Alba Quintas Garciandia

LA FLOR DE FUEGO

Ilustraciones de Estefanía Portillo

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© de la obra: Alba Quintas Garciandia, 2017

© de las ilustraciones: Estefanía Portillo, 2017

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: noviembre de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-44-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para todos los que piensan que nunca un puñetazo,una bala o un bombardeo solucionaron nada.

Para Iria, porque al final del todo era ella la que siempre estaba allí.

clavel

¿Cuántas guerras harán falta para que aprendamos

que sólo los muertos regresan?

ANDREA GIBSON

reloj

PRÓLOGO

Se preguntaba, una vez más, qué estaba haciendo allí.

Paseaba. Todavía no había tenido el valor de ir a su casa y hablar con sus padres, a los que sabía que su retorno a aquel lugar extrañaba tanto como a él mismo. Pero no era sólo el temor a responder a todas aquellas preguntas, muchas de las cuales ni siquiera serían expresadas. Era también, y sobre todo, que quería estirar todo lo posible los instantes que tenía a solas con sus pensamientos.

Rezaba para no cruzarse con ningún conocido.

Aunque, bien pensado, si lo hiciera, probablemente no se atreverían a saludarlo. Si es que lo reconocían.

John esbozó una sonrisa para sus adentros. Mientras paseaba, observaba esas calles que siempre serían a la vez su hogar y el sitio del que intentaba escapar. Pocas cosas habían cambiado. Alguna valla nueva, un vecino que había hecho reformas en su jardín, farolas más oxidadas de lo que recordaba, una tienda que había cerrado. Pero, en esencia, seguía siendo el mismo barrio residencial de las afueras, las mismas casas, los mismos vecinos. No se topó con nadie porque en aquellos barrios se solía usar el coche para cualquier desplazamiento y casi nadie paseaba.

No, no había cambiado nada.

John recordó lo que solía pensar cuando estaba en el instituto. Aquel era un barrio normal. Dolorosamente normal. Le había oído decir aquellas palabras a Matt Stone, uno de los creadores de South Park, en una entrevista refiriéndose a su propia ciudad natal, y desde entonces las había adoptado. Porque describían con exactitud sus propios sentimientos.

Entonces, ¿por qué había vuelto?

Negó levemente con la cabeza para sí mismo. Tres años de universidad en la otra punta del país y todavía estaba atado a ese lugar. A ese lugar y a sus propios recuerdos.

Recordó las caras de asombro de sus amigos cuando les dijo adónde se marcharía. Eran las vacaciones de primavera, y todos sabían que para los universitarios aquello era sinónimo de desmadre, no tiempo de volver a casa. Sonrió al pensar en sus compañeros. Seguramente estarían sufriendo los efectos de una resaca enorme, tirados en cualquier playa. Casi deseó estar con ellos.

Mientras le daba vueltas a si había tomado o no la decisión correcta, llegó a su punto de destino.

Fue un gran sobresalto para él ver que aquello tampoco había cambiado. Sabía que el instituto no había abierto sus puertas tras lo ocurrido; pese a que había un plan para hacer una renovación, parecía que de momento el proyecto estaba parado. Él no esperaba encontrarse los terrenos y los edificios intactos. Pero así estaban. Tal y como los recordaba, aunque cerrados a cal y canto y completamente desiertos.

Se pegó a la valla para observarlos mejor.

No había querido regresar. Nadie lo había hecho. Todos habían acabado sus estudios en otros centros, aunque siempre marcados por las sombras de lo que había pasado, por los susurros de «oye, el nuevo viene del instituto donde…».

Recordaba tantas, tantísimas cosas. Era como si en el aire continuaran presentes los restos de aquel día, las imágenes, los sonidos. Era como si los recuerdos sólo hubieran estado esperando su regreso para despertar.

Bajó la vista a sus zapatillas, consciente de que tenía las piernas en tensión, y se pasó una mano por el pelo y la nuca. Sabía que había crecido desde entonces. Pero no sólo eso. Había cambiado y suponía que, en cuanto volviera a casa, sus padres también se darían cuenta. Quizá fuera verdad que el tiempo lo acababa curando todo, aunque John siempre había pensado que había que ayudarle un poco.

