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psicología y psicoanálisis



DIRIGIDA POR OCTAVIO CHAMIZO


CUERPO Y AGRESIVIDAD



por

FRANCISCO PEREÑA




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INTRODUCCIÓN: LA CORRUPCIÓN DE LA CARNE

“No creer en la inmortalidad del alma, sino contemplar la vida entera como algo destinado a preparar el instante de la muerte…”

SIMONE WEIL





Ya algunos gnósticos se quejaban de que la materia corporal era el fracaso de Dios puesto que era el triunfo de la corrupción, la pasión y la muerte. ¿Cabe redención para esa materia corrupta?, se preguntaba Marción de Sínope. Sin embargo, si la vida es desgracia y desesperación, la esperanza de redención puede ser el intento de convertir esa desesperación en amor y sabiduría. Hay también otro modo de olvidar la corrupción de la carne, su vulnerabilidad, que consiste en instituir su eternidad como cuerpo místico. La distinción entre cuerpo y carne es antigua. Si la carne significa expropiación, el cuerpo es apropiación. Eso establece una relación de contrariedad entre la carne y el cuerpo. Para algunos teólogos, caro estaba relacionada con la Eucaristía, la carne que se comía, mientras que corpus representaba a la Iglesia como principio de unidad y de poder. De ahí que S. Weil considerara, por su parte, incompatibles la Encarnación con la Iglesia: la Encarnación es espacio de vida y de pasión, mientras que la Iglesia lo es sólo de unidad y de poder y es, como toda institución, desencarnación, que ignora el canibalismo en el que se sostiene, la pasión más genuina del cuerpo humano, es decir, del cuerpo falto de unidad que busca la fusión caníbal. El cuerpo es comestible, dijo el pintor Francis Bacon, comestible significa el ansia de fusión, de incorporación, de cómo incorporar la carne del otro a la pasión del cuerpo. La pasión del cuerpo es un anhelo de fusión, el canibalismo es la pasión del cuerpo corrupto y encarnado, de la materia corporal fracasada que habría dicho Marción de Sínope. La eternidad, el cuerpo místico, es una desencarnación del cuerpo del amor. En Homero, eternidad significaba la falta de circulación sanguínea que, como consecuencia o condición de la inmortalidad, se da en los dioses. La sangre es la pasión. Cristo se hace hombre para poder derramar su sangre en sacrificio expiatorio, y “la belleza perfecta de los relatos de la Pasión”, de la que hablaba Simone Weil, posee la atracción del tormento y del derramamiento de sangre, de la herida abierta que busca permanentemente su restañamiento.

Bacon volvió varias veces sobre el tema de la Crucifixión. La Crucifixión sigue siendo un motivo constante de la pintura. Pero hay una diferencia que consiste en que mientras la pintura religiosa, independiente de la calidad artística del pintor, busca representar el valor consolatorio e incorruptible del dolor de Jesús, la perspectiva de la salvación que culmina con la resurrección del cuerpo; a diferencia de eso, la Crucifixión de Bacon subraya o trae a primer plano, como también lo hace la escritura de J. Winkler, la corrupción de la carne. Por eso muestra el interior del cuerpo, las vísceras, huesos y cartílagos, lo indigerible por el sacramento de la Eucaristía entendida como unidad mística del cuerpo. El amor de Cristo es la suprema expresión de la renuncia de quien se ofrece a ser comido como complemento exultante del dolor y de la corrupción del cuerpo. Si de esa perspectiva se quita el mito de la salvación eterna sólo nos queda la pasión caníbal de incorporar la carne del otro a la propia carne. Contemplar el cuerpo del dolor, que Cristo representa, constituía la fuerza de su atracción amorosa para S. Weil. La desdicha, el amor y la esperanza eran una misma cosa. La desdicha se hace inseparable del sufrimiento físico, y el sufrimiento físico constituye el instante de la mayor cercanía y, por lo tanto, de la esperanza. Es un instante detenido, por lo que la esperanza no es una figura del tiempo sino de la eternidad. La pasión de Cristo está por siempre, eternamente, presente en la Eucaristía convertida en símbolo del cuerpo incorruptible. La Resurrección fue un mentís a la Encarnación. Los trípticos de la Crucifixión de Bacon rompen ese instante eterno y con ello el simbolismo radiante del cuerpo llamado a su resurrección, a su inmortalidad. Es un cuerpo corrupto reducido al tríptico de Eliot: nacer, copular, morir. Nacer a la mayor indefensión del cuerpo, copular buscando la fusión de los flujos y las vísceras, la voracidad que empuja la carne a la carne y, por último, morir como expresión definitiva del pulso corporal y como arrebato de la pasión, que da al amor no sólo el sino de lo vulnerable y efímero sino el ansia de la fusión.

