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Desde la torre

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.

Francisco de Quevedo

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Legal

I

Levantóse aquel día don Pedro Ruiz al rayar el alba, como de costumbre. El cuidado de los negocios obligábale a ser diligente, y por hábito, por temperamento, necesitaba madrugar. Tenía por martirio quedarse en la cama hasta después de salido el sol, y nunca le había pasado tamaño contratiempo sino por enfermedad. Gozaba sobremanera con el espectáculo matutino que le ofrecía a diario la naturaleza; y aunque era hombre sin instrucción ni refinamientos artísticos, admiraba a su modo los bellos panoramas, y soñaba delante de ellos con vaga voluptuosidad, sin desembrollar el mundo confuso de ideas, sentimientos, tristezas y anhelos que embargaban su espíritu en los instantes dulcemente melancólicos de su contemplación.

Fuese aquella mañana, como las otras, al portal de la hacienda que veía al Oriente, y envuelto en el sarape de brillantes colores, y calado hasta los ojos el sombrero de anchas alas, se puso a atisbar el lejano horizonte. Aún era de noche en la extensión del cielo, brillaban todavía las estrellas en el firmamento y estaban desiertos y silenciosos los campos. Salía de todas partes ese vago rumor de arrullo que brota de la naturaleza en las horas nocturnas, cuando el susurro del viento entre las hojas, el canto del grillo escondido debajo de las piedras y la ronca voz de la cigarra en lo más espeso de los matorrales, forman un interminable ¡chiis! semejante al de las madres que velan el sueño de sus hijos. Escuchábase a lo lejos el acento del caudaloso Covianes, que bajando de la cañada bermejo de color y cargado de tierra vegetal, forma al pie del cerro una especie de torrente, rompiendo sus ondas espumosas en los pulidos y grandes cantos que le salen al paso. No era visible a aquellas horas en el seno de la oscuridad; pero su fragor, debilitado por la distancia, percibíase aunque confuso, a modo del zumbar indistinto de un enjambre de abejas. El valle cubierto de cañaverales parecía caos de cosas informes, y las elevadas montañas que le cercaban, gigantes misteriosos salidos del abismo para explorar el espacio. Allá en el término postrero del cuadro, mirábase aparecer una luz tenue, que tanto podía ser anuncio del nuevo día como el fulgor de una estrella.

A la espalda de don Pedro se alzaban los mil ruidos del ingenio y se veía, a través de las ventanas de la fábrica, la intensa claridad de las luces artificiales que habían ardido toda la noche. Rumor confuso de voces llegaba hasta él por oleadas, de tiempo en tiempo, y algunas veces el silbato del vapor rompía en grito estridente, semejante a prolongado lamento de un gran reptil emboscado en las tinieblas.

Poco a poco fue esclareciéndose el confín del espacio. Pareció primero que una gasa luminosa hubiese sido extendida en la inmensidad por una mano invisible. La débil claridad fue dilatándose insensiblemente por todo el cielo, y, a medida que se agrandaban sus dominios e iba cubriendo con ligero cendal la faz de las estrellas, el fulgor distante hacíase más y más intenso, y la blancura de la luz comenzaba a teñirse con suaves y variados matices. Sin que el ojo pudiese apreciar el instante de la metamorfosis, apareció el color de las rosas mezclado con el albor de la lontananza. Luego saltó sobre la cumbre de la sierra gualda brillantísima, que convirtió el horizonte en océano de gloria, donde parecían nadar los espíritus de los bienaventurados; hasta que el fondo naranjado fue extremando el matiz de sus tonos y se trocó en mar escarlata, como sangre fluida y luminosa.

Rompió la contemplación de don Pedro un trote de caballos por el camino de Citala. Como hombre de campo que era, de ojo perspicaz y oído finísimo, pocos instantes de observación fuéronle bastantes para distinguir, entre las sombras crepusculares que aún ocultaban la falda de la loma cubierta de hierba, las negras siluetas de dos jinetes que avanzaban hacia la hacienda. Fumaban de tiempo en tiempo, y la lumbre de sus cigarros parecía en la penumbra como pasajera fosforescencia de aladas luciérnagas entre la hojarasca. Lleno de curiosidad, siguió atentamente la marcha de los jinetes, que ya se dejaban columbrar por algún claro, ya se hundían en alguna hondonada, ora mostraban tan sólo las oscuras copas de los sombreros, o bien aparecían y desaparecían rápidamente entre los troncos de los árboles, a modo de visiones fantásticas. Como la vereda hacia un agudo recodo a la llegada de la hacienda, perdiólos de vista durante unos instantes. Entretanto llevó a cabo toda su evolución la alegre aurora, y cuando los jinetes aparecieron por la puerta de la plaza cercada, frente al corredor, hizo explosión el sol allá en el fondo del paisaje, entre girones de nubes violáceas y color de oro; y caballos y caballeros se destacaron con toda distinción sobre el foco deslumbrador de la inmensa fragua. Heridos por rayos oblicuos, parecía que aquéllos y sus cabalgaduras venían orlados con fleco luminoso; o, como decía don Pedro en lengua campesina, parecía que venía chorreando luz.

—Buenos días, compadre don Miguel —dijo don Pedro tan luego como hubo conocido al jinete que llegaba el primero.

—Buenos días, compadre —repuso el recién llegado deteniendo el caballo y echando pie a tierra.

El sirviente que le acompañaba descendió velozmente de su cabalgadura y fue a tener por la brida la que dejaba su amo. Luego se inclinó para quitar a éste las espuelas.

—No, Marcos —díjole don Miguel—, no me las quites, porque no tardamos en irnos.

—¡Cómo! compadre —observó don Pedro— ¿luego no se queda a desayunar conmigo?

—No, ahora no, porque tengo que llegar al Derramadero antes de las seis, y todavía está lejos.

—Lo siento, compadre; pero ya será otro día ¿no es cierto...? Pase, pase ¿quiere que nos sentemos en esta banca para gozar del fresco? ¿O que entremos en el despacho?

—Aquí estamos bien, no se moleste.

—Conque, ¿qué anda haciendo por acá tan temprano?

