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la creación literaria





coordinador

ALBERTO VITAL

omar delgado


*



el caballero del desierto


8º Premio Internacional de Narrativa 2010













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Para Fabiola, por ser el sol.


Para Rosa Irma e Irma Soledad, por hacer de mi vida un jardín.


Para los auténticos Pablo Disaki (Q.E.P.D.) y Alexander Cohen.

Prólogo
TRES AÑOS ATRÁS

Un matorral. Alexander Cohen lo observaba detenidamente, quizá esperando que de un momento a otro estallara en llamas parlantes, tal y como lo había leído hasta el cansancio en sus libros sagrados. A pesar de los años que llevaba cabalgando por el desierto de Arizona, aún le seguía maravillando. Finalmente —pensaba—, lugares como ése, o como Judea, el Gobi o Arabia Saudita, eran cuna de hombres del mismo tipo: afilados, tenaces y conscientes de que la voz de Dios sólo puede escucharse en esas soledades.

Alzó la vista para encontrarse con la tiniebla en que se fundían el horizonte y el cielo, diferenciados únicamente por los manchones de luz que eran las estrellas. Encendió su linterna, apuntó el haz hacia el piso y dudó por un momento que tan anémica iluminación fuera capaz de mostrarles el camino a él y a sus hombres.

Necesitaba más luz.

Se sacudió las botas y masculló. Baruj Ata Adonay, Eloheinu Melej Ha’olam. Le vino a la memoria su padre. Era muy probable que, de haber vivido lo suficiente como para enterarse de su ocupación, el anciano hubiera agitado la cabeza con ese gesto tan suyo, mezcla de dulzura y regaño, con el que lo reprendía de niño. “Nosotros también vagamos por desiertos buscando nuestro lugar”, le hubiera dicho.

—Todo listo, teniente —le susurró William Forger, su segundo al mando, sacándolo de la ensoñación—. Los ilegales están detrás de aquellas rocas —señaló al horizonte. Cohen tomó sus binoculares infrarrojos para observar el punto. De entre la formación pétrea se elevaba una aguja de humo.

—¿Qué hora es? —le preguntó a Forger.

—Las cinco cuarenta y uno.

—Tenemos como diez minutos antes de que amanezca. ¿Se comunicaron los helicópteros?

—Sí. No han visto pasar a nadie.

—¿Cómo están los perros?

—Con los colmillos listos.

—Dile a Alonzo que no les retire el bozal.

—Pero…

—Hazlo.

Farfullando, el segundo al mando regresó al canal seco en el que estaban guarecidos los hombres. Las siluetas oscuras y la posición de los agentes les daban el aspecto de escorpiones agazapados en su nido. El silencio, como la oscuridad, era casi absoluto, apenas rasgado por el aserrar de sus respiraciones. La tormenta de arena que unos minutos antes les había azotado los rostros, amainaba por fin. Forger se dirigió al agente que cuidaba a los canes.

—Mantenlos amordazados.

El joven asintió con la cabeza para luego acariciar las orejas de los dos pastores alemán que por tres días los habían guiado. Los animales se calmaron; él, no. Era su primera misión de campo y estaba tan ansioso que sentía la sangre brotarle por las orejas. Otro de los oficiales, Geronimus Sandhorse, lo llamó con un gesto. Se separaron un poco del grupo para encender un par de lucky strikes.

—¿Qué piensas? —susurró Sandhorse, observándolo desde sus ojos de indio navajo. Alonzo escudriñó el cielo con la mirada.

—Ni una sola rodaja de luna.

—Sí. A los polleros les ayuda —Geronimus se llevó el cigarrillo a la boca, lo chupó con gula y esperó unos segundos antes de liberar el humo por las fosas nasales—. Lo que me jode es que ni siquiera sabemos a quién seguimos.

—Creo que es al Caballero —como en un duelo de humo, Alonzo dejó escapar una bocanada que abofeteó el rostro de su compañero—. Se lo escuché decir a Forger durante la madrugada.

—Humm… ¿Y para qué tanto secreto?

—No querían filtraciones. Sospechan que hay un topo en el grupo.

