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Título

El Autor

El manco de Lepanto

Los hermanos Plantagenet

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El Autor

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Nació el 6 de diciembre de 1821 en Sevilla, en el seno de una familia de militares. Fue hermano mayor del filólogo y filósofo Francisco Fernández y González (1833-1917) y del jurista y también novelista Modesto Fernández y González (1838-1897).

Aficionado a la lectura, publicó un precoz libro de Poesías a los catorce años (1835) y fue miembro de la tertulia granadina de «La Cuerda» mientras estudiaba Filosofía y Letras y Derecho en la Universidad de Granada. Sugestionado por la lectura del novelista romántico escocés Walter Scott, escribió su primera narración corta, El Doncel de Don Pedro de Castilla (1838) como folletín del periódico local La Alhambra, y el drama histórico El bastardo y el rey, que fue estrenado también en la capital del Darro; su éxito le marcó ya la senda que había de seguir: la literatura, y, ya licenciado, marchó a Madrid; allí su carácter altanero le valió no pocas críticas, de las cuales se vengó en el periódico satírico El Diablo con Antiparras.

Retornó a Granada, donde siguió su carrera de escritor llevando una vida bohemia que no interrumpió cuando sus narraciones alcanzaron un éxito muy superior a sus intrínsecas cualidades literarias; vuelto de nuevo a Madrid, inició en 1849 una fructífera colaboración con el famoso editor Gaspar y Roig obteniendo grandes éxitos, en especial con Men Rodríguez de Sanabria (1853), que lo instaló definitivamente en la gloria literaria.

Llegó a constituirse en el autor más representativo de la novela por entregas o folletín, con frecuencia novela histórica degenerada en novela de aventuras poco respetuosas con el detalle ambiental. Eso le llenó de una característica vanidad y soberbia que fue criticada por sus envidiosos contemporáneos, que contaron sobre ello innumerables anécdotas. Pero lo cierto es que la crítica lo atacó con algún fundamento, no ya Leopoldo Alas "Clarín", sino por ejemplo Luis Carreras. Ejerció además como crítico teatral y publicó folletines para La Discusión, en cuya tertulia también participaba, El Museo Universal y El Mundo Pintoresco. Y también dio sus obras a la editorial de los hermanos Manini, de los que recibió la fabulosa suma de un millón de reales y a los que entregó, entre otras obras, Doña Sancha de Navarra (1854) y Enrique IV, el Impotente (1854). Uno de sus éxitos en estos años fue un folletín de La Discusión: Luisa o el ángel de redención (1857), que alcanzó varias reediciones en tapa dura.

En sus últimos años dictaba sus novelas a varios secretarios, que las tomaban taquigráficamente. Algunos de los últimos fueron Tomás Luceño y Vicente Blasco Ibáñez. Este último sería después el autor español más famoso fuera de las fronteras del país. Pero se enamoró locamente de una estanquera y se fugó a París con ella, dejando varias obras sin concluir. Allí subsistió publicando también folletines en diarios locales y ejerciendo de traductor. Entonces estalló la Revolución de 1868 y se exilió Isabel II, amiga suya, a la que recibió el escritor.

Vuelto a Madrid, le resultó más difícil que antaño volver a recobrar su fama de narrador, pues estaban más de moda los folletines de más inspiración social y sentimental que histórica. Siguió escribiendo novelas (El alcalde Ronquillo, 1868; María. Memorias de una huérfana, 1868; La sangre del pueblo, 1869...) y frecuentó la tertulia del Ateneo de Madrid.

Fundó en comandita con los folletinistas Ramón Ortega y Frías y Torcuato Tárrago y Mateos El Periódico para Todos, en el que también colaboró Enrique Pérez Escrich, donde todos estos autores, los más diestros del género, publicaban novelas por entregas; allí apareció su El rey del puñal (1884-1885), pero ni su fama ni su talento creador eran ya los de antes; fue perdiendo la vista y murió en Madrid el 6 de enero de 1888, en la mayor pobreza, habiendo dilapidado las auténticas fortunas que ganó con su trabajo literario. Su entierro, que tuvo lugar el 8 de enero de 1888, revistió gran solemnidad: «El entierro del señor Fernández y González ha revestido la importancia de una verdadera solemnidad, presidiendo el duelo el ministro de Fomento, señor Navarro Rodrigo, el padre Sánchez y el señor Núñez de Arce; todas las Academias estaban representadas, como asimismo todos los teatros, siendo numerosísima la asistencia de autores, escritores y periodistas» (telegrama de la prensa asociada, Madrid 8 enero de 1888, a las 4:45 de la tarde).

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El manco de Lepanto

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I

En que se trata de un percance que le sobrevino a un barbero de Sevilla, por meterse a afeitar a oscuras.

Había en la ilustrísima ciudad de Sevilla, allá por los tiempos en que llegaban a la Torre del Oro, que a la margen del claro y profundo Guadalquivir se levanta, los galeones cargados de oro que venían de las Indias, y cuando reinaba en España el señor rey don Felipe el Segundo, de clara y pavorosa memoria, en la calle de las Sierpes, y en una rinconada a la que jamás llegaba el sol, como no fuese en verano y al mediodía, un tinglado de madera, de dos altos, desvencijado y giboso, al que llamaban casa, y en el cual vivía una valiente persona, cuyo apellido y nombre de pila ignoraba él mismo, que si los tuvo olvidolos, y nadie le conocía ni él respondía más que por el sobrenombre de Viváis-mil-años, cortesanía que empleaba para saludar a todo el mundo. Era de mediana edad, entre los treinta y cinco y los cuarenta, de no mala apariencia, agradable y sonriente el rostro, morena la color, agudas las facciones, sutil la sonrisa, la mirada rebuscona, y no mezquino el cuerpo; vivía de rasurar y rapar, entreteniendo durante el día sus ocios con el puntear de una vihuela morisca que le dejó su padre, ya harto usada por sus abuelos, y cantando como un ruiseñor las alegres canciones de la tierra, y las que él mismo componía, para lo que se daba muy buena gracia; comadreaba a las comadres de la vecindad, y, fuera de esto, las vendía untos y bebedizos, y las leía el sino, y las traía a todas engañadas y pendientes de sus labios; y a tal llegaba la fama de brujo y de hechicero del señor Viváis-mil-años, que más de una vez la Inquisición se había metido en sus asuntos, y había quien se acordaba de haberle visto con coroza y sambenito, luciendo su persona en un auto de fe.

