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Desde la torre

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.

Francisco de Quevedo

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INTRODUCCIÓN

 

IGNACIO DÍAZ RUIZ

 

 

 

María (1867) es indudablemente una novela de enorme y singular popularidad en el ámbito hispanoamericano; su emotivo argumento, vasta divulgación, pronta fama, número de ediciones y trascendencia continental dieron a Jorge Isaacs —su autor—, y a Colombia —país de origen del escritor y referente geográfico y social del relato—, un gran renombre y una dimensión poco común en las letras de estas latitudes.

Reconocida como una novela clásica, excepcional acontecimiento editorial y literario en nuestra historia cultural (en su momento, tuvo innumerables ediciones de varias calidades y buena recepción crítica), María, por sus propias características intrínsecas, es un libro paradigmático del género novelístico del siglo xix en Hispanoamérica y una de las expresiones más acabadas del romanticismo americano. Al mismo tiempo, por otro lado, desde la perspectiva actual, esta novela puede ser considerada como un antecedente, una temprana prefiguración, del auge editorial de la novela en América Latina del siglo xx; y, a su vez, Jorge Isaacs como el autor del relato más ejemplar del romanticismo colombiano e hispanoamericano; y, al igual que otro colombiano en el siglo siguiente, Gabriel García Márquez, como uno de los narradores de mayor fama y reconocimiento continentales.

En su novela, Isaacs construyó certeramente un modelo de vida, elaboró un esquema de personajes y de situaciones, un sistema de convenciones y relaciones donde formula un mundo ficticio que permitió al lector hispanoamericano decimonónico encontrar expresiones, ideas y afinidades acordes a su sensibilidad e imaginación. María es, en esencia, una novela de amor. De un tipo de amor romántico con orientaciones idílicas e idealistas, identificado con lo espiritual y sentimental, lo noble y puro, con apenas ligeras y discretas rupturas, atisbos de sensualidad y erotismo: “La historia de María y Efraín, en su más elemental sentido anecdótico, es simplemente la historia de dos adolescentes sometidos a un destino que les es contrario y que, minuto a minuto, los lleva, por caminos que ellos no pueden prever, al encuentro con la separación final a la muerte de María.”1 Sus protagonistas: ella, huérfana de origen judío, adoptada por unos hacendados, es una mujer hermosa, discreta y agradable; él, hijo de esa misma familia terrateniente, es un joven educado de espíritu noble y sensible; desde la infancia, ambos viven con fraternal afecto una situación idílica que más tarde se transforma en su primer y único amor. Relación armónica e ideal, casi perfecta, fracturada e interrumpida por la enfermedad y finalmente por la muerte de la heroína.

La historia de María y Efraín se sustenta fundamentalmente en una forma de ver el mundo, en la elaboración de estados de ánimo y manifestaciones emotivas; en rigor, la trama es escasa, constantemente dilatada e interpolada por abundantes sentimentalismos y minuciosos referentes del medio ambiente regional. Desde el principio el lector tiene los indicios de una historia con final trágico, con un desenlace fatal: “Una tarde, tarde como las de mi país, engalanada con nubes de color de violeta y lampos de oro pálido, bella como María, bella y transitoria como fue ésta para mí, [...] ¡Ay, mi alma y la de María no sólo estaban conmovidas por aquella lectura: estaban abrumadas por el presentimiento¡;”2 en este sentido, el interés narrativo no radica en el previsible desenlace, ni en la celeridad y viveza del encadenamiento de las secuencias, se orienta hacia la conformación de una muy larga sucesión de cuadros llenos de informaciones y detalles que sirven de elocuente y densa escenografía donde estos personajes románticos se desplazan.

Desde las menciones iniciales que se refieren a la protagonista se percibe, con toda evidencia y precisión, una composición de espacios y circunstancias bien armonizados, suaves, puros, amables, perfectamente bien enmarcados: “María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre”(i) En efecto, las acciones y las innumerables descripciones se caracterizan por crear y destacar efectos de belleza y de encanto para componer circunstancias que oculten o disminuyan los desequilibrios, para destacar tonos afines a un mundo apacible y hermoso. Este breve pasaje, por ejemplo, identifica a María con la madre de Efraín, las sitúa simbólicamente en un mismo espacio; asimismo mediante esa especie de guirnalda florida delimita la figura de la amada, con lo cual le crea un halo propio de las vírgenes. Cada secuencia, a veces mera invocación estática y lírica de un paisaje, descripción inagotable de la flora y fauna regionales, listado de datos folclóricos, constantes cuadros de costumbres y referencias locales, da cuenta de una voluntad ordenadora, embellecedora que busca buenas relaciones y equilibrios entre los individuos, la sociedad y la naturaleza; espacios narrativos que apuntan, no hay duda, a elaborar un especie de paraíso terrenal, donde la fealdad, la pobreza, la miseria, la suciedad, la maldad, los aspectos negativos han sido desterrados de ese espacio idealizado:

 

Guabos churimbos, sobre cuyas flores revoloteaban millares de esmeraldas, nos ofrecían densa sombra y acolchonada hojarasca donde extendimos las ruanas. En el fondo del profundo remanso que estaba a nuestros pies, se veían hasta los más pequeños guijarros y jugueteaban pequeñas sardinas plateadas. Abajo, sobre las piedras que no cubrían las corrientes, garzones azules y garcitas blancas pescaban o se peinaban el plumaje (xix).

