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psicología


y


psicoanálisis



DIRIGIDA POR OCTAVIO CHAMIZO


EL INCONSCIENTE, LA TÉCNICA Y EL DISCURSO CAPITALISTA



por


NÉSTOR A. BRAUNSTEIN






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INTRODUCCIÓN: EL MALESTAR EN LA CULTURA TECNOLÓGICA

Siempre hemos creído y repetido que Freud desestimaba sistemáticamente los caminos propuestos para superar el malestar en la cultura: “La vida, como nos es impuesta, resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para soportarla no podemos prescindir de calmantes”. Una vez asentada esta difícil conclusión (que era, en verdad, el punto de partida) se dedicaba a discutir los inconvenientes de cada una de las soluciones propuestas a esos impases: no le parecían aceptables el delirio colectivo que es la religión, el delirio singular de la locura, el amor al prójimo, el amor sensual, el amor con metas (sexuales) inhibidas, la satisfacción atenuada que procuran la sublimación artística y el trabajo psíquico o espiritual “que no conmueven nuestra corporalidad” y sólo son asequibles para pocos seres humanos, el repliegue esteticista sobre la belleza, las intoxicación con drogas embriagantes que acaban por ser “peligrosas y dañinas”, la soledad y el extrañamiento del mundo, el aislamiento para “cultivar el propio jardín”, las tentativas orientales de controlar el deseo y domeñar las aspiraciones pulsionales con técnicas como el yoga, la búsqueda de satisfacciones perversas incondicionadas y sordas a los reclamos de la civilización, el intento de superar la aversión natural de los hombres al trabajo así como la búsqueda mística de fusiones oceánicas. El fundador del psicoanálisis era escéptico con relación a todas estas estrategias de atemperar el malestar de los humanos en el mundo y la meta por todos anhelada de “alcanzar la felicidad y mantenerla”. Si el programa del principio del placer es el que fija su fin a la vida, forzoso era para Freud reconocer que su cumplimiento “es absolutamente irrealizable y que las disposiciones del Todo —sin excepción— lo contrarían; se diría que el propósito de que el hombre sea ‘dichoso’ no está contenido en el plan de la Creación”. Sin embargo, pocos han observado que la condena que parece recaer sobre la extensa lista de caminos a la felicidad deja un cierto resquicio intocado aunque, en cierto modo, susceptible también de serias reservas.

Cabe recordar sus palabras:1

Hay por cierto otro camino, un camino mejor, como miembro de la comunidad, y con ayuda de la técnica guiada por la ciencia, pasar a la ofensiva contra la naturaleza y someterla a la voluntad del hombre. Entonces se trabaja con todos para la dicha de todos (p. 77) [cursivas mías].

Es cierto que después de ese elogio al camino preferible seguían ciertas reservas a las que aludía como “un factor de desengaño” e indicaba que


Se han hecho extraordinarios progresos en las ciencias naturales y su aplicación técnica consolidando el gobierno sobre la naturaleza en una medida antes inimaginable. Los detalles son notorios; huelga pasarles revista. Los hombres están orgullosos de estos logros y tienen derecho a ello. Pero [sin embargo parece] que el poder sobre la naturaleza no es la única condición de la felicidad humana, como tampoco es la única meta de los afanes de la cultura (p. 86).


Pese a su “huelga pasarles revista” de algún modo se complacía Freud en hacerlo y nombrar a la telefonía, la telegrafía, el aumento de la memoria por el gramófono, los avances de la arquitectura en la producción de casas cada día más confortables como sustitutos del seno materno, el avance en el dominio sobre las enfermedades y la mortalidad infantil, la antisepsia y una “larga serie de tales beneficios que debemos a la tan vilipendiada época del progreso técnico y científico”. Nuevamente, llegado a ese punto, “se hace oír la voz de la crítica pesimista”: muchos de los males a los que las tecnociencias ponen coto son males atribuibles a la técnica misma; por ejemplo: “¿De qué nos sirve haber limitado la mortalidad infantil, si justamente eso nos obliga a la máxima reserva en la concepción de hijos… y nos impone penosas condiciones en nuestra vida sexual dentro del matrimonio y probablemente contrarresta la beneficiosa selección natural?” (p. 87). Proseguía mostrando la sucesión de las hazañas del hombre empezando por la mítica conquista del fuego hasta llegar a la idea de que todas estas herramientas son perfeccionamientos de los órganos corporales, tanto los motrices como los sensoriales y hace, a partir de ello, un “elogio del hombre” en el que resuenan los ecos del coro de Antígona. Señala el avance desde los ideales de cultura representados por los dioses hasta “la situación actual donde el hombre se ha convertido en una suerte de dios-prótesis… verdaderamente grandioso cuando se coloca todos sus órganos auxiliares… que en ocasiones le dan todavía mucho trabajo” (p. 90).

