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TERCERA PARTE

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la creación literaria

Miguel Botero García

*

Sueño blanco

Novela ganadora

Premio Spiwak Ciudad de Cali

a la Novela del Pacífico Americano en Español, 2016

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siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

primera edición, 2016

© premio spiwak ciudad de cali

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 978-607-03-0806-2

derechos reservados conforme a la ley
impreso en litográfica ingramex, s.a. de c.v.,
centeno 162-1, col. granjas esmeralda,
del. iztapalapa, 09810 ciudad de méxico

A la Medusa más hermosa

PRIMERA PARTE

1

Mi mamá me invitó a acompañarla a Sandiego. Compramos ropa, comimos helado y fuimos a ver unas telas. Cuando ya regresábamos al parqueadero, una niña de cara redonda, piel canela, ojos aindiados y pelo liso de un castaño muy claro, pasó pedaleando en un triciclo del centro comercial. De inmediato reconocí a Valentina, una niña de la otra clase de quien nada sabía. Llevaba un vestido azul y continuó su camino sin llegar a verme. Me pregunté cómo era posible que a los once años aún montara en esas cosas y la seguí con un sentimiento reprobador, casi teñido de lástima, hasta que desapareció por una esquina del corredor.

Bajo un cielo despejado y azul, mi mamá y yo regresamos por la 33 hasta La Castellana. El viento se arremolinaba por entre las ventanillas del carro moviendo mi pelo en todas las direcciones. Era sábado, y el mundo se veía en plena forma.

Pasado el mediodía, el timbre sonó con su intermitencia habitual, y bajé a recibir la comida china de un modo que había perfeccionado desde pequeño. Me impulsé hasta deslizar la suela rozando el filo de la primera escala y fui pasando de un peldaño a otro a toda velocidad.

Hacía tres semanas que no me dejaban salir a nada, ni siquiera a jugar fútbol. Era triste admitirlo, pero me veía a mí mismo como a un perro que mira con ojos tristes a través de la ventana. Mi amigo Jorge había recibido un castigo similar, y desde entonces sólo hablábamos por teléfono. A Gabriel, en cambio, no le había pasado nada, e Isabel, su mamá, se había limitado a despedir a la empleada doméstica como única responsable de los hechos.

Todo empezó cuando dos meses antes, a Jorge lo adelantaron por segunda vez de grado en el colegio y sus papás le regalaron un telescopio. Jorge me invitó a conocerlo con el pretexto de mostrarme a una vecina que se cambiaba de ropa con la cortina abierta y que buscamos en vano a través de la ventana. Mi amigo me indicó entonces que lo siguiera al cuarto de su papá y su mamá, abrió el armario y, apoyado sobre una butaca, escarbó en lo más hondo de un cajón hasta sacar una película de betamax. Volvió a dejar todo en su sitio, puso la cinta y encendió el televisor.

Un personaje de pelo largo y abundante bigote abrió el periódico en el sofá de su casa. A su alrededor, todo daba la sensación de una mañana espléndida. El hombre se dirigió a los avisos fúnebres y después de repasarlos con cuidado señaló algunas opciones en círculos rojos. A continuación marcó el teléfono y se presentó ante una viuda como un viejo amigo de su esposo. Ella sonaba tan acongojada que apenas podía hablar. Él lamentó la pérdida de un ser tan maravilloso y concertó una cita para darle las condolencias en persona. En la siguiente escena el hombre llamó a la puerta de una casa antes de ser recibido por una viuda de senos exorbitantes, cuyo luto, a pesar de las lágrimas, no tardó más de dos frases en caer. A partir de entonces, el pésame se transformó en una faena sexual llena de primeros planos, gemidos desproporcionados y virtuosos punteos de guitarra.

–¡Tremendas tetas! –dijo Jorge–, así debe ser Isabel.

–Sí– respondí.

Nunca antes había visto porno en movimiento, y aunque mi corazón latiera de prisa y me poseyera una tremenda erección, intenté mostrarme sereno. El ritual se repetía con distintas viudas. Sus voluptuosos cuerpos asumían posturas increíbles, se abrían hasta límites impensados, y entretanto los maridos lo observaban todo desde la extraña actitud de una fotografía.

En una de las escenas el hombre halló a la viuda en compañía de otra amiga y no tuvo más remedio que cumplir su cometido por partida doble. Sin perder el ritmo, la viuda succionaba el gigantesco miembro como si su vida dependiera de ello, al tiempo que su amiga le lamía el clítoris con desesperación. Todo se desarrollaba en una perfecta coreografía y mientras el afortunado individuo pasaba los días consolando a las viudas más ardientes de la ciudad, Jorge observaba mis reacciones con un rigor casi científico. Para él, encontrar los puntos débiles de las personas era tan natural como mirar hacia el cielo.

–¿Cómo te parece? –preguntó.

–Está muy vieja –respondí–, me gustan más las de ahora.

–Yo no fui el que la compró. ¿Tus papás tienen alguna?

–No.

–Mejor voy a llamar a Gabriel. Le voy a contar que su mamá sale en una película.

Aunque Gabriel tuviera nuestra misma edad, parecía mayor. Su estatura le ayudaba, pero además sabía mucho más sobre la vida que cualquier otro niño del barrio. Los problemas eran una rutina para él, y a los once años ya había desfilado por tres colegios. En el barrio era famoso por su invicto en peleas, por quitar la luz de toda la cuadra, explotar buzones, incendiar timbres, quebrar vidrios y robar con sutileza en las tiendas. A la hora de narrar, sin embargo, sus historias contenían tantas mentiras que empañaban la verdadera amplitud de sus experiencias. El papá de Gabriel, por su parte, siempre se destacó por andar en carros increíbles, hasta que una tarde, al entrar al garaje, lo asesinaron a tiros.

–Por aquí andamos viendo una película –dijo Jorge.

Gabriel no pareció darle ninguna importancia y nos invitó a conocer el último juego de Megaman que había comprado.

La principal novedad respecto a la versión anterior, aparte de los mundos, los poderes y los monstruos, radicaba en la ayuda de un perro robot. Lo demás era bastante similar. Un primer nivel con ocho mundos, la posibilidad de elegirlos en cualquier orden, temas musicales que hacían más emocionante la aventura, la lucha contra poderosos seres, la consecución de nuevas armas y la necesidad constante de adquirir energía.

