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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Caitlin Crews

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cuando el amor manda, n.º 5525 - febrero 2017

Título original: Castelli’s Virgin Widow

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas porHarlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9298-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Por favor, dime que esto es un intento fallido por ser gracioso, Rafael. Una broma pesada de la persona de Italia que menos te lo esperarías.

Luca Castelli no hizo ningún esfuerzo por paliar su tono de dureza ni la mueca de desagrado con la que miraba a su hermano mayor. Rafael era también su jefe y el director de la empresa familiar, algo que normalmente no preocupaba nada a Luca.

Pero ese día no tenía nada de normal.

—¡Ojalá lo fuera! —contestó Rafael desde su posición en un sillón delante de un alegre fuego, que no hacía nada por disipar la sensación de pesimismo y furia de Luca—. Pero en lo que se refiere a Kathryn, no tenemos elección.

Rafael parecía ese día un monje tallado en piedra, con rasgos duros como el granito, lo cual solo conseguía que Luca se sintiera aún más traicionado. Aquel era el antiguo Rafael, el hombre lleno de amargura y arrepentimiento, no el Rafael de los últimos años, el que se había casado con el amor de su vida, con la mujer a la que había creído muerta y de la que esperaba en ese momento su tercer hijo.

Luca odiaba que la pena los hubiera vuelto a hundir en una historia desagradable. Odiaba la pena.

Su padre, el famoso Gianni Castelli, que había construido un imperio de vino y riqueza que se extendía por dos continentes, pero era más conocido en el mundo por su agitada vida matrimonial, había muerto.

Fuera, la lluvia de enero azotaba los cristales de la antigua mansión Castelli, que se extendía con insolencia al lado de un lago alpino de los montes Dolomitas, en el norte de Italia. Las pesadas nubes se movían bajas sobre el agua y ocultaban el resto del mundo, como si quisieran rendir tributo al viejo enterrado esa mañana en el mausoleo de los Castelli.

Las cenizas a las cenizas y el polvo al polvo.

Nada volvería a ser igual.

Rafael, que había actuado durante años como director de facto del negocio familiar, a pesar de la negativa de Gianni a retirarse, estaba en esos momentos plenamente al cargo. Lo que implicaba que Luca era el nuevo jefe de operaciones, un título que no describía ni de lejos el cúmulo de responsabilidades que tenía como copropietario.

—No entiendo por qué no podemos pagar simplemente a esa mujer como al resto de la horda de exesposas —dijo, consciente de que su tono resultaba agresivo. Estaba nervioso—. Dale una parte de la fortuna de nuestro padre y que siga su camino.

—El testamento de nuestro padre es muy claro en lo relativo a Kathryn —repuso Rafael, que no parecía más contento que su hermano—. Y ella es la viuda, no una exesposa. Una distinción importante. La elección es suya. Puede aceptar una suma de dinero o un puesto en la empresa y ha elegido lo segundo.

—Eso es ridículo.

Era mucho peor que ridículo, pero Luca no tenía una palabra que describiera el vacío interior que sentía ante la mera mención de Kathryn, la sexta y última esposa de su padre.

La que estaba en aquel momento en la biblioteca más grande y formal de la planta baja, llorando lo que parecían lágrimas sinceras por la muerte de un esposo que le triplicaba la edad y con el que solo podía haberse casado por la más cínica de las razones. Luca había visto caer esas lágrimas por sus mejillas en el aire frío de antes, donde había dado la impresión de que no podía controlar su dolor.

Él no se lo creía ni por un momento.

Sabía que el tipo de amor que podía producir esa pena era raro, extremadamente improbable y se había dado poco en la familia Castelli. El matrimonio feliz de Rafael era probablemente la única muestra que se había dado en generaciones.

—Por lo que sabemos, nuestro padre pudo encontrarla vendiendo su cuerpo en las calles de Londres —murmuró. Miró a su hermano de hito en hito—. ¿Qué demonios haré con ella en la oficina? ¿Sabemos al menos si sabe leer?

Rafael entrecerró los ojos.

—Encontrarás algo para mantenerla ocupada, porque el testamento le garantiza tres años de empleo. Tiempo de sobra para introducirla en los placeres de la palabra escrita. Y es irrelevante que te guste o no.

«Gustar» no era la palabra que habría elegido Luca para describir lo que ocurría en su interior ante la mención de aquella mujer. Ni siquiera se acercaba.

—Ni me gusta ni me disgusta —repuso. Soltó una carcajada que a él mismo le sonó hueca—. ¿Qué puede importarme una niña novia más, adquirida con el único propósito de alimentar el ego del viejo?

Su hermano lo miró un momento, que pareció prolongarse mucho. Los viejos cristales tintineaban. Crepitaba el fuego. Y Luca no sentía ningún deseo de oír lo que pudiera decir su hermano.

—Si estás decidido a hacer esto —dijo, antes de que Rafael pudiera abrir la boca—, ¿por qué no la envías a Sonoma? Puede adquirir experiencia en los viñedos de California, como hicimos nosotros de muchachos. Y para ella pueden ser unas vacaciones placenteras lejos de aquí.

«Lejos de mí», pensó.

Rafael se encogió de hombros.

—Ella ha elegido Roma.

Roma. La ciudad de Luca. Su lugar de trabajo. El poderío comercial y el alcance global de la marca de vino Castelli eran obra suya, o eso le gustaba pensar, y probablemente porque lo habían dejado actuar libremente durante años. Desde luego, no había tenido que hacer de canguro de uno de los muchos errores de su padre.

El peor error de su padre, en su opinión.

—No hay sitio —dijo—. Es un equipo pequeño, elegido a conciencia. No hay lugar para una mujer que quiere un descanso de su verdadera vocación de trofeo de un viejo.

—Pues tendrás que hacerle un hueco —repuso Rafael.

Luca negó con la cabeza.

—Puede retrasarnos meses, si no años, intentar reorganizar al equipo alrededor de una mujer así y de lo que pueden ser sus muchos errores.

—Confío en que tú te encargarás de que eso no ocurra —respondió Rafael con sequedad—. ¿O dudas de tus habilidades?

—Este tipo de vulgar nepotismo causará problemas…

—Luca —lo interrumpió Rafael sin alzar la voz—. Tomo nota de tus objeciones, pero tú no ves la imagen completa.

Luca intentó contener la rabia que brotaba de su parte más oscura y amenazaba con apoderarse de él. Extendió las piernas y se pasó una mano por el pelo en una postura lánguida e indolente. Como si todo aquello le diera igual a pesar de sus objeciones.

Era el papel que había representado toda su vida. No sabía por qué en los dos últimos años se había vuelto tan difícil mantener su fachada de indiferencia. Por qué había empezado a parecerle más una jaula que un retiro.

—Ilumíname —dijo, cuando estuvo seguro de poder hablar con el tono medio aburrido, medio divertido de siempre.

Rafael tomó su vaso y movió el líquido ámbar que contenía.

—Kathryn ha conseguido la atención del público —dijo—. «Santa Kate» está en todas las portadas de toda la prensa rosa desde la muerte de nuestro padre. Su dolor. Su altruismo. Su verdadero amor por el viejo en contra de todas las previsiones. Etcétera, etcétera.

—Disculpa que me muestre escéptico sobre lo verdadero de ese amor —repuso Luca—. Me convence más su interés verdadero por la cuenta bancaria de él.

—La verdad es maleable y tiene poco que ver con las historias que cuenta la prensa rosa y amarilla —dijo Rafael—. Nadie lo sabe mejor que yo. ¿Podemos quejarnos si esta vez esas historias no son del todo a nuestro favor?

Luca no creía que la evidente manipulación de la prensa por parte de su última madrastra estuviera en el mismo plano que las historias que Rafael y su esposa, Lily —que también era antigua hermanastra de ellos, pues el árbol familiar de los Castelli era muy enrevesado— habían contado para explicar el hecho de que la hubieran creído muerta durante cinco años, pero decidió no decirlo.

—La realidad —continuó Rafael después de un momento— es esta. Aunque hace años que tú y yo dirigimos la empresa, la percepción desde fuera es muy distinta. La muerte de nuestro padre les da a todos la oportunidad de decir que sus desagradecidos hijos arruinarán lo que él construyó. Si ven que esquivamos a Kathryn, que la tratamos mal, se reflejaría negativamente en nosotros y avivaría ese fuego. —dejó el vaso sobre la mesa sin beber—. No quiero ni combustible ni fuego. Nada a lo que le pueda hincar el diente la prensa sensacionalista. Comprende que esto es necesario.