No se le escapaba el carácter transitorio de sus reservas:


Es cierto que tiene derecho a consolarse pensando que ese desarrollo no ha concluido en el año 1930 d.C. Épocas futuras traerán consigo nuevos progresos, acaso de magnitud inimaginable, en este ámbito de la cultura, y no harán sino aumentar la semejanza con un dios. Ahora bien, en interés de nuestra indagación no debemos olvidar que el ser humano de nuestros días no se siente feliz en su semejanza con un dios” (p. 91).


Lo que vino después sobrepasó las expectativas de las imaginaciones más desbocadas tanto en el avance de la técnica guiada por la ciencia como en los peligros inherentes a ese avance y el malestar en la cultura del sujeto sumergido en lo actual: un sistema de capitalismo global sin alternativas a la vista. No pudo Freud imaginar la violencia incomparable de la segunda gran guerra, el genocidio planificado científicamente, la aparición de armas devastadoras, la contaminación de las aguas y del aire, las nuevas enfermedades provocadas ora por la escasez, ora por la abundancia, la amenaza de extinción de recursos naturales y especies animales y vegetales, la contracepción con el aumento de la posibilidad de una vida sexual no regulada ni por la esperanza ni por el temor a la reproducción, la explosión demográfica, el riesgo aterrador que implica cualquier “ingeniería genética” que corrija el genoma humano, el aumento brutal en la desigualdad de la distribución de la riqueza, el desarrollo de una memoria universal y universalmente asequible que podría acabar en un monopolio corporativo de la información, el alcance mundial de medios de difusión de masas que tienden a uniformar la atención y la conciencia, la invención de sustancias químicas que pueden actuar como fármacos, es decir, como medicinas y como venenos, por lo cual tenemos tantos motivos para felicitarnos como para deplorar el avance de la química, el rechazo del pensamiento filo-sófico en nombre del cálculo informático con desdén de todo lo que no es “dato” capaz de alimentar a las omnipresentes y omniscientes computadoras, el olvido de la dimensión metafórica del lenguaje en beneficio de la pura denotación (neolengua orwelliana), la manipulación de las mayorías en nombre de la democracia en pantalla y como pantalla de la dominación, el aumento de la discriminación como protección de las “sociedades avanzadas”, las nuevas formas —muchas veces degradadas— del arte, la exposición al peligro de la energía nuclear incluso cuando sus usos son “pacíficos”. En síntesis, que el sistema de producción no es compatible con el principio del placer sino con el goce en sus formas más devastadoras que se sostienen en el reforzamiento tiránico del superyó.

El desarrollo técnico llega ahora a eso que, según podremos constatar, es un discurso contrario al psicoanálisis y a la lucidez freudiana, un discurso PST, “peste” o “post”, vislumbrado por Lacan. Lo relacionamos con el pasaje de las sociedades disciplinarias de Foucault a las sociedades de control organizadas por los recursos tecnológicos que supo denunciar Deleuze y que hace necesario, hoy más que nunca, un “retorno a Freud”, es decir, a la escucha de esa voz que resiste al amo, la del inconsciente. El discurso del psicoanalista ha sido y sigue siendo “el revés del discurso del amo”. El amo cambia de rostro, de nombre y de herramientas al tiempo que multiplica sus prótesis. El inconsciente no, pues su esencia es la resistencia y la búsqueda de caminos para superar la censura. Es así que “el inconsciente es la política” (“L’inconscient c’est la politique”; Lacan, 10 de mayo de 1967) y por ello, por “el malestar en la cultura”, por el goce que se infiltra y obtura los caminos del deseo y al deseo mismo, es que el síntoma tiene siempre un alcance político, “biopolítico” diríamos aludiendo a Foucault, ese pensador que dio en el clavo sin decidirse a llamar al clavo por su nombre: “goce”, al que confundía pensando que se trataba del “uso de los placeres”.

