SOBRE EL AUTOR

Uppaluri Gopala Krishnamurti (1918-2007), más conocido como U.G. Krishnamurti, o simplemente U.G., fue un pensador indio que cuestionaba la iluminación, a menudo conocido como un “anti-gurú” o como “el hombre que se negó a ser un gurú”. Aunque necesario para el funcionamiento cotidiano de las personas, en términos de Realidad Última o Verdad, rechazó la base misma del “pensamiento” y, al hacerlo, negó todos los sistemas de pensamiento y de conocimiento referentes a Ella. U.G. nunca habló en público, nunca dio conferencias, ni impartió cursos, talleres o seminarios. No difundió filosofía ni orientación espiritual alguna. Jamás otorgó mantras ni iniciaciones. Nunca tuvo organización, ni oficina, ni secretaria, ni número de teléfono, ni fax, ni domicilio fijo. Pernoctaba en casa de algún amigo o en pequeños y modestos apartamentos alquilados. Su mensaje se puede resumir en esta breve frase: “No tengo ningún mensaje que daros”. Sin embargo, miles de personas lo buscaban frenéticamente, ávidos de estar cerca de él o de escuchar sus palabras. Constantemente desanimaba a la gente para que no fueran a verle, y a quienes llegaban hasta él, trataba educádamente de disuadirlos. Sin embargo, llegó a ser el filósofo más popular de la India. Su biografía, recientemente publicada, estuvo durante nueve meses como el libro más vendido en ese país.


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Título original: Mind is a Myth

Diseño de portada: Editorial Sirio S.A.

Traducido del inglés por Ricardo de Frutos

Composición ePub por Editorial Sirio S.A.

Mi enseñanza, si queréis llamarla así, no tiene derechos de autor. Sois libres para reproducirla, difundirla, interpretarla, malinterpretarla, deformarla, tergiversarla o hacer con ella lo que os plazca. Podéis, incluso, atribuiros su paternidad sin mi consentimiento ni el permiso de nadie.

U.G.

Este libro está compuesto por diversas charlas llevadas a cabo, entre U.G. Krishnamurti y varios interlocutores de la India, Suiza y California, en 1983 y 1984. Aunque algunas palabras han sido cambiadas para mayor claridad, la versión aquí presentada es un fiel reflejo del contenido y la forma de aquellas charlas. Esperamos que nos perdonéis por no haber identificado a todos los participantes en ellas, ya que sentimos que de hacerlo solo entorpeceríamos el significado y la soltura de los diálogos. El redactor toma también plena responsabilidad de la exactitud de estas disertaciones y reconoce con agradecimiento,el importante papel desempeñado en la realización de este libro por aquellos que conversaron con U.G.

NOTA 1

He aquí finalmente una evaluación refrescante, radical y no convencional de toda la empresa humana. En su obra anterior, The Mystique of Enlightenment (publicada en castellano bajo el título de U.G., charlas con un iluminado contestatario), U.G. Krishnamurti apuntó de cerca justo al entrecejo del statu quo, y disparó. En este nuevo libro acosa todavía más a los valores y el pensamiento tradicionales, lanzando granadas, como si dijéramos, a la propia fortaleza de nuestras creencias y aspiraciones más recónditas. Para los buscadores de Dios, la felicidad o la iluminación, este libro es poco recomendable. Pero para aquellos que están cansados de la búsqueda y han desarrollado un escepticismo bien templado, este pequeño volumen puede resultar inestimable. Esta es la historia de un hombre que lo tuvo todo –expectativas, riqueza, cultura, fama, viajes, carrera– y que todo lo abandonó para encontrar por sí mismo la respuesta a su ardiente pregunta: «¿Existe realmente la libertad, la iluminación o la liberación tras todas las abstracciones que nos han lanzado las religiones?». Nunca obtuvo respuesta.

No hay respuestas para preguntas como esa. U.G. mete la filosofía en un molde enteramente nuevo. Para él esta disciplina no es ni el amor a la sabiduría ni la evitación del error, sino la desaparición de todas las preguntas filosóficas.