No se sabía si era cristiano, o judío, o moro; pero él escapaba tan bien que mal de sus empeños con la Inquisición y con la justicia, y continuaba rasurando y trasquilando, rasgueando y cantando, haciendo de sus bebedizos y de su brujería industria, y estimado y querido de la vecindad y allende.

No se le conocía a Viváis-mil-años moza ni parienta de algún género, ni vicio que de reparar fuese; vivía solo, en paz y en gracia de Dios, como él decía, no embargante lo de los hechizos y los untos, que él negaba; y así iba pasando nuestro hombre sin crecer ni menguar, y siempre feliz y contento, y con una tal y tan peregrina salud, que él afirmaba que en todos los días de su vida no le había dolido ni una uña.

La justicia le había entrecogido alguna vez de noche rondando por sitios tenebrosos, con un estoque desnudo debajo de la capa, largo de cinco palmos (que él había comprado en sus mocedades por veinte maravedís en el Rastro); y por esto, y por algunos hurtos que le habían achacado malos testimonios, le habían batanado más de tres veces las espaldas, llevándole en burro y con acompañamiento, para edificación de las gentes, por lo más concurrido de la ciudad; cosas todas que, decía Viváis-mil-años, caían por encima y no había que echárselas en cara, cuando no habían tenido que ver sino con sus espaldas. Buscábanle dueñas, solicitábanle doncellas que habían necesidad de casarse; servíanse de él, como de secretario, mozas a las cuales les estorbaba para escribir lo negro de los ojos, y él era, finalmente, el consuelo de las hermosas, la alegría de los galanes, el consejo de los pícaros, y el sirve para todo. Almorzaba, comía y cenaba por diez maravedís casa de su vecina la tía Zarandaja; descolgaba sus bacías, y quitaba sus celosías a puestas del sol, y al cerrar la noche se salía sin que nadie le sintiese; iba adonde nadie sabía, y volvía a su casa sin que la vecindad pudiese enterarse de la hora de su vuelta.

Por los tiempos en que esta verídica historia comienza, había en la calle de las Sierpes, no lejos de la tienda del rapista, una casa deshabitada, grande y hermosa, con piedra de armas en el frontispicio, de cuyas armas los entendidos sacaban el apellido Velasco de Llanes, y que hacía luengos años que no se ocupaba, porque se decía de fama pública que tenía duende.

Daba su gran jardín, o más bien huerta, a las medianerías de algunas casas, y, por un punto, esta medianería era la tapia de un corralejo que la casa del barbero tenía, y en que vagaban, tristes y con hambre, en una perpetua umbría, cuatro gallinas, un gallo y un pato, en compañía de un cerdo (con perdón sea dicho) y de un perro flaco que guardaba de noche la casa. No había que dudar de que el señor Viváis-mil-años era buen cristiano, puesto que, para que el duende de la gran casa vecina no se pasase a la mezquina casa suya, había puesto en el lomo de la tapia de su corralejo, que daba a la huerta de la casa enduendada, un calvario de madera, lo cual no hubiera hecho si hubiera sido judío o moro, y había pintado una cruz en cada una de las dos ventanas que al corral daban, y desde las cuales se veía la huerta.

Una mañana (de primavera y radiante y hermosa), al abrir una de aquellas ventanas, el rapista vio que por la huerta de la casa vecina vagaban, no duendes ni trasgos, sino algunas personas de muy noble apariencia, que andaban por allí como reconociendo y tomando trazas. Era una dama como de veinte a veinticuatro años, muy gentil y hermosa, rubia y blanca, de buen continente y estatura, pensativa y grave, y vestida noble y riquísimamente. Acompañábanla dueña quintañona y rodrigón avellanado, y la hablaban con encarecimiento, y proponíanla, a lo que parecía por las señas, composturas y arreglos en la huerta, dos maestros de obras. Seguíanla dos pajes, el uno de los cuales llevaba una rica silla de tijera y el otro un cojín de terciopelo con rapacejos de oro debajo del un brazo, y terciada en el otro una rica alfombrilla. Por último, cuatro lacayos bigotudos, con sendos espadones al cinto, la servían.

No había que dudar de que aquella era una gran señora, si no princesa, por lo menos de título, y cuando no, riquísima; y en punto a nobleza, rebosaba de ella y olía que trascendía. No yendo con ella persona que por la apariencia en calidad se la igualase, había que pensar que era viuda; que a ser doncella, padre, hermano o tutor la hubieran acompañado.

Alegráronsele los ojos y aun las entrañas a Viváis-mil-años, porque se le ocurrió que la que de tal manera, y con dos que parecían maestros de obras, buscaba trazas y tomaba medidas en la huerta, debía haber comprado la casa, y empezó a echar cuentas con los provechos que tan buena vecindad podía procurarle; porque pensar que a tal divina beldad no habían de acudir como moscas a la miel los enamorados, era ser simple, y ya el rapista inventaba historias y enredos, que daba por seguros, y en los cuales él andaría como una importantísima persona, lo cual le produciría buenos escudos, cuando no sendos doblones; por todo lo cual, y ansioso de inquirir lo que hubiese, dejó la ventana, se dejó ir por las fementidas escaleras, y se lanzó en la calle, yendo a dar con su cuerpo en el bodegón de la tía Zarandaja, que en cuanto le vio acudió a la marmita, llenó una escudilla con uña de vaca y morcilla de lustre, y se fue al cabo de mesa, donde, en lo último del figón, se había sentado, como lo acostumbraba, el señor Viváis-mil-años.

Preguntole él, oyole atentamente ella; díjole que a lo que ella había pesquisado, se la alcanzaba que la dama que el rapista había visto en el jardín de la casa del duende, era una riquísima señora indiana, que, con sus criados y algunos toneles llenos de oro, había venido de Méjico, y aposentádose en la posada de la Cabeza del rey don Pedro; y que había comprado la casa, ignorando que tenía duende, a su dueño el señor marqués de los Alfarnaches; y que lo que el señor Viváis-mil-años había visto, era que la susodicha hermosa y riquísima viuda indiana buscaba el modo de convertir aquella huerta abandonada e inculta en un paraíso en que solazarse.