¿Es posible un amor no caníbal? ¿Es posible el amor como no ejercicio de la fuerza? ¿No es un contrasentido? ¿Es posible deslindar el afecto de la violencia, incluso de la crueldad? ¿No hay en el anhelo sexual un deseo de matar? ¿No sucede con los amantes que alguno de ellos perece y se inmola para servir de pasto y alimento del otro, y eso aun en el caso de que no sea posible definir de quién fue la victoria final si es que la hubiera? Separar la agresividad de la sexualidad, fue una de las propuestas terapéuticas de Freud. Pero le costaba pensar una sexualidad sin agresividad. Para tranquilizarse recurrió una vez más al fácil argumento de poner el sadismo al servicio de la reproducción de la especie buscando su fundamento fuera del sujeto para así deshumanizarlo. Siempre ese intento de querer justificar al humano con la argucia de enviar a la condición animal todo ese tórrido asunto de la relación de la agresividad con el deseo carnal y la vulnerabilidad de los cuerpos. Pero no estamos por encima del tiempo ni escapamos de la cercanía fiel (Rilke) de la muerte. La rabia es rechazo de la muerte y del amor, es necesidad de victoria. El sufrimiento expiatorio, como victoria sobre la muerte, requirió la instauración de la Iglesia para que esa victoria pudiera adquirir los atuendos del poder y tomara el torvo y frío rostro de la eternidad y de la asfixia. No hay desdicha mayor que aquella que borra las huellas de su origen: la soledad de un cuerpo indefenso que sólo puede vivir del desvelo del otro. Esas huellas se borran o se tapan con la armadura de la institución que enarbola la razón del sentido y es, por eso, eterna instauración del símbolo. Por el contrario, la desdicha como enigma de un sufriente anhelo corporal es acontecimiento singular, es tiempo padecido y también respiro, pues únicamente el acontecimiento abre la posibilidad.

La “atención creativa” de la que habló S. Weil es esa posibilidad, es un nombre del amor que suspende en ese instante (al menos en ese instante) el ejercicio de la fuerza. Si no hay acontecimiento, instante y temporalidad nada cabe escuchar. La atención se da en el seno de la relación con el acontecer. Por eso es a la vez espera y paciencia, sin precipitación, es vacío y falta, es abandonar el centro de la atención para orientarse hacia los demás, pues la escucha nos coloca del lado de los que pierden y de lo que se pierde, sin promesa de salvación pero como terreno propicio para los sentidos, para vivir y respirar. La atención es escucha de lo vulnerable y de lo corrupto, de su temporalidad y de su recorrido. No lo suple, no lo interrumpe, ni lo devora con su impaciencia, ni lo asesina con su horror al vacío. La corrupción de los cuerpos tiene su tiempo y es implacable en su vulnerabilidad manifiesta y en su cansancio.

El cansancio atenúa el movimiento y disminuye la esperanza, y entonces se puede callar y prestar atención, se puede mirar la desdicha de cara. Esa relación entre desdicha y atención es una conquista del cansancio, el cansancio tanto de la violencia como del engreimiento, tanto de la desesperación como de los ideales, cansancio en definitiva de la exigencia familiar, de esa servidumbre cuyo objetivo último es reducir el otro cuerpo a mero objeto y así poder transferir sobre ese cuerpo maltratado una mendicidad convertida en miseria. A veces esa destrucción es tan pesada e insistente, como si le fuera la vida en ello, que carece de límite, y se extiende a cualquier manifestación de un deseo propio, ya sea en las parejas, en los hijos o en los compañeros de camada grupal. Cuando en esas condiciones el cuerpo no se instituye como suplencia de unidad mística, aparece la destrucción libidinal de la carne. Por ello, la Institución quiere suplir el fracaso de los encuentros entre los hombres bajo el modo farisaico de la comunidad. En ese caso su destrucción es más eficaz y se hace con mayor disimulo, ciega más a medida que los muros de la cerca han perdido de vista tanto la desdicha como la atención, se tapa las orejas con la abstracción del discurso. Por eso he escrito que el psicoanalista institucionalizado tiene el riesgo de la ceguera y, lo que es aún peor, de la sordera, pues no presta atención más que a la relación del paciente con el psicoanálisis instituido como cuerpo místico. Ésa es una atención sorda, la atención está absorbida por lo que ocupa el centro de atención: la misma institución psicoanalítica. Como diría S. Weil, es una atención ocupada, no desocupada como lo es la “atención creativa”.