Dice U.G.:


Cuando todas las preguntas que uno tiene se resuelven a sí mismas en una sola pregunta, tu pregunta, esa pregunta debe detonar, explotar y desaparecer por entero, dejando tras de sí un organismo biológico funcionando suavemente, liberado de la distorsión e interferencia de la estructura separadora del pensamiento.


Su mensaje es chocante: nos hemos equivocado todos de tren, hemos elegido la senda errónea, vamos en la dirección incorrecta. Cuando llegue el momento de enfrentaros a la catástrofe de la crisis actual del hombre, encontraréis a U.G. en cabeza, dispuesto y capaz de derrumbar las asunciones cuidadosamente levantadas que son tan queridas y reconfortantes para todos nosotros. Estos son dechados de U.G.: hacer el amor es la guerra; la relación causa/efecto es el santo y seña de las mentes confusas; el yoga y los alimentos dietéticos destruyen el organismo; el cuerpo es inmortal, no el alma; en Rusia no hay comunismo, ni libertad en América, ni espiritualidad en la India; el servicio a la humanidad es egoísmo total; Jesús fue otro judío equivocado y Buda, un chiflado; el terror mutuo, y no el amor, salvará a la humanidad; asistir a la iglesia o ir a beber al bar son acciones idénticas; nada hay dentro de ti excepto miedo; la comunicación es imposible entre seres humanos; Dios, el amor, la felicidad, el inconsciente, la muerte, la reencarnación y el alma son quimeras de nuestra rica imaginación sin existencia y Freud es el fraude del siglo XX, mientras que Jiddu Krishnamurti es el mayor farsante.

La audaz voluntad del hombre de eliminar toda la sabiduría y conocimiento acumulados del pasado es realmente estupenda. A este respecto, U.G. es un coloso, un Siva de carne y hueso, dispuesto a destruirlo todo para que la vida pueda seguir adelante con nuevo vigor y libertad. Su despiadado e incesante ataque a nuestras ideas e instituciones más queridas equivale nada menos que a una insurrección en la conciencia; una superestructura corrupta, viciada en su núcleo, es destruida sin ningún ceremonial y no es reemplazada con nada. Deleitándose en el acto de la aniquilación total, U.G. no ofrece nada a sus oyentes, sino que más bien elimina todo lo que laboriosa e inconscientemente estos han acumulado. Si lo viejo ha de ser destruido antes de que lo nuevo pueda ser, U.G. es, sin lugar a dudas, el heraldo de un nuevo comienzo para el hombre.

La sociedad, que, como señaló Aldous Huxley, es el desamor organizado, no puede tener un lugar para un hombre libre como U.G. Krishnamurti. No encaja en ninguna estructura social, espiritual o secular conocida. La sociedad, que utiliza a sus miembros como medio para asegurar su propia continuidad, no puede evitar la amenaza de un hombre como él, un devoto desestabilizador del sistema que no tiene nada que proteger, ni seguidores a los que satisfacer, ni interés en la respetabilidad, y que habitualmente dice las más desilusionantes verdades sin importarle las consecuencias.

U.G. es un hombre «acabado». En él no hay búsqueda, y por lo tanto, no hay destino. Su existencia consiste en una serie de sucesos inconexos. En su vida no hay centro, nadie «conduce» su vida, no hay sombra interior, ni «fantasma en la máquina». Lo que hay es una sensible máquina biológica, altamente inteligente, que funciona de un modo suave y tranquilo, sin más. Uno busca en vano la evidencia de un ser, psique o ego, pero lo único que existe es el simple funcionamiento de un organismo sensible.

No es de extrañar que tal hombre «acabado» descarte los tópicos banales y deslustrados de la ciencia, la religión, la política y la filosofía y, en lugar de ello, vaya directamente al grano, presentando su caso con sencillez, audazmente, de una manera vigorosa y sin corroboración, a cualquiera que desee escucharlo.

