muerte de Sémele, la amante de Zeus que gestaba en su vientre a Dionisos, ¿a quién sino a Hermes se le podía ocurrir salvar el feto “cosiéndolo dentro del muslo de Zeus para que alcanzara allí los nueve meses necesarios antes del nacimiento”?18 ¿Cómo supo Hermes que el muslo de Zeus podría funcionar de manera análoga al vientre de Sémele? Imposible saberlo. Como dios apócrifo de la ciencia “hermenéutica”, Hermes propicia, en efecto, la transferencia de sentido “desde el mundo de los dioses al de los humanos, desde un mundo de una lengua extraña al mundo de la lengua propia”;19 pero como patrono del arte “Hermética”, en ocasiones Hermes se afana en explicar lo inexplicado con lo inexplicable, la oscuridad con las tinieblas, los enigmas con nuevos enigmas.

La facultad hermética para conciliar las respuestas más confusas o contradictorias a través de una coincidentia oppositorum está contenida en otro personaje derivado de Hermes: Hermafrodito, el hijo de Afrodita y del semidiós que encarna el mito del andrógino, el misterio de la totalidad. Robert Graves sostiene que Afrodita se entregó a Hermes en recompensa por la envidia que éste manifestó cuando Ares fue descubierto en flagrante adulterio con la diosa.20 De la unión entre ambos, nació Hermafrodito, un bello joven del que se enamoraría más tarde la ninfa Salmacis. En sus Metamorfosis, Ovidio nos cuenta que la ninfa, dispuesta a ser poseída por su amado, lo atrajo hasta una fuente, donde lo apresó entre sus brazos como “la hiedra enrosca al tronco, y el pólipo a la piedra de mar, y como la serpiente al águila que la eleva”:

Inútilmente le exigió la ninfa —con besos, caricias y posturas— el acto de infinita pasión. Hermafrodito se negaba con igual persistencia. “¡Oh, dioses! —prorrumpió la hembra ardiente—. ¡Haced que jamás nada ni nadie me pueda separar de él”. Debiéronla escuchar los poderes celestes, porque, poco a poco, los dos cuerpos entrelazados se fueron confundiendo en uno solo. Una única cara, entre femenina y viril. Un único torso de pechos pequeños, pero enhiestos. Un solo ser que no dejaba de ser una suma en la que los sumandos se apreciaban claramente: los sexos.21

La fórmula de “no ser varón ni hembra, y a la vez ser varón y hembra” cifra a la perfección la coincidentia oppositorum tan cara a muchas mitologías y a ciertos filósofos. Para Nicolás de Cusa, por ejemplo, esta coincidentia era “la definición menos imperfecta de Dios”,22 en tanto caracterizaba a un nivel superior de existencia donde los contrarios, por encima de toda lógica, se conciliaban sin aniquilarse. Aunque esta síntesis por sí sola desafía a la razón, el relato se complica aún más si consideramos que en Chipre se adoraba a Hermes y a Afrodita fundidos en la forma única de Afrodito. Esta evidencia nos permite “identificar a este Afrodito como el Hermes primitivo en sí mismo, lo cual sugiere que este Hermes primitivo era hermafrodita, o de sexo indeterminado”.23

El andrógino se apersona en numerosos mitos. Una versión del Génesis, de procedencia gnóstica, afirma que Adam Cadmon, el “hombre primordial”, era hermafrodita hasta que Yavé extrajo su parte femenina para crear separadamente a Adán y a Eva.24 Mucho más familiar nos resulta el relato que Aristófanes refiere durante “el Banquete” de Platón: los andróginos eran criaturas esféricas con cuatro brazos, cuatro piernas y dos sexos, que desafiaron a los dioses escalando el Olimpo. En castigo, Zeus los cercenó como “cuando se cortan los huevos para salarlos”,25 y a raíz de esa separación se originó el amor, en tanto ambas partes anhelan reintegrarse en una sola. En clara resonancia con el mito aristofánico, el Corpus Hermeticum afirma: “Cuando el ciclo se hubo cumplido, el vínculo que mantenía unidos a todos los seres vivos se rompió por el designio de dios. Todos los seres vivos, que hasta entonces eran adróginos, fueron divididos en dos partes —y los seres humanos con ellos— y una parte de ellos se volvió macho y hembra la otra”.26

Amalgamando esas leyendas en su mortero, los alquimistas imaginaron al hermafrodita como la unión de contrarios que conduce a la Lapis philosophorum, pues su figura “reúne en sí el principio y el final de la obra alquímica y refleja con ello la unidad mítica, en la creación, del principio del mundo y del final, en el fin del mundo”.27 Interpretaciones más recientes ven a Hermafrodito como conjunción del inconsciente y del consciente, como síntesis del Anima y del Animus, como “la individuación del principio masculino a partir del femenino”,28 o bien como una consciencia particular que percibe la dualidad esencial de la vida y “que hace posible a la psique”.29 Para los fines que persigue este libro, esbozaré otra conjetura: la saga de Hermes y Hermafrodito permite examinar las vías que los hombres han ensayado para restablecer la unidad perdida entre la palabra y el mundo, para consumar la coincidentia oppositorum entre el significante y el significado, entre el interpretante y su objeto. Pues entonces y sólo entonces, el hombre alcanza la plenitud, la gnosis, la eudemonía hermética.