A estas alturas del siglo XXI Freud podría comprobar que el “mejor” camino que él vislumbraba para el hombre está tan erizado de peligros como el “peor” que hubiera podido imaginar y que, sin embargo, el movimiento del avance técnico es avasallador e imposible de detener y mucho menos sería posible volver atrás en la historia hacia un pasado que por mil motivos debía desvanecerse. ¿Qué queda entonces? Oír al inconsciente, es decir, dar paso al discurso de su sujeto. La palabra en libertad y extraña al cálculo, surgida de y en la transferencia, la palabra que redime y que puede crecer en medio del peligro mortal que le acecha en nuestros tiempos. La palabra poética en la que ponía Hölderlin sus esperanzas.

Para estar en condiciones de escuchar esa voz amordazada, se impone, como quería Derrida para sí mismo, ser “totalmente historizante”, no olvidar nunca “la procedencia histórica de todos los conceptos que utilizamos así como de nuestros gestos”. Es por eso que conviene repetir: “Mejor pues que renuncie quien no pueda unir su horizonte a la subjetividad de su época”.

Todo el mundo se complace en citar y recitar esta frase de Lacan de 1953. Pero ¿sabemos cuál es esa subjetividad, particularmente en nuestra época pues no podríamos “renunciar” a ninguna otra? ¿Es “una” esa subjetividad? ¿Tiene “la época” una subjetividad? ¿Qué clase de sujeto (gramatical) es “la época” para tener ese atributo —supuestamente filosófico, ya que no podría ser psicológico y mucho menos cultural— de la “subjetividad”? ¿Cómo unir nuestro horizonte a una subjetividad epocal? ¿Hay una subjetividad diferente en cada época y por lo tanto cabría concebir a la subjetividad como un producto histórico? ¿A qué tendríamos que renunciar, al psicoanálisis? Así lo sugiere la intimación retórica de la pregunta que sigue: “¿Cómo podría hacer de su ser el eje de tantas vidas aquel que no supiese nada de la dialéctica que lo lanza con esas vidas en un movimiento simbólico?” Estamos lanzados con “esas vidas” —¿las de quiénes?— en un movimiento que nos reúne aunque, a la vez, y desde el párrafo anterior del mismo artículo, se nos impone atravesar “una larga ascesis subjetiva que nunca sea interrumpida” para llegar a ser el eje de todas esas vidas.

Desde 2004 (cursos publicados en Internet) vengo insistiendo en que hay una inquietante analogía entre el nuevo “discurso de los mercados” que se expresa en las “sociedades de control” y el discurso del psicoanálisis pues en ambos el lugar de agente es ocupado por el semblante del objeto @. En el primer caso son los “servomecanismos”, estos inquietantes objetos siempre en vías de ser obsoletos que se venden a los habitantes del mundo que quieren estar al día, chirimbolos a los que Lacan llamó lathouses. En el segundo caso el agente es esa forma de semblante del objeto que encarna el psicoanalista cuando se dirige al sujeto atarantado por esos mismos aparatos. A lo largo de mis cursos de 2004 a 2006 abordé esa analogía, expuse las diferencias entre ambos y mostré que, compartiendo una fórmula estructural, eran entre sí excluyentes. Observé y publiqué en distintas oportunidades la sucesión de tres formas históricas del discurso del amo (clásico, capitalista y “de los mercados”)2 y como correspondían a las sociedades de soberanía, disciplinarias y del control.

Sin abandonar el tema, los años 2007 a 2009 estuvieron dedicados a estudiar el tema de la memoria en psicoanálisis y abundaron las referencias a las nuevas formas de almacenar la memoria mediante servomecanismos cibernéticos y el intento de excluir la concepción freudiana del tema cuya piedra basal es el concepto de represión. De allí salieron dos libros que fueron publicados primero en español y luego traducidos al francés y al inglés y un tercero que espera el momento de su aparición.

En 2010 y 2011 volví al tema de los “servomecanismos”, encontré una convergencia pero también una confusión con el concepto de “dispositivo” y pude poner en contacto estos conceptos con el Gestell (dispositivo) de Heidegger, con los “aparatos ideológicos” de Althusser y con los cuatro discursos proclamados por Lacan a los que agregó, de repente y en algún momento, el inesperado “discurso del capitalista”. De este recorrido puede seguirse la trayectoria en las actas de las clases que se dictaron en la UNAM y se transcribieron en <www.nestorbraunstein.com>.