Se sentó en la hierba con las piernas cruzadas. Planeaba quedarse así un buen rato. Inundándose de memorias, de pensamientos, de imágenes. Agradeciendo un silencio que en su día no había podido escuchar. Aquel iba a ser uno de sus pequeños homenajes.

Al pasado, porque había aprendido que sin pasado las personas no eran nadie. Incluso si ese pasado estaba manchado de sangre.

Y a su mejor amigo.

A Kit.

Porque con el recuerdo del resto estaba en paz, pero a Kit todavía sentía que le debía algo.

Cerró los ojos.

mariposa

Le invadía la rabia.

Y es que no por conocido había resultado más difícil de creer.

John había aguardado frente a su antiguo instituto un buen rato. Después, con energías renovadas, se había levantado y había echado a andar calle abajo, hacia los grandes almacenes más próximos, dispuesto a llevar a cabo otra de las tareas que tenía pendientes.

Ya en el interior, no le había resultado difícil encontrar lo que buscaba. Y allí estaban. Él y su rabia parados delante de aquello.

El estante de las municiones, de todos los tamaños, para cualquier tipo de arma. Balas.

Balas que, después de todo lo sucedido, seguían pudiendo ser compradas por cualquiera en aquellos grandes almacenes. Lo único que había cambiado, la única medida de seguridad (si es que podía considerarse tal) nueva, era que se encontraban en un mueble con puertas de cristal cerradas por un candado. Cuando John iba al instituto, estaban en una estantería como cualquier otra, al alcance de todos.

Pero seguían allí.

Pese a todo lo que había ocurrido. Pese a saber que ellos dos habían comprado las balas un día antes en esos mismos almacenes.

Sintió deseos de romper el mueble, pero se contuvo. Liarse allí mismo a patadas no cambiaría nada. Se preguntó, desolado, qué más tenía que ocurrir para que algo cambiara, para que sus antiguos vecinos dejaran de ver aquellas cajas repletas de balas cada vez que fueran a hacer la compra. Se preguntó si a ellos les dolería tanto como le dolía a él.

¿Acaso nadie se acordaba?

¿O es que habían preferido olvidar?

Él no podía olvidar. Recordaba, con una precisión que resultaba escalofriante, todo lo que había pasado aquel día. Cada detalle. Cada sonido. Cada sensación. Sabía que sus propias vivencias habían sido una mínima parte de todo lo que había ocurrido, pero otras cosas las había reconstruido por los testimonios de sus compañeros, las noticias y reportajes del periódico o los relatos posteriores de la policía.

Oh, no, él no olvidaba. Sabía demasiado como para poder hacerlo.

Y lo había vivido demasiado de cerca.

Él nunca iba a olvidar aquel día.

PRIMERA PARTE:

LOS ÍDOLOS DE PLOMO

pizarra

Podía oír los ecos de su aparición mientras caminaba.

Aquellos pasillos parecían mucho más amplios ahora que estaban vacíos. A lo lejos los oía, sí, a ellos, pero también el sonido hueco de sus propias zapatillas al pisar, algunas voces ahogadas, carreras de compañeros suyos que intentaban encontrar una salida. Los ruidos eran muy diferentes de la habitual algarabía a la que estaba acostumbrado: las voces, el sonido de taquillas al cerrarse, las risas, tal vez algún aviso por la megafonía.

Alargó una mano para deslizarla por la fría superficie de las taquillas sin detenerse. El suelo estaba sembrado de mochilas, libros, cualquier objeto que su dueño hubiera estado sosteniendo antes del primer estallido y de que comenzara la estampida inicial. De vez en cuando veía, al final del pasillo, recortada contra la luz que se filtraba por las ventanas, la silueta apresurada de algún otro estudiante. Aquel había sido el reino de todos ellos desde hacía años y, sin embargo, ahora todos intentaban huir.

O casi todos.

