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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2007 Debbie Macomber. Todos los derechos reservados.

PENSANDO EN TI , Nº 99 - diciembre 2011

Título original: 74 Seaside Avenue

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Sonia Figueroa Martínez

Publicada en español en 2010

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-380-7

ePub: Publidisa

Para Susan Plunkett, Krysteen Seelen, Linda Nichols y Lois Dyer… autoras maravillosas, y amigas fantásticas

CAPÍTULO 1

Teri Polgar fue al supermercado el jueves por la tarde, y mientras recorría los pasillos decidió preparar para cenar macarrones con queso, su especialidad. Algunos podrían pensar que era una comida más bien propia del invierno, y que no era adecuada para mediados de julio, pero a ella le gustaba en cualquier época del año. Y en cuanto a Bobby… en fin, él apenas se daba cuenta de la época del año en que estaban; de hecho, a veces ni siquiera era consciente de la hora del día.

Al llegar a casa, lo encontró delante de un tablero de ajedrez, completamente absorto. El hecho en sí no era nada inusual, pero había dos detalles que la sorprendieron: el tablero estaba encima de la mesa de la cocina, y Johnny, su hermano pequeño, estaba sentado frente a su marido.

Johnny sonrió al verla entrar cargada con la bolsa de la compra, y comentó:

–He venido a veros, y Bobby se ha empeñado en enseñarme a jugar.

Al oír que su marido murmuraba algo, supuso que estaba saludándola. Bobby solía farfullar en voz baja cuando estaba inmerso en su propio mundo de estrategias y movimientos de ajedrez. Decir que era un hombre poco convencional sería quedarse muy corto. Bobby Polgar era un fenómeno del ajedrez a nivel internacional, uno de los mejores jugadores del mundo.

–¿Cómo os va? –dijo, mientras dejaba la compra encima de la encimera.

Su hermano se encogió de hombros, y comentó:

–No tengo ni idea, pregúntaselo a Bobby.

Teri se acercó a su marido, le rodeó el cuello con los brazos, y le besó en la mejilla antes de decirle con voz suave:

–Hola, cariño.

Él le dio un apretón en la mano, y le dijo a Johnny:

–Tienes que proteger siempre a tu reina.

El joven asintió con paciencia.

–¿Puedes quedarte a cenar, Johnny?

Su inesperada visita la había sorprendido gratamente. Estaba muy orgullosa de su hermano, y siempre había sido bastante protectora con él. Era comprensible, porque podría decirse que lo había criado ella; en cierto modo, su familia era tan poco convencional como la de Bobby, pero desde otro punto de vista. Su madre se había casado seis veces… o quizás habían sido siete, había perdido la cuenta.

Su hermana Christie se parecía más a su madre que ella, pero al menos era lo bastante inteligente como para no casarse con los perdedores que iban pasando por su vida. Aunque ella misma tampoco se había librado de algunas lecciones dolorosas de la vida, sobre todo las que entraban en la categoría de hombres aprovechados.

Aún le costaba creer que Bobby Polgar estuviera enamorado de ella. Trabajaba en un salón de belleza y no se consideraba una intelectual, pero Bobby decía que era práctica, intuitiva, y que tenía una inteligencia aplicada al mundo real, mientras que él era una persona puramente cerebral. El hecho de que su marido le dijera algo así hacía que lo amara aún más, y empezaba a creerle. Estaba loca por él, y la felicidad que sentía aún le resultaba muy nueva y le daba un poco de miedo.

Lo cierto era que tenía razones más que reales para estar preocupada, aunque procuraba restarles importancia. Recientemente, dos matones que parecían recién sacados de un episodio de Los Soprano le habían dado un buen susto, aunque la verdad era que no le habían hecho nada.

Aún no sabía de qué iba todo aquello; al parecer, aquellos tipos habían sido una especie de advertencia dirigida a Bobby. El mensaje parecía ser que el hombre que los había enviado, quienquiera que fuese, podía llegar hasta ella cuando le diera la gana, pero aquel tipo la había subestimado. Ella era avispada y había aprendido a cuidar de sí misma, aunque la verdad era que los dos matones la habían asustado un poco.

No sabía si Bobby era consciente de quién estaba detrás de la amenaza, pero se había dado cuenta de que él no había participado en ningún torneo desde que aquellos dos hombres habían ido a verla.

–Será mejor que me vaya –le dijo Johnny, en respuesta a su pregunta sobre la cena.

–Quédate un par de horas más, voy a preparar mis macarrones con queso especiales –a su hermano le encantaba aquel plato, así que era el aliciente perfecto para convencerlo.

–Jaque mate –dijo Bobby con voz triunfal. Parecía ajeno a la conversación.

–¿Tengo alguna salida? –le preguntó Johnny, mientras fijaba de nuevo su atención en el tablero de ajedrez.

–No, estás en el Agujero Negro.

–¿El qué? –le preguntaron Teri y Johnny al unísono.

–El Agujero Negro. Es imposible que un jugador gane cuando está en estas circunstancias.

–Entonces, no me queda más remedio que rendirme –Johnny tumbó su rey con un suspiro, y añadió–: La verdad es que estaba claro desde el principio quién iba a ganar la partida.

–Para ser un principiante, juegas bien –comentó Bobby.

Teri alborotó el pelo de su hermano a pesar de que sabía que a él no le hacía ninguna gracia que lo hiciera, y le dijo:

–Considéralo un cumplido.

–Vale –le dijo él, sonriente. Echó hacia atrás la silla, y le preguntó–: ¿No crees que ya es hora de que le presentes a Bobby a mamá y a Christie?

Bobby miró al uno y a la otra, y comentó con total inocencia:

–Me encantaría conocer a tu familia, Teri.

–Ni hablar –se volvió hacia la compra, y fingió que estaba muy atareada sacándolo todo de la bolsa. Colocó sobre la encimera el requesón, que era un ingrediente indispensable de sus macarrones, junto a una barra de queso amarillo.

–Mamá me preguntó qué tal os iba –le dijo su hermano.

–¿Aún sigue con Donald?