Sandhorse chasqueó la boca.

—¿Y ponen a Cohen al mando de esta operación? —el navajo soltó una carcajada mezclada con tos—. Mandan al coyote a cuidar gallinas.

—No digas eso. El teniente es un buen policía.

—¡Je! —respondió el navajo—. Se ve que eres nuevo. Todos aquí sabemos que el judío es el topo de…

—¡Apaguen eso! —les dijo Cohen con firmeza. Ambos tiraron las colillas y regresaron a sus posiciones. El jefe se encontraba ahora junto al grupo. Con una seña, les indicó que se acercaran a la manera de un equipo de futbol.

—Esto lo digo especialmente para los que se incorporan al grupo por primera vez —hizo una seña con la cabeza a Alonzo—, pero también escúchenlo los demás. Sé que hemos pasado más de dos días a caballo, comiendo poco y durmiendo menos. Les agradezco su esfuerzo. Estamos siguiendo la pista de un traficante de personas; probablemente, el más famoso de todos ellos. El hombre es especialmente hábil y astuto, pues en los más de diez años que llevamos tratando de arrestarlo, apenas si nos ha dejado algún indicio. Su edad fluctúa entre los cincuenta y cinco y los sesenta años, mide aproximadamente seis pies de estatura y tiene un rostro muy peculiar, inconfundible —Cohen les repartió algunas copias fotostáticas—. Éste es un retrato hablado del llamado Caballero del Desierto. En unos minutos, cuando capturemos al grupo de indocumentados, quiero que estén muy atentos: es probable que quiera confundirse entre los ilegales. Carguen sus armas con balas de caucho, pero sólo utilícenlas en caso de absoluta necesidad. Avancen en cuanto les dé la orden.

Cohen se separó un momento del grupo para observar el cielo. La negrura se comenzaba a rasgar en jirones morados. William Forger se acercó.

—¿Estás loco? —escupió las palabras con furia—. No quieres que les quitemos el bozal a los perros ni que utilicemos balas de verdad. ¿Y si los grasientos están armados?

—No lo están. Él no usa armas.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé, simplemente —Cohen se limpió las sienes con la manga.

—Disculpa —Forger hizo una caravana irónica—, no recordaba que tú y él son “compadres”.

La voz de Cohen se hizo más grave.

—¿Hay algo que quieras decir acerca de mi integridad?

—Nada —el segundo al mando retrocedió un paso—. Pensaba en voz alta. A veces le tienes demasiadas atenciones.

—Me salvó la vida, ¿recuerdas? —se volvió hacia los agentes—. ¡Avancen!

En un momento, el grupo corría en delta, con las armas en alto, hacia la formación rocosa.

—¡Patrulla Fronteriza! —gritó Forger—. ¡Quietos todos!

Los perros hicieron sentir el poder de su musculatura, por lo que Alonzo, correas en mano, tuvo que acelerar para no ser arrastrado. Saltaron las rocas. Ahí, en el lugar en donde esperaban ver una docena de wetbacks aterrorizados, sólo encontraron envases vacíos, pañales usados y envolturas de comida. Los canes comenzaron a remover un montón de trapos sucios. Justo en el centro humeaba la fogata que los había guiado.

—No hay nadie, jefe.

—¿Cómo? —preguntó Cohen cuando los alcanzaba.

—¿Qué dem…? —balbuceó, lívido, Forger—. No, no es posible. Entonces ¿por qué los perros estaban tan agitados? ¿Y el humo?

Alonzo fue hacia los pastores y tomó un trozo de tela. Olfateó el despojo. Sonrió. Su padre tenía una clínica veterinaria en Douglas, y en ella, durante sus veinte años de vida, había olido el mismo aroma con el que esas ropas estaban impregnados: fluidos de perra en celo.

—Es un señuelo.

—¿Y el humo?

—Hay trucos, jefe —le contestó el navajo—, trucos que saben los indios para hacer que una fogata encienda horas después de haber sido abandonada.

Forger pateó las piedras que rodeaban la hoguera, dispersando las cenizas por el suelo. Cohen, por el contrario, se dedicó a observar los restos del campamento abandonado. En silencio, se inclinó para recoger una cáscara de limón.