Pasó junto a varias puertas tras las cuales pudo oír algunas voces, pasos y sonidos más difíciles de identificar. Los más aterrorizados debían de haberse quedado allí, incapaces de salir de aquellas aulas entre cuyos pupitres se sentían más seguros, demasiado asustados como para lanzarse a la carrera hasta la salida más cercana. Miedo entre aquellas paredes. Parecía increíble.

Notaba el miedo vibrando en el aire, colándose por los resquicios de las puertas cerradas, arrastrándose por cada corredor, girando en las esquinas, alcanzando todos los rincones, pero no lo sentía. Ni siquiera al percibir gritos a lo lejos, como algunos minutos atrás. Ni los otros ruidos, esos que rompían la mañana y que parecían sacudir todos los edificios del colegio desde sus cimientos. El miedo rebotaba contra su piel, incapaz de colarse en su interior, de traspasar sus defensas. Tampoco pensaba mucho. Se dejaba guiar por su instinto.

El sonido de unas pisadas fuertes captó su atención. Miró a su alrededor y vio a uno de los profesores saliendo de un aula y echando a correr. Se detuvo un instante para observar cómo alguien que había ejercido tanto poder e influencia sobre él hasta aquel momento ahora corría como alma que llevaba el diablo; otro más intentando huir. Débil. Indefenso. El miedo los había hecho iguales a todos en aquel instituto.

El hombre frenó en seco cuando le vio. Parecía algo incómodo, casi avergonzado, con ese tipo de vergüenza que muestran las personas cuando alguien ha presenciado sus momentos más bajos. El hecho de que se parase al ver a su alumno en medio de aquel infierno se le antojó al chico una señal de que la vergüenza ganaba incluso al temor, lo cual era, cuando menos, interesante. Se permitió una leve sonrisa mientras se acercaba, atraído por la curiosidad, a su maestro, quien no pudo contener un leve temblor en una mano ni una mirada transparente y desesperada. Casi sintió remordimientos al verlo así. Casi.

Saludó con tranquilidad:

—Buenos días, señor Anderson.

Vio cómo el hombre dudaba qué contestar. En un principio pareció como si su subconsciente fuera a hacerle devolver el saludo, pero aquello no era apropiado para la situación en la que se encontraban. Al final, soltó de golpe todo el aire que, sin darse cuenta, había contenido en sus pulmones desde que había visto al estudiante y pareció como si… se rindiera.

—¿Qué estás haciendo, John? —preguntó con gravedad.

Su alumno se encogió de hombros, sin responder a una pregunta a la que él mismo no tenía respuesta. Sólo sabía que aquella cuestión encerraba muchas otras dentro de ella, como por qué no huía, a qué se debía aquella aparente calma, incluso frialdad, o qué hacía caminando en dirección contraria a todas las salidas, en dirección a…

Hacía mucho tiempo que él no tenía respuestas.

Levantó la vista y fue como si sus ojos atraparan los del adulto, quien por un instante olvidó toda su prisa, su miedo, sus nervios, su cobardía. Después de todo, era uno de esos profesores que llevan la enseñanza en el ADN, lo que significaba que siempre se sentía, en parte, responsable de sus alumnos. Permanecieron unos segundos eternos mirándose, el uno leyéndolo todo en los ojos del otro, el otro estremeciéndose ante lo indescifrable de la mirada del estudiante. E hizo un último intento de aportar algo de cordura a la situación.

—Ven conmigo, acompáñame —dijo de forma atropellada—. Están en el otro extremo, todavía tenemos tiempo. Saldremos por la puerta que da a la avenida y, si quieres, hasta podrás buscar una cabina de teléfono para llamar a tus padres y decirles que vengan a recogerte. Dicen que la policía está a punto de llegar… —Detuvo aquel discurso cuando vio al joven negando con la cabeza en un movimiento leve, casi delicado, sin apartar los ojos de él—. John, por favor…

—Lo siento.

—Sea lo que sea que piensas hacer, tienes que saber que es una locura, una auténtica locura…

—No voy a ir con usted, profesor.