Donald era el último marido de su madre hasta la fecha. Había evitado hablar de su familia con Bobby, porque hacía muy poco que se habían casado y no quería desilusionarlo tan pronto. Estaba convencida de que en cuanto su marido conociera a su familia empezaría a tener serias dudas sobre ella, sería una reacción más que lógica.

–La cosa está un poco tirante –Johnny le lanzó una mirada a Bobby, y comentó–: Donald tiene problemas con la bebida.

¿Donald?, ¿y qué me dices de mamá? –le dijo ella.

–Está esforzándose por superarlo –Johnny siempre intentaba defender a su madre.

Donald había parecido prometedor al principio. Su madre y él se habían conocido en una reunión de Alcohólicos Anónimos, pero, por desgracia, habían pasado rápidamente de apoyarse el uno al otro para permanecer sobrios a beber juntos. Ninguno de los dos era capaz de conservar un empleo, era un misterio cómo se las arreglaban para salir adelante.

Ella ayudaba a su hermano desde un punto de vista económico, pero no estaba dispuesta a hacer lo mismo con su madre. Estaba claro que cualquier dinero que le diera acabaría malgastado en una botella de alcohol o en otra noche en el bar de turno.

Se cruzó de brazos, y se apoyó en la encimera antes de decir con sarcasmo:

–¿Que mamá está esforzándose? Sí, claro.

–Bueno, al menos deberías invitar a Christie a venir para que conozca a Bobby –Johnny se volvió hacia él, y le dijo–: Es nuestra hermana.

–¿Por qué no me has hablado nunca de ella? –parecía perplejo al darse cuenta de aquel detalle.

Teri sabía que, poco después de conocerla, su marido había contratado a un investigador privado para que averiguara todo lo posible sobre ella… de hecho, él mismo lo había admitido con su naturalidad habitual… así que él estaba al tanto de que tenía una hermana menor; sin embargo, tenía sus razones para no querer mencionarla, y Johnny las conocía. Señaló con un dedo acusador a su hermano, y le dijo:

–No quiero que me hables de Christie, ¿está claro?

–¿Se puede saber qué es lo que te pasa con ella? –refunfuñó su hermano.

–Eres demasiado joven para entenderlo –su hermana y ella estaban completamente distanciadas, aunque se esforzaba por tratarla con aparente cortesía cuando coincidían en público.

–Venga, Ter… Bobby y tú estáis casados, debería conocer a la familia.

–Ni hablar.

–¿No quieres que conozca a tu familia? –Bobby la miró con expresión dolida. No se daba cuenta de que aquella conversación no tenía nada que ver con él, sino que el problema radicaba en su suegra y en su cuñada.

–Claro que quiero que las conozcas… algún día –Teri le dio unas palmaditas en el hombro, y añadió–: Pensé que sería mejor que nos instaláramos en la casa antes de invitarlas a venir.

–Ya estamos instalados –Bobby indicó con un gesto el mobiliario impoluto y el parqué de roble.

–No del todo, ya las invitaremos más adelante –tenía pensado esperar unos cuatro o cinco años… incluso más, si podía.

–A mamá y a Christie les encantaría conocer a Bobby –insistió Johnny.

En ese momento, Teri entendió a qué se debía la inesperada visita de su hermano: su madre y Christie le habían enviado a modo de emisario. Su misión consistía en conseguir que accediera a presentarles a Bobby Polgar, el famoso millonario que había cometido la insensatez de casarse con ella.

–Van a tener que conocerle tarde o temprano, no vas a poder posponerlo indefinidamente –le dijo su hermano, con una lógica aplastante.

–Ya lo sé –admitió, con un pequeño suspiro.

–No tiene sentido dejarlo para más tarde.

Como estaba claro que no iba a poder evitar la temida reunión familiar, decidió hacerle caso a su hermano.

–Vale, de acuerdo, invitaré a cenar a todo el mundo.

–Genial –Johnny sonrió de oreja a oreja.

–Seguro que después me arrepentiré –masculló ella en voz baja.

–¿Por qué? –le preguntó Bobby con perplejidad.

Teri no supo cómo explicárselo.

–¿Tu madre y tu hermana son como tú? –le preguntó él, al ver que no contestaba.

–¡No!

Había hecho todo lo posible por tomar decisiones que no se parecieran en nada a las que habían tomado ellas, aunque el resultado había sido un éxito parcial. A pesar de que jamás bebía más de la cuenta, había cometido más de un error en el tema de las relaciones sentimentales… hasta que había conocido a Bobby.

–Me caerán bien, ¿verdad? –la sonrisa de su marido reflejaba una fe inocente.

Ella respondió encogiéndose de hombros. Su madre y su hermana se parecían en su comportamiento y en su actitud de perdedoras, aunque el problema de Christie se limitaba a los hombres y no se extendía también a la bebida. Bastaba con ponerle delante un hombre, fuera quien fuese, y no podía resistirse.

–¿Christie aún está con…? –fue incapaz de recordar el nombre del tipo con el que había estado viviendo su hermana.

–Charlie –le dijo Johnny.

–¿No se llamaba Toby?

–Toby es el de antes de Charlie… y no, Charlie la dejó el mes pasado.

Genial, así que su hermana estaba a la caza y captura de un nuevo novio. La situación cada vez tenía más mala pinta.

–Christie irá a por Bobby.

–Claro que no, sabe que está casado contigo –le dijo su hermano con firmeza.

–¿Y crees que eso la detendrá? No sería la primera vez que se interesa por un hombre casado, está claro que intentará hacerme alguna jugada…

–¿Le gusta el ajedrez? –le preguntó Bobby con entusiasmo.

Era obvio que no había entendido a qué se referían.

–No, pero pensará que eres el hombre más brillante y guapo del mundo.

–Igual que tú –le dijo él, sonriente.

–Sí, pero incluso más.

–Estás celosa –le dijo su hermano.

–No digas tonterías, Teri sabe que la amo –dijo Bobby, mientras se ponía de pie.

Ella le abrazó con fuerza, y le susurró:

–Gracias.

–¿Por qué?

–Por amarme.

–Eso es fácil.