—No me agradezca la visita; vengo a tratar de nuestro negocio.

—¿Qué negocio? El que tenemos pendiente.

—¡Ninguno tenemos pendiente!

—¿Luego el Monte de los Pericos? ¿Tan pronto se le ha olvidado?

—¿Qué tiene usted que decir del Monte?

—Que quiero me resuelva de una vez, si me lo entrega o no me lo entrega.

—¿Para qué hablamos de eso? Mil veces le he dicho que ese monte es mío.

—Así lo dice usted; pero a mí me pertenece.

—Compadre, vale más que hablemos de otra cosa: déjese de eso ¡pues qué no somos amigos!

—Si lo somos; pero eso no quiere decir que usted se quede con lo mío. ¡Qué modo de amigos!

Don Pedro enrojeció de cólera al oír aquellas palabras, y abrió la boca para responder con vehemencia; pero se contuvo a tiempo, reprimió el arrebato y guardó silencio breves momentos para recobrar el equilibrio perdido y orientar claramente las ideas.

Aprovechemos este intervalo para trabar conocimiento con ambos interlocutores.

Don Pedro Ruiz, en cuanto a lo físico, no valía gran cosa. Pequeño de estatura, trigueño de color, y un tanto grueso, parecía un humilde sirviente de la casa; nadie, al verle, hubiera creído que era el propietario de aquel vasto inmueble y de aquel rico ingenio. Descendiente de un antiguo cacique de Citala, tenía en el rostro los rasgos característicos de la raza indígena: cabellera lacia y negra a pesar de sus cuarenta y cinco años, nariz corta, dientes blancos, labios carnosos y un ruin bigotillo que le bajaba por los extremos de la boca en forma de coma, dejando casi imberbe la parte céntrica del labio, superior. Lo único notable que había en su fisonomía eran los ojos, no hermosos ni grandes, sino antes bien pequeños; pero vivos, penetrantes y observadores. Ordinariamente, en la conversación, manteníalos tenazmente apartados de la persona con quien hablaba; sólo en casos excepcionales fijábalos en su interlocutor, produciendo en éste un extraño efecto, como si sus rayos fuesen aceradas agujas que se clavasen en las pupilas de aquel a quien iban dirigidos. Pero esto duraba sólo un momento, pues luego los volvía a otra parte como distraído, y de allí a poco borrábase casi la impresión de aquel resplandor pasajero. Era de escasas palabras. La mayor parte del día pasábala callado, en constante peregrinación a través de sus propiedades y dependencias. Cuando todo iba bien, no decía palabra; pero cuando estimaba preciso corregir algún vicio, o remediar algún desperfecto, daba órdenes en frases concisas y con tono imperativo. Los sirvientes obedecíanle solícitos, a pesar de que muy rara vez los reñía; y él, por su parte, nunca abusaba de su pobreza. Tenía para ellos dos prestigios: el del talento y el del carácter. Conocía sus tierras de un modo admirable, así sus linderos, montes y arroyos, como todo cuanto en ellos se movía: toros, vacas, becerros, caballos y yeguas. En un rodeo, entre centenares de animales, sucedía que llamase a alguno de los caporales y le dijese:

—Oyes ¿qué se hizo la becerra josca de la oreja gacha?

—¿Cuál, señor amo?

—La hija de la vaca pinta y del toro americano.

—Aquí debe de estar.

—No, hombre, no está.

Pasada revista al ganado, sucedía que, en efecto, no estaba.

Su voluntad era inflexible. Cuando tomaba una determinación, nunca cejaba. Perdonaba a los sirvientes dos o tres faltas; una vez enfadado, los lanzaba de sus dominios, sin que hubiese consideración ni súplica que le hiciesen ablandarse. Procuraba ser justo e imparcial para atender las quejas de sus subordinados; pero no toleraba que en ningún caso se desobedeciesen sus mandatos o se le hiciese la más pequeña objeción.

De cuna humilde y apenas iniciado en los misterios de la lectura, la escritura y la aritmética, habíase casado con una joven de Citala, que tenía un capitalito de ocho a diez mil pesos. Su dulce compañera murió al dar a luz a su hijo Gonzalo, hoy joven de veintitrés años, dejádole sumido en la desesperación más amarga. Nunca volvió a casarse, ni pensó más en mujeres; vivió desde entonces consagrado al culto de la muerta —de quien llevaba siempre consigo el retrato y un mechoncito de pelo—, al amor de su hijo, vivo reflejo de la madre, y a la dirección de los negocios. Fue prodigioso lo que hizo en la gestión del escaso caudal de su esposa. A fuerza de energía, talento y honradez, fuele aumentando gradualmente, hasta que acabó por formar un vasto capital, y llegó a ser uno de los más ricos propietarios de la comarca. Comenzó por adquirir un terrenito en vecina hondonada; sembróle de cañas y plantó cerca modesto trapiche. Fue bien el negocio, y siguió comprando lotes en rededor del rancho, hasta que acabó por formar una hacienda, el Palmar, de extensión de doce a catorce sitios de ganado mayor. Hizo suyas, a bajo precio, las fracciones, porque el cultivo de aquellas tierras era poco productivo por falta de próxima e importante plaza de consumo; pero muy a poco llegó el ferrocarril a la finca, con tumbo a la capital del Estado, y apresurándose a ceder a la empresa el terreno necesario para la vía y a hacerle algunas otras concesiones, obtuvo que se situase la estación de Citala en sus dominios, y que fuese bautizada con el nombre de Estación Ruiz, la que hubiera debido llevar el nombre del pueblo. ¡Pequeñas vanidades de propietario!

Asegurado así el consumo de sus productos, canalizó el Covianes y dióle corriente a través de la mayor parte de sus tierras, que cubrió de extensos cañaverales. Para aprovechar sus dilatados plantíos, levantó una gran fábrica de azúcar, donde instaló una maquinaria moderna. El día que hizo el estreno del potentísimo molino, enormes calderas, evaporadoras, defecadoras y tacho prodigioso (que parecía un mundo de cobre brillantísimo suspendido en la parte más elevada del salón principal), organizó un gran festejo al que concurrieron todos los personajes más notables del contorno, incluso el señor Obispo y el gobernador del Estado.