El más reciente semestre de los cursos en la Facultad de Filosofía y Letras (primero del año 2011) tuvo como tema “La técnica, el inconsciente y el tiempo”. En él, con la ayuda invalorable de un público atento, crítico y entregado a apasionantes discusiones, pude dar una forma provisionalmente definitiva a estos años de reflexión en la que tantos colegas, amigos y compañeros intervinieron y ayudaron, en la que tantos autores fueron revisados y citados, en la que tantos obstáculos hubo que remover para sostener la marcha del motor de estas elaboraciones: el discurso del psicoanálisis.

De entre cientos de personas que participaron en esta obra que no es personal sino efecto de una colectividad de estudiosos, todos los cuales saben de mi agradecimiento, hay un nombre que quiero destacar y al que quiero dedicar estas páginas: Víctor Castro Santillán, abatido por la barbarie, ejemplo supremo y sublime del estudiante mexicano.

Cuernavaca y México, D. F., junio de 2011








PRIMERA PARTE

LA HISTORIA HUMANA ES LA HISTORIA DE LA(S) TÉCNICA(S)



1. EL RELOJ, HECHO DE PALABRAS. DISPOSITIVOS Y SERVOMECANISMOS

Comenzaré con una anécdota personal referida a un antiguo —quizás debería decir “alguien que fue”— amigo. La amistad implica una expectativa o promesa de reciprocidad pero, en el caso del que hablaré, tengo dudas sobre su condición de amigo a partir de expresiones insólitamente hostiles que le escuché decir en fecha reciente. La “razón” de su encono era una frase que me oyó pronunciar hace treinta años y que, es evidente, sigue ardiendo en él como un fogoso tizón personal del que no consigue recuperarse o del que goza con recóndita fruición. Diré, para caracterizarlo en lo intelectual, que se trata de un científico reconocido y premiado al que desde hace muchos, muchos, años he descrito, reconozco que con más exactitud que caridad, como “fundamentalista científico”. Esta atribución, sin embargo, no hizo que dejase de tratarlo como amigo por sus gestos, por su sincera solidaridad en momentos difíciles, por su inteligencia en los asuntos en los que es experto, por la humorística originalidad de su lenguaje y por otras no menos apreciables virtudes. Al igual que me sucedía con él, no me he privado de la amistad de otros especímenes de fundamentalistas con los que tampoco coincido: religiosos, políticos, moralistas y también, por supuesto, psicoanalistas que son mis colegas. Sé que la expresión “fundamentalista científico” parece extravagante y es bizarra tanto si se piensa esta palabra en su sentido en nuestra lengua como si se la traduce desde el francés o el inglés. Recurro a ese raro sintagma (que parece oxímoron y opción excluyente: o fundamentalista o científico; no las dos cosas a la vez) para calificar la postura de este y de muchos investigadores que sólo encuentran “verdad” o validez en lo establecido por la ciencia positiva. Ellos, haciendo gala de una altanera arrogancia, se permiten despreciar y agraviar con los epítetos más violentos a todos los que no comparten su catecismo: fundamentalistas son los que no concuerdan con ellos. Son —posiblemente todos conocemos a alguien así— esos fanáticos del saber experimental “demostrado” que desdeñan por “retrógrados” a quienes piensan que hay razones que la razón desconoce y no condescienden a las sutilezas de la filosofía dialéctica a la que llaman “oscura” porque en ella la “realidad” empírica se presenta como sospechosa y contradictoria. Para los miembros de esta especie no hay pecado mayor que dudar de la “realidad”, de “las cosas como son”. El suyo es un iluminismo apasionado. Son partidarios apasionados de la función denotativa de las palabras y se irritan cuando se les hacen notar las connotaciones o los valores metafóricos de los significantes. Gustan citar a un Freud que habría dicho que “un cigarro es también un cigarro”. (No se les pida que digan dónde o cuándo Freud dijo eso.)

En aquella oportunidad, lejana ya, a comienzos de los ochenta, este Bournisien (¿quién que leyó la novela no se acuerda del farmacéutico ateo que se extenuaba dando argumentos “científicos” contra Homais, el cura del pueblo, en Madame Bovary?), este sacerdote de bata blanca, me oyó decir una frase inspirada por la epistemología de Bachelard,1 aunque nunca fuese pronunciada exactamente así por el viejo Gaston (1884-1962). La frase en cuestión era muy simple y para mí evidente: “Un reloj está hecho de palabras” (les instruments ne sont que des théories materialisées). No sé si a todos esa contundente afirmación les produce una molestia semejante a la sufrida por mi amigo —de cualquier modo no por ello dejaremos de intercambiar opiniones en la medida en que me lo permitan—. Mi querido fundamentalista miró la muñeca de su antebrazo izquierdo y no pudo ver en ella otra cosa que un objeto metálico que tenía inscritos —debíamos reconocerlo tanto él como yo— una cantidad de números romanos (no había relojes digitales en esa época). El investigador, sensualista impenitente como siempre lo fue, era incapaz de percibir en ese objeto que miraba con insistencia otra cosa que la sustancia ruda y dura, ardua y urdida por la industria. Se exasperaba al oírme decir que esa “cosa” no era sino “razón materializada” y que ese cacho de metal, como entonces le dije, era “materia racionalizada”, organizada por el lenguaje. Yo quise argüir en sus propios términos: si “velocidad es igual a espacio sobre tiempo”, un móvil cualquiera, digamos para el caso las agujas del susodicho aparatito, que recorre espacios iguales en lapsos iguales es un “reloj”, es decir un instrumento para medir el tiempo. La razón científica organiza a ciertas sustancias inorgánicas, las somete a su imperio, las introduce en el imperio del cálculo y así las palabras del pensamiento científico pueden devenir en utensilios, en herramientas, que sirven a sus usuarios. Son además, y eso tampoco puede verse en el cuadrante de un reloj, mercancías, cuyo secreto y misterio es, por un lado, la extracción de plusvalía y, por otro, un plus de gozar adscrito y adherido al cuerpo, a la muñeca izquierda y al ojo del usuario. El mecanismo del reloj es siervo de nuestras intenciones y así nos encontramos presentes, coincidiendo todos a la misma hora, para escuchar una conferencia o asistir a un concierto. Todos concertados por los significantes sociales, los del Otro, encarnados en un mecanismo que funciona con “exactitud”. ¿Quién puede dividir y matematizar el tiempo, quién puede hacerlo sin significantes? ¿Qué es el tiempo cronológico mismo sino un efecto de la palabra que introduce discontinuidades en el flujo inanimado del tiempo cósmico?

No sólo era Bachelard mi fuente de inspiración en aquel ya lejano encuentro con mi “amigo”. Tenía fresca también la lectura del seminario II de Lacan2 (1954-1955) que acababa de aparecer en francés (con más de veinte años de atraso). En esas páginas explicaba nuestro maestro en psicoanálisis que un reloj no es lo que cualquiera piensa, que no es lo contrario ni tampoco un simulacro de lo viviente, un simple artificio o artefacto como podrían serlo la silla o la mesa u otros objetos que se acomodan a nuestro cuerpo y parecen extensiones de él (cit., p. 94). Las máquinas son algo distinto pues encarnan la actividad simbólica más radical de que el hombre es capaz. Mi frase relojera parecía venir de ese seminario: “Las máquinas más complicadas no están hechas sino de palabras” (cit., p. 63). Agregaba Lacan —en una reflexión que articulaba su pensamiento sobre la técnica con el de Descartes— que el filósofo del cogito buscaba en el hombre, precisamente, al engranaje, eso que funcionaba como un reloj. El mecanismo que actúa como un autómata, que marcha solo, que se autorregula, no es lo inhumano sino lo más específicamente propio del hombre. Se preguntaba: “¿En qué somos, en tanto que hombres, parientes de la máquina?” (cit., p. 45) Nadie antes de Descartes había pensado o dicho que nuestros cuerpos son homeóstatos, una hipótesis anticipadora de esa teoría de sistemas que tomaría vuelo en la década de 1970. La biología puede y debe entenderse con relación a los procesos mecánicos de autorregulación (feed-back) y la biología requerida por Freud en los principios de su actividad teórica no derivaba de ninguna hipótesis especulativa sobre la vida sino de la aplicación de las leyes de la termodinámica, de un sistema de ecuaciones de energía que sólo buscaba y encontraba su fundamento en la matemática, en el desplazamiento de cantidades de excitación. Para Freud, en una provocación equivalente a la que sacudió a “mi amigo”, “el cerebro es una máquina de soñar” (Lacan, cit., p. 96) sin que por ello los resultados sean calculables o predecibles. Por esa incompatiblidad se sostiene la discrepancia entre las neurociencias y el psicoanálisis. El espacio y el tiempo de las relaciones del sujeto, la transferencia, concepto y herramienta técnica, sí, técnica, fundamental del psicoanálisis escapa y por definición escapará siempre al sistema binario de ceros y unos, a la alternancia de una corriente que pasa o no pasa a través de un switch interruptor. La transferencia —no se lo vayan a decir a mi amigo— es el espacio donde actúan los fantasmas (fantasías) que son irreductibles al cálculo. Volveremos sobre ello.