Lo desconocido es lo más particular, lo más material, lo más alterante y, por ello, lo menos inteligible. El discurso se alimenta de la abstracción y de la diferencia específica. El cuerpo es singular en cuanto que es carne corrupta. El cuerpo de la diferencia específica es abstracto, desconoce la materia fracasada de la corrupción. La corrupción de la carne es la que nos hace sujetos de la experiencia. Hay un momento en ese camino de la corrupción de la carne en el que nos encontramos de nuevo con la sensibilidad y nos apartamos de la abstracción, y sentimos el pulso mudo de esa corrupción del cuerpo, y entonces nos sentimos cercanos en una soledad sin remedio.

El cuerpo de la corrupción era en la antigua Grecia el cuerpo de la súplica. Suplicante en el griego clásico significaba “el que viene”. El suplicante está siempre en camino, extraviado. De origen desconocido, protegido de Zeus, interrumpe el poder y la armonía del hogar. En eso Zeus es exigente, él conduce al suplicante y obliga al amo del hogar, y por eso Homero nos cuenta que cuando se acerca ese cuerpo extraviado “un estupor invade a aquel a quien se acerca”. Desajuste, por el cual quien se acerca y el cercado se encuentran en la sorpresa o en el desconcierto, en la incomodidad de la súplica, se prestan atención, y en ese prestar atención a lo extranjero surge la palabra en el mismo instante de la escucha, no antes sino en el instante de la alteración y de la intrusión. Y entonces quizá la vida no abstracta es posible, y, como dice el último canto de la Ilíada, el anciano Príamo puede sentarse a la mesa para descansar y recuperar el hambre y las ganas de comer, en ese momento en el que los dos más extraños, Príamo y Aquiles, lloran la común desdicha de sus muertos y pueden sentarse a la misma mesa, cansados de tanta batalla, una vez que la atención ha establecido la distancia o la medida, como preferiría decir Homero, entre los cuerpos. La palabra es escuchada y el cuerpo permanece aún con vida, no sometido a la unidad de lo idéntico, frente al estrépito de los bandos y el canibalismo del hogar.

El cansancio permite mirar de cara a la muerte, sin intermediarios, sin la sola noticia de los caídos, sin reclamo, en esa soledad ante la cercanía de la muerte que se hace presente en el cuerpo cansado de reclamar su lugar en el cuerpo del otro, en el cuerpo mortal de quien necesita el alimento y su súplica. El cuerpo corrupto no se engaña con la guerra, camina, extranjero, cansado y vulnerable, lleno de sensibilidad desprotegida. La sensibilidad que viene protegida por el ideario abstracto de la salvación, muere de asfixia por solicitar el secreto de la salvación a la intimidad de la desdicha. Descargarse de la desdicha tomándola como secreto de una promesa de salvación, cambiar encarnación por resurrección, es el afán del hombre, un afán que desconoce el cansancio y no acepta la derrota y que, por ello, se hace insensible y presta todo su entusiasmo a la abstracta ideología de la Patria, la Civilización, la Historia o la Resurrección de los cuerpos. En ese afán el hombre no parece cansarse de tanto correr tras los señuelos de la inmortalidad, y esa ausencia de cansancio conduce a la ofensa y a la torpeza de la apropiación. Por eso S. Weil, para no descargarse de la desdicha, se vio obligada a la renuncia, a ir en dirección contraria a sus creencias religiosas, a “no creer en la inmortalidad del alma, sino contemplar la vida entera como algo destinado a preparar el instante de la muerte…”, a “no hablar de Dios, ni siquiera en el lenguaje interior”, y siempre a buscar su impotencia a fin de convertir el horror de la creencia en Dios en el sentimiento, o la experiencia, de la fe, convertida, por esa paradoja, en el deseo excéntrico de bien y no de daño. Quizá entonces Dios no sea más que una manera de nombrar, como en Píndaro, la belleza de Helena, la hondura cansada del silencio o también el deseo que no puede vivir sin la carne y sin su distancia. El deseo es esa distancia que no cesa más que con la muerte y que, por lo mismo, requiere la corrupción de la carne y no su abstracta inmortalidad. No matarás es el mandato por el que decidimos permanecer en la vida frente al ansia de matar que conlleva la deformación de la inmortalidad. Se mata, o se muere, como un valiente, según el lenguaje soez de la necesidad de victoria, para alcanzar la inmortalidad, para abominar de la corrupción de la carne. El heroísmo, o lo que se suele nombrar como fe en el futuro, se alimenta de un entusiasmo que mata la sensibilidad desprotegida que viene del cansancio, de la distancia y de la soledad de un cuerpo viviente y corrupto. “Nadie más banal y hortera que un entusiasta”, escribió Sánchez Ferlosio. No sólo banal y hortera, sino temible.