Como las utilidades correspondieron a los grandes dispendios, fue la fortuna de Ruiz aumentando rápidamente, hasta el grado de murmurarse entre la gente de la comarca, que pasaba ya de un millón de duros.

Decían malas lenguas que esta deshecha bonanza de los negocios de don Pedro, era la causa de que su compadre y amigo don Miguel, hubiese concebido secreta inquina en su contra. Y como se notara, en efecto, que mientras Ruiz fue pobre o de mediano caudal, le mostrase grande afecto don Miguel, y que, a medida que a aquél le iba sonriendo la suerte, se le fuese alejando al compadre, no faltaban, en verdad, fundamentos para aquella sospecha.

Don Miguel Díaz tenía un exterior imponente. Parecía más joven que don Pedro, a pesar de ser dos o tres años más viejo. Era de estatura mediana, esbelto talle, blanca y sonrosada tez, grandes y bellos ojos y nariz aguileña y bien perfilada. Llevaba al rape el pelo castaño y larga la barba rizada y fina, donde apenas blanqueaban algunas canas. Vestía, además, con esmero, al revés de don Pedro, quien siempre andaba de negro, con chaqueta de tela ordinaria, chaleco sin abotonar y botas sonoras de grandes cañones. Don Miguel cuidaba de ir conforme a la moda. Sus calzoneras de color oscuro, ajustadas a la pierna, lucían botonaduras y cadenillas de plata; mirábase la rica faja de seda aparecer bajo su chaleco, blanco casi siempre; la chaqueta era clara, de cheviote finísimo y corte irreprochable. La variedad de sus sombreros era proverbial. Teníalos, de jipi-japa, chambergos y de palma con grampas y galones.

Montaba briosos y gentiles caballos en sillas siempre nuevas y cubiertas de planchitas argénteas, formando contraste también en esto con don Pedro, que acostumbraba cabalgar en una mulita prieta, viva y de rápido y blando paso, que casi no le sacudía al devorar la distancia.

Tenía, en fin, don Miguel, un aspecto avasallador. Callado, era verdaderamente majestuoso; pero visto por su parte psíquica, era un pobre hombre, que no alcanzaba más allá de sus narices. Tan descuidado en su educación como don Pedro, no tenía perspicacia como éste, ni reflexión, ni buen criterio; todo lo veía al través de un velo confuso, sin formar idea clara de cosa alguna. Teniendo el instinto de su pesadez intelectual, habíase vuelto falso y desconfiado, juzgando que le bastaban estas armas para derrotar a los más hábiles en la batalla de los negocios. Condiscípulo de escuela de don Pedro, habíales ligado estrecha amistad desde muy niños. Y los lazos de su afecto habíanse apretado con motivo del matrimonio contraído por don Miguel con una parienta próxima de su amigo, llamada doña Paz; pero, cosa rara, ni por eso, ni por nada, habían podido tutearse.

Nunca hubiera Díaz logrado tener entre manos grandes negocios, a no ser por el fallecimiento de un tío acaudalado, quien le dejó por herencia la vasta hacienda del Chopo, colindante del Palmar. Era también azucarera aquella finca: así es que por la semejanza del humilde origen de ambos agricultores, por el bienestar adquirido por ellos más tarde, y por la contigüidad de los inmuebles e igualdad de los giros, habíase despertado la emulación poco a poco entre los dos amigos. No es la emulación pasión perversa cuando sirve de acicate al esfuerzo mayor y al anheloso y honrado trabajo; antes virtud saludable y elemento de progreso y bienestar. Tal había sido la que don Pedro había sentido; pero don Miguel había ido pasando gradualmente, sin que jamás se diese cuenta de ello su oscurísima conciencia, de la emulación a la ruin envidia, que es tristeza del bien ajeno y deseo de arrebatarlo a quien la disfruta. Desde aquel punto y hora comenzaron a desvelar a Díaz los progresos de la fortuna de Ruiz, en términos que la gente llegó a advertirlo, por más que el envidioso procurase disimularlo; y ni los lazos de la antigua amistad, ni el compadrazgo que contrajeran en días de verdadero afecto y concordia —pues don Pedro había llevado a Ramona, hija de don Miguel, a la fuente bautismal—, ni las consideraciones sociales, ni el bien parecer, ni cosa alguna divina o humana, fueron ya parte para contener el desbordado torrente de su secreto enojo.

Y como le conociera el pie de que cojeaba, el licenciado Jaramillo, vecino del pueblo, se dio desde luego a explotar aquella veta de pleitos, haciéndole creer que Ruiz tenía usurpada una parcela de sierra, llamada Monte de los Pericos, perteneciente al Chopo. Cayó la idea en espíritu bien preparado para recibirla. En realidad, sólo esperaba Díaz algún motivo, grande o pequeño, para romper lanzas con su amigo; de modo que cogió la ocasión por los cabellos, como suele decirse, y con el anhelo de ensanchar su hacienda y de justificar su conducta, que por instinto conocía que no era buena, acabó por creer a pie juntillas el aserto.

Así fue que, al fin de algún tiempo más o menos largo, de lucha interna, presentó su reclamación en toda forma al asombrado don Pedro. Tenía éste sus papeles en regla. Con toda lealtad mostrólos a su amigo; pero ¿qué entendía don Miguel de aquellas cosas? Ni siquiera alcanzaba a leer bien las escrituras. Asesoróse en tal conflicto de Jaramillo, y el ilustre Papiniano halló, por de contado, mayores comprobantes que los que ya tenía, de la usurpación del Monte, en aquellos instrumentos, y tomó abundantes citas y notas con ocasión de ellos, para apercibirse a la demanda de reivindicación.

Con tal motivo entibiáronse mucho las relaciones de Ruiz y Díaz; pero como pasó algún tiempo desde la exhibición de los títulos, y nada se había vuelto a hablar sobre el asunto, creyó Ruiz que su amigo desistía de su propósito, y fue apaciguándose poco a poco su ánimo, hasta olvidar sus resentimientos y volver a sentir afecto hacia don Miguel. Grande fue su desencanto, por lo mismo, cuando oyó de boca de Díaz aquellas crueles palabras: Eso no quiere decir que usted se quede con lo mío. ¡Qué modo de amigos!