Niccola Abagnano, en su Diccionario de Filosofía, define a la “eudemonía” como sinónimo de aquella felicidad que “algunas escuelas consideran principio y fundamento de la vida moral”;30 Ferrater Mora la traduce, casi literalmente, como “la posesión de un buen demonio”;31 y para Ortiz-Osés significa “estar bien con los ‘propios demonios’ asumidos”.32 Si se trata de Hermes, en tanto daemon de la interpretación, la eudemonía es inducida por una explicación feliz, aunque provisional, de todas las cosas, que le otorga un sentido al cosmos, el cual así revela su integridad y su armonía: una integridad que trasciende a la suma de sus partes, y una armonía que va más allá del bien y del mal, de la vida y de la muerte; un dominio donde las cosas aparecen bajo una luz distinta a la habitual y “cuya imagen divina es Hermes”.33

Para alcanzar esta serenidad espiritual, la historia demuestra que los hombres se han atenido menos a la razón y a la ciencia que a la imaginación poética, a los rituales místicos, a las corazonadas, a los sueños, a la magia o a la charlatanería. Pero casi siempre lo han hecho para procurar la risa de Espartaco: la eudemonía hermética, la beatitud de Santo Tomás o la epifanía joyceana. Escondido entre la magia y los versos de Antoninus, o tras la voz de Varinia, el soplo del dios sobre Espartaco lo ha inducido a “leer” su propia circunstancia, a descubrir mediante la alquimia del verbo que, si bien ahora es tiempo de luchar, pronto llegará el tiempo para saber, el tiempo para ser libre, el tiempo para amar.

Sólo entonces, absortos en ese estado de gracia que Hermes les proporcionó, Espartaco y Varinia pueden abismarse en el amor: como si quisieran repetir el milagro de Salmacis y reintegrar con su abrazo al andrógino mítico, símbolo fugaz pero bienaventurado de la integridad primera.


1 Carl Gustav Jung, Simbología del espíritu, p. 73.

2 Ibid., p. 75.

3 Donald F. Nelson, Portrait of the artist as Hermes, p. 84.

4 Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, Diccionario de símbolos, p. 558.

5 W. K. C. Guthrie, The Greeks and their Gods, p. 88.

6 Rafael López-Pedraza, Hermes y sus hijos, p. 20.

7 Platón, Diálogos, p. 268.

8 Maurizio Ferraris, Historia de la hermenéutica, p. 11.

9 Robert Graves, Los mitos griegos, 1, p. 82.

10 Alfonso Reyes, “Religión griega. Mitología griega”, en Obras XVI, p. 484.

11 Rafael López-Pedraza, Hermes y sus hijos, p. 18.

12 Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, Diccionario de símbolos, p. 557.

13 Norman O. Brown, Hermes the Thief, pp. 9-10, y Donald F. Nelson, Portrait of the artist as Hermes, p. 13.

14 Alfonso Reyes, Obras, p. 483.

15 Karl Kerényi, Hermes guide of souls, p. 48.

16 Carl Gustav Jung, Simbología del espíritu, p. 67.

17 Robert Graves, Los mitos griegos, 1, p. 82.

18 Ibid., p. 70.

19 Hans George Gadamer, Verdad y método, p. 95.

20 Robert Graves, Los mitos griegos, 1, p. 86.

21 Ovidio, Las metamorfosis, p. 74.

22 Mircea Eliade, Mefistófeles y el andrógino, p. 80.

23 Donald F. Nelson, Portrait of the artist as Hermes, p. 22.

24 Carl Gustav Jung, Simbología del espíritu, p. 82.

25 Platón, Diálogos, p. 363.

26 Brian P. Copenhaver, Corpus Hermeticum y Asclepio, p. 114.

27 Heike Hild, “Hermafrodita”, en Claus Preisner y Karin Figala (eds.), Alquimia. Enciclopedia de una ciencia hermética, p. 246.