–Me gustaría poder quedarme, tortolitos, pero tengo que irme. Mañana tengo que entregar un trabajo –Johnny estaba asistiendo a un curso de verano para prepararse de cara al curso siguiente. Se puso de pie, y añadió–: ¿Llamarás a mamá?

–Sí, supongo que sí –suspiró resignada ante lo inevitable.

–Y también a Christie, es tu hermana.

–Bobby no estará a salvo con ella cerca, ya lo verás –«y tampoco lo estará mi matrimonio», pensó para sus adentros.

No le gustaba pensar mal de su hermana, pero sabía por experiencia propia lo que iba a pasar. Christie intentaría ligar con Bobby, el hecho de que estuviera casado le daría igual. Había intentado seducir a todos sus novios anteriores, y Bobby no sería la excepción; además, como era su marido, seguro que Christie lo consideraba un reto especial.

Pobre Bobby, no tenía ni idea. Jamás había conocido a una familia como aquélla.

–¿La semana que viene? –le preguntó Johnny, con tono esperanzado.

–No –le contestó, categórica. Necesitaba tiempo para prepararse–. Dame una semana para que pueda organizarme… en dos semanas, a partir del sábado.

–Vale, nos vemos entonces –su hermano no parecía decepcionado por el retraso, y la besó en la mejilla mientras iba de camino a la puerta.

Cuando Bobby se acercó a ella y le pasó un brazo por los hombros, Teri se recordó a sí misma de nuevo que su marido y ella se amaban, pero fue incapaz de silenciar del todo los miedos que la atenazaban.

Bobby Polgar era muy diferente a los otros hombres que había conocido, pero aun así seguía siendo un hombre. Seguro que sería tan susceptible a la belleza y al encanto de Christie como todos sus antiguos novios.

–Me alegra poder conocer a tu familia –comentó él, después de que Johnny se fuera.

Ella se esforzó por sonreír. Pobre Bobby, no sabía en lo que se había metido.

CAPÍTULO 2

Troy Davis había sido el sheriff electo de Cedar Cove durante cerca de diecisiete años. Se había criado en aquella ciudad y había ido allí al instituto, y después, como muchos de sus amigos, se había alistado en el ejército, donde había formado parte de la policía militar. Se había adiestrado en el Presidio de San Francisco, y justo antes de partir hacia una base situada en Alemania, había aprovechado tres días de permiso para hacer turismo por la ciudad. Había sido allí, en una neblinosa mañana de 1965, donde había conocido a Sandy Wilcox.

Se habían dado sus respectivas direcciones después de pasar el día juntos, y se habían carteado mientras él cumplía con su periodo de servicio. Le había pedido que se casara con él en cuanto se había licenciado del ejército, y como por aquel entonces ella estaba en la Universidad Estatal de San Francisco, se había mudado a aquella ciudad. Se habían casado en 1970 y se habían ido a vivir a Cedar Cove, donde él había aceptado un empleo en la policía. Había estado trabajando de ayudante durante un tiempo, pero al final se había presentado a las elecciones a sheriff y las había ganado. La vida les había tratado bien, pero Sandy había enfermado…

–¿Papá?

Estaba sentado en la sala de estar, con la mirada fija en la alfombra, pero alzó la cabeza al oír la voz de su hija Megan, que había ido a ayudarle a organizar las cosas de Sandy.

–El reverendo Flemming está aquí –le dijo ella, con voz suave.

Estaba tan inmerso en sus pensamientos, que ni siquiera se había dado cuenta de que llamaban a la puerta. Se puso de pie justo cuando Flemming entraba en la sala de estar.

–He venido a ver cómo estáis, Troy.

El reverendo de la iglesia metodista de la ciudad era un hombre bondadoso de voz suave, y había oficiado el funeral de Sandy con compasión y sinceridad. En más de una ocasión, Troy le había encontrado haciéndole compañía a su esposa, leyéndole la Biblia o rezando con ella, o simplemente charlando. Se sentía conmovido por la actitud considerada y compasiva que el reverendo había mostrado primero con Sandy, y en ese momento con Megan y con él.

No supo cómo contestarle, y al fin se limitó a decir:

–Estamos sobrellevándolo como podemos, reverendo.

Un fallecimiento nunca era fácil de aceptar. Creía que estaba preparado para perder a Sandy, pero se había equivocado. Como sheriff, estaba familiarizado con la muerte, y era algo a lo que jamás podría acostumbrarse; sin embargo, aquella pérdida había sacudido los cimientos de su vida. Nadie estaba preparado para perder a una esposa o a una madre, y la muerte de Sandy había sido un golpe brutal tanto para Megan como para él.

–Si necesitas algo, sólo tienes que decírmelo –le dijo Flemming.

–Gracias. ¿Le apetece sentarse?

–Acabo de preparar café, ¿le traigo una taza? –apostilló Megan.

Estaba orgulloso de lo buena anfitriona que era su hija. Ella había asumido aquel papel desde que la esclerosis múltiple de Sandy había empeorado, y había continuado ayudándole incluso después de casarse. Él le agradecía que se hubiera encargado de suplir a su madre cuando era necesario. Le había acompañado a varios actos públicos en lugar de Sandy, y había organizado de vez en cuando cenas con amigos de la familia. Hacía dos años que Sandy había sido ingresada en una clínica, y desde entonces Megan y él estaban cada vez más unidos.

–Gracias, pero no puedo quedarme –les dijo el reverendo–. Me gustaría ayudaros en todo lo que pueda… por ejemplo, si os resulta demasiado doloroso organizar las cosas de Sandy, puedo pedirles a algunas de mis feligresas que vengan a echar una mano.

–No hace falta, estamos bien –le dijo Troy.

–Todo está bajo control –comentó Megan, que ya había empezado a guardar la ropa y los efectos personales de su madre.

–En ese caso, os dejo tranquilos –Flemming le estrechó la mano a Troy, y se marchó.

–Papá… vamos a salir adelante, ¿verdad?

La voz tentativa de su hija le recordó a cómo sonaba de niña. Le pasó el brazo por los hombros y asintió mientras intentaba sonreír. Por regla general, conseguía ocultar el dolor que lo atenazaba, porque Megan ya tenía bastante con soportar su propia angustia.

–Claro que sí.