Pronto, empero, recobró el aplomo, y repuso con voz serena:

—Compadre, no es usted justo; no merezco que diga eso de mí.

—Obras son amores y no buenas razones.

—¿Pues qué quiere que haga?

—Que me entregue el Monte.

—Sólo que quiera que se lo regale...

—Con eso me ofende. Yo no quiero nada dado, ni lo necesito; pero tengo derecho para exigirle que respete mi propiedad.

—Pero hombre ¡qué propiedad va usted a tener en ese terreno! Lo compré con mi dinero. Ya le enseñé mis papeles.

—No valen nada sus papeles. El licenciado los vio y dice que no valen nada.

—¿Qué licenciado?

—El señor licenciado Jaramillo.

—No le haga caso, compadre. Es un buscapleitos que revuelve el agua de propósito para ver qué pesca.

—No puedo permitir que hable usted de ese modo del señor licenciado. Hágame favor de tenerle un poco de más consideración.

—A mí no me importa nada el licenciado.

—Doblemos, pues, la hoja, y dígame usted categóricamente si me ha de entregar o no el Monte por la buena.

—Ni por la buena ni por la mala.

—¿Con que no?

—Lo dicho: ni por la buena ni por la mala.

—Eso ya lo veremos.

—Como usted guste.

—Después no se queje de que no le guardo consideraciones. Antes de todo, he querido brindarle con la paz...

—Exigiéndome que me rinda a discreción... ¡Me gusta la paz!

—Ahora, para que no crea que le ataco a traición, le advierto que he de recobrar el terreno como pueda. Se lo aviso para que esté preparado.

—Ya sabe que no me sé asustar con el petate del muerto. Haga lo que quiera; verá si me defiendo.

—Ya se lo aviso... después no se sorprenda... —terminó don Miguel cortando el coloquio, que era casi un altercado, y bajando las gradas del corredor para tomar el caballo.

—No tenga cuidado —repuso don Pedro con sorna, acompañándole hasta abajo de las gradas— no tenga cuidado...

Díaz arreglóse la barba con ambas manos, empuñó la rienda, montó, espoleó al animal y se despidió de Ruiz diciendo:

—Ya nos veremos, compadre.

Alejóse a buen paso, seguido a corta distancia por su mozo Marcos, a tiempo que don Pedro repetía a su espalda como un eco:

—¡Ya nos veremos!

II

Siguió don Pedro con la mirada buen espacio a los jinetes que se alejaban, dejando ver en ella retratados los sentimientos de indignación e incertidumbre que le embargaban el ánimo. Preocupábanle aquellas palabras enigmáticas y amenazadoras: Le advierto que he de recobrar el terreno como pueda; se lo aviso para que no se sorprenda. ¿Qué significaban? ¿Qué se proponía hacer don Miguel? Si era ocurrir a los tribunales con su pretensión, teníalo esto sin cuidado, pues disponía de sobradas armas legales para su defensa. ¿Qué otra cosa podía ser? No alcanzaba a colegirlo. Entre tanto fuéronse perdiendo de vista los jinetes, hasta que acabaron por esconderse entre los árboles de la cañada, en el cercano puerto de los cerros.

A poco, fue ya pleno día. Habíase elevado el sol radiante sobre la cresta de la sierra, y su globo enorme y rubicundo destacábase deslumbrador en el espacio, agitando en la atmósfera su cabellera de lumbre. Al verle tan alto, se acordó don Pedro de que era hora del desayuno, y a través de los corredores y patios se dirigió al comedor, vasta sala iluminada por grandes ventanas que daban a la huerta. Por sus cristales distinguíase la masa verde oscura de las plantas y de los árboles, y entre el follaje, rojas naranjas pendientes de ramas cubiertas de azahar. El rocío matinal había lavado las hojas, que se ostentaban limpias y espléndidas. En su tersa superficie temblaban gotas de aljófar, que heridas por la luz brillaban como piedras preciosas. Las aves acabadas de despertar revoloteaban en las frondas: columpiábanse en las ramas flexibles, aleteaban abriendo los picos sonrosados y llenaban el espacio de sus píos regocijados y argentinos.

Ocupaba el centro del comedor larga mesa de pino, cubierta por albo mantel esmeradamente planchado. La limpia vajilla brillaba sobre él artisticamente, y las sillas también de pino, con asiento de tule, esperaban colocadas en derredor. A un extremo de la vasta pieza, se destacaba el enorme aparador cargado de platos, tazas, copas y vasos. Veíanse por las paredes cuadros de antigua moda, que representaban escenas del Telémaco, con explicaciones al calce en francés y en español. Al opuesto extremo había un crucifijo de bulto, barnizado, y a sus pies una imagen al óleo de la Dolorosa, aprisionada en viejo marco dorado en otro tiempo, y ahora ennegrecido y descascarado por la acción destructora de los años.

—¡Mariana! —gritó don Pedro—, ¡el desayuno!

—Voy, señor —respondió la vieja cocinera asomando el rostro por el estrecho ventanillo que comunicaba el comedor con la cocina.

Sonó la campana de llamada, y a poco acudieron Gonzalo, el tenedor de libros, el administrador de la hacienda y el maquinista.

Era Gonzalo un mozo bien presentado, mestizo de raza pura, como hijo de don Pedro, cacique, y de Doña Paula, criolla. Moreno más que blanco, de ojos negros, pelo fino y algo rizado. Parecíase a su padre en la nariz corta y astuta, y a su madre, según la opinión de amigos y parientes, en la mansa y dulce sonrisa. Comenzaba a formalizarse el bozo sobre su labio superior, y aunque era por naturaleza bien barbado, rasurábase toda la cara para dejar libre desarrollo únicamente al varonil bigote, que anunciaba ser fuerte y poblado. La raya negra que le dibujaba aquel apéndice en la mitad del rostro, armonizaba de graciosa manera con sus pupilas de color oscurísimo y con el rojo mate de su boca bondadosa y expresiva.