Por eso ninguna enfermedad es hoy más temida y a la vez más extendida que la “depresión”, nombre banal de una melancolía que ha perdido el tono de tristeza y culpa con el que algunos aún se sienten vivir. Tememos la depresión porque es el coste del fracaso de la acumulación de bienes, del ideal del bienestar que se saldó con una idiocia de la sensibilidad que nos convirtió en crueles a la vez que en confusos inocentes. Cuando la riqueza económica se ve en entredicho, el miedo desvela la esclavitud que se inquieta y desazona a la busca de un amo. La esclavitud necesita un dueño para recuperar la esperanza y el sentido, aunque sólo fuere como posibilidad de revuelta. De la depresión generalizada no se suele salir sin un amo que devuelva el entusiasmo caníbal de la guerra. Una esclavitud sin amo es la desesperación, y lo habitual es que la desesperación no empuje al dilema moral del acto que consiste en cómo hacer y no querer dañar, o al cansancio del no hacer, que es un modo de prestar atención a la desdicha sin acusar al desdichado, sin atribuirse el papel de representante de la nemesis divina.

Pero la desesperación suele empujar, con demasiada frecuencia, a una alianza abstracta y criminal que bebe con ansia la sangre del enemigo que fuere para recobrar el ánimo. Ahora mismo, el mundo es un torpe y triste hormiguero de esclavos en busca de un amo desconocido y anhelado. Da miedo. Sólo aparecer la precariedad y la contingencia, el asomo de la contingencia frente a un sistema concebido como ley natural, y ya en lugar de la súplica se acude a las trincheras, se cierran las puertas del hogar y se solicita un Zeus de la victoria y no el Zeus protector y vengador del suplicante desconocido. El horror a la precariedad y a la contingencia hace del permanecer un grito de guerra, un cierre de filas. La permanencia, la necesidad de durar, de no ser perturbado, es la figura más inquietante de la inmortalidad en tiempos de precariedad. Se pierde así la oportunidad, la oportunidad quizá de abdicar de nuestra falaz omnipotencia y de recuperar el olor de la carne mortal, el sonido de lo que vive, el descubrimiento de la corrupción de la carne del deseo, sin sentido y sin otro poder que el instante efímero de ese deseo y de su posterior cansancio. Quien da la espalda a la muerte no consigue ninguna inmortalidad, sólo se adelanta a la muerte con su insensibilidad, con su muerte interior. Únicamente el estar de cara a la muerte, en esa perspectiva, permite sentir el instante de todo acontecer, cuya necesidad de denegar hace del sujeto un inepto para la distancia del amor y del deseo, un inepto para la sensibilidad.

Nunca debimos confundir negación con denegación, Verneinung con Verleugnung. La negación es el no ser que inaugura el sujeto de la palabra. El sujeto de la palabra es ese no. La palabra es creativa porque dice que aquello que es no es y por eso nadie puede suplir la palabra del sujeto por dañada que esté. El secreto de la palabra es no ser la cosa que dice y el secreto del sujeto es no ser aquello que representa, ni su función ni su representación. De ahí que el sujeto nunca sea anterior a su escucha, no puede ser cosificado para ahorrarse su atención. La palabra es la humildad de lo que no es. Los dioses envidian el deseo del hombre mortal, decía Homero. Querían encarnarse no para ser sino para no ser, para desear y sentir el instante de una palabra nueva o primeriza. Toda palabra de un sujeto es primeriza, no está previamente cosificada, conoce el vacío del que emerge, es un no a su cosificación, no tiene miedo al criterio y por eso es negación. Ése es el espacio de lo bello.