Fue junto a su hija al dormitorio que había compartido con su esposa durante más de treinta años. Había cajas llenas de la ropa de Sandy diseminadas por la alfombra, y la mitad del contenido del armario estaba sobre la cama de matrimonio… vestidos, jerséis, faldas y blusas, que en su mayor parte llevaban años colgados allí sin que nadie los usara.

Sandy había pasado los últimos dos años en una clínica especializada. Él había sabido desde que la habían ingresado allí que su esposa no iba a regresar a casa, pero aun así, había sido incapaz de aceptar el hecho de que la esclerosis múltiple iba a acabar matándola.

Aunque lo cierto era que no había sido aquella enfermedad la que había acabado con ella. Sandy tenía el sistema inmunológico tan debilitado, que había muerto de neumonía, aunque habría podido ser por cualquier otro virus o infección.

Por el bien de su mujer, había fingido que creía que ella regresaría a casa algún día, pero en el fondo siempre había sabido la verdad. Le había llevado a la clínica todo lo que ella le había pedido, pero con el paso de los meses Sandy había dejado de pedirle cosas, ya que tenía todo lo que necesitaba… su Biblia, varias fotos que tenían un gran valor sentimental para ella, y una mantita para el regazo que le había tejido Charlotte Jefferson antes de casarse con Ben Rhodes. Sandy tenía necesidades simples, y no pedía casi nada; conforme habían ido pasando las semanas y los meses, había ido necesitando menos cosas.

Él había dejado todo lo que había en la casa tal y como estaba el día en que la había llevado a la clínica, porque al principio había parecido que era algo importante para Sandy. Para él también lo era, porque había contribuido a perpetuar la ilusión de su posible recuperación. Ella había sentido la necesidad de creer que podía curarse, hasta que había sido incapaz de seguir engañándose a sí misma; por su parte, él había querido aferrarse al más mínimo atisbo de esperanza hasta el último momento.

–No sé qué hacer con la ropa de mamá –Megan estaba de pie en medio del dormitorio, con los brazos cayéndole sin fuerzas a ambos lados. La mitad del armario que antes estaba ocupada con las cosas de su madre ya estaba vacía–. No sabía que tenía tantas cosas, ¿crees que deberíamos donarlas para caridad?

Troy se dio cuenta de que era una cuestión que tendría que haberle planteado al reverendo Flemming, quizás la iglesia tenía algún programa de recogida de artículos para los pobres.

–Sí, supongo que sí –él preferiría no cambiar nada, al menos de momento.

No entendía por qué Megan creía que era importante recoger cuanto antes las cosas de su madre. No había protestado al verla llegar con las cajas de cartón, pero consideraba que no hacía falta apresurarse tanto.

–Casi todo está pasado de moda –su hija alzó un jersey rosa que a Sandy siempre le había encantado.

–Déjalo todo aquí por ahora.

–No –le dijo ella, con una vehemencia sorprendente.

–Megan, será mejor que no hagamos nada de lo que podamos arrepentirnos después.

–No. Mamá se ha ido. No llegará a tener en brazos a sus nietos, ni volverá a ir de compras conmigo, ni me dará otra receta, ni… ni… –las lágrimas empezaron a bajarle por las mejillas.

Troy se sintió incapaz de aliviar su dolor. Nunca se le había dado bien lidiar con las emociones, y en ese momento no tenía ni idea de cómo reaccionar. Megan era hija única y siempre había estado muy unida a su madre. A Sandy y a él les habría gustado tener más hijos y lo habían intentado durante años, pero después del tercer aborto, él había decidido ponerle fin al asunto. Le había dicho a Sandy que, en vez de anhelar tener una familia más grande, deberían dar gracias por la maravillosa hija que tenían.

–Sólo han pasado dos meses, Megan –le dijo con voz suave.

–No, ha pasado mucho más tiempo.

Él lo entendía mucho mejor de lo que su hija creía. Al final, Sandy apenas se parecía a la mujer con la que se había casado. Aunque su muerte era una tragedia, para ella también había sido una liberación de la pesadilla física en que se había convertido su vida. Había pasado casi treinta años luchando con su enfermedad. Le habían hecho las pruebas después de que el tercer embarazo se malograra, y había sido entonces cuando los médicos le habían puesto nombre a la causa de los síntomas aparentemente aleatorios que había estado sufriendo durante años: esclerosis múltiple.

–Será mejor que no donemos nada de momento…

–Mamá se ha ido, tenemos que aceptarlo –le dijo su hija, con voz llena de emoción.

Él no tenía más remedio que aceptar el hecho de que su esposa estaba muerta, y tuvo ganas de decirle a Megan que era más que consciente de que Sandy se había ido. Era él el que llegaba a una casa vacía cada noche, el que dormía solo en una cama de matrimonio.

Antes, solía pasar el noventa por ciento de su tiempo libre en la clínica, con su mujer, así que desde su muerte se sentía perdido y sin saber qué hacer. Era consciente de que jamás volvería a ser el mismo. Como sabía que su hija también estaba sufriendo y necesitaba una vía de escape para su dolor, no le contestó y se limitó a decir:

–Te ayudaré a guardarlo todo, y llevaré las cajas al garaje. Cuando estés lista… cuando estemos listos, las subiré otra vez y nos plantearemos donarlo todo. Si decidimos hacerlo, le pediré al reverendo Flemming que nos sugiera alguna asociación benéfica. A lo mejor su iglesia tiene algún programa de ayuda –de no ser así, iría a San Vicente de Paúl o al Ejército de Salvación, eran asociaciones que Sandy había apoyado. Al ver que Megan no parecía demasiado convencida, insistió–: ¿Estamos de acuerdo?

Después de asentir a regañadientes, su hija le echó una ojeada a su reloj de pulsera y se mordió el labio. Era obvio que estaba luchando por no desmoronarse.

–Craig estará a punto de llegar a casa, será mejor que me vaya.

–Vale.

–Pero… el dormitorio está hecho un desastre.

–No te preocupes, yo me encargo de recogerlo todo.

–No sería justo, papá. No… no quiero que tengas que ocuparte de esto tú solo.

–Lo único que voy a hacer es doblar la ropa, meterla en las cajas y bajarlo todo al sótano.