Es rutina entre gente rústica, querer que los hijos sigan carreras literarias. Sin duda, acaso, porque el hombre de campo, aun siendo rico, suele padecer numerosos engaños y bochornos durante la vida, nacidos de su falta de trato e ilustración; siente anhelo vivísimo de que sus descendientes salgan de la penumbra intelectual y social en que él se ha agitado, y florezcan en esfera más brillante y prestigiosa, esperando de ellos ayuda, consejo y fortaleza. Mas don Pedro no era hombre de dejarse llevar por la rutina; en todo se atenía a sus propios juicios y pensaba con su cabeza.

—¿Qué hago yo —decía— con un licenciado en casa? Para nada lo necesito. Si llego a necesitarle, podré valerme de alguno de los muchos que hay en la ciudad. Lo que me hace falta son segundas manos que me ayuden a dirigir este negocio, que va siendo muy pesado para mí solo. Cuando me muera, si Gonzalo no sabe girar el rancho —así llamaba a la hacienda— todo se lo llevará la trampa, y se quedará pobre mi hijo en un decir Jesús.

Por consiguiente, lo dedicó a la agricultura, como era lógico, para que en todo fuese su heredero. Esto no impidió que lo mandase a la capital durante cuatro años, con el fin de que se instruyese en cosas útiles para su negocio. Y como Gonzalo era de inteligencia fácil y buena memoria, y como tomó los estudios por lo serio, supo aprovechar el tiempo, y al cumplir los diez y ocho años, volvió a la hacienda sabiendo francés, inglés, teneduría de libros, historia y un poco de física y química, con lo que tenía bastante para ser, como decía su padre, un ranchero ilustrado. Además de esto, leía constantemente libros y periódicos, y estaba al tanto de lo más notable que pasaba en el mundo de la política, de las ciencias y de las letras; no de un modo profundo, pero sí bastante para hacerlo vivir en las amplias y cosmopolitas esferas del mundo moderno. Como don Pedro, a su modo, era también amigo de instruirse, pasaban padre e hijo largas horas reunidos, haciendo lecturas en común y disertando sobre ellas.

La equitación, la caza y la vida activa habían desarrollado el vigor físico del joven. No había en los contornos quien como él se tuviese sobre el lomo de los potros serranos, o de los toretes recién herrados, ni quien supiese echar el lazo con mayor seguridad y donaire a la cabeza y patas de la res, ni quien la derribase con mayor prontitud a carrera tendida cogiéndola por la cola, ni quien con igual destreza se apease de un caballo a escape, apoyándose en las ancas de los cornúpetas. Era famosísimo por sus suertes y habilidades rústicas, por lo que su padre le aplaudía, y hablaba de él con orgullo.

—iNo hay quien lace como Gonzalo! —decía. O bien: para jinetear, mi hijo. O bien: ¡donde torea el muchacho, nadie se para! Pero a la vez, sentía gran sobresalto al verle expuesto a tantos riesgos como trae aparejados el ejercicio de todas esas habilidades, y a solas, y bajo reserva, le recomendaba encarecidamente que no las practicase.

—Al fin y al cabo —le decía—, todas esas fruslerías de nada sirven. Sé de muchos hacendados que hacen primores de ese jaez, y que no conocen su giro, ni se ocupan de él, por andar traveseando y haciendo oficio de caporales. En lo que tenía razón de sobra el reflexivo don Pedro.

El caso era que, mediante esta educación armónica de alma y cuerpo, daba gusto ver a Gonzalo tan lucido y despierto en la conversación, como en el escritorio; así en el campo, como frente a los motores y calderas del ingenio.

Fáltanos decir, para terminar este asunto, que padre e hijo se querían entrañablemente. Los sentimientos nobles, levantados y afectuosos del corazón del joven, mostrábanse en toda su generosa expansión, en su amor a don Pedro. Cuidábale como a un niño.

—Padre —le decía—, no te asolees tanto, no vayas a enfermarte. No trabajes tanto; demasiado has trabajado ya. Déjame todos los quehaceres a mí solo.

Y lo envolvía en el sarape cuando llovía; y marchaba por delante de él para mostrarle el mejor camino y apartarle las ramas espinosas que pudieran herirlo; y le servía en todo lo que le era posible con una solicitud, una sencillez y una ternura, que eran para dar gracias a Dios. Don Pedro recibía aquellas manifestaciones de cariño filial con lágrimas de ternura en los ojos.

Y como no hay en esta vida nada más puro ni hermoso que esos amores, descendentes de los padres a los hijos, como la luz, y ascendentes de los hijos a los padres, como el incienso, el cuadro de aquella concordia, dulzura y afecto, era por todos contemplado con profunda y seria emoción, casi con recogimiento y respeto. Porque así como es feo y repulsivo un grupo de familia desunido y áspero, así también es bella y seductora una agrupación de ésas, ligada por apretados vínculos de estimación, movida por impulsos abnegados y abrasada en vivas llamas de amor. Las manifestaciones de su cariño filial, habían granjeado a Gonzalo universales simpatías. La humanidad por instinto honra a los hijos buenos y detesta a los malos. ¿Qué se puede esperar del hijo ingrato? ¿A qué bienhechor se deben mayores beneficios que a los padres? Ellos nos dan, aparte de la vida consejo y fuerzas para la lucha. Si estos bienhechores casi divinos no hallan gracia a nuestros ojos ¿quién podrá hallarla? Nadie sin duda. El alma réproba del mal hijo está predestinada a todos los crímenes. Debe huirse de él como de la peste, pues son impuro su contacto y emponzoñada la atmósfera que le rodea. Mas en la frente del que ama a aquellos que le dieron el ser, brilla la luz apacible de los ángeles, señalándole entre los hombres con marca gloriosa.