 

La imposición y absoluto dominio de esa mirada plácida sobre la naturaleza se manifiesta también en los momentos adversos a los protagonistas; en ningún pasaje el ámbito natural, exuberante y feraz escenario de los sentimientos y las emociones de la amorosa pareja, deja de ser armónico y estetizante a pesar de sus tonalidades melancólicas y tristes:

 

Soplaba de la sierra un viento frío y destemplado que sacudía los rosales y mecía los sauces, desviando en su vuelo a una que otra pareja de loros viajeros. Todas las aves, lujo del huerto en las mañanas alegres, callaban, y solamente los pellares revoloteaban en los prados vecinos, saludando con su canto al triste día del invierno (xvi).

 

Esa visión edénica, fuertemente relacionada con la naturaleza regional, define al medio rural colombiano descrito: “[...] el valle del Cauca tiene la prodigalidad del paraíso, y todas sus criaturas, la bondad con que Dios las creó [...]” ;3 este espacio imaginario, casi bucólico, tiene asimismo una identificación directa con la infancia, la edad de oro, la edad de la inocencia. Bajo estos postulados, el del edén y el de la primera edad, los protagonistas con sus respectivas acciones y motivaciones se deslizan amablemente en una naturaleza digna de confianza, en un paraíso copartícipe y solidario; utopía donde la totalidad conforma una suerte de concierto natural en la cual los individuos no tienen divergencias ni conflictos en su localidad y contorno social: “La niña cuyas inocentes caricias habían sido todas para mí, no sería la compañera de mis juegos; pero en las tardes doradas del verano estaría en los paseos a mi lado, en medio del grupo de mis hermanas; le ayudaría yo a cultivar sus flores predilectas; en las veladas oiría su voz, me mirarían sus ojos, nos separaría un solo paso”(iv). Las relaciones son cándidas, las miradas puras, la compañía placentera y tranquila, las estaciones gratas; en términos generales, todo se orienta a formular un universo ameno, perfecto, evocativo, suave, sentimental, ideal; la narración construye, de esta manera, una cotidianeidad amable y pacífica: el reino de las virtudes, la honestidad, la integridad, la pureza, la fraternidad, la amistad y, sobre todo, el amor impecable. Casi el paraíso.

Las beatíficas relaciones de este romance alcanzan también a determinar y a caracterizar al conjunto social; si la pareja es agraciada y venturosa, la familia de hacendados y toda la comunidad de la región, en consecuencia, logran estados semejantes, también son dichosos: “Esa sociedad feudal, feliz, en la que patronos, peones y esclavos conviven sin sordidez, está idealizada como los amores de los dos señoritos.”4

En otro aspecto, el perfil más constante y sugerente de María se identifica con evocaciones religiosas, con rasgos de aspecto sagrado; desde su cambio de religión y de nombre (de judía a católica, de Ester a María), hasta las claras comparaciones y coincidencias que se establecen entre la heroína y un símbolo clásico de pureza: “[...] sonrió como en la infancia me sonreía; esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles, sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael”(iii); descripción del sentimiento de Efraín que, a su vez, constituye un motivo recurrente y una invocación, un vade retro, contra lo físico, el erotismo, la sensualidad y la sexualidad. Esta idea purificadora del amor los protege, aleja y preserva de las relaciones peligrosas que pudieran fracturar su idea romántica del paraíso. María es una deidad religiosa, un numen, un ideal para venerar y adorar. Por esta comparación que la define, la imagen de María aparece siempre pura y lejana:

 

[...]¿Y la Virgen de la Silla?

Tránsito acostumbraba preguntarme así por María desde que advirtió la notable semejanza entre el rostro de la futura madrina y el de una bella Madona del oratorio de mi madre.

—La viva está buena y esperándote, le respondí; la pintada, llena de flores y alumbrada para que te haga muy feliz (xxxi).

 

Esa concepción de mujer virginal o mujer angelical es parte de los reconocimientos y tratamientos que recibe la joven heroína; esta forma de construir y describir a María tiene varios significados: es un medio para perfilar un amor casto, eterno y celestial, un recurso para presentar una relación intangible, ajena a lo terrenal y lo efímero; este símil, por otro lado, tiene referentes directos del cristianismo y del autor de El genio del cristianismo: “Las páginas de Chateaubriand iban lentamente dando tintas a la imaginación de María. Tan cristiana y llena de fe, se regocijaba al encontrar bellezas por ella presentidas en el culto católico.”(xiii) La aspiración romántica, en este caso, ajena a lo inmediato y lo corporal, es de carácter ascendente y celestial: “como un don de Dios”, “luz inextinguible del pasado; flor guardada en el alma y que no es dado marchitar a los desengaños; único tesoro que no puede arrebatarnos la envidia de los hombres; delirio delicioso… inspiración del Cielo…¡María! ¡María!” (VI); así en esta novela predominan las flores del bien, los sentimientos castos, las convenciones sociales, las buenas y cuidadosas costumbres, casi un manual de urbanidad, que permiten convertir al libro en una guía de las relaciones puras e ideales: “María se hace clásica y empieza a circular de mano en mano como un breviario del amor casto:”5