Preguntó el rapista a la bodegonera de dónde había sacado todas aquellas noticias, y díjole ella, que el rodrigón que había visto acompañando a la hermosa indiana, había ido tres días antes al bodegón, y la había preguntado quién fuese el amo de la casa deshabitada y si sabía que la casa se vendiese, a lo que ella había contestado ocultándole lo del duende, lo cual la había valido un buen regalo del señor marqués de los Alfarnaches, a quien había avisado en buen tiempo, y que el señor marqués la había dicho después, que la tal dama se llamaba doña Guiomar de Céspedes y Alvarado, que era viuda, que apaleaba el oro, y que al morir su marido, que había sido un viejo oidor de la chancillería de Méjico, había hecho buenos doblones su hacienda, y se había venido a Sevilla, de donde era natural, aunque por haberla llevado su marido a Méjico, todos la creían y la llamaban indiana.

Comiose con muy buen apetito y con mucho placer por estas noticias su escudilla de uña y morcilla el señor Viváis-mil-años, y se restituyó a su casa, sacó la celosía y colgó las bacías a la puerta, y se puso a rasguear la guitarra, esperando al primero que tuviese necesidad de rasurarse.

Al otro día sobrevinieron albañiles y todo género de artistas, y empezaron a trabajar en la casa, y a las dos semanas no había persona que pudiese reconocerla, según que había sido de compuesta y trastrocada, y pintada, y rejuvenecida; habíase quitado la antigua piedra de armas y puéstose en su lugar otra, y el jardín se había desbrozado, y poblado de estatuas y fuentes, y de tal manera que se había hecho de él, antes selvático, intrincado y desapacible, una verde y hermosa delicia. Carrozas, y mulas, y caballos, habían llenado las cocheras y las caballerizas; y en el zaguán hervían los lacayos con librea, y daba gozo el ver las escaleras alfombradas y con macetas a todo lo largo de ellas.

En fin, un domingo, la hermosísima viuda doña Guiomar de Céspedes y Alvarado se vino a la casa, y en cuanto en ella entró, la casa se cerró a piedra y lodo, y de tal manera que no parecía sino que lo que en la casa se había hecho había sido para encantarla después; la puerta principal no se abría sino por la mañana entre dos luces, para que saliese una silla de manos, en la cual iba sin duda la hermosísima doña Guiomar, y una hora después, cuando la silla de manos volvía; tanto a la ida como a la venida acompañaban la silla de manos la dueña, el rodrigón, los dos pajes, con la silla, el cogín y la alfombra, y los cuatro lacayos bigotudos que Viváis-mil-años había visto, como hemos dicho en otra ocasión, acompañando a la dama en el jardín o huerta de la casa del duende.

Siguió una mañana Viváis-mil-años a la viuda, y vio que la llevaban a la catedral, y que ella se iba, seguida de los criados, a la capilla de San Fernando; y que allí los pajes extendían sobre el blanco mármol la alfombra, abrían la silla de tijera, y ponían delante de ella el cojín de terciopelo con rapacejos de oro para que la bella indiana se arrodillase. Los criados se quedaban fuera de la capilla; y una vez oída la misa de alba, la dama se levantaba, recogían los pajes cojín, silla y alfombra, se encaminaba la indiana a la puerta del Patio de los Naranjos, tomaba allí su silla de manos, y se volvía a su casa.

Poníase en acecho en la catedral Viváis-mil-años, atisbaba, pero nada podía sacar en claro tocante a la dama, sino que aun de rodillas era gallarda; que sus manos, que tenían un rico rosario de perlas, eran más nacaradas que ellas, y que oía la misa con una singular devoción: en cuanto al rostro, lo tapaba un celoso velo de encaje, y ocultaba su talle un cumplido manto de raja de Florencia.

Habíala visto en el jardín descubierta la faz Viváis-mil-años; hermosa la había admirado, joven la había conocido, pero su imagen se había borrado de su memoria: en vano había registrado el jardín desde su ventana; la dama no salía a él nunca, o por lo menos de día, y Viváis-mil-años no había podido dar señas que les satisfacieran a los ricos galanes que de él se servían para sus amores, y a los que había hecho relación de la nueva y hermosa dueña de la casa del duende.

Los criados, o eran fieles, o temían y no daban luz, por más que Viváis-mil-años los agasajaba y los convidaba a la taberna; ellos no decían de su señora sino que era una dama honestísima, que tenía penas y que las lloraba en su soledad: si aquellas eran penas de amor, los criados no lo decían, o no lo sabían, y Viváis-mil-años vivía como un alma en pena, metiendo las narices por todos los resquicios, y sin oler nada que le sirviese para cerciorarse de qué casta de, pájaro era aquel prodigio humano, que siendo rica y joven huía del mundo, y siendo hermosa no buscaba el amor.

Pasaron así días, semanas y meses, siempre la misma cosa, sin dejarse ver la dama más que de bulto entre dos luces, cuando salía de la silla de manos, en la catedral, y volviendo a sepultarse una hora después en el silencio y en el retiro de su casa, que permanecía cerrada, ni más ni menos que cuando se decía estaba habitada por duendes; al jardín no salía de día: sólo algunas noches de luna solía verla Viváis-mil-años, vestida de blanco y vagando como un fantasma, yendo al cabo a sentarse en un poyo de piedra junto a la fuente, permaneciendo allí largo tiempo inmóvil, hasta que, al fin, se levantaba, y en paso lento atravesaba el jardín y se metía en la casa: la luz de la luna no había sido bastante para que Viváis-mil-años hubiese visto su rostro. Desesperábase el menguado, y decía a los caballeros que le aquejaban con preguntas, que él creía bien que todo aquello no era realidad, sino sueño, y que había que pensar que los duendes continuaban en la casa, y que habían tomado la forma de la dama y de la servidumbre que la asistía, no embargante que la tal dama y parte de sus criados con ella, fuesen a oír misa de alba todos los días, lo cual podía ser muy bien, dado que fuesen los susodichos duendes cristianas almas del purgatorio.