–¿Estás seguro? –le preguntó, vacilante.

Él asintió. Lo cierto era que prefería estar solo en ese momento.

–No me gusta dejarte así… –le dijo ella, mientras salían hacia la sala de estar y se dirigían a la puerta principal.

–No te preocupes –era más que capaz de meter ropa en unas cajas.

–¿Has pensado ya en lo que vas a cenar? –le preguntó su hija, mientras agarraba el bolso.

–Abriré una lata de chile –la verdad era que no había pensado en ello hasta ese momento.

–¿Me lo prometes?

–Pues claro.

No le pasaría nada por saltarse la cena de vez en cuando, la verdad era que no le iría mal perder unos nueve kilos. Había ganado casi todo el peso extra después de que Sandy ingresara en la clínica, porque las comidas se habían vuelto bastante caóticas. Había caído presa de los establecimientos de comida rápida, era un cliente habitual de los pocos que habían abierto en Cedar Cove. Como su trabajo le exigía mucho tiempo, a veces se saltaba el desayuno e incluso la comida del mediodía, así que por la noche llegaba a casa hambriento y se comía cualquier cosa que fuera rápida y fácil de preparar, que casi siempre era algo con un montón de calorías. Ni siquiera recordaba la última vez que había preparado una ensalada o que había comido fruta fresca.

Sin Sandy, había perdido el equilibrio emocional. Sentía un vacío enorme en el espacio que antes ocupaba su amor por ella. Seguía amándola, por supuesto, pero las obligaciones y las responsabilidades que iban unidas a ese amor, y que habían supuesto gran parte de su vida durante los últimos años, habían desaparecido.

No era justo que Sandy hubiera muerto a los cincuenta y siete años. El primero en morir tendría que haber sido él, que era el que tenía un trabajo peligroso. Casi cada día algún agente moría en acto de servicio, así que según las estadísticas, él tendría que haber muerto antes que su mujer, y ella habría podido seguir viviendo cómodamente durante diez o veinte años más gracias a la pensión de viudedad que le habría quedado. Pero en vez de eso, ella había muerto y él se había quedado a la deriva.

–Después te llamo –le dijo su hija, mientras iba hacia la puerta.

–Vale –salió al porche para ver cómo se iba. Apenas tenía fuerzas, y tuvo que hacer acopio de toda su energía para volver a entrar y cerrar la puerta.

La casa le pareció más silenciosa que nunca. Mientras permanecía parado en el recibidor, se sorprendió por aquella ausencia total de sonido. El silencio resonaba a su alrededor. Por regla general, solía encender la radio para sentirse acompañado, o la tele si estaba realmente desesperado, pero para hacerlo en ese momento habría necesitado más energía de la que tenía.

Cuando regresó al dormitorio y vio todas las cosas de Sandy, pensó en Grace Sherman… bueno, Grace Harding, desde que se había casado con Cliff.

Era curioso que pensara en uno de sus amigos del instituto en ese momento, aunque a lo mejor tenía sentido. Recordó un incidente que había ocurrido poco después de que Dan desapareciera, y le costó creer que ya hubieran pasado seis años desde entonces. Dan había sido localizado al año de su desaparición.

No sabía qué había provocado que aquel hombre se sumiera en un infierno propio, y aunque ni siquiera estaba seguro de querer saberlo, sospechaba que tenía algo que ver con el tiempo que Dan había pasado en Vietnam. La guerra le había marcado de forma imperecedera en mente, en espíritu. Se había convertido en un hombre solitario y huraño que ni siquiera había querido compartir sus recuerdos y sus miedos con otros veteranos de Vietnam, como por ejemplo Bob Beldon.

Él se había encargado del informe de la desaparición de Dan, y meses después le había llamado una vecina de Grace, que estaba muy preocupada porque la había visto tirar toda la ropa de Dan al jardín delantero de su casa de Rosewood Lane.

En ese momento, mientras permanecía en medio de su dormitorio rodeado de las cosas de Sandy, recordó la imagen de la ropa de Dan esparcida por la hierba, y entendió las poderosas emociones que habían impulsado a Grace a comportarse de una forma tan impropia en ella. En parte, se sentía incapaz de lidiar con los restos de la vida de Sandy, ya tenía bastante con el dolor de tener que sobrellevar un día detrás de otro.

Cuando su mirada se posó en el jersey rosa que Megan le había enseñado, lo agarró y hundió la nariz en el suave tejido de lana. Al notar que aún olía un poco al perfume preferido de su mujer, inhaló profundamente, con ansia. Sandy se había puesto aquella prenda el año anterior, por Pascua. Él había empujado su silla de ruedas cuando habían asistido a la misa al aire libre que se celebraba con vistas a la ensenada. Ella siempre solía despertarse temprano y de buen humor, incluso en sus últimos días, y él solía bromear diciéndole que había nacido con un gen de la felicidad.

Su sonrisa siempre había sido una de las cosas que más le gustaban de ella. Por mucho que él refunfuñara y rezongara por las mañanas, ella siempre contestaba de buen humor y a menudo acababa haciéndole reír.

Cerró los ojos al sentir un dolor desgarrador. Jamás volvería a ver la sonrisa de su mujer, no volvería a oír su voz alegre.

Dobló con cuidado el jersey rosa, y lo metió en una caja. No estaba preparado para ver a otra persona vistiendo la ropa de su mujer, y como Cedar Cove era una ciudad pequeña, era algo que acabaría pasando tarde o temprano, probablemente cuando menos lo esperara. No sabía cómo reaccionaría si al doblar una esquina veía a otra mujer con el vestido preferido de Sandy, la mera idea bastaba para retorcerle las entrañas.

Cuando el teléfono empezó a sonar en la sala de estar, por un instante estuvo tentado de dejar que quien fuera dejara si quería un mensaje en el contestador, pero después de tantos años trabajando en la policía, era incapaz de hacer caso omiso de una llamada.

Se sorprendió cuando descolgó y vio que era su hija.

–Tienes razón, papá. Guarda por ahora las cosas de mamá, guárdalo todo –era obvio que había estado llorando.

–De acuerdo, Meggie. No te preocupes.