El tenedor de libros era un jovenzuelo venido de la ciudad poco hacía, y discípulo de un famoso maestro de contabilidad mercantil. Pequeñito, regordete, lampiño y con abundantes cicatrices de viruelas en el rostro, tenía cierto aspecto de gato sarnoso que daba lástima. Lo hirsuto e indómito de su pelo, insensible a los estímulos de la pomada y de la bandolina, acababa de acentuar su semejanza con ese felino. Esteban Salazar, que era su nombre, o Estebanito, como en la hacienda se le llamaba, era muy pulcro y mirado en toda su persona. Aunque no salía del despacho sino los domingos por la tarde, y a las horas de comer y dormir durante la semana, nunca dejaba de acicalarse con esmero, cepillarse la ropa y dar betún al calzado. Era una especialidad en cuellos y puños de camisa, botones y corbatas, de todo lo cual tenía una variedad enorme. Así lograba Estebanito, por medio de un gran cuidado de sí mismo, hacerse tolerable a la vista, por lo lavado, limpio y bruñidísimo que siempre aparecía, como si fuese de latón o plata repujada. Las muchachas de la hacienda decían que la punta de la nariz de Estebanito presentaba siempre un punto brillante, como las cucharas acabadas de limpiar con tiza. Pero bien sabía el pobrete lo que se hacía. Si con tantos afeites se mostraba tan destituido de gracias; ¡qué hubiera sido de él, si no se hubiese cuidado tanto! Por lo demás, era un buen chico, diestro en números, cumplido con sus deberes y atento en demasía.

El administrador de la hacienda, don Simón Oceguera, era un ranchero a carta cabal, de esos de pan pan y vino vino. Gigantesco, de atezado rostro, pelo castaño y patilla española, representaba a maravilla el tipo de la gente de su clase. A pie, era hombre perdido. Andaba despacho y a disgusto. Sus piernas enarcadas hacia las rodillas, tenían forma de paréntesis, sin duda por la costumbre de cabalgar, y eran torpes para la marcha; pero una vez sobre los lomos del caballo, era tan listo como el mejor maestro de equitación. No descendía de su cabalgadura sino para dormir y comer; el resto del tiempo pasábalo a horcajadas sobre ella. No se concebía a don Simón sino a caballo, como si fuese un centauro. Jamás vestía traje que no fuera de piel de venado o cabra, más o menos adornado con bordados y botones de plata, según la gravedad de las circunstancias y la importancia de las fiestas. Siempre decía verdad, y era tan inocente que todo le sorprendía lo que no obstaba para que fuese en el desempeño de su encargo, malicioso, ladino y disimulado. Fidelísimo para don Pedro, a quien conocía y servía desde hacía veinte años —una tercera parte de su vida—, era el eco de todas sus voluntades. A Gonzalo, a quien conoció pequeñito, queríale como si fuese su hijo, tanto más cuanto que él, don Simón, era soltero impenitente, sin asomo de pesar por no haberse casado, ni de afán tardío por contraer matrimonio.

El maquinista era un americano llamado Smith, de rostro bermejo, pelo rubio pálido tirando a blanco, bigote afeitado y barba a la estrambótica manera del presidente Lincoln. De pocas palabras y flemático, cumplía su deber con exactitud y no se ocupaba ni preocupaba por ninguna otra cosa.

Sentábanse esas cuatro personas de ordinario a la mesa de don Pedro, y digo de ordinario, porque solían acompañarle asimismo los huéspedes o compradores de productos, que pasaban de vez en cuando uno o varios días en la casa de la hacienda.

Ocuparon, pues, su sitio los comensales conforme al orden acostumbrado. Luego fueron apareciendo la humeante cafetera, la olla de leche espumosa, la carne asada y los frijoles apetitosos, llenando de varias y sanas fragancias el recinto.

—Temía no llegar a tiempo —dijo Gonzalo con tono alegre.

—Pues ¿dónde andabas? —le preguntó don Pedro.

—Fui a bañarme al Salto, padre. ¿No me oíste cuando me levanté? ¿A qué horas? —A las cinco.

—¡Cómo te había de oír si ya estaba en el corredor tomando el fresco!

—Creía qua aún dormías, y salí de puntillas. Está visto que no puedo igualarte en lo madrugador, ni el día que hago milagros.

—Dime, hijo ¿viste la presa?

—Sí, padre, me detuve un rato cuando pasé por ahí.

—¿Es cierto que se está reventando?

—No; lo único que sucede es que el terraplén de tierra que da fuerza al muro de cal y canto, se ha agrietado. Por hoy no hay riesgo; pero es preciso repararlo cuanto antes.

—¿Diste órdenes para que lo hicieran?

—Todavía no, porque quise consultarte.

—Dáselas a don Simón, tú que entiendes más de eso.

—Creo que sería bueno —dijo Gonzalo volviéndose al administrador—, hacer pisonear bien la tierra y revestir bien el bordo, por la parte exterior con una capa de piedras del arroyo. Así quedará más fuerte.

—Tienes razón, Gonzalito —repuso Oceguera—. No se me había ocurrido lo de la piedra, y creo que dará buen resultado. Hoy mismo mandaré que comience a hacerse lo que dices.

—¿No habrá peligro de que reviente la presa? —preguntó Estebanito con voz meliflua.

—No, hombre —contestó Gonzalo—. ¿Tienes miedo?

—¡Cómo no, si coge tanta agua! ¿Cuánto mide de largo?

—Desde la cortina hasta la cola —dijo Oceguera como persona bien informada—, más de legua y media.

—¿Y de profundidad?

—Eso varía. En el punto más hondo de la cañada, siete varas.

—¡Si se rompiera —pensó Estebanito en voz alta—, buenas noches te dé Dios!

Él nos ha de librar, repuso Oceguera. Se acababan los cañaverales, y la hacienda, y la fábrica, y todo, porque la presa está cuesta arriba y nosotros cuesta abajo. Pero no hay para qué hablar de eso, porque no ha de suceder.

Notando Gonzalo que don Pedro estaba distraído y con cara de mal humor, le preguntó:

—Padre, ¿qué tienes? ¿Estás malo?

—Nada, hijo, sino que acabo de pasar un disgusto.

—¿Con quién, padre?

—¡Con quién ha de ser, sino con mi compadre don Miguel, que me tiene metida la puntería desde hace tiempo!