El miedo al criterio (a la fragilidad y a la temporalidad), a esa palabra aún no acaecida, rige, sin embargo, la denegación. La denegación es una defensa que opta por la anestesia, por la insensibilidad. No quiere saber y, sobre todo, no quiere ver al otro (cf. El hombre sin argumento), su distancia, su lejanía, su fragilidad y su inconsistencia. Lo mantiene a su servicio por ignorarlo. Lo ignora por mucho protagonismo que le dé, es sólo el protagonismo de la ficción yoica que se alimenta de un vampirismo ciego y confuso, pues se confunde con el otro y se irrealiza (o des-realiza) por afirmarse como ser. Carece de la humildad de lo que no es, carece de criterio. Esa “des-realización” se refiere a la corrupción de la carne, a la que deniega, es ficción de eternidad e ignorancia de la temporalidad. De la denegación se habla en este libro, de la denegación como miedo e ignorancia, sin conciencia de que vivir, incluso amar, es soledad y cansancio, de que los cuerpos no se confunden y son cada uno por su cuenta corruptos y efímeros, y que nada peor le puede suceder al hombre que su necesidad de eternidad. La denegación busca la permanencia, prepotente o inhibida, de una corporeidad indefinida y confusa. No toma su cuerpo como tramo de vida y sucumbe a la angustia y a la agresividad. El cuerpo es la cuestión, no el cuerpo como principio de unidad, sino la corrupción de la carne, la caída de todo pensamiento de permanencia.

La agresividad está enlazada con el extravío del cuerpo. Cómo tener un cuerpo que de torpe y extraviado que es parece el gran obstáculo para vivir y que sólo puede vivir del otro cuerpo. El hombre nace caníbal y siempre le queda ese impulso a invadir el cuerpo del otro, aunque sea, como generalmente es, por miedo. El miedo nos hace activos y charlatanes, no descansa, vincula la dependencia con la expulsión, ese extraordinario malentendido de querer y rechazar a la vez, de apropiarse y destruir aquello de lo que quiere su total apropiación, y que tan pronto se observa en el infante. Pretender buscar la fuente de la violencia y de la crueldad en el organismo animal es el error de una época, como la que conocemos por modernidad, que cree haberse librado del pecado y que de modo tan sorprendente cierra, sin embargo, los ojos a la barbarie a la que una y otra vez se ve confrontada, probablemente por haber querido sustituir el destino religioso de la inmortalidad por el destino terrestre de su conquista.

El hombre piensa y desea porque es mortal, porque muere. Ahora bien, si el hombre siempre supo que muere, nunca quiso, sin embargo, enterarse de ello. Se ideó de inmediato como inmortal y de esa manera el deseo se vio secuestrado por la trascendencia, lo que terminó dando a la violencia y a la crueldad el significado superior de la salvación eterna. Quizá ahora el hombre tendría la ocasión de enterarse de su corrupción mortal. Pero apenas hay quien ejerza su derecho a la muerte, nadie quiere ese derecho que es algo más que un derecho jurídico, pues lejos de ser una reclamación es un gesto de aceptación y de afirmación de lo contingente y de la separación de los cuerpos. La separación no es ni reparación ni resurrección, es límite radicalmente finito con la nada, liviana renuncia a la inmortalidad de un cuerpo confiscado por el más allá. Si persiste, por el contrario, en comer la hostia consagrada de la inmortalidad, perdura el canibalismo que toma el cuerpo del otro como alimento eterno. Las reglas de conducta y de urbanidad, de cómo presentarse y ausentarse, son ritos de contención de la invasión caníbal, o su temor. El canibalismo es un modo de presencia, de tener cuerpo, cuando la falta de atención y de escucha ha obstaculizado la experiencia de la palabra. De ese modo se confunde la ausencia con el olvido, no se conserva al otro en la ausencia y en el recuerdo. En su lugar viene el infierno, esa imperiosa necesidad de hacerse físicamente presente, de tomar y tener presencia física sin parar, con una exigencia que ignora el límite interno del cansancio. En vez de la memoria del otro, conservado en su ausencia, encontramos el ansia caníbal de posesión, la angustia convertida en aguijón de la agresividad.