–Si quieres, mañana puedo ir a ayudarte a empacar.

–No, ya me encargo yo.

Por muy duro que le resultara, sabía que podía lidiar con aquella última tarea mejor que su hija. La compostura de Megan se había hecho añicos, pero él aguantaba día tras día en un estado de entumecimiento que enmascaraba el dolor.

CAPÍTULO 3

Pollo a la barbacoa, ensalada y pan de ajo… la cena perfecta para un día de verano ideal. Y además, fresas y helado de postre. Justine Gunderson estaba pasándoselo genial preparándolo todo sin prisas.

Después de sacar de la nevera el recipiente con las pechugas de pollo, las rebozó en la salsa de soja y miel que había preparado y volvió a meterlas en la nevera. Al igual que muchas de sus recetas preferidas, aquélla la había aprendido de su abuela, Charlotte Jefferson Rhodes.

Leif, su hijo de casi cinco años, estaba jugando en el jardín trasero con su perra. Penny, que era una mezcla de cocker spaniel y de caniche, estaba corriendo detrás del niño mientras ladraba entusiasmada. Era un momento de pura felicidad, y Justine sonrió al salir al jardín. Seth estaba a punto de llegar a casa, y se encargaría de asar el pollo mientras ella acababa de preparar la ensalada. Leif iba a ocuparse de empezar a poner la mesa, porque le encantaba colocar las servilletas y los coloridos mantelitos individuales.

Sintió una profunda tranquilidad mientras imaginaba aquella pequeña escena doméstica. A pesar de los meses que habían pasado desde que un incendio había destruido su restaurante, aún no estaba acostumbrada a que los tres pudieran disfrutar de una velada en familia sin interrupciones.

El Lighthouse había acaparado gran parte de su vida… de la vida de su familia. El restaurante había monopolizado tanto su tiempo como su energía, y su marido y ella apenas habían tenido tiempo para estar juntos hasta que había sucedido lo del incendio. Siempre iban con prisa, ya que habían tenido que compaginar la gestión del restaurante con el cuidado de la casa y del niño; por suerte, habían llegado a un acuerdo en lo referente al nuevo restaurante que iban a abrir.

–¡Mira, mamá! –le dijo Leif, antes de lanzar un palo para que Penny lo atrapara.

La perra echó a correr, agarró el palo, y se agachó mientras movía la cola a un ritmo frenético, como desafiando al niño a que intentara quitárselo.

–¡Penny, devuélveselo a Leif!

–Es tan testaruda como las demás mujeres de esta casa… bueno, como la única mujer –comentó Seth, que acababa de llegar. La abrazó por la espalda, y la besó en el cuello.

Justine se apoyó en él, le cubrió las manos con las suyas, y cerró los ojos mientras saboreaba aquel momento.

–No te he oído llegar –comentó al fin.

–¡Hola, papá! –Leif echó a correr hacia ellos.

Seth lo tomó en brazos, y lo alzó por encima de la cabeza antes de decir:

–Estás enseñando a Penny a jugar, ¿no?

–No quiere devolverme el palo.

–Ya aprenderá. Ven, vamos a enseñarle cómo se hace. Mientras ellos jugaban con la perra, Justine entró en la casa para servirle un vaso de té frío a su marido. Al oír que llamaban a la puerta, dejó a un lado el vaso y se apresuró a ir a abrir.

Era su abuela, que estaba pertrechada con el enorme bolso al que Leif llamaba su «bolso de abuelita». Entre otras cosas, contenía la labor que estaba haciendo, un paquete de caramelos, un peine y una libreta, y brillaban por su ausencia un móvil o tarjetas de crédito.

Se alegró mucho de verla, y le dio un fuerte abrazo. Mientras entraban en la casa, su abuela comentó:

–Espero que no te importe que haya venido sin avisar, pero estaba en el vecindario… bueno, más o menos. Tu madre me dijo que querías hablar conmigo.

–¡Ya sabes que puedes venir siempre que quieras, abuela!

–Normalmente, no vendría sin avisar antes, pero esta tarde estaba charlando con tu madre y me comentó que querías hablar conmigo sobre unas recetas.

–Sí –la agarró de la mano, y fueron a la cocina–. Estaba preparándole un vaso de té frío a Seth, ¿quieres otro?

–Sí, por favor –Charlotte dejó el enorme bolso sobre una silla, y se sentó.

Era bastante inusual verla sin Ben, el hombre con el que llevaba tres años casada.

–Ben está con Ralph, un viejo amigo suyo que ha venido de visita –comentó, como si le hubiera leído el pensamiento–. Me he ido a los pocos minutos de que me lo presentara, no dejaban de hablar sobre la vida en la Armada –sacó del bolso el jersey que estaba tejiendo, era una mujer a la que no le gustaba estar de brazos cruzados. Cuando Justine colocó dos vasos de té sobre la mesa y se sentó, le preguntó–: ¿En qué puedo ayudarte?, ¿necesitas recetas para el salón de té?

–Sí –Justine apoyó los codos sobre la mesa, y comentó–: He estado dándole muchas vueltas al asunto.

A pesar de que la construcción del nuevo restaurante aún no había empezado, tenía muy claro lo que quería. El menú tenía que ser perfecto, y su abuela era la persona ideal para aconsejarla.

–Es bueno planear las cosas con tiempo –Charlotte dejó de tejer, y alzó la mirada hacia ella–. Olivia me dijo que pensabas servir desayunos, comidas y meriendas, pero no cenas.

–Seth y yo preferimos tener las noches libres. Desde que los dos pasamos más tiempo en casa, Leif está más contento que nunca.

El incendio intencionado que había destruido el restaurante había acabado siendo un regalo inesperado. Por suerte, nadie había salido herido, y el delito había cambiado a mejor sus vidas.

–Hacéis bien en dar prioridad a vuestra familia –le dijo su abuela.

Justine estaba convencida de que su matrimonio no habría sobrevivido ni un año más si hubieran seguido tal y como estaban. Miró hacia el jardín, donde Seth seguía jugando con Leif y con Penny, y dijo:

–Has dicho que has estado charlando con mamá, ¿has ido al juzgado?