—Pues ¿qué pasa?

—Vino esta mañana muy de madrugada, como si fuera a caerse el mundo. Me cogió en el corredor de afuera, donde estaba muy a gusto tomando el fresco, y de luego a luego, conforme se apeó del caballo, me movió conversación sobre el maldito Monte de los Pericos. Creía que eso estaba ya olvidado y comenzaba a reconciliarme con mi compadre; pero ¡qué se le ha de olvidar, si es más terco que una mula serrana! Me preguntó si por fin se lo había de entregar o no, y le contesté que no, porque era mío. Entonces me amenazó con medias palabras, que no sé qué querrán decir, asegurándome que se había de quedar con el terreno, por la buena o por la mala, y que después no me sorprendiera de lo que iba a hacer, que por eso me lo avisaba con tiempo.

—Y ¿qué le contestaste?

—Que estaba curado de espanto, y que me defendería como los hombres.

—Bien dicho —saltó el administrador—. ¿Por qué nos ha de imponer la ley? Y más cuando no tiene ningún derecho. Conozco ese terreno, desde hace cincuenta años, y nunca ha pertenecido al Chopo. Cuando ña Gertrudis, o tía Tula, como le decían en el rancho, se lo vendió a su mercé, supe por ella de dónde venía y cómo. Lo tuvo en su poder cuarenta años y lo había heredado de su señor padre, que fue quien lo compró a un indio de la comunidad de Citala. ¡Nomás rigule cuánto tiempo hará de eso! Pasa de siglo.

—Sabe todo eso mi compadre mejor que usted y que yo —repuso don Pedro—; lo que quiere es buscarme la condición. El Monte no es más que un pretexto. Si no fuera por él, sería por otra cosa.

—Puede ser que crea don Miguel tener razón —objetó Estebanito—. ¡Como es tan tonto!

—¡Qué sabes tú de eso! —saltó Gonzalo con disgusto.

—Créalo o no —prosiguió don Pedro—, no se ha de salir con la suya, tope en lo que topare.

—¡Tope en lo que topare! —exclamó el administrador con energía, dando una palmada en la mesa.

—Es verdad —observó Gonzalo—; pero es triste que se rompa la buena amistad que han tenido tú y don Miguel por tantos años. Y mucho más por eso. ¡Qué vale el Monte!

—¡Ya lo creo que no vale nada! Doña Gertrudis me lo vendió por trescientos pesos; suponiendo que hoy por estar crecidos los árboles valga mucho más, no pasará de mil.

—No puede llegar a mil... ¡si es un pedacito de tierra!

Diciendo esto Gonzalo miró hacia la huerta al través de los cristales. Sobre las copas de los árboles y a no larga distancia de la hacienda, elevábase en lo alto de la sierra un cerrito aislado de tupida arboleda; era el Monte de los Pericos.

—Supongamos —replicó don Pedro con viveza—, supongamos que valga menos de mil, menos de quinientos, menos de cincuenta... ¿qué tenemos con eso?

—Que no costea tengan ustedes disgustos por tan poca cosa...

—¡Y cómo lo puedo evitar, si mi compadre es el que me busca ruido! No hago más que defenderme.

—Hay un medio —articuló Gonzalo con timidez.

—¿Cuál? —preguntó Ruiz con impaciencia.

—Dejárselo —concluyó el joven con voz insegura.

—¡Sólo eso me faltaba! ¡Dejar que hiciese de mí cera y pabilo mi compadre! Y ¿por qué? Nomás porque es testarudo. Con eso me convertiría en el hazmerreír de todo el mundo, y no habría quien no quisiese meter mano en mis cosas. Ni me lo vuelvas a decir porque me disgustas...

—Dispénsame, lo decía por amor a la paz.

—Sí, ya sé por qué lo decías; pero hay cosas superiores a la paz, como son la dignidad y la justicia.

—Dice bien tu padre, Gonzalito; es necesario no dejarse, porque del palo caldo todos quieren hacer leña —exclamó sentenciosamente Oceguera.

—Si mi compadre me pidiese el Monte dado, se lo regalaría con mucho gusto, como le regalé el Príncipe, aquel caballo tan precioso que me trajeron de Kansas, y le vendí el toro bramino, sólo porque me indicó que le gustaban. ¿Para qué quiero ese cerrito? Tengo montes de sobra en la sierra, que me dan toda la leña que he menester. Pero ¡pretender que es mal habido el Monte de los Pericos y pedírmelo con altanería, como quien tiene derecho! Esto sí no lo puedo sufrir. Veremos lo que sucede. De Cristo a Cristo, el más apolillado se rompe...

Los comensales aprobaron con movimientos de cabeza; Gonzalo triste y amostazado pareció sumirse en una dolorosa cavilación. De pronto levantóse don Simón, y aproximándose a una de las ventanas, dijo:

—Allá viene el montero a toda carrera. ¿Qué habrá sucedido?

Al oírlo dejaron su asiento los circunstantes y se agolparon a las ventanas. Los ojos ejercitados de los campesinos pudieron distinguir al montero, que venía a escape, brincando por la ladera, en dirección de la hacienda; Estebanito, a fuer de cortesano, y Smith, a fuer de yanqui, no lo lograban. Don Pedro seguía con los ojos la carrera del sirviente, que parecía más bien caer que bajar, a riesgo de rodar cabeza abajo por el despeñadero. Al fin se perdió de vista entre los árboles. Pasó como media hora de expectativa, sin que nadie pensara en retirarse: ni Estebanillo a su despacho, ni Smith a la fábrica, ni don Simón, y Gonzalo a los potreros, ni don Pedro al corredor de afuera, centro de su vigilancia y de su observación.

—¡Cuánto tarda! —dijo el tenedor de libros rompiendo el silencio.

—No —replicó el administrador—, no es demasiado; desde la falda de la loma hasta aquí, se alarga el camino, porque primero hay que bajar mucho y luego que volver a subir. Ya no ha de estar lejos...

En esto se oyeron los pasos precipitados del montero, que corría desalado por los corredores. Don Pedro salió a recibirlo a la puerta del comedor.