Mientras jugábamos, Gabriel nos contó sobre una nueva pastelería en la 70 en la que daban dos pasteles por el precio de uno, y decidimos ir el fin de semana.

–Lo mejor es que al lado venden cerveza sin ningún problema –agregó Gabriel.

Todos los viernes, alrededor de las siete, Isabel salía vestida de fiesta. Poco después, la empleada doméstica dejaba servida la comida de Gabriel y se encerraba en su cuarto detrás de la cocina. Jorge y yo sólo tuvimos que decir en nuestras casas que iríamos a jugar Nintendo, esperamos con Gabriel a que la empleada cerrara la puerta y nos escabullimos a la noche del viernes, donde el cielo se mostraba como un ligero disco cubierto de estrellas.

Bajo la guía de Gabriel, avanzamos por la 80 hasta la glorieta de Don Quijote y bajamos hacia los parques de Laureles, tratando de andar con soltura. Gabriel incluso prendió un cigarrillo y, sin ofrecernos, caminó echando humo por la nariz como el líder de una intimidante pandilla.

Al llegar al primer parque, cruzamos hacia las guaduas de la glorieta. Estaba muy oscuro, y Gabriel dudó por dónde seguir. Entonces, dos sombras aparecieron de la nada y nos cerraron el paso sin darnos tiempo de reaccionar.

–¡Bájense de todo manada de malparidos! –fue lo primero que oí.

–¡Y no vayan a correr, que se ganan una chuzada! –dijo el otro enseñándonos el mango de una navaja bajo su camiseta.

Sentía las piernas débiles y temblorosas. Ambos ladrones vestían bermudas y llevaban la gorra tan baja que no distinguíamos sus rostros. De pronto, uno de ellos intentó agarrarme del brazo, pero por simple reflejo alcancé a esquivarlo. En ese parpadeo, los tres nos miramos y corrimos por una calle apagada en la que sólo se oyeron nuestros pasos desenfrenados. Gabriel dijo finalmente que nos detuviéramos, que ya se habían ido. Paré de correr con el corazón agitado y el cuerpo desbordado de energía. Seguimos caminando con risa nerviosa en medio de un fuerte sentimiento de persecución. Los carros ya pasaban al fondo por la avenida. El alboroto de la 70 empezaba a notarse.

–Esa navaja era de mentira –dijo Gabriel–, se hubieran visto la cara. No sabía que alguien se pudiera poner tan pálido.

–Nos vieron cara de perdidos por tu culpa –le respondió Jorge.

–Sí. Ya te las vas a dar de duro después de correr –añadí.

–¡Justo hoy se me quedó la navaja! –lamentó Gabriel.

Cuando llegamos a la 70, nos vimos arrastrados por un tumulto que fluía entre ventas ambulantes. Aún me inquietaba la posibilidad de que los ladrones reaparecieran. No podía creer que unos atracadores dejaran ir a sus presas tan fácilmente. Me parecía una falta de profesionalismo. En algunos sitios se formaban filas a la espera de una mesa. Los asados, las arepas de chócolo y las fritangas formaban un solo aroma que, sumado al bullicio, muy pronto ahuyentó cualquier angustia. Las burbujas de jabón, sopladas por un vendedor, volaban en remolinos y se alejaban hasta estrellarse contra los árboles o desaparecer en el vacío. Poco antes de San Juan, vimos a unos niños de edades cercanas a la nuestra. Estaban recostados contra el muro de La Candelaria, frente a un puesto de carne a la brasa, atizado con un secador para pelo. Sus ojos rojos y vidriosos miraban hacia la nada, mientras se turnaban para aspirar pegante por debajo del cuello de la camiseta. Sus expresiones demacradas y perdidas me dieron mucha lástima. Me hicieron sentir un desagradecido que no merecía nada de lo que tenía.

–A esos mancitos tan locos no les debe dar ni hambre –opinó Gabriel–, yo no sería capaz de estar ni un minuto sin comer frente a estas carnes.

Jorge y yo nos miramos sin decir nada, caminamos hasta el semáforo y esperamos a que cambiara de color. Unas cuadras más adelante, Gabriel nos mostró una fila al otro lado de la calle, junto a un local de baldosas blancas, verdes y naranjas, donde un letrero de luces anunciaba la pastelería La Esme ralda. Entonces cruzamos por entre los carros y nos paramos en la fila más caótica que hubiera visto.

–El más bueno es el de jamón y queso –dijo Gabriel–, yo voy a ir comprando las cervezas.

Entre el olor de los pasteles y el constante aplastamiento del que éramos víctimas, el tiempo empezó a correr cada vez más despacio y sin que hubiéramos progresado un solo milímetro. Todos nos sacaban ventaja al menor descuido y pese a nuestra desventaja física, nos empujaban sin consideración.

–Prefiero comer cualquier otra cosa que seguir compitiendo con estas vacas –sentenció Jorge al abandonar la fila.

Después de varios intentos en los que fui expulsado de la fila, Gabriel entró a reforzar mi posición y pudimos comprar doce pasteles. Al regresar junto a Jorge, me tomé casi toda una botella de cerveza. El sabor, sin embargo, no terminaba de convencerme. Luego nos sentamos en la tapia de un jardín y comimos tan compulsivamente como si alguien nos lo fuera a arrebatar todo de repente.

A partir de entonces, el plan de los pasteles se convirtió en una rutina, hasta que una noche, mientras andábamos por una oscura calle de Laureles, un carro desaceleró a nuestro lado y, cuando nos alistábamos a correr, abrió la ventanilla.

–¿Cómo les va muchachos? ¿Quieren que los lleve a la casa? –nos preguntó un vecino llamado Don Rogelio.

Los tres nos negamos, y Don Rogelio se marchó mirándonos con extrañeza. Ya sabíamos lo que pasaría, pero nuestro plan siguió como de costumbre.

Al día siguiente mi papá y mi mamá se mostraron muy defraudados y me prohibieron salir durante tres meses, con la advertencia de que pensarían en un castigo adicional.