A su abuela le gustaba ver trabajar a su madre, se sentaba henchida de orgullo en la sala del juzgado y se ponía a tejer. Aunque la verdad era que sus visitas eran menos frecuentes desde que se había casado con Ben.

–Me la he encontrado esta mañana, me ha comentado que tenía hora en el médico.

Justine se tensó de inmediato. No recordaba que su madre le hubiera dicho que iba a ir al médico, a pesar de que hablaban casi a diario.

–Ah.

–No es nada serio, Justine. Me ha dicho que era una visita rutinaria, por la mamografía que se hizo –se apresuró a decirle su abuela.

–Vale –se relajó en la silla, cruzó las piernas, y tomó su vaso de té frío–. Abuela, quería pedirte que me dieras algunas de tus recetas.

–¿Alguna en concreto? –le preguntó, mientras sus manos manejaban las agujas y la lana con una rapidez y una destreza nacidas de la práctica.

–Me gustaría que me dieras la de los bollos –su abuela los preparaba en casi todas las reuniones familiares.

–Los que más me gustan son los de queso y especias.

–A mí también.

Su abuela permaneció en silencio durante unos segundos, y al final comentó:

–Mi madre solía prepararlos, la receta es suya. Tengo unas cuantas más para preparar distintas clases de bollos, te las escribiré también. El preferido de Clyde es el de nueces y mantequilla, pero Ben prefiere el de queso y especias.

–Gracias, pero puedo copiarlas yo misma si… –enmudeció al darse cuenta de que, si su abuela se sabía todas aquellas recetas de memoria, era posible que no las tuviera escritas en ningún lado.

–Mañana por la mañana te las traigo. Puedes contar con todas mis recetas, querida. Sólo tienes que decirme las que quieres.

–Abuela… las tienes anotadas en algún lado, ¿verdad? –le dijo con cautela.

Charlotte se echó a reír, y le dijo:

–Claro que no.

¿No?

–Llevo más de setenta años cocinando. Mi madre me enseñó sus recetas, y como estaba claro que no se me iban a olvidar, no pensé que hiciera falta anotarlas.

–¿Y qué me dices de la vinagreta de frambuesa?

–La saqué del artículo de un periódico en 1959, y he ido haciéndole algunos cambios a lo largo de los años.

–¿De verdad que estás dispuesta a escribírmelas todas?

–Pues claro –le dijo, sin dejar de tejer–. La verdad es que es muy buena idea, Justine. Seguro que Ben también está de acuerdo, lleva tiempo animándome a publicar un libro de recetas. Le encantan mis galletas de manteca de cacahuete.

–Y las de canela.

–Sí, me parece que se casó conmigo por la comida –comentó su abuela, en tono de broma.

Era un comentario tan absurdo, que Justine se echó a reír. Era obvio que Ben Rhodes estaba loco por su abuela.

–Bueno, cuéntame más cosas sobre el salón de té.

–Ha habido un cambio de planes, abuela –le dijo, sonriente.

–¿Ah, sí? –Charlotte dejó de tejer por un momento.

Justine descruzó las piernas, y se inclinó hacia delante.

–Seth y yo no podíamos contárselo a nadie, teníamos que esperar a que todo estuviera concretado. Al Finch, el constructor, nos llamó hace un par de semanas para preguntarnos si estaríamos dispuestos a vender el terreno, porque había alguien interesado en comprárnoslo.

–Creía que no queríais vender.

–No, no queríamos, sobre todo si el comprador era alguna cadena de restaurantes de comida rápida. Pero eso es lo mejor de todo, abuela. El hombre que estaba interesado en comprar el terreno, Brian Johnson, es un amigo de Al. Había tenido varios restaurantes a lo largo de los años hasta que se jubiló, pero se aburría estando inactivo. Seth y yo nos reunimos con él, y la verdad es que nos impresionó. Brian nos comentó que quería reconstruir el Lighthouse tal y como era, incluso con el mismo nombre.

–Pero… era vuestro restaurante.

–Sí, pero está dispuesto a pagar por todo, incluso por el derecho a conservar el nombre del local.

Su abuela dejó de tejer de nuevo, como si necesitara tiempo para asimilar aquella noticia, y al final le preguntó:

–¿Vais a hacerlo? ¿Qué pasará con el salón de té?, ¿dónde vais a construirlo?

Justine le explicó que Al Finch ya les había enseñado un terreno en Heron que quería vender. La ubicación era perfecta para un salón de té victoriano.

–Firmamos los documentos a principios de semana –al ver que su abuela no decía nada, añadió–: No estás decepcionada con nosotros, ¿verdad?

–Claro que no, me parece una noticia fantástica.

Justine estaba muy satisfecha por cómo habían salido las cosas. Todo el duro trabajo que su marido y ella habían invertido en el Lighthouse no iba a desperdiciarse. Seth le había hecho algunas sugerencias al nuevo dueño sobre cómo reconstruir el restaurante, y como estaba completamente desvinculada del proyecto, estaba deseando verlo emerger de las cenizas.

–Ha sido todo muy rápido, ¿no? –comentó su abuela.

–Sí, pero me parece la opción perfecta. La nueva ubicación es mucho mejor para el salón de té, y hay más aparcamiento. Aún me cuesta creer que esta oportunidad apareciera como por arte de magia.

–Me alegro mucho por vosotros.

–Sí, yo también –Justine miró hacia el jardín, y sintió una profunda sensación de paz y satisfacción al ver a Seth y a Leif. Aquello era lo que siempre había querido, lo que había ansiado tener en su matrimonio.

–Bueno, tengo que irme ya. Ben estará preguntándose por qué tardo tanto –después de apurar el vaso de té, su abuela metió la labor en el bolso y se puso de pie.

–Me ha alegrado mucho verte, abuela.

–Lo mismo digo, cariño –la besó en la mejilla, y añadió–: Empezaré a escribir las recetas cuanto antes. Intentaré acordarme de todas, pero si se me olvida alguna, sólo tienes que decírmelo –frunció ligeramente el ceño, y comentó–: Tendré que repasar también las que he ido sacando de revistas, y las que me han dado en velatorios.