—¿Qué sucede? —le dijo—. ¿Por qué has dejado tú ocupación y corres de esta manera?

—Señor amo —repuso el recién llegado con voz ronca—, no he dejado mi lugar, me lo han quitado. Y vengo a darle cuenta a su mercé de lo que me ha pasado.

—¿Qué ha sucedido, hombre?

—Se lo voy a contar tal como acaba de pasar. Estaba yo agora en la mariana debajo de un árbol, cerca de la raya que nos divide del Chopo, cuando repentinamente se me echó encima el señor don Miguel, a caballo, seguido de cinco mozos y me dijo:

—"¿Quén eres, hombre?

—Sixto Rosales —le dije—, pá servir a su mercé.

—¿Y qué haces aquí?

—Soy el montero, señor amo.

—¿Por cuenta de quén?

—Por cuenta de mi patrón don Pedro Ruiz.

—¿De mi compadre don Pedro?

—Sí, señor amo.

—En ese caso es como si naiden te hubiera puesto.

—¿Por qué, señor amo?

—Porque mi compadre don Pedro no es dueño de este monte.

—¡Cómo no, si es el que manda y dispone!

—Porque me lo ha cogido, desde hace muncho tiempo; pero está dentro de los linderos del Chopo.

—Yo no sé de esas cosas; lo único que hago es servir al señor don Pedro, que es mi patrón. Él me dijo: "Anda a cuidar el Monte de los Pericos, pa que naiden se robe la leña. No dejes a naiden que la corte, sino a los que lleven boleta o a los que te paguen a tres centavos la carga"; y ansina lo hago. En lo demás no me meto.

—En ese caso no tienes nada que hacer aquí, porque mi compadre no puede dar órdenes en lo mío.

—Yo no sé de quén será el Monte; pero aquí me puso mi amo y yo por eso estoy.

—¡Pos ya llegó la de largarse; anda muncho!... y me soltó una insolencia.

—No me puedo ir mientras no me lo mande mi patrón —le contesté.

—¡Hora veremos si te vas o no te vas!

guaraches,

Don Pedro no dijo palabra, aunque mostraba a su pesar en la contracción del rostro, la sorda cólera que le embargaba. Los demás circunstantes continuaron el diálogo.

—¿Cuánto rato hace que pasó eso? —preguntó Gonzalo.

—Todavía no hará una hora.

—¿Conociste a los mozos que acompañaban a don Miguel? —indagó Oceguera.

—Sí, eran Pánfilo Vargas, Néstor Gómez, Saturnino Velázquez, Rosendo Monroy y Marcos Dávila, el mozo de estribo. Todos se la echaron de la gloriosa conmigo, calando los caballos junto a mí y mirándome con cara de risa... Todos, menos Rosendo, que se hizo a un lado y nomás miraba de lejos, porque él sí es mi amigo.

—Claramente se ve —observó el administrador— que don Miguel tiene ganas de llegar a los mates, porque todos esos son gentes de pelea.

—La lástima es —prosiguió el montero— que me hubieran cogido desaprevenido y con tanta ventaja. Güeñas ganas me daban de partiles. Pero ¿cómo, si no tenía con qué querelos?

—Vale más así —observó Gonzalo.

—¡No hubiera sido que le hubiera sucedido a usted una desgracia! —exclamó Estebanito dirigiéndose al montero.

—Amo —repuso éste— naiden se muere hasta que Dios quere.

—Don Petro —saltó el maquinista con su media lengua— ¿y usted permita que don Miguel se queda con las Pericas?

Ruiz, cuya mirada absorta divagaba por el espacio, pareció despertar al sentir el aguijón de la pregunta.

—No tenga cuidado, míster —repuso— no soy de ésos. Y guardó silencio de nuevo durante algunos minutos.

El montero, entretanto, permanecía en medio del grupo, con el sombrero en la mano y sin quitar la vista del rostro enigmático de don Pedro, quien al cabo le dijo:

—Has cumplido tu deber, y mereces una gala por el susto y por los golpes que has recibido. Anda a la cocina a descansar y a echar un taco, mientras es hora de que vuelvas a tu puesto. Aquí don Simón te dará cuatro pesos y media hanega de maíz, para que te consueles.

—Amo, que Dios se lo pague: no es pa tanto...

—Anda, vete a la cocina.

—Con licencia de sus mercedes —dijo el montero dirigiéndose al interior de la casa.

Cualquiera otra persona en lugar de don Pedro, habría, tal vez, prorrumpido en imprecaciones y amenazas y armado gran escándalo; él, por el contrario, pareció recogerse mucho más que de costumbre dentro de sí mismo, y no abrió los labios para soltar una frase, ni para comentar los sucesos, ni para indagar el parecer de los circunstantes.

Estos, conociendo su carácter, guardaron silencio también sin atreverse a otra cosa más que a interrogarse con los ojos.

—Vámonos a nuestros quehaceres —ordenó luego don Pedro—; no vale la pena que entremos en desorden y faltemos al trabajo por eso.

Con este toque de dispersión, cada uno se fue para su lugar, menos Gonzalo.

Don Pedro parecía no verle, fijos los ojos en el vacío.

—Padrecito —le dijo Gonzalo con acento casi infantil, después de un rato de inútil espera—. ¿Qué vas a hacer?

—No sé todavía, estoy pensando...

—¿Me prometes no disgustarte si te doy mi parecer?

—Dílo.

—Si estuviese en tu lugar...

—Abandonabas el terreno —interrumpió don Pedro irónicamente.

—No, padre, montaría a caballo en este momento y me iría a la ciudad a hablar con mi apoderado el licenciado Muñoz.

—¿Y después?

—Haría lo que él me aconsejara.

—Está bien: ya me lo dijiste.

—¿No me respondes nada?

—¿Qué quieres que te responda? Te repito que se hará lo más conveniente. ¿No te satisface?

Comprendiendo Gonzalo que si prolongaba la conversación podría enfadar a su padre, se limitó a contestar con dulzura:

—Ya sabes, padrecito, que me parece bueno cuanto mandas. Y se retiró prudentemente.