El señor Anderson se tomó unos segundos más para dejar que su rostro revelara una última expresión sincera de preocupación. Pero comprendió. Algo comprendió. Y dio media vuelta, esta vez sin correr, aunque sólo fuera por mantener algo de fingida dignidad. Maldecía su cobardía por dentro con todas sus fuerzas. Pero no volvió a mirar atrás.

El chico lo observó mientras se alejaba y se encaminaba en dirección opuesta a la de su profesor, aunque todavía se tomó la molestia de dedicarle unas últimas palabras:

—Que tenga un buen día, señor Anderson.

La única respuesta que obtuvo a sus espaldas fue el sonido de pasos alejándose, un sonido cada vez más rápido y lejano, hasta que al final quedó todo en la misma atmósfera que había precedido a la llegada de su maestro. El joven siguió su camino por los pasillos del instituto, pero se sentía algo diferente, como si esa breve conversación lo hubiera sumido en una especie de tristeza casi melancólica… Ahora se fijaba menos en lo que sucedía a su alrededor; ya no intentaba descubrir detrás de qué puerta se ocultaban sus compañeros ni trataba de identificar a los que atisbaba corriendo a lo lejos. Andaba a un ritmo algo extraño, como quien deambula sin estar muy seguro del final de su caminata, pero algo le obliga a seguir moviendo las piernas. Era el ritmo de alguien que se deja llevar por algo tan poderoso como el subconsciente.

Aunque no tardó mucho en volver a despertar.

Esta vez sonó mucho más cerca. Antes había captado unas voces, pero eso no le había llamado la atención. Y luego también se percibieron gritos, distintos a los anteriores, gritos de lamento y desesperación. Esos gritos que, nada más oírlos, sabes que la persona de la que proceden está derramando lágrimas sin remedio.

Abandonó el extraño ataque de melancolía en el que se había sumido. Sus sentidos y su determinación volvían a estar intactos. Con un gesto inconsciente, se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón y acarició lo que llevaba allí metido, como si pudiera darle fuerzas.

Miró por la ventana más cercana y vio a un grupo de cinco estudiantes corriendo con toda la rapidez que sus piernas les otorgaban a través de un camino de tierra que rodeaba el edificio. Alguno corría medio agachado y tapándose la cabeza con las manos o los brazos, en una postura defensiva algo ridícula. Una bandada de pájaros echó a volar alocadamente, espantados por el brutal estrépito.

Pero aquello no había concluido.

Volvió a sonar. Y no sólo uno. Varios. Resonaron de forma salvaje, atronadora, por encima de los gritos de histeria. Y él echó a andar, otra vez, en su dirección. Sus pasos eran como un gesto compulsivo.

Se oyó uno más.

mariposaa

Todo se había roto con el primer disparo.

Mientras se encontraba fuera, no podía dejar de reproducir una y otra vez en su mente el instante en el que había oído aquel primer estallido. Nunca había oído un arma en acción y, desde luego, no se parecía en nada a lo que quedaba reducido en las películas. Aquello había sido espeluznante, brutal. Hubiera jurado que el sonido había llegado al otro extremo de la ciudad.

Miró a su alrededor y vio que poco a poco empezaba a llegar más gente: compañeros suyos, profesores, otros empleados del instituto o algún transeúnte que había tenido la suerte o la desgracia de pasar por ahí. Suerte porque vivía los hechos de primera mano y podría más tarde contárselos a todos los que quisieran escucharlos. El encanto mórbido de las desdichas ajenas. Pero, al mismo tiempo, no podría evitar contagiarse de parte del miedo y la desesperación que reinaban en el ambiente.

Aquel heterogéneo grupo de personas se hallaba ante la entrada principal. Todos miraban fijamente las puertas entreabiertas del edificio, con unos ojos entre suplicantes y morbosamente fascinados. De vez en cuando, algún adolescente salía por la puerta sin detenerse, muchos envueltos en lágrimas o con la cara contraída por el miedo. Otros aparecían por los laterales del edificio. Un chico más joven que ella se había desmayado nada más pisar el exterior, aunque varios profesores habían conseguido reanimarlo. A su lado, una señora mayor rezaba en voz baja con las manos unidas a la altura del pecho. Pero ella no creía que las oraciones fueran a ser de mucha ayuda para todos los compañeros que, sabía, andaban todavía perdidos en el interior del edificio.