–La de tu fantástico pastel de coco te la dieron en un velatorio, ¿verdad?

–Sí, en el de Mabel Austin, el año ochenta y cuatro.

Justine esbozó una sonrisa; al fin y al cabo, no estaba mal que a uno lo recordaran por una receta fantástica.

–Voy a saludar a Seth y a Leif –añadió su abuela, mientras dejaba su vaso en el fregadero–. Ese jovencito está creciendo mucho, la última vez que le vi no era tan alto.

–¿Quién?, ¿Seth o Leif? –Justine se echó a reír. Era cierto que Leif era alto para su edad; seguro que lo había heredado de Seth, que era un hombre muy corpulento.

–Leif, por supuesto –era obvio que su abuela no había captado la broma.

–Por cierto, hoy tenemos pollo a la barbacoa para cenar, y he usado una receta que aprendí de ti –comentó, mientras abría la puerta que daba al jardín.

–¿La de la salsa de soja y miel?, también me la dieron en un velatorio.

Justine fue incapaz de contener una sonrisa, y le preguntó:

–¿Te acuerdas de quién había muerto?

–Claro que sí. Norman Schultz, en el noventa y dos… no, espera, me parece que fue en el noventa y tres… –dijo, mientras salía al jardín.

En cuanto la vieron, su bisnieto y la perra echaron a correr hacia ella. Como sabía que no podía ser brusco con su bisabuela, el niño se detuvo de golpe y se quedó quieto para que ella pudiera abrazarlo. La perra no contuvo su entusiasmo, pero se sentó de inmediato cuando Seth se lo ordenó. Después de charlar con Leif, Charlotte acarició al animal y se despidió de todos antes de marcharse.

Seth la acompañó a su coche, y cuando entró de nuevo, fue a la cocina y vio el vaso de té que había sobre la encimera.

–¿Es para mí?

–Ah, sí, perdona. Estaba preparándotelo cuando ha llegado mi abuela –Justine sacó unos cubitos de la nevera, y añadió–: Ten, con el hielo estará mejor.

–Gracias –su marido tomó un largo trago, y le preguntó–: ¿Le has dicho que hemos vendido el terreno?

–Sí.

–¿Qué opina?

–Que somos geniales.

Seth tomó otro trago de té, y los cubitos tintinearon cuando dejó el vaso sobre la mesa.

–Tu madre y Jack también lo saben, ¿verdad?

–He hablado con ella esta mañana, y se lo he contado. Por cierto…

–¿Qué?

–No me ha dicho que tenía que ir al médico.

–¿Y qué?, ¿crees que tendría que haberlo hecho?

–Supongo que no, pero… –estaba preocupada, porque tenía la sospecha de que su madre se lo había ocultado por alguna razón en concreto. Según su abuela, había sido una visita rutinaria, pero ella no podía evitar preguntarse si su madre esperaba recibir malas noticias.

Seth pareció notar su inquietud, porque le pasó un brazo por la cintura. Se sentía más que agradecida al haber recuperado a su marido. El incendio le había convertido durante un breve periodo de tiempo en un hombre huraño y resentido, pero después del arresto de Warren Saget (un constructor de la zona que en el pasado había salido con ella), su marido se había quitado un enorme peso de encima y había vuelto a ser el hombre al que ella conocía y amaba.

La abrazó durante un largo momento, como si él también fuera consciente de que habían estado a punto de destruir todo lo que les importaba.

–¿Quieres que encienda ya la parrilla? –le preguntó, después de soltarla.

–Sí.

–¿Puedo ayudar yo también, mamá? –dijo Leif, que acababa de entrar en la cocina con Penny pisándole los talones.

–Claro que sí. Puedes ayudarme a poner la mesa, pero antes tienes que lavarte las manos.

–Vale.

Salieron todos al jardín, y mientras Seth se ocupaba de la parrilla, Leif y ella limpiaron la mesa y abrieron la sombrilla. El niño disfrutó de lo lindo colocando los mantelitos verdes que había elegido, y las servilletas con un colorido estampado de mariposas.

Cuando acabaron de cenar, Leif y Seth quitaron la mesa y ella se encargó de las sobras y de limpiar la cocina. Recientemente, se había dado cuenta de lo mucho que había echado de menos preparar las comidas. Siempre había dado por hecho que cocinar no era su fuerte, que eran su madre y su abuela las que disfrutaban estando en la cocina, pero durante los primeros meses de casada, les había pedido recetas e ideas mientras Seth y ella renovaban el viejo Galeón del Capitán y planeaban el nuevo restaurante. Por primera vez en su vida adulta, había creado con su madre una conexión especial que antes le habría parecido imposible; en cuanto a su abuela, siempre había tenido una buena relación con ella, pero el vínculo se había estrechado aún más.

–He estado hablando de recetas con mi abuela –le dijo a su marido.

–¿Recetas para el salón de té? –le preguntó él, mientras se lavaba las manos en el fregadero.

–Sí, la verdad es que he redescubierto lo mucho que me gusta cocinar.

–Espera un momento… ¿te gusta cocinar?

–Sí –Justine hizo una mueca al ver su fingida sorpresa.

–A ver, ¿quién es el que acaba de pasarse un buen rato aguantando el calor de la barbacoa? –le preguntó él, en tono de broma.

–Oye, darle vueltas en la barbacoa a un par de pechugas de pollo no es cocinar.

–Sí, sí que lo es.

–No digas tonterías, Seth.

–¡Oye, que lo digo en serio! –se echó a reír, y la agarró por la cintura.

Justine se echó a reír también. En adelante, todo iba a ir mucho mejor; de hecho, las cosas ya iban de maravilla.

CAPÍTULO 4

Rachel Pendergast metió un montón de toallas en la lavadora del Get Nailed, añadió el jabón, cerró la puerta, la puso en marcha, y esperó hasta que oyó el sonido del agua. Había que lavar a diario las toallas sucias, así que había decidido aprovechar para hacerlo durante un paréntesis entre clientes. Al salir de la pequeña sala para el personal, vio a Teri, su mejor amiga, sentada en la silla de su cubículo de trabajo.

–¡Hola, Teri! –no pudo ocultar su entusiasmo.