Lo que comprendía Luca era que aquello era una orden del director ejecutivo de Bodegas Castelli y nuevo cabeza de familia a uno de sus muchos subordinados. El hecho de que Luca poseyera la mitad de la empresa no cambiaba que tenía que responder ante Rafael. Y que aquello no le gustara no alteraba el hecho de que Rafael no le pedía opinión.

Le daba una orden.

Luca se puso de pie con brusquedad.

—No me gusta esto —dijo con calma—. No puede acabar bien.

—Tiene que acabar bien —replicó Rafael—. De eso se trata.

—Cuando llegue el desastre, te recordaré que esto ha sido idea tuya —Luca echó a andar hacia la puerta—. Lo comentaremos mientras caemos al fondo del mar.

Rafael se echó a reír.

—Kathryn no es nuestro Titanic, Luca —dijo. Ladeó un poco la cabeza—. ¿Pero quizá tú crees que es el tuyo?

Lo que Luca creía era que podía pasar muy bien sin los comentarios de su hermano, así que salió por la puerta y echó a andar por los grandes pasillos antiguos cuyos detalles ya apenas percibía. Los retratos que atestaban las paredes y las estatuas colocadas en todas las superficies planas estaban allí desde antes de que él naciera, y seguirían estando cuando Arlo, el hijo mayor de Rafael, fuera ya abuelo. Los Castelli perduraban, aunque crearan muchos líos en el proceso.

Al pasar por uno de los salones, oyó la voz de Lily, su cuñada, embarazada de seis meses, que hablaba con Arlo, de ocho años, y Renzo, de dos, sobre el modo en que debían comportarse. Luca contuvo una sonrisa al pensar que el sermón sonaba muy parecido a los que había recibido él en el mismo lugar de pequeño. No de su madre, que había abdicado de su posición poco después del nacimiento de Luca, ni de su padre, que era demasiado importante para molestarse con asuntos domésticos como la crianza de los niños. Había sido criado por un desfile de empleadas bienintencionadas y una serie de madrastras con motivos infinitamente más complicados.

Quizá le venía de allí su aversión a las complicaciones y a las madrastras.

Luca había crecido en una familia muy enrevesada, que había aireado sus dramas privados ante todo el mundo, sin que importara que esa publicidad lo empeorara todo mucho más. Él odiaba eso. Prefería las cosas limpias y fáciles. Ordenadas. Sin jaleos ni melodrama. Sin dramas que acababan en la prensa, donde se presentaban del modo más odioso imaginable. No le importaba que lo consideraran uno de los mayores playboys del mundo. De hecho, había cultivado ese papel para que nadie lo tomara en serio, lo cual podía ser un valor tanto en los negocios como en la vida. No rompía corazones, simplemente evitaba los trastornos sentimentales que habían marcado a todos los demás miembros de su familia una y otra vez. No, gracias.

Pero Kathryn era otra historia. Cuando entró en la gran biblioteca de la planta baja, la vio en el rincón opuesto, mirando la lluvia y la niebla como si compitiera con ellas por el título de Más Desolada. Kathryn era más que una complicación.

Era un desastre.

No le sorprendía nada que «Santa Kate», como la llamaban por todo el mundo por su supuesto martirio en favor de la causa que era el viejo Gianni Castelli y su considerable fortuna, saliera en todas las revistas de esa semana. Kathryn hacía tan bien el papel de joven inocente y herida que Luca siempre había pensado que le habría ido mucho mejor dedicándose al teatro.

Aunque probablemente eso era lo que hacía. Interpretar a la amante comprensiva y la esposa trofeo altruista de un hombre viejo frente a los veinticinco años de ella, era una hazaña. Lo que Luca no entendía era por qué una zorra como esa le provocaba sensaciones que no se atrevía a explorar.

La miró de hito en hito desde el umbral. Su padre se había casado con una sucesión de mujeres más jóvenes que le habían dejado hacer de salvador. Disfrutaba con eso. Gianni nunca había tenido mucho tiempo para sus hijos ni para la primera esposa a la que había apartado de la vista internándola en una institución mental y a la que había llorado muy poco después de su muerte. Pero con su desfile de amantes y esposas con necesidades, melodramas y crisis interminables, siempre estaba disponible para interpretar el papel de un dios benevolente, que arreglaba todas las calamidades y resolvía todo tipo de problemas agitando su tarjeta de débito.

A Luca no le había sorprendido mucho verlo volver a Italia con su sexta esposa escasamente un mes después de haberse divorciado de la quinta.