Le consolaba que cada vez fueran más los que se reunían allí, en un lugar aparentemente seguro. Pero muchos otros seguían dentro. Podía imaginárselos huyendo por los corredores, por el patio, ocultándose en los baños o encerrándose en alguna clase vacía. Rezando porque ellos no pasaran por allí. Pensando en una manera de escapar. Intentando reunir algo de valor para mantener la cabeza fría en aquella situación. O no. O rindiéndose al pánico.

La señora dejó de rezar y, consciente de su mirada, se volvió hacia ella. Parecía una de esas personas que necesitan consuelo y compañía en cualquier situación.

—¿Has conseguido salir bien? —le dijo, sin pararse a pensar en la obviedad de la pregunta.

Ella cambió el peso de una pierna a otra, incómoda. Su cara era una clara muestra de las pocas ganas de hablar que tenía. Sin embargo, contestó en voz baja, más para sí misma que para la mujer:

—Los he visto entrar.

La otra intentó forzar algo de optimismo en el rostro y en la voz:

—Bueno, tesoro. Al menos piensa que has tenido suerte y que te has salvado rápido.

Sí, había tenido suerte. Suerte de que fueran sus compañeros y no ella los que estaban enfrentándose a la muerte dentro del instituto. Porque ninguno de sus seis amigos estaba allí fuera con ella. A eso se reducía la suerte.

No lo dijo, porque sabía que aquel no era el momento del sarcasmo ni de la amargura. Pero sí se apartó de la desconocida antes de que esta tuviera la tentación de dirigirle la palabra de nuevo. No estaba dispuesta a soportar positivismos ni asuntos de fe. Bastante tenía con las imágenes que se sucedían sin orden alguno dentro de su cabeza, torturándola.

Porque era cierto. Los había visto entrar.

No podía sacarse aquel instante de la mente.

Había salido a las escaleras de la entrada, sola, distraída. Sólo buscaba un lugar en el que no le recordaran cada dos por tres que se acercaba la temporada de exámenes ni que tenía que hacer toda una montaña de deberes. Con el propósito de disipar su agobio, había ignorado al resto de estudiantes que se reunían allí para encontrarse con otros, descansar un poco de las clases respirando el aire de fuera o calmar disimuladamente sus ansias de nicotina. Tampoco había mucha gente. Se sentó sobre una de las barandillas con un equilibrio que sólo podía nacer de la costumbre, deseosa de que nadie se acercara a decirle nada, porque ella quería estar sola.

Y ahí llevaba un rato cuando ellos dos aparecieron.

Quizá lo que le hizo levantar la mirada fuera aquella aura de solemnidad que los envolvía. Andaban a buen ritmo, con pasos seguros. En aquel momento sus rostros eran serios, incluso decididos. Se movían los dos con una curiosa sincronía. Y su ropa también le llamó la atención. Era lisa e incluso más oscura de lo habitual. Llevaban camisetas con unos mensajes que no le dio tiempo a leer. Sus botas de combate producían un sonido con cada pisada que ahora rememoraba una y otra y otra vez.

Ambos cargaban sendas bolsas de deporte en cada mano, bastante aparatosas, aunque las llevaban como si no sintieran su peso. Pasaron a su lado. Y le devolvieron la mirada con cierta indiferencia, sin detenerse.

Quizá fuera una corazonada lo que la llevó a darse la vuelta para ver sus espaldas entrando en el instituto. O quizá fuera el mensaje de aviso que le había llegado durante la noche, ese mensaje que no había podido leer hasta el desayuno y que no se había creído. Fue una suerte que sí se volviera a mirar, porque entonces lo vio. Vio el bulto que llevaba a un lado, encajado con la cintura del pantalón, cubierto con la camiseta. A pesar de que estaba algo oculto, era fácil reconocer aquella silueta.