Así, el reloj es un producto de la técnica, un mecanismo que nos sirve y nos dota de un sentido exacto del pasar del tiempo, más allá de nuestras imprecisiones subjetivas. De ahí en más es un servomecanismo, y me dispongo —estoy dispuesto — acepto, el dispositivo de una exposición escrita que me impone organizar mis palabras de modo que respondan positivamente al dispositivo que pide congruencia entre el nombre del objeto-libro, su título, su género, el ensayo y su contenido, a centrarme en torno a la relación entre los “servomecanismos”, tema de mi discurso y los “dispositivos” pensando que, en principio, a esta palabra la tendremos que interrogar con un propósito analítico, usarla con cautela y acabar por incluirla en un “discurso”. La palabra “dis-poner”, sin embargo, se nos presenta como evidente y unívoca, pero habrá de des-com-ponerse en el prefijo “dis” (“prefijo que significa negación o contrariedad, separación o distinción” —según el DRAE) y el verbo “poner”: “disponer” y todos sus derivados, pues, bien podrían indicar lo contrario de lo que pretendo transmitir. Si “dis-pongo” de cierta manera a las palabras en la frase (“un reloj está hecho de palabras”) puedo in-disponer a mi auditorio o a mis lectores, irritados por una supuesta “audacia”. Proponer, disponer, componer, reponer, suponer. Siempre poner, instalar, poser, mettre, put, stellen, setzen. Poner en escena, disponer sobre la escena y el espacio de las páginas o del tiempo adjudicado, un compuesto de palabras encadenadas tendientes a evocar un sentido que puede contraponerse, contra-positivamente, a los sentidos supuestos, supositivos. Estamos “dis-puestos”, “pre-dispuestos” a re-com-poner el sentido del dispositivo (en Heidegger se llamará Gestell) o de los dispositivos (en Foucault, Deleuze: dispositifs) y a separar de ellos, evitando la confusión introducida en el tema por otro autor, Agamben, a los objetos de los que nos servimos: los servomecanismos. Esa separación conceptual es nuestra primera tarea. En resumen, me creo en condiciones de demostrar esta pro-posición: un dispositivo no es un servomecanismo. Es otra cosa, más amplia, y, a su vez, sólo se entiende en el seno de un discurso.

Retornemos por ahora a nuestros cronómetros. Admitamos que cualquier reloj cumple con los requisitos para ser visto como un modelo mínimo y trivial de servomecanismo, uno que, en los tiempos de Freud y de Lacan, a diferencia de hoy en día, no tenía procedimientos de autocorrección. Ahora bien, con un mínimo esfuerzo de la memoria podemos recordar tantos y tantos programas de radio y televisión en donde el conductor, llegado el momento, dice: “La tiranía del reloj nos obliga a suspender ahora este interesante diálogo que hubiéramos querido proseguir, etc. …”. El reloj le sirve al locutor para decretar el fin del programa, pero en esa circunstancia él no hace lo que quiere sino lo que el reloj, razón materializada y materia racionalizada, ley del tiempo social, le impone. Él, su entrevistado, el público, los dueños de la empresa de comunicaciones, los anunciadores, todos, son “siervos” del reloj al que deben servir. El reloj marca el tiempo de nuestras acciones y nosotros llevamos las marcas que él nos impone cuando pauta nuestra existencia. El “mecanismo” se ha transformado en un “tirano”; es un déspota que impone su razón a nuestros deseos. El dispositivo del programa mediático —el anunciador compró un cierto tiempo de “salir al aire”— debe obedecer a las órdenes que imparte el reloj, sordo a cualquier reclamación. ¿Y los actores y espectadores? Somos los servomecanismos de nuestros aparatos prestadores de “servicios” que no son —recordemos— sino productos industriales, mercancías que se comercian, objetos a los que hay que cuidar respetando sus normas de funcionamiento, protegerlos del robo eventual, darles cuerda oportunamente o cambiarles las baterías cuando se agotan. Como decía Julio Cortázar en su “Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj”3 en un capítulo que debo abreviar por razones de espacio:


Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. […] Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben— un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. […] No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.