NOTA 2

El sujeto de esta obra, Uppaluri Gopala Krishnamurti[1] nació de padres brahmines de clase media, la mañana del 9 de julio de 1918, en el pueblo de Masulipatam, en el sur de la India. Por lo que podemos saber, no hubo ningún suceso particular en torno a su nacimiento, ni celestial ni de cualquier otra clase. Su madre murió de fiebre puerperal siete días después de haber dado a luz a su primer y único hijo. En su lecho de muerte imploró al abuelo materno del niño que cuidara especialmente de él, añadiendo que estaba segura de que la criatura tenía ante sí un gran e importante destino. El abuelo se tomó muy en serio esta predicción y el requerimiento de su hija y prometió darle todos los cuidados propios de un rico «príncipe» brahmín. El padre del niño volvió a casarse pronto y dejó a U.G. al cuidado de los abuelos.

El abuelo era un ardiente teósofo y conocía a Jiddu Krishnamurti, Annie Besant, el Coronel Olcott y los demás líderes de la Sociedad Teosófica. U.G. frecuentó a toda esta gente en su juventud y hubo de pasar la mayor parte de sus años de estudiante en torno a Adyar, el centro mundial de la Sociedad Teosófica, en Madras, al sudeste de la India. U.G. dice de esa época: «Mi abuelo mantenía una especie de casa abierta a la que eran invitados monjes y ascetas errantes, eruditos religiosos, pundits, diversos gurús, mahatmas y swamis». Allí se producían discusiones interminables sobre filosofía, religiones comparadas, ocultismo y metafísica. Todas las paredes de la vivienda estaban cubiertas con fotos de famosos líderes hindúes y teósofos, especialmente J. Krishnamurti. La infancia del niño, en breve, estuvo inmersa en la tradición religiosa, el discurso filosófico y la influencia de varios personajes espirituales. Todo esto atraía mucho al pequeño, que llegó incluso a implorar a un gurú errante que llegó con un gran séquito de camellos, discípulos y ayudantes que lo llevara con él para poder convertirse así en estudiante de su enseñanza espiritual. El abuelo llevó al joven U.G. por toda la India a visitar personas y lugares santos, ashramas, lugares de retiro y centros de aprendizaje. U.G. pasó siete veranos en los Himalayas estudiando yoga clásico con un famoso adepto: Swami Sivananda.

Fue durante estos tempranos años de su vida cuando comenzó a sentir que «algo andaba mal en alguna parte», refiriéndose a la totalidad de la tradición religiosa en la que había estado inmerso casi desde el principio. Su maestro de yoga, una figura autoritaria, estricta y santurrona, se asustó cuando U.G. le sorprendió devorando a puerta cerrada encurtidos picantes, prohibidos para los yoguis. U.G., apenas un muchacho, se preguntó a sí mismo: «¿Cómo puede este hombre engañarse a sí mismo y a los demás fingiendo ser una cosa mientras hace otra?». Decepcionado, abandonó sus prácticas de yoga y mantuvo un saludable escepticismo hacia los asuntos espirituales hasta su mayoría de edad.

Quería cada vez más «hacer las cosas a su modo», y cuestionaba la autoridad de los demás sobre él. Rompiendo con las tradiciones de su educación como brahmín, arrancó de su cuerpo el cordón sagrado, símbolo de su herencia espiritual. Se convirtió en un joven cínico, que rechazaba las convenciones espirituales de su cultura, lo cuestionaba todo por sí mismo y mostraba cada vez menos respeto por las instituciones y las costumbres religiosas, tan importantes dada su familia y comunidad. Se desarrolló en él un saludable desdén por su herencia religiosa, un desdén que había de convertirse en un agudo sentido de lo que él llamaría más tarde «la hipocresía del santo negocio». Todo esto le otorgó tiempo para desarrollar el tremendo coraje y perspicacia necesarios para dejar de lado todo el contenido psicológico y genético de su pasado.

A la edad de veintiún años, mientras estudiaba filosofía y psicología en la Universidad de Madrás, se había convertido prácticamente en un ateo. En esta coyuntura, un amigo le pidió que fuera con él a visitar al famoso «Sabio de Arunachala», Bhagavan Sri Ramana Maharshi, en su ashram de Tiruvannamalai, no muy lejos de allí, al sur de Madrás. En el año 1939, U.G. fue con reluctancia a verlo. En ese momento estaba convencido de que todos los hombres santos eran unos farsantes que simplemente entretenían a la gente. