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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Caitlin Crews

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Obsesión prohibida, n.º 2591 - diciembre 2017

Título original: The Guardian’s Virgin Ward

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-535-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EN MEDIO de la ruidosa y concurrida fiesta que estaban celebrando en su apartamento del Bronx, en Nueva York, Kay, una de las compañeras de piso de Liliana, entró en la cocina tremendamente excitada.

–Por fin esta fiesta empieza a parecer el regalo de cumpleaños que se supone que debía ser, Lily –le dijo a Liliana.

Ni Kay ni Jules, a las que había conocido en la universidad, sabían que en realidad se llamaba Liliana Girard Brooks. Al entrar en la universidad se había matriculado como «Lily Bertrand», en vez de usar su verdadero nombre, porque había querido poner distancia en esa nueva etapa de su vida con todo lo que conllevaba el llevar esos apellidos, de renombre internacional.

–¿Y sabes qué? –añadió Kay–. Acaba de llegar un tipo guapísimo… ¡y ha preguntado por ti! Dijiste que ibas a darle un giro a tu vida, ¿no? –le recordó con una sonrisa pícara–. Pues es tu oportunidad de demostrarlo.

Era cierto, al mediodía de ese frío sábado de noviembre, mientras se tomaban una pizza, les había asegurado que a partir de ese día, el día en que cumplía veintitrés años, iba a poner fin a su aburrida y asfixiante existencia monacal de una vez por todas.

–¡Por fin vas a perder la virginidad! –había exclamado Jules, lanzando un puño al aire–. ¡Ya era hora! ¡Bienvenida al siglo XXI!

Cuando vio que se había quedado de piedra al oír eso, Kay había mirado a Jules con el ceño fruncido y había replicado:

–No tienes que hacer eso para darle un giro a tu vida. No tienes que hacer nada que no quieras.

–O puedes hacer lo que quieras… por una vez en tu vida –había insistido Jules, ignorando por completo su reproche.

–No os preocupéis por mí –había respondido Liliana. Solo la habían besado una vez, en su último curso en la universidad, y había sido de lo más embarazoso–. Mis años de patito feo han terminado, y esta noche por fin me transformaré en cisne –les había anunciado, y sus amigas habían lanzado vítores y la habían abrazado.

Sí, eso era lo que había dicho, y no podía volverse atrás, se recordó, sirviéndose otra copa de vino blanco –la tercera ya–, y no pudo evitar acordarse de un incidente, años atrás, en el internado suizo en el que había estudiado de los doce a los dieciocho años y que más que un colegio siempre le había parecido una cárcel. Una noche la aterradora directora las había pillado a ella y a otras chicas bebiendo a escondidas, y les había dicho que el alcohol convertía a las mujeres en prostitutas.

–¿Te parece que este es un comportamiento apropiado para alguien de buena familia como tú? –la había increpado a ella–. Si tus padres levantaran la cabeza… La heredera de un linaje tan importante…

A Liliana, que entonces tenía catorce años, le había preocupado más qué fuera a ser de los integrantes de su grupo pop favorito, que acababan de separarse, que su linaje.

–Ya hay suficientes chicas ricas, tontas y desvergonzadas acaparando las portadas de las revistas de papel cuché –les había dicho a todas con desdén–. De vosotras depende no acabar poniéndoos en ridículo.

Liliana apartó de sus pensamientos a aquella «carcelera» de su antigua prisión y allí, en la minúscula cocina, brindó con sus compañeras de piso, que la miraban expectantes, y bebió un buen trago de vino.

–Tenéis ante vosotras a la nueva y mejorada Lily Bertrand –les dijo, con más confianza en sí misma de la que en realidad sentía–. Y estoy dispuesta a reclamar lo que me merezco, incluidos un montón de hombres guapos.

–Así se habla –intervino Kay–. Pero deberías salir de la cocina: ahí fuera hay uno esperándote –le recordó con picardía, dándole con el codo en las costillas–. Es tu regalo de cumpleaños.

Liliana no quería abandonar la cocina. Las fiestas la hacían sentirse nerviosa y aún más vergonzosa de lo que era, y aquella estaba en su apogeo, con la música alta, y los invitados bailando, charlando y riéndose. Eran todos amigos de Kay y Jules. Ella solo había hecho amistad con ellas dos durante sus años de estudiante en la universidad Barnard, allí en Nueva York.

«Lo que necesito es más vino», se dijo. Tomó otro trago de su copa antes de salir de la cocina al concurrido salón, y después otro más. Por fortuna, cuanto más bebía, más relajada se sentía. Quizá el alcohol no le sentara tan mal después de todo. Era la excusa que siempre había puesto para no beber. Mejor una mentira piadosa que admitir que, aunque habían pasado ya varios años, las opiniones de aquella severa directora seguían teniendo tanto poder sobre ella.

«No es solo la directora la que tiene tu cabeza patas arriba», apuntó su vocecita interior, pero Liliana no le prestó atención. Lo último en lo que quería pensar en ese momento era en su tutor legal, el hombre que dirigía su vida, el hombre cuya aura asfixiante, arrolladora, podía sentirse aun a miles de kilómetros.

Pero no estaba allí. Liliana se atrevió por una vez a imaginarse como la chica despreocupada e intrépida que siempre había soñado que podría haber sido, si él no la hubiera recluido en el internado más estricto de Europa durante parte de su infancia y adolescencia, donde se había sentido tremendamente sola.

Tal vez el problema no fuera que fuese torpe y desgarbada, cuando se suponía que una heredera de familia rica debería ser hermosa y elegante sin el menor esfuerzo, como su madre lo había sido. Quizá el problema fuera que nunca se había dado a sí misma la oportunidad de explorar su lado menos obediente y recatado, y estaba segura de que lo tenía, de que estaba oculto en algún sitio dentro de ella.

Le había llevado al menos dos años, después de acabar el internado, dejar de imaginarse que cada vez que acudía a su mente un pensamiento inapropiado o indigno de una señorita, aparecería a su lado la directora y le echaría un buen rapapolvo.

«Habría que lavarte la boca con agua y jabón. Parece que hubieras salido de una alcantarilla», les decía a las chicas que la desafiaban. «Y quizá ese sea tu sitio: las alcantarillas».

También le había llevado mucho tiempo atreverse a decir lo que pensaba, aunque solo fuera a sus amigas. De hecho, solo ahora, seis meses después de que hubiera terminado sus estudios en la universidad, empezaba a sentir que sabía quién era de verdad: ya no era la heredera triste y encerrada en una «torre».

Tal vez siempre sería famosa por la trágica y repentina pérdida de sus padres, y por haber sido «desterrada» por su despiadado tutor legal, al que apenas conocía, a un internado europeo, igual que por la enorme fortuna que le habían dejado su madre, de familia noble, y su padre, un gigante del mundo empresarial, y que un día ella controlaría.

De cualquier modo, ya se había encargado ella de poner distancia entre su vida real y esas historias patéticas de la pobre niña rica que la prensa había difundido sobre ella. Durante los últimos cuatro años y medio había estado usando uno de los apellidos menos conocidos de su familia materna, y había pasado desapercibida, viviendo en el Bronx con sus amigas, como cualquier otra chica que estaba buscando su primer trabajo después de la universidad.

No era la estrella de un reality show rodado en Hollywood, ni se dedicaba a pasearse en yate por la Costa Azul. No, desde luego no era la típica heredera de las revistas del papel cuché que la directora del internado había predicho que acabaría siendo. De hecho, cuando esas revistas la incluían en una de esas listas de los herederos más ricos del planeta, siempre la calificaban de «discreta» y hasta de «huraña», que era justo lo que ella quería.

Estaba desesperada por demostrar que no era la criatura inútil que su tutor –idolatrado en Europa y reverenciado en su España natal– siempre parecía sugerir que era en las cartas y los mensajes de correo electrónico –ásperos y a veces hasta insultantes– que había empleado para comunicarse con ella a lo largo de esos diez años.

Los motivos por los que quería demostrarlo eran lo de menos. Lo único que importaba era que ni aparecía en las revistas de cotilleos, ni se había convertido en una carga para su severo tutor, quien aún controlaba el grueso de su herencia.

No había vuelto a verlo desde aquel horrible día en que, tras la muerte de sus padres, se había presentado como su tutor legal para luego enviarla al internado, y consideraba una bendición no tener que tratar con él en persona.

Parecía que ni siquiera el alcohol podía evitar que pensara en Izar, se dijo irritada. En su mente era como un titán, como un dios omnipotente y omnisciente. Las imágenes del Izar que tantas veces había visto en las revistas, con esos ojos negros y esa sonrisa burlona y altiva, siempre tenían un extraño efecto en ella: primero sentía como si el estómago le diese un vuelco, y luego como si todo su cuerpo vibrase por dentro. Durante años había dominado sus pensamientos y poblado sus sueños, ya estuviera echando chispas por su última misiva, escueta e incisiva, o llevara esperando la siguiente meses y meses.

«Nada de paseos en yate por el Mediterráneo. Que yo sepa, no eres una cualquiera», le había escrito una vez cuando, a los diecisiete años, le había pedido permiso para pasar el verano con unas amigas del internado, explorando la Costa Azul, y tal vez también las islas griegas.

Había acabado pasando el verano como la mayor parte de sus vacaciones: entre los muros del internado, con el resto de las alumnas que no tenían con quien pasarlas. Tal era el férreo control que ejercía sobre ella.

Se apoyó contra la pared y paseó la mirada por los invitados a la fiesta. Si el «tipo guapísimo» que iba a cambiar su vida –o al menos hacerla más interesante– estaba allí, ella no lo veía por ninguna parte. De hecho, al único al que podía ver en su mente era a Izar, su tutor.

Tras años recabando toda la información que había conseguido encontrar sobre él en Internet, se sabía de memoria multitud de detalles acerca de su vida, aunque eso no la había ayudado a sobrellevar mejor el infame modo en que la trataba.

Jugador profesional de fútbol desde los diecisiete años, Izar había sido el rey del campo hasta que a los veinticinco se había destrozado la rodilla en una final, una lesión que había puesto fin a su meteórica carrera. Sin embargo, en vez de dejarse llevar por la desesperación y caer en el olvido, Izar había dado un giro a su vida, que a muchos les había parecido extraño, y se había lanzado al mercado de los productos de lujo, convirtiéndose en socio de sus padres, James Brooks y Clothilde Girard, unos años después. Juntos habían formado un conglomerado empresarial, Agustín Brooks Girard, con la prestigiosa firma francesa de alta costura de la familia de su madre, la compañía de vinos y tabaco de la familia de su padre, y la firma de ropa y complementos deportivos que había lanzado Izar. Pronto la compañía Agustín Brooks Girard se había convertido en un formidable rival para otros gigantes del mundo empresarial, y al morir sus padres en aquel accidente, Izar había quedado, por su testamento, a cargo de todo, incluida ella, su única hija y heredera.

Izar había sido su tutor legal en todos los sentidos hasta que había cumplido los veintiún años, un papel que había desempeñado como si fuese una oscura sombra, siempre detrás de ella. Ahora solo controlaba la compañía, de la que sus padres le habían legado su parte equitativa, un cincuenta por ciento de las acciones, un poder que retendría hasta que ella cumpliera los veinticinco años o se casara.

Liliana se consolaba con saber que, cuando por fin controlara su propia fortuna y las responsabilidades que conllevaba, tendría la oportunidad de tratar a Izar como él la había tratado a ella. Como si no fuera más que un estorbo en su camino cuando tenía cosas más importantes a las que dedicar su tiempo. Y muchas veces había fantaseado con mandarle, como hacía él con ella, notitas mezquinas una vez cada seis meses o así para recalcar su escaso interés.

«Preferiría tomar cianuro antes que apoyar tu propuesta. Pero gracias», fantaseaba con escribirle algún día. Tal vez fuera infantil por su parte, pero es que esa era la cuestión: ella no había sido más que una niña diez años atrás. ¿Tanto le habría costado a Izar ser un poco más amable en aquel horrible día? Acababa de quedarse sola en el mundo porque el avión privado de sus padres se había estrellado en algún lugar del Pacífico. Comprendía que Izar entonces había sido muy joven para hacerse cargo de una niña de doce años, pero jamás entendería qué necesidad había de que la arrancara de su hogar en Inglaterra para mandarla a aquel severo y odioso internado de Suiza, y dejar que se pudriera allí sin hacerle ni una sola visita.

–Ódiame si quieres –le había dicho en ese tono frío, inflexible, en el vestíbulo de la casa en la que había crecido, antes de ordenar a la doncella que hiciera su equipaje. A ella le había parecido el mismísimo diablo, con esos ojos negros brillantes, como brasas de carbón encendido, esa nariz recta y la mirada torva. Luego había apretado la mandíbula y había añadido–. Soy tu tutor te guste o no, y no puedo dejar que tus sentimientos influyan en mis decisiones. Harás lo que yo diga.