Una pistola.

Fue entonces cuando dedujo lo que llevaban en las bolsas. Y se puso en lo peor. Todavía se quedó paralizada unos instantes más, intentando luchar contra la angustia que amenazaba con adueñarse de su mente. Pero entonces oyó el primer disparo, peligrosamente cerca de la puerta. Y ella había echado a correr como alma que lleva el diablo, hasta cruzar la verja que delimitaba el terreno del instituto.

Sólo allí había encontrado la seguridad para pararse y darse la vuelta. Vio a otros que, como ella, se habían precipitado hasta la calle. Algunos ya habían sacado los móviles para marcar el número de emergencias. Pero eran pocos, muy pocos. Todavía quedaba mucha gente dentro de aquellos edificios. Personas a merced de aquellas armas. Personas como sus amigos.

Y lo peor de todo era que no había sido un único disparo. Había dejado de contarlos, pero durante el tiempo que llevaba ahí fuera aquel terrible estruendo se había dejado oír en muchas ocasiones. Le daban ganas de marcharse a casa y abandonar aquella atmósfera de desesperanza y temor. Pero nunca le había gustado eso de apartar la vista. No quería huir, no antes de comprobar que todos sus compañeros salían sanos y salvos de allí. Y había otra cosa que la angustiaba hasta límites nunca vistos y que, cuanto más pensaba, más le provocaba una mezcla de inquietud y miedo: ellos dos llevaban más de media hora dentro.

Y la policía ni siquiera había llegado a la puerta del instituto.

mariposaa

Temblaba.

Temblaba.

Deja de temblar, se decía a sí mismo.

Pero no podía.

Incluso cuando cerraba los ojos, veía lo que le rodeaba. La biblioteca. Su biblioteca. Los tomos de los libros lo habían visto todo. Las mesas de madera lo habían visto todo. El mostrador del bibliotecario lo había visto todo. Los anuncios del tablón lo habían visto todo.

Y el suelo sentía la sangre que resbalaba por su superficie.

Temblaba.

Temblaba debajo de la mesa en la que se había escondido desde que ellos pasaron por la biblioteca. Su biblioteca.

Deseó ser ciego y sordo. Deseó no haber estado allí. Deseó retroceder en el tiempo. Deseó borrarse la memoria. Deseaba muchas cosas de forma irracional, sin pensarlo. No pensaba. O quizá sí. Quizá pensaba a toda velocidad.

Se iba a volver loco…

¿Cómo era posible mantener la cordura después de lo que había presenciado?

Seguía temblando.

Las rodillas encogidas. Los brazos encogidos. El alma encogida.

Y, sobre todo, intentaba no mirar a… eso. Sí, eso. Porque eso ya no era ella. Ella, su ella, la razón para levantarse por las mañanas, su futuro, su alegría, su esperanza, su voluntad, su vida.

Y ahora ella era eso.

Y ahora él nunca podría volver a estar con ella. Porque ella era eso. Porque ella estaba… Un momento, un instante, todo repentino y ahora ella estaba…

El charco de sangre no alcanzaba todavía su mesa. Por suerte. Ese mueble era su refugio. Su barricada. No quería salir nunca de debajo de esa mesa.

Temblaba como un loco.

Habían entrado con las armas en las manos. En sus caras había algo hipnotizante. Algo de ángeles de la muerte.

Pero eso era una tontería. No hubo nada de angelical en los disparos. Sólo gritos y pánico y crudeza y suciedad y desorden y más pánico y la sangre…

¿Quién quiere ser el próximo?

Blanden un revólver ante la cara de una chica aterrorizada. Ríen.

¿Quieres morir?

No, no, no, no. No me disparéis. No. Os lo suplico. No. Por favor.

Pero entonces otra muchacha se levanta, tal vez para emprender una huida kamikaze. Y el gesto capta su atención por un simple motivo.

¡Puta negra de mierda!

Los dos disparan casi a la vez.