La noche del viernes que siguió a la última escapada, Don Rogelio llegó a guardar el carro en el garaje. En el transcurso de la semana, los tres lo habíamos odiado sin descanso como al más vil y rastrero delator. Su esposa contó que dos sujetos encañonaron a su marido y lo obligaron a subir al segundo piso. La amarraron a ella y a sus dos hijos dentro de un baño y exigieron la entrega de joyas y dinero. Don Rogelio hizo todo lo que le pidieron, pero, aun así, los bandidos se ensañaron a golpearlo con sus armas hasta dejarlo inconsciente. Más tarde, la esposa logró desatarse y salió a pedir ayuda, y en cuestión de minutos la cuadra se convirtió en un desfile de luces y sirenas. Don Rogelio fue sacado en camilla, en medio de la consternación de su familia y de la gente del barrio. Yo miraba por la ventana intentando convencerme de que no había conexión entre los hechos y todo lo que había pensado. Después de su muerte, llegué a pensar que jamás volvería a salir y durante varias semanas caí en un extraño periodo de atmósferas taciturnas, en el que sentía que mi vida se había detenido para siempre.

A medida que mis suelas se deslizaban por los escalones, sentí una falta de soltura, pero sobre todo encontré absurdo bajar de ese modo. Al abrir la puerta, vi un grupo de nubes grises que volaban sobre las montañas de Santa Elena. Recibí las dos cajas de comida y regresé sintiendo como ajena cada una de mis acciones.

Mi mamá estaba hablando por teléfono junto al comedor. Sus frases eran una dulce canción interrumpida por breves pausas.

–¡Hilda Luz y Carlos Mario nos invitaron a su casa! –dijo al colgar–. ¡Hay cosecha de mortiño y de uchuva! ¡Podemos traer para hacer mermelada!

Mi papá aprobó la idea con la sonrisa de un niño.

Hilda Luz era una amiga de mi mamá que, al igual que ella, se había mudado de Bogotá a Medellín al terminar la universidad. Vivía con su esposo en San Pedro, en una casa campesina sobre la cima de un cerro, bajo el cual se extendía un vallecito verde que se cubría de neblina al amanecer. Al despertarme allí sentía como si observara desde las nubes un inmenso lago de ensueño. Más tarde, la mañana disipaba la niebla con sus rayos hasta dibujar un paisaje de nutridos tonos verdes. Detrás de la casa se alzaba un bosque de árboles nativos, atravesado por un arroyo que corría hacia una larga sucesión de frutales. El lugar era un cuadro habitado por pájaros y ardillas. Sin embargo, toda esa belleza reunida no bastaba para soportar al anfitrión, que además de creerse gracioso era sumamente cruel. Yo odiaba que los adultos se rieran de sus estupideces, que sus risas sonaran fingidas y huecas y que en ocasiones fueran mi papá y mi mamá, después de unos tragos, quienes celebraran sus sandeces. Aquello no me habría afectado tanto, si no fuera porque solía convertirme en su objeto de burla favorito y ante la ausencia de los demás aprovechaba para extremar sus bromas. Una vez me alzó hasta colgarme del overol de un gigantesco clavo junto a la chimenea, del cual me era imposible soltarme.

–Parecés un trofeo de caza –repetía tras su enorme nariz.

Ese día me esforcé en no llorar, pero al final la rabia terminó por vencerme y las lágrimas salieron cuando más trataba de evitarlas.

–Estos niños de ahora lloran por todo –sentenció.

–Dejá esa cara de ternero degollado que aquí no se ha muerto nadie –repetía sin descolgarme.

Cuando sintió que alguien se acercaba, alcanzó a bajarme sin que lo vieran. Nadie entendía muy bien lo sucedido y mi papá y mi mamá intervinieron con diplomacia. Yo no dejaba de sentirme humillado y solo y al final, no tuve más opción que observar en calidad de bufón cómo las expresiones de los adultos se diluyeron entre los efectos del aguardiente hasta tornarse lejanas y ausentes.

Durante el almuerzo vimos cómo las nubes grises terminaron de cubrir el cielo y desplegaron sus cortinas de agua sobre las montañas del oriente. Los días anteriores también había llovido e imaginé que mi mamá no me dejaría salir a los caminos embarrados que conducían a los bosques. Una vez más, me vería obligado a matar el tiempo armando un rompecabezas del zodiaco que la amiga de mi mamá se empeñaba en mostrarme como la última novedad, me vería sumido en un anquilosamiento que me aplastaba por tardes enteras hasta dejarme vacío y sin fuerza.

Por unos instantes, el mundo se redujo a masticar y tragar como una apacible familia de rumiantes. Sin embargo, al repasar la tarde que me esperaba, solo crecía mi desconsuelo.

–¡No quiero ir por allá! –dije al terminar de comer.

–Ni siquiera nos vamos a quedar a dormir –respondió mi mamá–, mañana vamos a pasar el día en el lote de Cisneros.

–Entonces me podría quedar aquí –insistí.

–¿Y qué te vas a quedar haciendo? –preguntó mi mamá.

Me limité a decir que cualquier cosa, y no se habló más del tema. Al terminar el almuerzo, me fui resignado al cuarto. El viento arrastraba las hojas como preámbulo a un aguacero inminente. La ciudad, toda cubierta de gris, parecía habitada sólo por árboles que batían sus ramas sobre los techos. Mientras mi papá y mi mamá se lavaban los dientes, busqué una chaqueta en el armario, dispuesto a cualquier cosa con tal de defenderme de ese tipo. Saqué la chaqueta, el walkman, un casete de Europe, otro de Cinderella, y vi venir a mi papá hacia la puerta.

–Te puedes quedar –anunció.

Mi mamá lo llamó desde el cuarto. Oí unos murmullos indescifrables y mi mamá vino a mi cuarto.

–Sólo por si acaso, te vamos a dejar unas llaves y unos números de teléfono en el comedor. No le puedes abrir a nadie y mucho menos salir –me advirtió.

Mi papá se despidió chocándome la mano. Me parecía increíble lo que estaba pasando.

– ¡Nada de pasteles! –añadió al bajar las escaleras.

Llevaba una chaqueta de pana color café y un sombrero campesino que usaba para los viajes. Mi mamá se había retrasado por algo que recordó a última hora. Al final se inclinó para abrazarme y me dio un beso en la frente.

–¡Te portas bien! Te llamamos en un rato –señaló con expresión alegre.