Y, por supuesto, lo había hecho. ¿Acaso había tenido elección? Al terminar sus estudios en el internado las cosas no habían cambiado demasiado. A Izar no le había hecho mucha gracia su decisión de matricularse en una universidad de Estados Unidos, y, si finalmente había consentido, aunque de mala gana, en permitírselo, había sido porque la universidad que había escogido era una de las pocas universidades exclusivamente para mujeres que quedaban en Estados Unidos. De hecho, había estado a punto de retirar su permiso solo porque no le gustaba la idea de que fuera a vivir en Nueva York, que según él era el equivalente actual de las disolutas ciudades bíblicas de Sodoma y Gomorra.

Tal era su aprensión, que hasta la había llamado por teléfono. O, para ser más exactos, había hecho que su secretaria la llamara, y esta le había pedido que esperara a que le pasara con él.

–Si me llega el más mínimo rumor de algún escándalo relacionado contigo, Liliana, te arrepentirás –le había advertido, en ese tono amenazador que hacía que se le erizara el vello–. Iré a esa universidad y te sacaré de allí aunque tenga que hacerlo a rastras, y no te gustarán las consecuencias. ¿Me has entendido?

–Sería difícil malinterpretarte con lo claro que eres –le había contestado ella, optando sabiamente por un tono dócil, en vez de desafiante. Y aun así el corazón le había dado un vuelco, solo de haberse atrevido a decirle eso.

Tras sus palabras se había quedado tanto rato en silencio que había temido haber ido demasiado lejos, que la mandaría a otra «prisión» en un lugar aún más aislado, que no podía escapar de la prolongada sombra que Izar proyectaba sobre su vida.

–Te lo permitiré –respondió finalmente, de mala gana–, pero con la condición que te he puesto.

Para Liliana había sido una victoria, aunque pequeña, pero en realidad era él quien estaba ganando, pensó al darse cuenta de que seguía allí plantada, pegada a la pared como una boba en su propia fiesta de cumpleaños. Izar aún disponía de dos años para interferir en su vida, pero en ese momento no estaba allí. De hecho, difícilmente podría ir allí, porque ella no le había dicho dónde estaba viviendo. Además, Izar jamás la había visitado, y llevaba varios meses sin recibir ninguna carta ni mensaje de él.

Al pensar en eso notó como un vacío en su interior, pero ignoró esa sensación y se dijo que en realidad lo que sentía era alivio. No necesitaba que se preocupara por ella, ni su aprobación. Lo único que necesitaba era que la dejara tranquila, que la dejara hacer su vida.

Se apartó de la pared con decisión y paseó de nuevo la mirada por el salón, buscando a ese «tipo guapísimo» que le había mencionado Kay. Había algunos que no estaban mal, pero ninguno le parecía un adonis. Entonces vio a Jules, que debía de haber salido hacía un rato de la cocina, porque estaba junto a una estantería en medio de su habitual enjambre de admiradores y, cuando sus ojos se encontraron, le señaló con la cabeza de un modo nada sutil hacia su derecha.

Allí era donde estaba el pequeño pasillo que conducía a sus tres dormitorios, conectados cada uno con el siguiente como vagones de tren, de modo que solo el más alejado ofrecía un poco de intimidad. Habían echado a suertes quién dormiría en él, y le había tocado a Liliana, que pronto se había dado cuenta de que no había sido precisamente buena suerte. Estaba bien tener intimidad, sí, pero para ir de noche al cuarto de baño y volver a su dormitorio tenía que atravesar los de Kay y Jules, y hacer como que no veía lo que podría o no estar pasando en las camas de sus amigas, que a veces volvían con compañía tras salir de copas.

Respondió a Jules con un asentimiento de cabeza, y se dirigió obediente en esa dirección, zigzagueando entre la gente. Cuando entró en la primera habitación, la de Jules, había allí un par de chicas, antiguas compañeras también de la universidad, sentadas en la cama cuchicheando y riéndose mientras veían algo en el móvil de una de ellas.

–Sigue por ahí –dijo una de ellas al verla aparecer, señalándole la puerta de la habitación de Kay–. Jules le dijo que te esperara en un sitio más privado, para que pudierais estar a solas –añadió con una sonrisa pícara.

Liliana estaba empezando a temerse que sus compañeras de piso hubiesen hecho algo humillante, que jamás les perdonaría, como contratar a un stripper, como Jules estaba amenazándola siempre con que harían. Liliana se sonrojó solo de pensarlo.