La comunidad entera de los Terceros, a los que rasuraba desde el prior al último lego Viváis-mil-años, andaba también ocupada y puesta en imaginaciones por los relatos de su rapista; y a tal encarecimiento fueron llegando estos relatos, que llegó a los oídos de la Inquisición la noticia de que había en Sevilla una casa habitada por gentes sospechosas, de las cuales se murmuraban hechizos y encantos; porque había muchas cosas extrañas. ¿Qué se habían hecho aquellas ricas carrozas, aquellos hermosos caballos, aquellas poderosas mulas, que la vecindad había visto entrar en la casa del duende? nadie los había vuelto a ver. ¿Qué comían todas aquellas personas, y todos aquellos animales? la puerta de la casa no se abría jamás. ¿Y cómo podía ser esto? La Inquisición envió sus alguaciles para que recatadamente observaran aquella casa que de tan antiguo tenía fama de maldita, y viesen lo que eran sus nuevos habitantes; y los alguaciles declararon lo que ya se sabía, esto es, que la dama iba todas las mañanas a misa de alba a la catedral, y que la oía con recogimiento; que se volvía luego a su casa; que la puerta, y las ventanas, y los miradores permanecían cerrados, y que no se oía dentro ruido alguno; que la casa del duende parecía encantada, y que sólo por un postigo del jardín salían muy temprano seis negros esclavos, que iban a la plaza de la Encarnación y volvían con seis grandes cestones llenos de vituallas; que, en fin, los pocos criados que salían de la casa eran serios y pálidos como desenterrados, y que si bien bebían cuando los convidaban, hablaban poco y muy pensado, y no se les sacaba ni una sola palabra con referencia a su señora.

El Santo Oficio determinó, pues, saber lo que hubiese en aquello; y una noche a las doce, en sábado, hora en que las brujas tienden su vuelo hacia Barahona, un familiar llamó a las puertas de la casa de la llamada dama fantasma, que se abrieron, obedeciendo humildemente las órdenes de la Inquisición.

Metiose por el zaguán el familiar con su negra cohorte de alguaciles, y dio por cierto lo que de aquella casa endemoniada se había dicho a la Inquisición, cuando vio que, en efecto, los criados eran muy pálidos y muy serios y muy graves, y le vino de ellos un olorcillo como de tumba y cosa del otro mundo; y mucho más cuando, avisada la dueña de la casa, y levantada de prisa, porque reposaba, y mal recogidos los cabellos de oro bajo una toquilla, y vestida de blanco, salió al estrado, donde el familiar la esperaba armado de severidad y resuelto a llevarla presa, a poco que viera en ella que le confirmase en las brujerías que a aquella señora ociosos maldicientes achacaban; y ver a doña Guiomar y creerse cogido por los cabezones el familiar, fue todo en un punto; porque verla y entrarle un tal temblor que si hubiera tenido cascabeles en las piernas hubiera causado más ruido que un tiro de mulas al trote, fue un punto mismo; y secósele el paladar, y quedósele la lengua fría, y se le anudó la voz en la garganta; que en todos los días de su vida él no había visto una más garrida moza, ni más gentil dama, ni más peregrina hermosura.

En resumen: a él, que por haber estudiado para clérigo, y haber hecho voto de castidad, aunque no había entrado en Orden, le habían parecido todas las mujeres, menos la Virgen María y la madre que le había parido, artificios del diablo para perder a los hombres, entrole de súbito una tal ansia amorosa y una tal sed de hermosura, que no se conoció a sí propio; y el diablo se le metió en el cuerpo, y pensó que si todas las brujas eran como aquella, vendríase a gobernar el mundo por ellas; y en vez de hablar recio y seco y altisonante e imperativo a aquella divinidad, besola rendidamente las manos y se declaró muy su servidor, y aun criado. Y preguntándole ella a qué era ido a su casa tan a deshora y con tal estrépito de aldabadas, y tal y tan pavoroso acompañamiento de alguaciles, él, oyendo su voz, que era meliflua y clara y sonora, figurósele que se había bajado del cielo a la tierra un ángel, y disculpose, y disculpó a la Inquisición, diciendo que de puerta se había engañado, y que no era allí donde él iba, sino a casa de un cierto rapista que en la vecindad vivía, y que el diablo sin duda, por amparar al susodicho, había hecho que él y sus alguaciles creyesen barbería la que era noble casa de viejo solar; y rogándola encarecidamente le perdonase, besola las manos y pidiola licencia para irse. Concediósela doña Guiomar, pero con el prosupuesto que cuando prendiese al barbero volviese, que ella le aguardaría, que tenía que decirle.

Con esto, saliose de la casa el familiar con su escuadrón alguacilesco, y fue a dar de rebote casa del barbero, al que encontró oliendo a unto de bruja, que así lo declaró un alguacil que entendía mucho en estas cosas; y como el rapista había tardado en contestar y en abrir más de lo justo, confirmose más esta sospecha; y examinado que fue en su persona, se le encontró pringoso; con lo que, y con haber hallado en un rincón ciertos pucheros y redomas, se le esposó, y no con moza gentil y apetecible, sino con dos esposas de hierro, con cadena de alambre recocido de las que usaban alguaciles y cuadrilleros y toda la otra gente de presa que tenían la Inquisición y el rey para el buen servicio de la república; y con esto y con algunos cintarazos y sopapos que se le dieron como por vía de estimación y caricia, sacáronle mano con mano y codo con codo, dando con él en uno de los encierros de los sótanos de la cárcel de la Inquisición, y haciéndole, en fin, la barba como merecía, que si él no propalara tanto disparate contra la buena reputación y limpia vida de doña Guiomar, tal no le aconteciera; de donde se saca, que porque Dios lo quiere, los pícaros se enredan muchas veces en los mismos lazos que tienden a otros para que se pierdan, y en ellos se pierden.

II

En que se trata de una música de enamorado acabada no muy amorosamente a tajos y reveses.