—Hay una novia nueva —le había dicho Rafael, cuando Luca había llegado a los Dolomitas una mañana de invierno de dos años atrás—. Ya.

—¿Esta es mayor de edad? —había preguntado Luca.

Rafael había hecho una mueca.

—Por los pelos.

—Tiene veintitrés años —había dicho Lily, a punto entonces de dar a luz a Renzo. Los había mirado a los dos con dureza—. No es ninguna niña. Y parece muy simpática.

—Pues claro que es simpática —había comentado Rafael—. Ese es su trabajo, ¿no?

Luca se había preparado para una madrastra parecida a la anterior, a la criatura rubia a la que Gianni había adorado inexplicablemente a pesar de que pasaba más tiempo con su teléfono móvil o insinuándose a sus hijos que con él. Corinna tenía diecinueve años cuando se casó con Gianni y era ya exmodelo de trajes de baño. Luca suponía que su padre no la había elegido por su gran personalidad ni por la profundidad de su carácter.

Pero en lugar de otra versión de Corinna, al entrar en la biblioteca, donde esperaba su padre con Arlo, se había encontrado con Kathryn.

Se había parado en seco, aturdido, al ver a la mujer que le sonreía amablemente con su reserva británica. Hasta que el modo en que él la fulminó con la mirada le borró la sonrisa de la cara.

«Este no es su sitio», había pensado él. Su sitio no estaba sentada en el brazo del sillón de su padre, retorciéndose las manos como una colegiala nerviosa en lugar de lanzarle miradas lujuriosas, como solían hacer sus otras madrastras.

Pero ella no podía ser su madrastra. «Ella no».

Su cabello era marrón oscuro casi negro, pero mostraba reflejos dorados cuando la luz del fuego jugaba con él. Le caía suelto por la espalda y llevaba un flequillo largo sobre unos ojos grises ahumados con insinuaciones de verde. Llevaba unos sencillos pantalones negros y una rebeca de color caramelo sobre una blusa de punto que no hacía nada por resaltar su busto. Parecía elegantemente eficiente. Era menuda y de huesos finos, grandes ojos y boca exuberante.

—Luca —había dicho su padre, en inglés en honor a su nueva esposa—. ¿Qué te ocurre? Sé más educado. Kathryn es mi esposa y tu nueva madrastra.

Luca había sentido una furia terrible que no podría haber explicado aunque su vida hubiera dependido de ello. Había cruzado la habitación y se había situado frente a ella.

En sus expresivos ojos había visto algún tipo de angustia y nerviosismo, seguidos casi inmediatamente de confusión, pero ella le había tendido la mano.

—Encantada de conocerte —le había dicho. Y el sonido de su voz había caído a través de él como una granizada, que no había hecho nada por calmar el fuego que llevaba dentro.

Luca le había tomado la mano, aunque sabía que era un gran error.

Y había acertado.

Había sentido la piel de ella en la suya, palma contra palma, como una lenta caricia. Y en lugar de apartar la mano, la había estrechado con más fuerza y sentido su delicadeza, su calor y, sobre todo, el tumulto salvaje de su pulso en la muñeca. Y ella había entreabierto los labios como si también lo sintiera.

—El placer es mío, madrastra —había conseguido decir él, con aquel terrible fuego en el cuerpo—. Bienvenida a la familia.

Y todo había ido de mal en peor a partir de ese momento.

Y allí estaba de nuevo, en la misma biblioteca, dos años después, con Kathryn ataviada con un sencillo vestido negro que le hacía parecer frágil y bonita a la vez, con el pelo oscuro recogido hacia atrás y sin rastro de maquillaje en el rostro, enmarcado por el mismo flequillo oscuro, que besaba el borde de sus cejas.

Miraba a través de las ventanas que se abrían sobre el lago y parecía sinceramente triste. Como si llorara de verdad a Gianni, el hombre al que había utilizado desvergonzadamente para sus propios fines, fines que, aparentemente, incluían meterse a la fuerza en la oficina de Luca en contra de la voluntad de él.

Y eso le daba rabia.

Se dijo que eso era lo que sentía. Rabia. No esa otra cosa más oscura y peligrosa que acechaba en él tanto como el ansia terrible que prefería negar, pues era la familiar compañera de su autodesprecio.

—Vamos, Kathryn —dijo—. El viejo está muerto y los periodistas se han ido a casa. ¿Para quién es esa interpretación llorosa?