El sonido de ella al caer había sido ahogado por los gritos y el estrépito de más disparos y más desorden y más pánico.

Él se había quedado en silencio. Su silencio contra los gritos del resto.

Y las carcajadas desquiciadas de ellos.

Esas mismas risas cuyo recuerdo golpeaba su cabeza.

Golpe. Recuerdo. Disparo.

JA, JA, JA, JA, JA.

¡Una menos!

Golpe. Disparo. Y miedo.

Con cada imagen, cada recuerdo, temblaba más.

Su mente se rebelaba, se resistía a dejarse llevar y hundirse en la locura, en la pesadilla, pero su corazón…

¿Quién de vosotros quiere morir, cerdos?

Ni siquiera los murmullos cercanos le hacían salir de su pesadilla y volver a la realidad.

Porque no estaba solo.

Algunos se habían atrevido a salir, pero casi todos seguían allí, atrincherados detrás de cualquier mueble. Seguían allí. Seguían allí. Otros ruidos posteriores de disparos, esta vez más lejanos, los habían disuadido de cualquier intento de abandonar la sala.

Se oían gemidos. Gemidos horrorosos. Alguien debía de estar herido.

Pero sólo ella estaba muerta.

Aquellas balas, sus balas, no se habían conformado con partir el tranquilo ambiente de la biblioteca. Las balas existían para hacer daño. Y vaya si lo habían conseguido.

Recordaba el estruendo de la puerta cuando los dos entraron al mismo tiempo. Ellos dos. Él los conocía.

O quizá no tanto como creía. La verdad es que todo el mundo pensaba que los conocía, pero aquel día estaban demostrando que no era así.

Ojalá pudiera parar de temblar.

Ojalá en su mente no sonaran una y otra vez los disparos.

Ojalá ella…

Ojalá no hubiera visto la sangre salpicar los tomos de los libros.

¿QUIÉN QUIERE MORIR?

Ojalá no los hubiera mirado a los ojos.

Ojalá pudiera respirar con normalidad.

Ojalá aquel rincón de su mente dejara de decirle que despertara, que tenía que hacer algo, que tenía que huir.

Porque no podía.

Porque ella…

Porque sólo podía dejarse arrastrar hacia lo más profundo de su pesadilla.

¡HE PREGUNTADO QUE QUIÉN QUIERE MORIR!

Y temblar.

mariposa

—Emergencias del condado, dígame.

—Algo pasa en el instituto, están disparando.

—¿Sabe si hay algún herido?

—Sí. Tienen bombas, metralletas. UCI, tienen de todo, se lo aseguro.

(…)

—Oficina del sheriff del condado.

—¡Estamos en el instituto, hay unos chicos disparando! Tienen armas automáticas, ¿vale?

—Recibido.

—¿Podéis enviar muchas, muchas ambulancias?

(…)

—Emergencias del condado.

—Soy profesora del instituto del tiroteo. Hay un alumno aquí con un arma. Ha disparado por una ventana.

—¿Hay alguien herido, señora? ¿Señora?

—La he oído, sí.

—Bien.

—Toda la escuela está aterrada. Estoy en el aula de Arte y tengo a los alumnos debajo de…, debajo de las mesas. Chicos, poneos debajo de las mesas. Oh, Dios mío, he visto a un alumno fuera. Está bien. Yo estaba haciendo la ronda por el pasillo y le dije: ¿qué pasa ahí fuera?, y él volvió el arma hacia nosotros y disparó y la ventana saltó en pedazos y el chico que estaba a mi lado creo que está herido.

—Hemos enviado ayuda, señora.

—Está bien. Oh, Dios mío…

—Siga hablándome.

—Oh, Dios mío. Está aquí. ¡Chicos, debajo de las mesas! ¡Chicos…!

(…)

—Oficina del sheriff del condado. ¿Qué es eso?

—Ahora mismo está disparando en la biblioteca. Oigo disparos en la biblioteca.

—Recibido.

—¿Cree que deberíamos salir?

—¡Oiga, espere…!