Volviose el familiar desalado a casa de doña Guiomar, y sin más compañía que un alguacil que le llevaba la linterna, en cuanto hubo dejado con miedo, frío y hierros al rapista, y bajo cerrojos, y tomado recibo de su persona; y acontecíale al tal Ginés de Sepúlveda, que así se llamaba este honrado familiar, que no las llevaba todas consigo, y que decía para sí que él debía ser también preso y juzgado por la Inquisición; porque si bien se miraba, él había pecado, aficionándose a una mujer, por en cuanto a su voto de castidad, y había faltado a su obligación en no prender a quien se le había mandado prendiese; antes bien, disculpádola, y excusádola, y puéstose por su pecado de su parte, sin importársele otra cosa; y hubiera querido que le naciesen alas para llegar pronto; y en fin, no vivía de miedo de haber ofendido a Dios, y de ansia por que tardaba en ver aquel hermoso sol que, a la media noche, le había deslumbrado.

Iban alguacil delante y familiar detrás, estirando a cual más podían las zancas y alargando los pescuezos, aficionado el uno al agasajo que de seguro le harían en aquella principalísima casa mientras esperase, y desasosegado y agonizando el otro por volver a ver a doña Guiomar; y esperaba el alguacil que alguna linda doncella, o dueña de no malos bigotes viniese a él, por mandamiento de su señora, para hacerle menos enojosa la espera; que el alguacil no podía creer sino que a cosa de amores volvía el familiar solo a la casa, y sin color de justicia, y que por esto se había salido de la casa sin prender a nadie; y en cuanto al familiar, no pensaba nada, sino que de él tiraban duendes o diablos para llevarle a su perdición; y aunque él no quería, salíasele el alma al mezquino, como si su alma hubiese querido llegar súbitamente y juntarse con aquella otra alma que dentro de aquel hermosísimo cuerpo vivía.

Y yendo así y como disparados familiar y alguacil, y muy cerca ya de la casa de doña Guiomar, oyeron un rumor de voces que de la cercana revuelta de una callejuela venía, y como templar de vihuelas; cosas que daban a entender claramente que se trataba de dar música por algún enamorado a la señora de su pensamiento; y había por entonces una ordenanza que mandaba que de noche y a deshora no se diesen músicas por las calles, so pena de dos días de cárcel y diez ducados para obras pías; y como la gente que sonaba junta a poco trecho parecía mucha y debía ser alegre y maleante, y ellos sólo eran dos, o diríase mejor, uno y medio, porque el familiar aprovechaba poco, éste ordenó al alguacil torciese el paso por la boca de una callejuela que se veía a mano, y rodease, con lo cual el familiar creyó haber evitado aquella gente non sancta; pero vio, cuando dada la vuelta se hallaba a poca distancia de la casa de doña Guiomar, que a su puerta había un gran bulto de sombras como de hombres, del cual salía confuso rumor de voces recatadas.

Quedáronse tras la esquina familiar y corchete, y a poco oyeron que rompían en una muy armoniosa música las vihuelas, y que cuando se acabó el ritornelo, una voz grave y melancólica, enamorada y dulce, cantó el siguiente:

SONETO

Insensible es al sol el duro hielo

De crudo invierno en el rigor impío;

Agua en la primavera, en el estío

En cálido vapor se eleva al cielo.

Siempre insensible al amoroso anhelo

Tuve el ingrato corazón vacío:

Mi llanto, agora, por el bien ansío,

Lava presta será de un Mongibelo.

¿Quién, sino tú, señora, a tal mudanza

Forzó a mi pecho helado y enemigo

De todo amor y todo rendimiento,

Que hoy espero sin sombra de esperanza,

Vivo muriendo, y hallo mi castigo

En la llama de amor que es mi tormento?

Calló la voz, y luego se oyó un profundísimo suspiro, que las vihuelas, que con el canto habían terminado su música, no pudieron cubrir con sus acordadas voces, y hubo algún espacio de tan grande silencio, que hubiérase podido oír el vuelo de un mosquito que por allí en aquel punto hubiera pasado; y aún duraba el encanto de la música, y el familiar no sabía qué pensar de lo que pasaba por su poco antes ánima castísima, cuando con más concierto y dulcedumbre que antes, volvieron las vihuelas al ritornelo. Amor parecía que volaba en los aires y lo llenaba todo; amor decían las vihuelas; de amor, escuchando en sus oscuros miradores palpitaba, sin saber por quién, y toda en imaginaciones sin sujeto, doña Guiomar, y amor iba emponzoñando en su dulce veneno el corazón del familiar, que veía delante de sus ojos, aunque allí no estaba, las doradas hebras de los sedosos cabellos de la viuda, y su frente de alabastro, y sus labios, que a una entreabierta granada se asemejaban, y sus ojos, con los que el claro azul del cielo de la alborada no pudiera competir; y batallaba el mísero con aquel amor que tan de súbito se le había metido en el alma, como si hubiera sido tentación de Satanás, y no fuego celeste, que del infierno venía, y había tomado por bellas ventanas por donde asomarse y dejarse ver en la tierra los divinos ojos de la indiana.

Seguían en su ritornelo las vihuelas, limpiábase el pecho para empezar de nuevo, tal vez con algún madrigal competidor del soneto, el encendido amante, cuando las voces de ¡ténganse a la justicia! que vinieron de lo alto de la callejuela, cortaron en un punto el puntear de las vihuelas, y dejaron lugar al chocar de los broqueles, que apresuradamente los músicos se arrancaban del cinto, y que tal vez al desenvainar las espadas daban contra sus gavilanes; y a poco, no era ya dulce música lo que en la calle se oía, sino áspero son de espadas, que por los raudales de chispas que de ellas saltaban, no parecía sino que se habían allí reunido todas las fraguas de Vulcano.