Al bajar las escaleras, su falda amarilla onduló bajo los brillos de la blusa azul. Antes de abrir la puerta, mi mamá me lanzó un beso. Su pelo revoloteó entre el viento y alcanzó a cubrir su rostro. Sus ojos claros me sonrieron y cerró. Desde el balcón vi el Renault 12 rojo desaparecer entre los robles que ocultaban el final de la cuadra. Nunca me había quedado solo.

Las primeras gotas cayeron poco después y el aroma del frangipán vecino se hizo más intenso. A pesar de las posibilidades que se alzaban frente a mí, no sabía qué hacer. Deambulé un rato por la casa, me puse a ver televisión, volví a pararme en el balcón y, finalmente, después de recordar una borrachera que me había contado Gabriel, abrí el mueble de madera donde guardaban el licor. La botella de ron, con una telaraña dibujada en la etiqueta, de inmediato me pareció la más llamativa. Al abrirla percibí un olor intenso y horrible. Me tomé un trago que me hizo sentir escalofrío. Aproveché el impulso y me tomé otro trago, que pareció quemarme la garganta. Por su sabor, parecía como si hubiera estado guardado durante siglos. Tapé la botella y la guardé sintiendo que vomitaría. Me paré de nuevo en el balcón y, sin nada mejor que hacer, me acordé de un proyector de diapositivas que tenía mi mamá.

La lluvia caía con más fuerza. Entré al cuarto de mis papás y descubrí la caja del proyector con decenas de estuches de diapositivas detrás de unas cobijas, en lo más alto del armario. Lo puse todo sobre la cama y fui a tomarme un trago viendo caer la lluvia. Me sentía pletórico y valiente. Regresé al cuarto, dirigí el reflector hacia la pared y descolgué un cuadro para abrirle campo a la proyección. Llené una rueda con diapositivas y apagué la luz. Los números blancos del reloj despertador marcaban casi las tres. Un trago más tarde, comenzó la función. Para entonces, el mundo se mecía como un barco que se adentra en aguas turbulentas.

Un pescador lanzaba la atarraya desde su canoa, acompañado por un niño de rostro alegre. La imagen no era lo suficientemente nítida y tuve que enfocarla mejor. Al fondo, el vuelo suspendido de un pelícano pasaba junto a una nube deshilachada entre las tempranas luces de la mañana, cuando los primeros rayos de sol exploran el mar. Las siguientes fotografías mostraban paisajes costeros, poblados de casas sostenidos en vigas de madera que salían de una ciénaga, ranchos junto al mar, mangles elevándose sobre el agua hasta mezclarse en el follaje, un pescador de regreso a su bohío, la venta en un mercado de frutas y pescados, una cocina de leña a la sombra, niños de risas blancas y hermosas, palmeras al atardecer, puestos de fruta y artesanía al borde de la carretera, casas en el camino, niños bajo un chorro de agua, un burro con una caja de cervezas a cuestas. Me sentía cada vez más liviano. Mis párpados comenzaban a pesar. Entonces, mi mamá apareció en una imagen que me dejó perplejo.

Su pelo caía largo y ondulado sobre un vestido de pájaros y flores, mientras un personaje de mirada tranquila, a quien jamás había visto, la abrazaba por detrás. Mi mamá tenía un enorme sombrero color turquesa que acaparaba el centro de la foto. Su cara joven y hermosa no había cambiado con los años. Lucía contenta. En las demás diapositivas, el hombre la sostenía con delicadeza por la cintura, le acariciaba el pelo, le besaba el cuello, la abrazaba y reía junto a ella. Eran fotos felices en medio de playas, palos inertes, espolones y algas arrastradas por el mar. Detuve la proyección para tomarme un trago y regresé al cuarto.

Un perro olisqueaba unos restos de pescado a la orilla del mar, cuando el ruido del teléfono me sobresaltó. Al pararme tropecé con uno de los cables que atravesaban el cuarto y el proyector cayó estruendosamente. Contesté enseguida, con un vacío en el pecho, seguro de que serían mis papás.

–¿Aló? –me oí decir con un raro acento.

–¡Qué alivio escucharte! –exclamó mi tía Amanda.

Me limité a informarle con una voz ajena y distorsionada que mi papá y mi mamá habían ido a visitar a unos amigos.

–¡Ya voy para allá! –se limitó a responder–. ¡No vayas a salir!

Corrí a lavarme los dientes para borrar los rastros del alcohol.

Amanda era la única persona de la familia que vivía en la ciudad. Lo que más me gustaba de ella era que a diferencia de los demás adultos nunca hablaba de sí misma. Para toda la familia, su vida era más bien un misterio fundado en bruscas decisiones. Con lo habituado que estaba a sus actos imprevistos, imaginé que su llamada se debía a uno de ellos.

Al prender la luz, las diapositivas se asomaban hasta debajo de la cama. La rueda había alcanzado la puerta del baño, en tanto que el proyector se mantenía encendido desprendiendo aire caliente y mostrando un par de abolladu ras. Recogí todas las diapositivas, guardé el aparato en la caja y cuando iba a regresarlo al armario, el timbre sonó con estridencia. Me asomé con disimulo por la ventana, sintiéndome muy mareado y vi a una señora con una permanente que fumaba de espaldas a la puerta. Sólo cuando se volteó, reconocí a Amanda. Entonces bajé las escaleras sin que mi cuerpo obedeciera a mis deseos y al cabo de una eternidad conseguí que la llave girara. Más allá de su asombrosa permanente, noté a mi tía muy compungida. Aplastó el cigarrillo contra el suelo, me abrazó con todas sus fuerzas y la oí llorar con disimulo. Sentía que me iba a desmayar.

–Algo muy malo ha pasado –dijo haciendo un esfuerzo por no llorar.

–¿Qué pasó? –preguntó mi voz arrastrada.

–¿Andabas tomando trago? –me increpó como si saliera de un trance–. ¡Tus padres se accidentaron! –añadió mirándome con gravedad–. ¡Ya mismo debemos irnos!

–¿Qué les pasó? ¿Están bien?

–No. No están bien –respondió.

Lo que Amanda acababa de decirme no me hizo pensar en nada. Se trataba de una frase desligada de la realidad, de una más entre las tantas que abundan en el mundo. Fue una simple construcción de palabras que pasó a gran distancia de mí, un observador cuyos movimientos y sentidos se hacían cada vez más torpes.