Los trastornos del límite nos indican esa dificultad, hoy en día acrecentada por motivo de una creciente insensibilidad ante el sufrimiento ajeno, para tratar la angustia, lo que impide pensar y desear a falta de la memoria de la experiencia sensitiva y mental. Sea por la ira, por la prepotente crueldad o por la pasividad más cercana a la muerte, estos cuerpos son hueca presencia física temible o, en todo caso y siempre, inhóspita.

La anorexia es un rechazo frontal del canibalismo que preside los primeros encuentros corporales y que se instaura como poderío del alimentador. Una vez que Aquiles y Príamo han llorado a sus muertos, una vez que tanto Héctor como Patroclo dejan de ser causa de litigio y se convierten en cansadas huellas de la memoria, ambos, Príamo y Aquiles, pueden entonces sentarse a la mesa. Cuando Príamo titubea, Aquiles se muestra airado. No es el simple rito. Es la recuperación de las ganas de comer, el hambre que retorna una vez abandonado el deseo de matar. “Hasta Níobe –dice Aquiles–, la de hermosos cabellos, se acordó del alimento, aquella Níobe a la que doce hijos se le murieron en el palacio, seis hijas y seis hijos en plena juventud” (600).

Pero esta otra Níobe, la anoréxica, no se acuerda del alimento más que para repudiarlo. Tampoco puede olvidarse de él, ni olvidarse ni aceptarlo. El resultado es la repugnancia, el asco. Niega al otro primordial, aquel que representa el alimento y la invasión aturdida del cuerpo, con la privación, aunque para ello deba pagar el precio de ocultarse hasta desaparecer.

La desmesura de su decisión la convierte, sin embargo, en esclava del cuerpo, y para librarse de esa esclavitud quiere encontrarse con el otro por fuera del cuerpo, en una intimidad absoluta y, por ello, vacía. A veces la droga puede representar por un momento ese fuera del cuerpo, como si entonces se hubiera conseguido la desaparición de los órganos y el cuerpo fuera sustituido por el “estupefaciente”, el cual contiene la sorpresa de representar una dependencia exclusivamente del objeto y no del otro, lo que da al consumidor un aire de autosuficiencia. La paradoja es que ese encontrarse por fuera del cuerpo con el otro, da a ese acompañante, transformado en puro objeto, un poder que repite inesperadamente el espanto del canibalismo materno. La dependencia ha de acentuar entonces, en el caso de la anorexia, la presencia de la privación. Esa privación se convierte en pasión solitaria que asesina al deseo. No se sostiene en el límite interno del deseo, de la decisión regida por ese límite interno. La anoréxica parece desear mucho, pero es un deseo engullido por el vacío, por la nada incansable de la privación, pasión que escapa a su posibilidad, que no guarda ya relación alguna ni con lo que puede ni con lo que quiere. Ese vacío no es disponibilidad, tampoco autosuficiencia, sino sólo rechazo y esclavitud, eternidad inerte, sin tiempo. Ni siquiera la desgracia que la embarga consigue relacionarse con el tiempo. La privación no tiene fin. No se cansa. Ni siquiera es propiamente una renuncia a algo, es una pasión pura, sin fin, que únicamente se paga con la desaparición. Desear le da miedo, la distancia y la separación se han hecho imposibles por su esclavitud al rechazo más absoluto: el del cuerpo encarnado. La anorexia es una lúcida denuncia del canibalismo y de su violencia, y a la vez una declaración de derrota y condena ante él. Odia la dependencia corporal que la ata al otro cuerpo y piensa conseguir la inmutabilidad con la desaparición. Su voracidad es de vacío.

Este libro trata del cuerpo, del sujeto que habla y de su enorme dificultad de movimiento. Ese cuerpo no sabe a dónde dirigirse en una época, por lo demás, en la que la inmortalidad sólo se puede conseguir con el asesinato, como siempre, y con la insensibilidad que acompaña a un activismo feroz que a la menor contrariedad se convierte en desgracia y en lamento.