—Ahora los disparos se oyen más lejos. Creo que voy a intentar salir de aquí. Luego la llamo.

(…)

—¡Esta es la cuarta vez que llamo para saber adónde ir! ¡Llevo esperando una eternidad aquí encerrado!

—Un momento, por favor. La oficina del sheriff se encuentra ahora desbordada. Pronto llegará la ayuda.

(…)

—Manténganse en el suelo y no intenten salir, ¿de acuerdo? No quiero que les hieran. Y, por favor, no cuelgue el teléfono.

—Está bien…

—Manténganse en el suelo y en silencio, en el suelo y en silencio.1

mariposa

Se había quedado allí parado unos instantes, segundos, minutos, él qué sabía. John había adivinado de inmediato que aquella zona por la que se movía ahora era diferente a los pasillos que había atravesado antes: el aire estaba más cargado, la luz era hostil, las paredes parecían juntarse a su alrededor. Sensaciones, instintos agudizados por la situación. Y en algún momento había pasado delante de la biblioteca. La puerta entreabierta sólo le había permitido ver a un chico medio escondido debajo de una mesa, con la mirada perdida, en estado de shock. Se abrazaba las rodillas mientras se balanceaba mecánicamente. Y en el suelo…, un brazo extendido. Unos dedos rígidos, retorcidos de una forma casi antinatural. La hoja de madera le impedía ver cómo continuaba aquella solitaria extremidad, el rostro o el cuerpo de aquella persona a la que estaba unida. Pero las gotas de sangre le daban una idea de lo ocurrido.

Y, aun así…, había continuado caminando.

Ahora, aparte de oírlos de vez en cuando, los olía. Era un olor similar al de los fuegos artificiales y los petardos que acompañaban las fiestas veraniegas.

Eso fue hasta que dobló de nuevo la esquina. Y se topó con él. Esta vez no pudo elegir no asomarse a la puerta, no pudo elegir no ver (porque se puede elegir no mirar, pero nunca no ver). Por su interior pasó una oleada de emociones, tan fuerte y fugaz que no pudo identificar ninguna.

Se quedó paralizado. Se bloqueó momentáneamente. ¿Por qué? Había creído que ya nada podía afectarle y, sin embargo, aquella certidumbre había volado por los aires en lo que dura un parpadeo.

Tuvo que extender una mano y apoyarla en la pared para no trastabillar. La misma pared que tocaba parte del cuerpo de la víctima, con la barbilla inclinada hacia el pecho. Era una postura aberrante. Los ojos inmóviles no estaban orientados en su dirección, pero lo perseguían.

A lo lejos, casi al final de aquel tabique, sobre las superficies de unas taquillas, entreveía la silueta de un grafiti enorme. Una esvástica y, debajo, tres palabras: FEAR THE NOBODIES. Pero John estaba tan absorto con el cadáver que apenas reparó en la pintada.

Le había visto por los pasillos, en el comedor, en las celebraciones deportivas. Era un año más joven que él.

Fue difícil asimilarlo. ¿Por qué él, por qué aquel chico en concreto, que no había hecho nada a nadie? Su cabeza se llenó de interrogantes incomprensibles, tanto que tuvo que concentrarse para dejarla en blanco. Unos minutos antes no se hubiera imaginado que aquella imagen pudiera alterarlo tanto.

Una cosa era saber lo que estaba pasando y otra verlo sin ningún tipo de preparativo, de defensa, con sus propios ojos. Pero él tenía que ser capaz de soportar aquello si quería continuar.

Al cabo de unos instantes allí parado, calmando su respiración, se dio la vuelta con movimientos más propios de un autómata y se dispuso a dar un rodeo, a evitar ese pasillo que se había convertido en una especie de camposanto.

Su determinación ya no estaba tan intacta como antes; aun así, seguía caminando porque aquello no podía pararse.

Cuando hubo dejado el cuerpo unos metros atrás, tuvo que girarse al oír el susurro de otros zapatos deslizándose por el suelo. Eran pasos como los suyos, sin el golpeteo nervioso ni la impaciencia propia de quien está huyendo.