A pesar de mis esfuerzos por valerme solo, Amanda me ayudó a subir las escaleras, me sirvió un vaso de leche, empacó algunas de mis cosas y llamó un taxi. Unos minutos después, las calles se movían tomando curvaturas increíbles, inclinándose súbitamente y cambiando de altura. La ciudad se mostraba tan deformada que apenas conseguía sostener la mirada. Sólo quería acostarme y dormir, pero al cerrar los ojos todo daba tantas vueltas que no tenía más remedio que volver a abrirlos. Me recostaba contra la puerta, me volvía a enderezar y, sin encontrar una postura adecuada, sudaba tan frío como si tuviera fiebre. Me hallaba tan extraviado como si recorriera una ciudad desconocida. Captaba además un silencio seco que procedía de un lugar muy hondo, algo indefinible que atravesaba el malestar y me sacudía sin encontrar respuesta. Amanda, entretanto, miraba hacia lo alto de las montañas. Parecía como si ninguno de los dos quisiera llegar a ninguna parte.

Amanda me dejó en la casa de una amiga y prometió volver pronto. Yo sólo pensaba en acostarme sobre el tapete de la entrada, pero la amiga de mi tía me llevó hasta la ducha, me mojó la cabeza con agua tibia, cerró la llave y empezó a secarme. Entonces, vomité en todas las direcciones posibles, con un alcance descomunal, casi digno de un récord, y me quedé dormido.

Más tarde sentí unas manos que me zarandeaban. Intenté abrir los ojos, pero me dolía demasiado la cabeza. Como si la luz me atravesara y sintiera cada uno de sus rayos entre los huesos.

–Te tienes que bañar y vestir –oí decir a mi abuelo–, yo sé que es duro, pero lo tienes que hacer.

Mi abuelo nunca me trataba como a un niño que no entiende nada y eso era algo que yo siempre le agradecía, pero en ese instante mi cuerpo sólo pedía dormir. Aun así, mis abuelas me bañaron, me vistieron, me acariciaron el pelo y me hicieron tomar un caldo de costilla.

De acuerdo con el informe del tránsito, el carro derrapó y perdió el control hasta caer por un barranco en la vía a San Pedro, poco antes de llegar a San Félix. Mi mamá y mi papá murieron allí mismo, en la mitad de un despeñadero, contra un árbol que aplastó la carrocería contra sus cuerpos. Eso era lo que Amanda le repetía a todo el mundo como una loca. Todas esas palabras sólo me hacían sentir que los acontecimientos viajaban a una velocidad que no podría alcanzar. Por encima de todo, sentía una brecha insondable que me separaba del mundo.

Durante el velorio, sentí como si me hubieran apaleado entre sueños. Entretanto, familiares, amigos de mi papá y mi mamá, compañeros de colegio, vecinos, figuras desconocidas e incluso Valentina con el mismo vestido azul de la mañana, desfilaron para darme sus condolencias. Casi todos actuaban como si yo no entendiera nada. Me trataban como a un imbécil. Pero era demasiado obvio. Sabía que nunca volvería a sentirlos cerca, que su presencia se había desvanecido para siempre.

SEGUNDA PARTE

1

Un grupo de alumnos conversaba cerca de la puerta. Como era habitual, todos se mostraban radiantes después de las vacaciones de final de año y no dejaban de contar historias. Pasé de largo sin saludar a nadie y fui a sentarme junto a la ventana, en una de las esquinas de atrás. Había tomado ron y cerveza en el cumpleaños de Gabriel y la cabeza me dolía como si fuera a morirme. Me apoyé sobre el pupitre, me recosté entre los brazos y me dormí tan profundamente como un fósil.

Lorenzo me despertó al ver que la profesora se acercaba. Los alumnos se callaron y asumieron sus poses oportunistas. La profesora se sentó a tomar lista y dijo que leería varios nombres. Quienes oyeran el suyo debían organizar sus cosas y trasladarse al otro salón. Las expresiones de inquietud no tardaron en dibujarse. La profesora leyó entonces cuatro nombres antes de pronunciar el de Adrián y el de Lorenzo, que me miró negando con la cabeza. A continuación se habló de las bondades que traerían los cambios y, aunque nadie parecía tan estúpido como para creerlo, observé con indignación más de un rostro convencido. Poco después Lorenzo y los demás partieron en silencio con sus mochilas al hombro y los alumnos del otro curso hicieron su aparición. Seríamos 26, uno menos que el año anterior.

En un primer instante, todas las miradas recayeron en Pilar cuyos senos gigantescos estaban fuera de concurso. Ella se sentó en un puesto de adelante y lanzó varias sonrisas con la intención de asegurarse la ayuda de algún idiota por el resto del año. Su presencia, sin embargo, no me interesaba. Sabía que nos vería como a salvajes por llegar sudados después de jugar fútbol en cada descanso y que nos despreciaría por el simple hecho de tener trece años, pues, aunque ella tenía la misma edad, sólo se fijaba en tipos mayores de dieciséis que manejaran carro.

Mariana y Valentina también llegaron con Pilar. Mariana era bonita, aunque tenía aspecto de monja. Valentina en cambio llamó poderosamente mi atención por su belleza tranquila. Mariana se sentó a mi lado, en lugar de Lorenzo, Valentina, delante de mí, en el puesto de Adrián. Ninguna de las dos me saludó y empezaron a organizar sus útiles como si no hubiera nada más importante en el mundo. Yo sólo anhelaba que el tiempo corriera deprisa y me llevara de regreso a mi querida cama.

2

Al igual que las mañanas anteriores, Valentina se sentó en su puesto sin determinarme. Aparte de su novedosa belleza y de representar a una calmada y responsable estudiante a quien le pediría las tareas prestadas, su presencia había comenzado a ejercer una extraña influencia sobre mí. Ya en una tarde calurosa, mientras el profesor leía cruentos pasajes de la biblia, había descubierto bajo su fino pelo, de un particular castaño claro, su cuello delicado y sus preciosos hombros. Su piel de color canela resaltaba un cuerpo esbelto de amplia cadera, y aunque su cara redonda siempre se hallaba seria en mi presencia, había visto por accidente cómo su risa blanca y perfecta rasgaba sus ojos hasta convertirlos en rayas suaves y hermosas. Me gustaban sus movimientos algo torpes pero llenos de gracia, como si lo hiciera todo con cierta pereza. Me encantaba el dulce perfume que usaba, así volteara a conversar con Mariana como si yo no existiera.