—Hoy no te me escapas —masculló al tiempo que sostenía el pedazo de cítrico entre sus dedos. Se irguió para dirigirse a sus hombres—. Pongan atención, esto aún suelta jugo. No hace mucho que la tiraron, por lo que no deben estar lejos —con su radio transmisor dio indicaciones a los helicópteros—. Me informan que no pasaron ni para el noreste ni para el noroeste; por lo tanto, sólo pudieron caminar al norte, hacia la interestatal ochenta y seis.

—¡Muévanse! —gruñó Forger.

Los hombres corrieron a sus monturas, resguardadas a medio kilómetro, y en treinta minutos llegaron a la carretera. Cohen ordenó cerrar la vía a pesar de las quejas de los camioneros que esperaban llegar a Phoenix antes de mediodía. Los oficiales fronterizos desmontaron para recorrer la carretera a pie, escrutando el interior de los vehículos. Se escuchó el aletear metálico de los helicópteros aterrizando en las cercanías. Momentos después, los pilotos se unieron al grupo con sus cascos bajo el brazo. Cohen se les acercó.

—¿Vieron algo durante la noche? —les preguntó Alexander.

—Tuvimos problemas, señor —le contestó uno de ellos—, no hubo mucha visibilidad. No pudimos distinguir nada.

Cohen fijó su vista en un punto en el camino. Pareció hablar solo, pero los pilotos adivinaron a quién se dirigía.

—Y ahora… ¿Cómo lo hiciste?

—Algo debe haber, alguna pista —Forger masticaba las palabras con nerviosismo. De repente Sandhorse, sin poder evitarlo, comenzó a reír.

—¿Cuál es el chiste? —le gritó el segundo al mando.

—Creo que encontré algo.

Todos fueron adonde estaba el navajo, quien les mostró nueve mantas de lona, teñidas con el mismo tono rojizo de la arena del desierto, tiradas junto a un matorral.

—Es por eso que no los vieron los pilotos —explicó Geronimus—. Se fueron cubriendo, en medio de la tormenta de arena, hasta aquí. Muy listo.

—¡Carajo! —masculló Forger, quien se volvió para enfrentar a los pilotos—. ¿Y los instrumentos no detectaron nada, o ni siquiera los usaron?

—Lo hicimos —le contestó uno de ellos con la vista en los zapatos—, lo que pasa es que los infrarrojos no sirven de mucho durante una tormenta.

—Cálmate, Forger —ordenó Cohen—. Hicieron bien su trabajo.

Forger se quitó la tejana, se secó la frente con un pañuelo. A pesar del calor, que aún no era muy intenso, sudaba. Se acarició los bigotes rubios mientras intentaba respirar con normalidad. Se dirigió a Alexander.

—No pareces molesto ¿sabes? Es más, casi pareces feliz de que haya escapado.

—¿Qué podemos hacer? Nos ganó de nuevo ese viejo zorro —se volvió a sus hombres—. Abran la carretera otra vez. Nos retiramos.

Los policías fronterizos desbloquearon la vía y regresaron a sus caballos. Las hélices de los helicópteros comenzaron a levantar rulos de polvo. Sólo se quedaron atrás Sandhorse y Alonzo. Analizaban los rastros que había dejado el pollero.

—Pues bueno, sabemos que se los llevó de aquí en cargueros —dijo el navajo—, y que pasaron por aquí antes del amanecer —se inclinó para tocar las marcas de neumático con la yema de los dedos—. En este momento deben estar bañándose en Tucson, o durmiendo en un ómnibus, cerca de Las Vegas.

—Fuera de peligro.

—Así es —Sandhorse se sacudió el polvo de las botas—. ¿Sabes? Los viejos de mi pueblo dicen que el Caballero no es un hombre, sino uno de los espíritus del desierto, que nunca lo atraparemos, que está hecho de arena y es capaz de desgranarse para viajar entre los vendavales.

—¿Sabes, Geronimus? —suspiró el novato—. Lo estoy comenzando a creer.