Apercibiose con asombro de sí mismo el familiar, de que él, que antes había hecho sin empacho profesión de tímido, y tenido por gala el parecer prudente y bien mirado, no se asustaba de lo que antes le hubiera causado espeluznos; e íbasele la mano al pomo de la espada, que hasta entonces había llevado por adorno, y sentíase más atrevido y más arrojado a todo que Gerineldos, aquel amante de la enamorada sobrina de Carlo-Magno; y pensaba que el del soneto había dicho bien, que tales mudanzas hace el amor, que no son para creídas, según que trastrueca a los que caen debajo de su imperio, y de menguados los cambia en altivos, y de corderos en leones, y de no atreverse a mover un pie sin pedirle licencia al otro, en atropelladores de todo, sin que haya quebradura que no salten, ni obstáculo, por insuperable que sea, que no venzan; pero puesto que a él nada le iba ni le venía en aquello, y que antes debía alegrarse de que la ronda le desembarazara la calle y le permitiera llegar a la puerta de la hermosísima viuda, que sin duda le esperaba, estúvose quedo y esperando a ver en lo que aquello quedaba, cuyo fin y remate, y de quién fuese al cabo la victoria no se veía muy claro: que la calle veníase abajo a cuchilladas; y no dulces requiebros enamorados se oían, sino juramentos y maldiciones, y ayes de aquellos a quienes alcanzaba alguna dura punta; y tanto duraba aquello y tan trabado, que claro aparecía que si los rondadores eran duros de pelar, no eran mucho más blandos los de la ronda, ni había allí que contar con manco ni flojo, según que arreciaba, cuanto más duraba, aquella tempestad de tajos y reveses.

Pero acertó a acudir por la parte de abajo de la calle otra ronda, que, como venía de refresco, embistió duro, y puestos entre dos potencias los músicos, hubieron de ceder el campo; así pues, cubriéndose el rostro con los embozos, y apretando dientes y puños, embistió cada cual con lo que tenía delante, sonaron algunos tiros de pistolete, arremolináronse los alguaciles de ambas rondas; y los músicos escaparon, dejando sobre la calle alguna vihuela rota y algún alguacil malherido, que de ellos, cuando se acudió al lugar de la pelea, no se halló ni uno sólo, ni se tuvo indicio de quiénes fueran, aunque harto claro dejaron conocer, por lo que hicieron, que todos eran hidalgos, y de los buenos.

Escapádose habían familiar y alguacil del Santo Oficio, cuando los alcaldes y los alguaciles de la justicia ordinaria pusiéronse en persecución de los que más bien que huían se esquivaban, por excusarse el familiar de preguntas y de respuestas con los otros alcaldes, y el alguacil por seguir a su superior; que lo que el familiar anhelaba era que la calle quedase libre para entrarse en la casa de la indiana, y contemplar otra vez al sol resplandeciente de su hermosura; y como iban corriendo por la callejuela que daba la vuelta a la manzana donde estaba la casa de doña Guiomar, vieron que un bulto, que delante de ellos iba, saltaba y se agarraba a las asperezas de una tapia, y se alzaba y se estiraba, y por el caballete de la tapia desaparecía; y no deteniéndose por esto, siguieron familiar y alguacil su carrera, dieron la vuelta, hallándose al fin del rodeo en la misma calle de las Sierpes donde había pasado la pendencia, y vieron que en ella no había un alma viviente, ni se oía otro ruido que el del vientecillo de la noche, que zumbaba dulcemente en las encrucijadas.

Mandó el familiar al alguacil que allí le esperase, y él se fue a la puerta de la casa de la viuda, y llamó, y abrieron en cuanto dijo cuál era su calidad y oficio y que la señora le esperaba, y entró, se cerró la puerta, y la calle se quedó tan en silencio y tan pacífica, como solía estarlo a aquellas horas de ordinario.

III

De como, sin esperarlo, hallose la hermosa viuda con aquel su amor, que tan acongojada la tenía.

Suspensa el alma, la mirada anhelante y fija por descubrir lo que envolvía en sus sombras la oscura calle; aguzando el oído por coger una palabra, entre el murmullo de las voces de los que hablaban bajo sus miradores, que le fuese indicio de quiénes eran los que en aquella hora la rondaban, la hermosa indiana estúvose con su doncella Florela; y asomándose a la entreabierta vidriera de una ventana de su cámara, en la cual había matado la luz, toda era cuidado y toda congojas; que enamorada estaba, no embargante su viudez, lo que decía con harta elocuencia que, o no había amado al difunto marido, o que le había amado tanto, que, por la dulce costumbre, sin amor no podía pasarse. Y el caso era que el nuevo dueño al cual su alma se rendía, había sido tan corto en manifestarla su afición y tan rápidamente había pasado delante de ella, diciéndola, empero, con sus encendidas miradas su deseo, que no parecía hombre enamorado que en ocasión se pone de contemplar a la deidad que adora, sino alma en pena y cobarde que cree tan menguados sus merecimientos, que esquiva, cuanto puede, ser reparada por miedo del menosprecio; y justamente por esto doña Guiomar le había estimado; por aquella su timidez, la grandeza de su amor había medido; que no hay afición sin cuidado, ni pasión sin ansia; ni es amor el que con mortales recelos no desconfía del logro de la victoria; y esto lo saben bien las mujeres, y tanto más cuanto por su hermosura son más pretendidas y buscadas y acechadas; y doña Guiomar, que lo era grandemente, aunque no saliese de su casa más que entre dos luces, y aun así para ir a la iglesia, sabíalo más que otras.

La esperanza de que el sujeto de su amor, encubierto con el amigo manto de la tenebrosa noche, viniese a decirla sus amantes penas con la regalada cadencia de la encantadora música, despertándola de su inquieto sueño, tenía a la hermosa indiana, toda anhelo, toda impaciencia, toda oídos y toda ojos; y cuando oyó la voz doliente, dulce y grave del que cantaba, y los conceptos de la amorosa canción, abriéronsela las entrañas para recibir en ellas el encendido suspiro que fue de la canción fin y remate, y confirmación del alma de lo que habían dicho los labios; y saliósela de la suya otro tan amantísimo y hondo suspiro, que si el cantor le oyera, no se tuviera por venido a un valle de lágrimas, sino a un encantado paraíso; y no le oyó, porque a punto sonó el ¡ténganse a la justicia! de la ronda, tras lo cual vinieron las cuchilladas y tumulto.