–¿Y Mariana? –le pregunté a Valentina sin quitarme los audífonos, al ver que su amiga no llegaba.

Valentina y Mariana eran de la ruta de Envigado.

–Está enferma –respondió organizando sus cosas.

–¿Y no me prestarías la tarea de la evolución? –le pregunté.

Hasta el momento sólo le había pedido tareas a Mariana y percibí una falta de soltura en mis palabras, como si temiera una negativa.

–Bueno, pero no la copiés igual –dijo mirándome por primera vez.

Su voz, algo nasal, mostraba una timidez sutil y encantadora. Esa mañana, a pesar del frío, llevaba una camiseta morada que resaltaba unos senos medianamente formados y firmes. El orden de su cuaderno era increíble y no se parecía a ninguno que hubiera conocido. Además, tenía los dibujos más hermosos que hubiera visto en alguien de nuestra edad. Una miríada de aves alegraba incluso las hojas en blanco. En la tarea en cuestión, las distintas fases evolutivas habían sido trazadas con una dedicación que no dejó de asombrarme. A su lado, me consideré el más mediocre de los seres. Su cuaderno era una obra de arte y olía a flores secas.

La profesora de matemáticas empezó a hablar de una posible salida para integrar al grupo a raíz de los cambios recientes. Yo me concentré en copiar la tarea cambiando sólo algunos detalles, mientras oía Mercyful Fate. Aquel paseo no me interesaba. Ya era suficiente con tener que ir al colegio de lunes a viernes, como para ver extendido todo ese circo al fin de semana. Al finalizar Come to the Sabbath, alcancé a oír que la finca del papá de Nicolás, en San Félix, era la primera opción.

El timbre anunció el primer descanso. Me acerqué al puesto de Valentina, le devolví el cuaderno y, en medio de un titubeo, le dije que me habían gustado mucho sus dibujos. Valentina apenas me miró, guardó el cuaderno debajo del puesto y salió del salón.

3

El profesor de español me pidió que saliera a leer frente a toda la clase. Su imaginación sólo le había alcanzado para pedir que escribiéramos sobre las vacaciones. Ante la imposibilidad de copiarlo, tuve que escribirlo en el bus, aunque los baches del camino se encargaron de que la letra fuera casi ilegible.

En los primeros días de enero salí a caballo con Luis, un trabajador de la finca de mi abuelo en el Huila. Tras un recorrido por la vega del río Magdalena, cuando ya regresábamos a la casa, pasamos junto a una máquina extractora de petróleo, en la que un ruido nos hizo descubrir una babilla atrapada en el fondo de un pozo de cemento. Con intención de enriquecer la historia, dije que mientras en otros países haría parte de una acaudalada familia petrolera, en Colombia, el subsuelo era propiedad de la nación, y las áridas tierras del Huila, cercanas al desierto de la Tatacoa, resultaban mágicas para andar a caballo, pero difícilmente reportaban ganancias para pagar el sueldo de los trabajadores. La mirada atenta de Valentina me llenaba de nerviosismo.

Poco faltaba para que el sol se ocultara en las sierras, cuando fuimos galopando a la casa en busca de ayuda y de cuerdas. Ya casi sin luz, regresamos al pozo con otro vaquero y logramos sacar al animal. Luego lo llevamos hasta el río. El reptil dio unos pasos en la orilla y, en medio de su mirada inmutable y ancestral, se zambulló mostrando sus dientes afilados. Al terminar el relato, respondí algunas preguntas sobre el Huila y me senté a oír las aburridas historias de mis compañeros, pensando que la mía había sido un desastre. Por no esforzarme un poco más, había perdido la oportunidad de llamar la atención de Valentina.

Al llegar su turno, Valentina contó que en sus vacaciones en Jericó, en la finca de su familia, un trabajador desapareció por espacio de tres días. Su familia ya esperaba lo peor, cuando el hombre apareció atribuyendo su ausencia a un bulto fantasma que brillaba en la oscuridad. Valentina explicó que la leyenda del bulto era bien conocida en las zonas rurales del país. En Jericó, la gente del campo aseguraba que en las noches sin luna, al andar por las sendas, se topaban con un bulto cuyo blanco fulguraba al final del camino. El objeto se quedaba plantado unos instantes y luego, a medida que el caminante se acercaba, se alejaba dando saltos. Entonces, por algún motivo que nadie se explicaba, las personas lo seguían por un largo trecho hasta que el bulto desaparecía y su perseguidor terminaba extraviado. Después de celebrar que no hubiera pasado nada grave, se descubrió que el hombre lo había inventado todo y que el bulto fantasma era en realidad un billar en el pueblo donde había pasado tres días de borrachera ininterrumpida.

Valentina causó sensación con su historia y tuvo que responder un sinfín de preguntas paranormales. Luego volvió a su puesto y oyó con atención las demás historias. Cuando el timbre anunció el descanso, el profesor nos puso de tarea un cuento de Horacio Quiroga llamado “A la deriva”. Valentina guardó su cuaderno en la mochila y sacó un casete para prestárselo a Mariana. Intenté ver de qué se trataba y, cuando creí que las letras se me escapaban, observé el nombre con indignación.

–¡Phil Collins es lo peor que existe! –sentencié.

Valentina me pidió sin inmutarse que respetara sus gustos y salió al descanso en compañía de Mariana.

4

Entré empapado a la casa. Acababa de ver perder a Medellín dos cero con América. Tenía frío y me estaba cambiando de ropa, cuando Nicolás llamó por teléfono. Desde que tenía uso de razón, todos los años se hacía una cadena telefónica en el colegio por si algo extraordinario sucedía, pero hasta entonces sólo había sido un hecho decorativo. Nicolás se burló primero de la derrota del Poderoso y me contó que al final de la tarde, cuando los trabajadores ya se habían ido, la fábrica de aerosoles vecina al colegio había volado en mil pedazos. Aún no se conocía el motivo, pero las directivas del colegio preferían evitar cualquier riesgo y habían destinado el viernes para limpiar los restos que cubrían las instalaciones. Feliz ante la noticia, le pregunté a quién me correspondía llamar y, poco después, marqué su número con nerviosismo.