Las excepciones que confirman este principio también están presentes; las acechanzas del cuerpo y de la sensualidad son reiteradas; minucias, detalles, fetichismos menores: la trenza, la cabellera, el talle, las mínimas desnudeces, los pies, las flores (silvestres, cultivadas, recién cortadas, coloridas, abandonadas, secas), el perfume, la ropa, el cofre, las cartas, el guardapelo, la sortija, el pañuelo; por ejemplo, después de la muerte de María, Efraín declara: “mis manos y mis labios palparon aquellos vestidos tan conocidos para mí” (lxiii); en fin, objetos y detalles ajenos, hasta cierto punto, a la visión estricta y pudorosa que predomina en la novela.

Otro aspecto digno de destacar en esta narración es el relieve que le otorga Isaacs a la naturaleza y al paisaje, “al nativo valle”; “mi corazón —dice Efraín— rebosaba de amor patrio”; la enfática utilización de los escenarios naturales da cuenta de una vigorosa aproximación a la tierra y a la localidad; entre otras, ésta es una característica para reconocer en María una significación nacional; “Americanismo, no exotismo”, resume Anderson Imbert para definir esta actitud, vocación y afinidad del autor. No son pocos los pasajes donde el narrador, en mengua de la trama principal, se detiene prolija y entusiastamente para hacer un excepcional recuento de fertilidades y abundancias de una naturaleza pródiga. En cierto sentido, evoca los notables asombros y descubrimientos inventariados por los cronistas; también contiene ecos y resonancias de Rousseau y aspectos del espíritu científico de Humboldt y Darwin. El mismo Isaacs realizó estudios de botánica que le permitieron una mejor y mayor capacidad descriptiva y enumerativa. Por otro lado, no se puede dejar de mencionar, que en esta enorme presencia de elementos naturales se observan antecedentes de la posterior narrativa regionalista y telúrica, específicamente de La vorágine de José Eustasio Rivera, Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, de algunos relatos de Horacio Quiroga. En el mismo sentido, la inclusión de un vocabulario “de los provincialismos más notables que ocurren en esta obra (de Cauca y de Antioquia)”; da cuenta de su sólida relación con la literatura costumbrista, con la que comparte varias filiaciones, y con los afanes localistas y nacionalistas por explorar y divulgar, a través de las peculiaridades del habla regional, las esencias y las raíces de un mundo natural y social en proceso de afirmación y consolidación.

Seymour Menton, por su parte, apunta en la conducta de Efraín claves significativas para la construcción y desarrollo de este relato; mediante una especie de trinidad amorosa ( el amor por María, por la comunidad y por la tierra) da cuenta de los ingredientes que prevalecen en esta historia: “Mucho más satisfactorio resultar interpretar la novela como una evocación de la juventud de Efraín sobre la doble base del amor por María y del amor por la tierra, éste último bifurcado a su vez como el amor por el paisaje tanto natural como humano.”6

Este relato, en resumen, es una singular síntesis del romanticismo trasplantado a nuestras latitudes; sin embargo, María y Efraín encarnan, a su vez, sus propios perfiles de originalidad y peculiar estirpe; al mismo tiempo que se reconocen sus identidades y genealogía con otras parejas literarias como Pablo y Virginia, Abelardo y Eloisa, actúan y actualizan y adaptan los grandes tópicos de la escuela romántica: la exaltación de un yo individual, derrotado y solitario; la tristeza y la melancolía como expresiones heroicas; las afinidades con lo exótico que permiten comparar y conciliar lo propio; el paisaje local y regional en cómplice consonancia con los sentimientos humanos; el reconocimiento de lo afectivo, lo intuitivo y lo irracional como parte esencial del individuo; la retórica de los sentimientos y las emociones, del dolor y el llanto como contrapeso a la mera y objetiva racionalidad; la lengua coloquial y regional, las costumbres, la tradición y el folclore como ingredientes de renovadas significaciones estéticas y culturales; la concepción del mundo como un edén donde la mujer es una virgen y el hombre un ser con devoción para su culto; y centralmente, como axis mundi, el amor como atmósfera de la realidad, donde la fatalidad es el único y último límite.





1 Gustavo Mejía, “Prólogo”, p. xiii, en Isaacs, Jorge, María, pról., cronología y notas de Gustavo Mejía, Caracas, Ayacucho, 1978. (Biblioteca Ayacucho: 34).


2 Referencia del capítulo xiii de María; en adelante, se indicará únicamente el número romano referente al capítulo.


3 Enrique Anderson Imbert, “Estudio preliminar”, p. xxi, en Isaacs, Jorge, María, México, fce, 1951.


4 Op. cit., p. xxix.


5 Op. cit., p. xxx.


6 Seymour Menton, “Estructura dualística de María”, Thesaurus, Bogotá, tomo 25, núm. 2, 1970, pp. 251-252.

 

MARÍA