Acongojose con esto doña Guiomar, y al suelo viniera traspuesta, si no la sostuviera en sus brazos su fiel doncella Florela; y cuando todo pasó y renació el silencio y tornó la calma; bañados en lágrimas los dulces ojos y la bella color mudada, dijo a Florela con una voz en que se entendía claramente lo que en su alma había de temor y de esperanza:

—¡Ay, amiga Florela, que si esto es amor, a Dios pluguiera que nunca hubiera yo amado en mi vida! ¿y quién había de decirme a mí que a tal punto había de traerme un hombre a quien no más que tres veces he visto, y aun así como sombra que pasa, o mentida imagen de un sueño, que al despertar se pierde?

A lo cual respondió Florela suspirando:

—Cosa es el amor, señora, que no ha menester más que un punto para rendir a su imperio un alma; y tanto más, cuanto más esta alma está anegada en tristezas, y huérfana de dulces afectos.

—Calla, Florela,—dijo doña Guiomar enjugando sus lágrimas,—que me parece que alguien viene.

Entreabrió a punto la mampara un paje, asomó la cabeza, y dijo a su señora que el familiar del Santo Oficio que había estado antes, había vuelto, y que decía que por la señora era venido; y doña Guiomar mandó le llevasen al estrado, y que le rogasen que allí esperase.

Procuró sosegarse doña Guiomar, aunque esto era más para deseado que conseguido, y dijo a su doncella:

—Mira, Florela, si es posible que los de casa averigüen si ha pasado alguna desgracia en la riña, y si la hubo, quién o quiénes son los sin ventura; que esto bien podrá hacerse con el pretexto de socorrer a los que hubieren menester socorro; y vuelve, mientras yo me aliño un tanto para ir e advertir a ese familiar aquello para lo que le he rogado que vuelva; y no tardes, que la duda de que él haya podido quedar en el lance, me tiene sin vida.

Saliose Florela, y doña Guiomar fue a sentarse a su tocador, y contemplose al espejo, y hallose, más hermosa que nunca; que el amor hace hermosos aun a los ojos feos, y a los hermosos los sublima, haciendo de ellos un cielo; y un cielo veía en sus ojos doña Guiomar, porque en el amor que en sus ojos hallaba, la parecía como que veía la imagen de aquel por quien el amor acongojaba su alma; y la sucedía que cuanto más se contemplaba, más la parecía ver en sus ojos la fugitiva sombra de su deseo; y a tal llegó su amorosa ilusión, que creyó que no en sus ojos, sino detrás de ella, sobre las rubias trenzas de sus cabellos, aparecía la imagen de su anhelado, mirándola ansioso, copiado por el espejo, y como si detrás de ella hubiese estado de rodillas. Pareciola asimismo que una mano trémula asía una mano suya que pendía descuidada, y que en ella unos labios ardientes posaban un amoroso beso.

Volviose estremecida doña Guiomar, y vio que de rodillas estaba junto a ella, no una imagen vana, ni una sombra, sino un hombre, con atavío de soldado, que anhelante la miraba, y que parecía que quería hablar y no podía, aunque harto claro decía lo que sentía el temblor que todo su cuerpo agitaba.

Sobresaltose doña Guiomar, nubláronsela los ojos, apretósela el corazón, y desfalleció toda al ver que quien tenía a sus pies y oprimiéndola una mano, que ella no tenía fuerzas para retirar, contra sus labios, era el mismo por quien ella la dulce muerte del amor sentía; y así los dos, en un silencio más elocuente que el mejor de los discursos, pasose algún tiempo, hasta que recobrándose la hermosa indiana y conociendo que por su decoro debía manifestar extrañeza y enojo por lo que sucedía, desasió su mano de las de su enamorado, y dijo con la voz entera y enojada:

—¿Qué es esto? ¿quién sois? ¿cómo habéis entrado aquí? ¿qué queréis?

—Hermosa señora,—dijo levantándose aquel hombre,—no mi voluntad, sino los no sé si para mí crueles o propicios hados, son los que, cuando yo pensaba sólo en libertarme de ser preso, aquí me han traído, para que postrado a vuestros pies pueda deciros que vos sois mi vida, sin la cual vivir no puedo, ni quiero; y que si en vos no hallo esperanza a mi pena, alivio a mi enfermedad, alegría a mi tristeza, luz a mis ojos, a mi pecho aliento y gloria a mi deseo, por condenado me doy y sin vislumbre de redención que me salve.

A lo que doña Guiomar respondió, mirándole no tan ceñuda ya, ceño fingido, que si ella hubiera mostrado lo que sentía en el alma en el semblante, por bien hallado y dichoso hubiérase dado él:

—Cortés sois, bien nacido parecéisme y bien criado; dejadme que me asombre de veros en mi presencia, entrado aquí como un salteador pudiera entrarse, y sin más disculpa que la de la necesidad que habéis tenido de salvaros de ser preso.

—En tal aprieto,—dijo él,—no me hubiera visto si no os viera, si viéndoos no os amara, y por amaros no ansiara deciros mi pena; que yo soy el que, no ha mucho, en unos tan desdichados y pobres versos, como míos, os decía mis ansias; y si vos, señora de mi alma, esos versos habéis oído, oído habréis también la riña, que ha sido tal, que cortada la salvación, obligado me he visto a saltar una tapia, que es sin duda la del jardín de vuestra casa; porque adelantando por ese jardín, y dando en un cenador, y en él en unas escaleras, siguiendo por un corredor, halleme junto a una puerta entreabierta, y os vi, y sin pensar en otra cosa, acerquéme, se me doblaron las rodillas, convidome vuestra mano de alabastro, y mis hambrientos labios besarla osaron: si lo que os digo no fuese para vos disculpa bastante del que habéis creído atrevimiento mío, volveré a salir de vuestra casa, importándome ya poco de cuanto mal pudiera avenirme, que, por grande que fuese, no sería mayor que la desgracia de haberos enojado.

—No habéis de decir,—replicó la hermosa indiana,—que poniéndoos en peligro el salir ahora de mi casa, de ella os echo; tanto más, cuando por venir, aunque sin licencia mía y aun sin yo conoceros, a darme música, en tal cuidado os habéis puesto; y hagamos aquí punto a la conversación, y entraos en ese aposento, que yo voy a ver si por acaso ha podido oíros alguno de mis criados, y cuando todos estén recogidos y el peligro que corréis haya pasado, podréis iros.