PRIMERA PARTE
LO TERRIBLE ES QUE LA AGRESIVIDAD NO ES UN INSTINTO


Y le dijo Dios a Abraham: “Anda, coge a tu hijo, a tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto…”

Génesis, 22, 2

A MODO DE INTRODUCCIÓN


Mi propósito es demostrar que la agresividad, y sus diversas formas, que se podrían resumir en la violencia y la crueldad, lejos de poder tomarse como instintos, es decir, lejos de provenir de una condición natural y necesaria del animal humano con su inherente regulación interna, proviene, por el contrario, de la des-regulación del instinto, del extravío de la vida instintiva, de forma que su insistencia, gratuita y arbitraria, es fruto de su contingencia y no de ninguna ley necesaria, ni de la naturaleza ni de la historia. El que no sea ley de la naturaleza y sea, sin embargo, tan constante a lo largo de los tiempos puede llevar a algunos a pensar en una contingencia convertida en necesidad histórica. Defenderé aquí que precisamente esa constancia nace de su contingencia y, por lo tanto, de su falta de necesidad, ya fuere natural, histórica o social. Si se da reiteradamente es porque el humano es dependiente del otro humano, a él confía su angustia y su salvación. A él confía, en suma, su identidad. Esa confianza es recíproca, pues el otro está en la misma situación, por lo que dicha confianza se ve en seguida sometida a decepción y luego a ofensa y a ira y a odio, y siempre a miedo y terror. Los humanos, así asustados, se alían entre sí y forman esas aglomeraciones de temerosos que son los grupos, donde cada cual quiere descansar de su extravío por medio de una alianza que le dé la compensación del sentido y de la identidad. Pero dicha alianza no puede sostenerse, como ya nos enseñara Plutarco, si no es frente a un enemigo externo, por lo que no hay sentido que no sea persecutorio (y por lo tanto interpretativo) ni identidad alguna que no se conquiste por las armas.

He aquí, pues, que alguien que viene al mundo en tal estado de precariedad, sin ni siquiera un programa instintivo que le sostenga al menos como mero viviente, va a buscar o, mejor dicho, va a inventar el campo de la necesidad en ese terreno de la identidad que se fragua con la violencia y la crueldad. Precisamente por esa razón toda sociedad procura concebir la agresividad como un instinto, para así desconocer que es esa misma sociedad como tal la que se alimenta de agresividad. No es que el vínculo social sea, como habitualmente se dice, una protección contra la agresividad supuestamente salvaje o animal, sino que no se suele dar sin esa agresividad que lo alimenta.

Este punto es de capital importancia para lo que aquí tratamos porque, como se verá, que el sujeto humano consiga o no su adaptación social dará lugar a una agresividad más ligada a la angustia, más violenta si se quiere en el caso de no conseguir una adaptación social, mientras que si se adecua al grupo estará más asociada a la identidad y puede mostrarse, a veces, como menos violenta pero no por ello menos cruel y más insensible. Un ejemplo sencillo puede ilustrarnos esta tesis: hace unos días un joven estudiante fue asesinado en una discoteca por un portero violento, lo que produjo una consternación general, mientras que día tras día, año tras año, jóvenes africanos mueren en nuestras costas sin que eso produzca especial consternación. En el primer caso tenemos una violencia asesina, torpe, confusa y gratuita, mientras que en el segundo, se trata de una crueldad anónima, efecto lamentable pero imposible de evitar del sistema social, como si tal sistema fuera por entero ajeno a la “volición consecuente”, que es como Leibniz se refiere a aquella que tiene efectos imprevistos, o en todo caso contrarios, o al menos disconformes con una supuesta “volición antecedente” o proclama de buenas intenciones.

Este sencillo ejemplo nos puede permitir diferenciar la agresividad contraria al vínculo social de la que alimenta el orden social. La primera está tan ligada al cuerpo del otro que no puede pensar en una separación, como tampoco en ningún tipo de inscripción inconsciente de la pérdida, que pudiera dar lugar a una identificación. En la segunda, hay, como se verá, desplazamiento inconsciente y simbólico, pues en efecto no es lo mismo matar a Isaac que a un cordero, como no será lo mismo matar a un enemigo que a uno de los nuestros. En ambos casos su origen hay que buscarlo en su falta de origen natural, en su terrible e insoportable contingencia, su sinsentido y su demencia. Así pues, comencemos por preguntarnos por ese curioso y extraño animal que es el hombre.