No nos apresuremos a despedirnos de Bachelard, nuestro primer faro, nuestra primera luz, nuestro primer analista del “espíritu científico” que supo orientarnos en la selva de la epistemología. “Razón materializada” y “materia racionalizada”. ¡Qué bonito, qué exacto! ¡Estos franceses, siempre con esa elegancia en el decir, ese refinamiento, esa evocación del goce del enunciado y en el enunciado que hace pensar en el goce de la enunciación! (Al susodicho amigo parece que el goce le escuece, le irrita. Poco ha se quejaba él en una reunión de sabios porque hay gente que dice “gansadas” —así las llamó— como la de que un reloj está hecho de palabras y, peor aun, que hasta hay ingenuos y pedantes dispuestos a escucharlas sin enfadarse). Pues del goce se trata: los servomecanismos como el emblemático y paradigmático reloj son instrumentos del goce, de la servidumbre voluntaria (y aquí resumiré la referencia detallada que sin embargo es necesaria y requeriría un análisis pormenorizado al Discurso de la servidumbre voluntaria escrito en 1648, por Étienne de La Boétie, limitándome tan sólo a una cita o, si el lector se dis-pone a poner-atención, a dos): La primera:


Apenas puede creerse la facilidad con que el vasallo olvida el don de la libertad, su apatía para recobrarla y la naturalidad con que se sujeta a la esclavitud, que se diría que no ha perdido su libertad sino ganado su esclavitud.


Y vaya, alineado con el primero, el segundo entrecomillado:


No es tan fácil el pájaro en dejarse coger por la red, ni el pez en caer al anzuelo como lo es el pueblo en dejarse seducir; maravilla ver cuán pronto se dejan ir al menor halago que se les dispense. Teatros, juegos, farsas, espectáculos, gladiadores, animales extraños, medallas, cuadros, etc., fueron para los pueblos antiguos los incentivos de la esclavitud, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía. Alucinados los pueblos, cebados en pasatiempos frívolos y hechizados por vanos placeres, se acostumbraron paulatinamente a ser esclavos con más facilidad y aun peor: como los niños que aprenden a leer por el atractivo de las estampas que contiene el libro.


Hay, según la denuncia de este teenager del siglo XVII, instrumentos de la esclavitud. Y la servidumbre a los “medios” (dispositivos de diversión) no es algo novedoso. Nada es más humano que la aspiración a entregar la libertad a cualquier “sujeto supuesto saber”.

Como puede verse, no nos alejamos del tema de los servomecanismos y de los dispositivos, a los que agregamos la necesaria referencia a los “medios de comunicación de masas como se les llama, según Lacan, de un modo “más o menos correcto”. La Boétie ubica en la historia de los “pueblos antiguos” esta esclavitud aceptada voluntariamente y provocada por toda clase de espectáculos. Y nosotros, los que manejamos con nuestros disponibles servomecanismos de “control remoto” los botones del mundo entero como espectáculo, ¿qué podríamos decir del goce de la esclavitud mediática y relojera, de la servidumbre, la nuestra, a las exigencias de los mecanismos? ¿No son ellos la encarnación de la mal comprendida “pulsión de muerte”, mal comprendida si se le pretende buscar una razón biológica?