28 Donald F. Nelson, Portrait of the artist as Hermes, p. 22.

29 Rafael López-Pedraza, Hermes y sus hijos, p. 51.

30 Nicola Abbagnano, Diccionario de Filosofía, p. 435.

31 José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, p. 1153.

32 Andrés Ortiz-Osés, Mitología cultural y memorias, p. 279.

33 Karl Kerényi, Hermes guide of souls, p. 31.

LA TORTUGA, PAO HSI Y LA ESCRITURA PELIGROSA

Mitad en broma, mitad no tanto, me gustaría probar que los griegos no fueron sino un invento de los chinos. Al menos, la sutil semejanza que existe entre el mito homérico de Hermes y la historia sobre el origen del I Ching podrían fundamentar esa hermética sospecha de mi parte. En su Himno a Hermes, Homero narra el encuentro del dios con una tortuga, a la que reconoce como un “gran símbolo”. Aunque apenas contaba con un día de nacido, el niño Hermes advirtió de inmediato las divertidísimas posibilidades que aquel animal le ofrecía; entre risas, saludó al animal, alabando su belleza: “reconozco que viva proporcionarías muy buena medicina contra los males de la magia negra, pero muerta... ¡muerta harás música tan hermosa!”.1 Acto seguido, el dios blande un puñal, mata a la tortuga y fabrica con su caparazón la lira que después regalará a Apolo.

En Hermes, guía de las almas, Karl Kerényi cita este episodio para exponer la naturaleza infantil, irreflexiva e inmisericorde del dios. Pero la escena también podría servirnos para mostrar la tendencia hermética a “leer” las cosas como signo o un representamen que nos remite a su significado o a su interpretante. Viendo “a través” del significante “tortuga”, el niño Hermes predice o lee o descifra el significado “instrumento musical”. Con este acto de violencia física, el dios instaura la “lectura” como “interpretación”: la hermenéutica como un arte de leer “a través” de isomorfismos: “a través” de las relaciones de analogía que establecemos entre las formas que perciben nuestros sentidos —la silueta de un caparazón, por ejemplo— y las formas que contiene nuestra memoria o que genera nuestra imaginación; en este caso, la silueta ideal que debe tener un instrumento para optimizar su resonancia.

De modo análogo, se puede establecer un isomorfismo entre este relato homérico y el origen de la escritura china. El historiador Andrew Robinson nos informa que las muestras más primigenias de esta escritura, halladas en 1899, provienen de la última dinastía Shang, que gobernó el imperio entre 1400 y 1200 a. C.2 Estas muestras consistían en huesos de res o en caparazones de tortuga que eran agujerados y sometidos al fuego: las grietas que aparecían sobre la superficie eran interpretadas entonces como “signos” favorables o desfavorables. Al final del proceso, se tallaba sobre el caparazón el pronóstico, la fecha y el nombre del adivino.3 De este modo, en la China arcaica los orígenes de la escritura están vinculados con la “interpretación” adivinatoria: de la lectura de los caparazones quemados surgieron los ocho trigramas que utilizó el sabio Pao Hsi para comprender y gobernar el mundo; los mismos ideogramas que originaron el libro más antiguo del mundo: el I Ching o Libro de las mutaciones.

Las semejanzas entre Hermes y Pao Hsi no se limita a la crueldad que ejercían sobre las indefensas tortugas —o sobre el mundo en general, si consideramos que la tortuga siempre ha funcionado como símbolo del cosmos—.4 De acuerdo con sus respectivas tradiciones, tanto Hermes como Pao Hsi fueron cazadores; si al primero se le atribuye el invento de la cocina,5 al segundo, el del fuego; mientras uno creó los ideogramas chinos, al otro se debe el alfabeto griego.6 De acuerdo con los datos históricos, no hay mucha distancia temporal entre el nacimiento de ambas escrituras: los textos griegos más arcaicos datan del periodo comprendido entre 1100 y 800 a. C, por lo cual, algunos estudiosos han llegado a suponer que el inventor real del alfabeto fue “un brillante contemporáneo de Homero, que deseaba encontrar una manera de conservar las épicas orales del poeta, la Ilíada y la Odisea”.7

Si me dejara poseer por el furor hermético —propiciador de analogías y conjeturas—, sería muy divertido sobreinterpretar estos datos para demostrar que algún guerrero de la dinastía Shang derrocó a Pao Hsi antes de desterrarlo del Imperio. Oculto bajo las ropas de un comerciante o de un mago, Pao Hsi atravesaría Mesopotamia, Egipto y Fenicia antes de ocultarse en Grecia, donde repetiría el truco del caparazón de tortuga para “inventar” la escritura fonética y asegurarse —usando el seudónimo de Hermes— un sitial entre los versos homéricos. Imitando sus trucos, yo podría pervertir algún dato o cimentarlo en algún autor apócrifo, por ejemplo, algún sacerdote sabeo de la ciudad de Harrán, donde se profesó un culto a Hermes con tintes islámicos.