Valentina contestó. Su voz se oía distinta, tan segura y sensual como la de una mujer mayor. Le pregunté si ella misma estaba en casa y me respondió que hablaba con ella. Volví a saludarla sin decirle quién era yo, pero al ver que me colgaría sin entrar en el tonto juego de las adivinanzas, le dije mi nombre. Aun así el panorama no cambió. Valentina estaba a punto de colgarme. Le dije entonces que la llamaba sólo porque me correspondía hacerlo en la cadena telefónica. Su tono cambió de inmediato y se mostró más amable.

–Perdoná que haya sido tan grosera. Lo que pasa es que ya es tarde y aquí llaman mucho a molestar. ¿Pasó algo grave?

Concentrándome en no cometer más estupideces, le conté lo mismo que Nicolás me había dicho.

–¿Y no será una mentira tuya para que no vaya mañana? A otra persona le creería más fácil.

Desconcertado, le dije que tenía un concepto muy errado de mí.

–En una época yo era el mejor estudiante de la clase –alcancé a decir en mi defensa.

–No me lo imagino. ¡Cómo serían de malos los otros!

–El error fue haber alcanzado mi apogeo demasiado pronto –le respondí.

–Voy a preguntarle a Mariana –apuntó divertida– y si es mentira, no te vuelvo a prestar tareas.

–¿Y si es verdad?

–Si es verdad, pues nada, todo sigue igual –respondió risueña.

–O sea que vas a seguir igual de seria conmigo.

Valentina cambió de tema y me dijo que se alegraba de no tener que ir al colegio. La noche del viernes iría con su mamá y su prima a un circo sobre hielo. Habían comprado las boletas hacía meses y su prima bajaría desde Rionegro. Yo sólo alcancé a mencionarle que las clases eran muy aburridas y cuando iba a preguntarle por sus dibujos, me dijo que su mamá no la dejaba hablar hasta tan tarde y que, además, tenía que llamar a Pilar para no romper la cadena.

–Pero primero voy a llamar a Mariana a ver si es verdad –advirtió.

–Vas a ver que sí. Tampoco soy tan malo.

Valentina se despidió riendo y me dejó una sensación maravillosa. Mi cuerpo parecía más ligero. Imaginé cómo se vería en piyama. También imaginé su sonrisa perezosa y bella antes de acostarse.

5

Jorge me llamó con una de sus típicas historias en las que uno no sabía qué creer. Según él, venía observando desde hacía varias semanas a un personaje que pasaba por su calle. Todo empezó una noche en que lo vio salir de su jardín. Gabriel le dijo después que ese tipo vendía marihuana, y a partir de entonces a Jorge se le metió en la cabeza que la ocultaba entre las matas de su jardín. La noche anterior, a través de la ventana, Jorge había visto cómo el sospechoso guardaba una bolsa negra entre los crotos y sólo me pedía que vigilara mientras él buscaba entre la planta. Mis ideas sobre el mundo de la marihuana eran bastante precarias, pero no juzgaba lógico que la gente la fuera escondiendo a la intemperie de cualquier jardín y mucho menos que Jorge se mostrara tan seguro con algo que había visto por la ventana en plena oscuridad. Aun así, tenía que reconocer lo inusual de su trama. Pocas veces lo había notado tan emocionado. Hablaba de ello como si hubiera descubierto algo que cambiaría el curso de los acontecimientos.

–Voy a pasar a recoger un disco a La América y te caigo a la casa –anunció antes de colgar.

Lo más sospechoso de todo era que su historia hubiera empezado justo después de contarle que había fumado marihuana por primera vez. Ese día Jorge se mostró tan interesado que me rogó para que lo acompañara a comprar. Le dije que lo mejor en esos casos era ir solo y al día siguiente intentó en la glorieta de Santa Gema y en la de Don Quijote. Y entonces, cuando no tuvo éxito, fue que empezó a hablar del tipo del jardín.

Mi única experiencia había sido un tanto decepcionante. Siempre había oído miles de advertencias al respecto, pero después de ver fumar a tanta gente en la cancha de La Villa y de impregnarme de ese olor dulzón durante partidos enteros, sentí una gran curiosidad a la que me entregué sin pensarlo. La tarde del viernes comenzaba a apagarse detrás de las montañas, mientras caminaba por el suelo mojado de la 80. Amanda regresaría tarde esa noche y pensé que podía preguntarle a algún vendedor de cigarrillos si vendía marihuana. Sólo debía enfocarme en actuar con naturalidad. Como si lo hubiera hecho desde siempre. No quería levantar sospechas ni que me cobraran de más. Crucé la glorieta de Santa Gema enfundado en mi chaqueta, y le hablé al primer vendedor de Marlboro que se cruzó en mi camino.

–¿Tenés marihuana?

–¿Cuántos? –respondió con la mirada clavada al horizonte.

–Dos.

–Son trescientos.