Sigamos pensando en los “servomecanismos”, objetos técnicos que nos sirven para conducir nuestras vidas en la medida en que obedezcamos a su programación (pro-grama: lo escrito de antemano). La noción de “siervo” implica desde hace milenios que el trabajo pesado (del músculo o del cálculo) es derivado a las manos o al cerebro de un esclavo robusto que trabaja bajo las consignas de un amo que, gracias a esta delegación de funciones, no tiene que hacer otra cosa que dar las órdenes y juzgar de su cumplimiento. El control con uno o varios dedos —algo que es literalmente “digital”— de las funciones de nuestras computadoras, de nuestros correos y teléfonos, y también de la memoria universal concentrada en la red nos sirve como ilustración obvia de la servomecanicidad, y en el susodicho control se incluye la corrección automática (o casi) de los errores de nuestros dedos. ¿Y no son esos dedos, a su vez, los servomecanismos de estructuras infinitamente más pequeñas, auténticos microchips, encerrados en la caja craneana a los que, desde Ramón y Cajal y aun antes, llamamos neuronas y de las que supuestamente cada uno de nosotros tiene catorce mil millones —aunque muchas veces dudo de que yo o muchos de mis congéneres, especialmente esos que gobiernan, tengamos tantas—? Vaya eso como otra prueba de que lo pequeño gobierna a lo grande y que la nanotecnología recibe hoy más poderes que las máquinas rudimentarias del pasado. No por nada decía Derrida4 poco antes de morir que hay que revisar la expresión “Dios es grande” pues la omnipotencia parece recluirse en lo ínfimo. Tal vez las nanotecnologías den cabida a una teología del punto, ese punto a partir del cual se produjo el estallido que los científicos llaman Gran Explosión.

La ciencia, la episteme, tradicionalmente ha sido vista (y se ha visto a sí misma) como guía y precursora del arte, de la tekhné. Por lo menos ésta era la idea de Aristóteles: la ciencia descubre leyes eternas e inmarcesibles, las relaciones necesarias de aquello que nunca deja de escribirse y los hombres, armados con el conocimiento de esas leyes, producen objetos variables, perecederos, corruptibles, contingentes, cosas que sí dejan de escribirse y usarse, destinados después de un tiempo a la basura o, si corren con suerte, a los negocios de anticuarios y a los museos. La doxa convencional ha privilegiado siempre al saber matematizado, teórico, por encima del saber hacer, práctico, técnico. En efecto, la doxa es ¡vaya paradoja! la gran defensora de la episteme en una opinión pública gobernada por el cientificismo. Se ha considerado que la ciencia preside y precede a la eficiencia aunque puede haber eficiencia sin ciencia (tal el caso de los artesanos) y ciencia sin eficiencia (como es el caso, por lo común, de los astrónomos). Hemos de reconocer que el propio progreso de las técnicas ha vuelto obsoleta esta cómoda y tradicional distinción. Hoy en día la ciencia sigue en muchas oportunidades y con entusiasmo el camino indicado por el perfeccionamiento de toda clase de instrumentos que llegan incluso a producir nuevas ecuaciones y nuevas formas de lo real: alteraciones en la estructura de los ácidos nucleicos y, así, otras formas de vida, creación de ambientes donde no tienen validez ciertas leyes físicas, soluciones salidas de las combinatorias cibernéticas para teoremas centenarios que los geómetras nunca pudieron dilucidar. La técnica no es ya la sierva de la ciencia sino que con frecuencia la relación se invierte y sucede lo contrario.5 Los servomecanismos pueden organizar a la razón e incluso impugnar sus más laboriosos resultados mostrando que los cálculos realizados por omniscientes computadoras no confirman a las mejor pertrechadas de las teorías. Por otra parte, en los niveles económico y político, la organización y la interacción entre los servomecanismos está en función de la distribución del poder. El control de la acción “técnica” de esta “materia racionalizada” se integra en un “dispositivo” (Gestell), una compleja armazón de recursos (Bestellen): discursos, técnicas, instalaciones, personal capacitado, materias primas, inversiones de capital, etc., que tiene funciones estratégicas relacionadas con el conjunto de la cultura y de la actividad mundial en todos los planos. La dominación del dispositivo tecnocientífico (vale decir, del conjunto de los aparatos, teorías y personajes que cumplen funciones técnicas) es la primera palanca que permite la dominación de los cuerpos y de las conciencias de todos los seres vivientes (y no sólo de los humanos) así como del conjunto de los recursos planetarios. Quien controla los relojes controla el tiempo (—¡Atención! El tiempo cronológico; no el tiempo lógico). Quien controla los aparatos de posicionamiento global (GPS) controla el espacio y el lugar que en él ocupan los organismos. (—¡Atención! Los organismos; no los sujetos). Quien controla el mapa genómico controla la identidad. Quien controla el saber controla el hacer y quien goza de la propiedad de los aparatos que permiten computar y calcular controla el actuar. Quien controla los archivos controla la memoria, la forma en que el sujeto recuerda su pasado y percibe su presente. El de todos y el de todo.

Es impensable el poder sin esa conjunción de controles. Sin el gobierno que en griego se dice cibernetes.