Y yendo a una puerta, abriola, y haciéndole seña de que pasase, él pasó a un cuarto oscuro, donde doña Guiomar encerrole tan a tiempo, que ya las fuerzas la faltaban para el fingimiento, y aquejábala el deseo de trocar su severidad en dulzura, su enojo en rendimiento, y su indiferencia en amor.

Valídose había además doña Guiomar de la industria de encerrar al aun para ella desconocido amante suyo, porque, aunque turbada, acordose de que en la sala la esperaba aquel familiar de la Inquisición que poco tiempo hacía la había asustado, metiéndose de rondón y en son de amenaza en su casa, como si hubiera ido a buscar herejes malditos; y porque había conocido (siempre las mujeres lo conocen) que de ella el familiar se había prendado, citole para saber por qué causa la Inquisición la había buscado, y además para acabar de prendarle y volverle loco, con lo cual el disgusto o el peligro de una nueva visita de la Inquisición se evitaría.

Fuese, pues, a la sala donde el familiar la esperaba; hallole inmóvil como una estatua, teniendo en la una mano el sombrero, puesta la otra en los gabilanes de su inútil espada, y grave y triste y compungido; alegráronsele los ojos al menguado cuando a él se acercó doña Guiomar sonriendo, y habiéndose ella ido al estrado y sentádose y héchole seña de que a su lado se sentase, él lo hizo, quedando encogido y encorvado; y luego ella le habló de esta manera:

—Agradecida os estoy, señor, con toda mi alma, por la benevolencia con que habéis tornado a que yo os diga lo que no puedo menos de deciros, y es, que no sé yo por qué causa la Inquisición, que amo, respeto y venero, ha venido, no a honrar mi casa, sino a traer a ella el juicio engañado de la vecindad, que, sin duda, ha creído que yo no soy tan buena y católica cristiana como tengo la ventura de serlo, y obedientísima hija de nuestra Santa Madre Iglesia.

Comídose había con los ojos a doña Guiomar, mientras dijo las anteriores palabras, el señor Ginés de Sepúlveda, y comiéndosela aún, y atragantado por el hechizo de tantas y tan no vistas bellezas como en doña Guiomar se atesoraban, dijo con la voz temblorosa y desfallecida y espantado de sí mismo:

—Deber es del Santo Oficio de la General Inquisición, contra la herética pravedad, extremar su celo, y tanto más en los calamitosos tiempos en que las naciones más poderosas del mundo amparan la herejía, engañados y perdidos sus monarcas por Satanás; que la Alemania y la Inglaterra hierven en herejes, y aquí nos vemos obligados a hacer cada auto de fe que espanta, y sin que este saludable rigor sea bastante para purgarnos de la maldita simiente; así es que, señora, como esta casa que vos habéis comprado y habitáis tenía duende...

Interrumpiole doña Guiomar, y con muestras de sobresalto le dijo:

—¿Duende decís que tenía esta casa?

—Por ello estuvo muchos años deshabitada,—respondió el señor Ginés de Sepúlveda;—y si vos que, por ser forastera, no lo sabíais, no la hubiérades comprado y habitado, sin habitar estaría aún, y seguiría deshabitada por los siglos de los siglos amen.

Creían entonces en los duendes como se creía en los artículos de fe, y por creer en ellos doña Guiomar, imaginósela que, tal vez, no el hombre que amaba en carne y hueso era el que se la había aparecido en su retrete, sino una apariencia de él, tomada por algún duende maligno; y espantose y pareciola que detrás de cada tapicería se movía un duende travieso, y que las figuras de los lienzos que las paredes poblaban tomaban extrañas y espantables cataduras, y que de todos los ángulos de la sala surgían trasgos y fantasmas; y como tenía la imaginación muy viva, porque era andaluza, venida de las Indias, asustose de tal modo, que al familiar se asió como si hubiera creído que agarrándose a una parte de la Inquisición, por exígua y mezquina que fuese, a ella no se atreverían duendes, trasgos, ni espectros.

Aconteciole al señor Ginés de Sepúlveda, cuando las suaves manos de doña Guiomar asieron las suyas y sus ojos se fijaron espantados en sus ojos, que creyó que de él se apoderaba el diablo; espantose muy mucho más que doña Guiomar, y aturdiose; y sin saber cómo, no encontrando otra cosa de que ampararse, amparose del mismo peligro que le espantaba; es decir, que se abrazó a doña Guiomar, y de tal manera, que no parecía sino náufrago que, llevado por las furiosas olas, con una tabla se encuentra y a ella se agarra.

¿Quién pudiera decir lo que pasó por ambos cuando en aquel abrazo, tan súbita e inopinadamente sobrevenido, se encontraron enlazados? Pareciole a doña Guiomar el señor Ginés de Sepúlveda, cuando le vio tan cerca, más feo y pavoroso que todos los duendes y vestiglos habidos y por haber, y rechazole; y él, cuando hubo sentido las corpóreas bellezas de doña Guiomar, y alentado la ambrosia de su aliento, no defendió ya su alma del demonio, sino que, cayendo en la tentación y olvidándose de sus votos (que como ya se dijo, aunque seglar, de castidad había pronunciado), y siendo valiente por la primera vez de su vida, volteándole los ojillos grises, y todo contraído y perturbado, dijo:

—¡Amor!... ¡amor!... ¡yo te reconozco y te adoro! ¡Alma mía, que te pierdes, perdóname, porque te fenezco en otra alma, que ya, sin ser yo poderoso a evitarlo, es el alma mía!

—Pero ¿qué es lo que estáis diciendo, hombre,—dijo doña Guiomar,—que me parece que os habéis vuelto loco? ¿De qué alma habláis, que decís que es vuestra alma? Si por ventura el alma que decís es el alma mía, ved que os engañáis, que yo no os la doy, ni mi alma puede irse a vos sin que yo lo quiera.

A todo esto, doña Guiomar se había separado a una buena distancia del familiar, y parecía como que éste empezaba a volver en sí, y a arrepentirse de haberse dejado ir de aquella manera por los para él desconocidos espacios del amor.

Doña Guiomar estaba toda encendida e indignada, y le miraba fosca: como que aún la parecía sentir el apretón de unos brazos que la ceñían, y ver dos ojos que, como los de un lobo hambriento, la miraban.