Le entregué el primer billete que salió de mi bolsillo: uno de mil. Lo cogió y se alejó sin decir nada. Llevaba una gorra roja, el pelo corto a los lados y unas colas largas atrás. Subió por la 33 en dirección al Castillo y giró a la derecha en la primera esquina hasta desaparecer. Pensé que me había apresurado al pagarle, pero reapareció enseguida y se acercó a paso decidido. Me pasó con disimulo dos papeles envueltos y se marchó. Volví a cruzar la calle con el puño bien cerrado. Guardé los papeles en un bolsillo de la chaqueta y seguí nervioso hacia la 35. Sólo quería llegar cuanto antes. Al entrar a la casa, subí del patio a mi cuarto, saqué los papeles del bolsillo y al olerlos supe que no me habían engañado. El envoltorio, sin embargo, resultó ser un papel infumable. Me puse entonces a vaciar un cigarrillo para rellenarlo y abrí la ventana corrediza, en cuya tapia solía acostarme a fumar mirando hacia el cielo. El guayacán de la casa vecina se mecía como una silueta en el viento. Quité algunas ramas, rasqué la marihuana, la metí en el cigarro y lo prendí con la luz apagada. Al principio me molestó un poco la garganta. Tenía ganas de toser. El olor invadía cada rincón y pensé que llegaría hasta la casa vecina que estaba a oscuras. Pero al final, como si se tratara de un cigarrillo común y corriente, me lo fumé todo y me senté a esperar en silencio. Sin embargo, los minutos seguían sin que pasara nada raro. Al cabo de un rato pensé que mi corazón latía con más fuerza. Pensé que sería fruto de la sugestión. Pensé que las sombras del árbol se proyectaban de un modo inusual sobre las paredes. Pensé que mi cuarto olería así para siempre. Pensé que había pagado con un billete de mil y no me habían devuelto los setecientos. Pensé que no importaba y comencé a reírme como si lo hubiera visto en una película. Luego pensé que mi corazón en verdad latía más rápido y en lo absurdo que sería morir en ese momento. Encendí la luz y todo se veía distinto: el cuarto, las luces, el afiche del Somewhere In Time, las gotas en la ventana, la casa vecina, el árbol en sombra, mis manos… Como si el mundo se revelara de golpe, cada cosa mostraba algún aspecto que hasta entonces había pasado por alto. Había también una especie de electricidad recorriendo mi cuerpo. Me sentía con mucha energía, pero mi corazón continuaba latiendo deprisa. Apagué la luz y me acosté en la cama. Mis pensamientos volaban en mil direcciones, aunque olvidara a cada instante lo que estaba pensando. Sentí sed y bajé las escaleras muy despacio, como si temiera caer en el vacío, y luego de tomar cantidades insólitas de agua regresé al cuarto con el cuidado de un ser hecho de porcelana. Las luces de la casa vecina acababan de prenderse. Busqué los restos de marihuana sobre la tapia, pero el viento los había arrojado al jardín vecino. Volví a acostarme en la oscuridad oyendo mi corazón, olvidando mis pensamientos hasta quedarme dormido.

Jorge apareció recién caída la noche. Su chaqueta con el parche de Sarcófago estaba toda mojada. El pelo le cubría los ojos. Entró sin decir nada y sacó una bolsa con el Hammerheart, el nuevo disco de Bathory. A excepción del Blood Fire Death y de una escasa edición del primer disco ningún álbum de Bathory venía con fotos ni con información relativa a la banda. Muchos decían que Quorthon tocaba todo en los tres primeros discos. Algunos decían incluso que interpretaba cerca de dieciséis instrumentos y que se desempeñaba como violinista en una filarmónica sueca. Bathory nunca hacía presentaciones en vivo y sus letras habían evolucionado desde un satanismo primitivo, similar al de Venom, a historias de la mitología nórdica. Ambos subimos a mi cuarto, pero cuando puse a girar el vinilo, Jorge dijo que nos apuráramos. Apagué el equipo, me puse la chaqueta y salí tras él. La lluvia caía con fuerza. Hacía frío. En medio del escepticismo, no dejaba de admirarme lo seguro que se mostraba mi amigo. Llegué a pensar incluso que él mismo había puesto una bolsa entre las plantas con tal de sorprenderme. Caminamos escampando bajo los aleros de las casas hasta que el diluvio se volvió ineludible. La luna alcanzaba a verse amarillenta sobre unas nubes que cubrían las montañas. Los arroyos de lluvia ya corrían bajo nuestras botas.

El garaje de Jorge era una especie de semisótano. A un costado, una hilera de crotos se alzaba rodeada de carboneros con ramas en forma de arco.

–Mirá que no venga nadie y que tampoco se vayan a asomar de mi casa –me advirtió.

Jorge se agachó como si fuera a amarrarse los cordones, metió la mano en los crotos, luego el brazo y, por último, casi todo el cuerpo como si fuera a ser tragado por la planta. Se debatió con gracia y al final sacó algo gigantesco, mucho más grande que su mano.

–Vámonos –dijo con expresión turbada, mientras guardaba la bolsa en la chaqueta.

Anduvimos por la mitad de la calle esquivando los arroyuelos y dos cuadras más adelante paramos a inspeccionar la bolsa junto a un garaje oscuro. Desde antes de abrirla, el olor a marihuana ya se mezclaba con el aroma fresco de la lluvia. La bolsa tenía varias capas bien atadas, pero mi amigo consiguió abrirla y sacó una bola de hierba de un tamaño impresionante.

–No vayás a coger mucho –le dije al ver que arrancaba un gran pedazo.

–¿Quién va a saber que fuimos nosotros? –respondió con expresión enloquecida.

No dije nada más y Jorge volvió a guardarlo todo. Justo en ese instante, un carro pasó muy despacio frente a nosotros. Lo observamos inmóviles y esperamos a que se marchara antes de regresar al jardín. Y no habíamos recorrido ni media calle, cuando una moto de policía pasó a nuestro lado, disminuyó la velocidad y nos reparó durante unos segundos. Seguimos caminando paralizados por dentro hasta que desapareció. Una vez en el jardín, me paré a vigilar. La lluvia goteaba por mi pelo hasta pasar helada y dulce entre mis labios. Jorge puso la bolsa en su sitio y subimos las cinco calles que nos separaban de la casa de mi tía. Al llegar me cambié y le presté ropa seca a Jorge. Mi amigo se sentó en la cama y sacó un papel de arroz que el agua había vuelto inservible. Vaciamos entonces dos cigarros, rascamos una parte de la hierba y volvimos a rellenarlos. Había marihuana para armar al menos treinta. Quitamos el filtro de uno y fumamos por turnos desde la ventana. El humo se desprendía en hilos compactos que luego se perdían en la lluvia. Yo fumaba poco para evitar una nueva taquicardia. Jorge en cambio parecía dispuesto a fugarse a otra galaxia. A diferencia de la primera vez, el efecto me estalló de inmediato. Jorge, por el contrario, fumaba como un desesperado sin conseguir lo que buscaba. Lo miraba y no paraba de reírme. Jorge prendió el segundo cigarro con la misma ansiedad y terminó tosiendo sin descanso con los ojos completamente enrojecidos. Yo quería explicarle que la primera vez me había pasado algo similar, pero al notar su desilusión, no hacía más que reírme.

–Todavía no me ha hecho nada –repetía al borde de la asfixia.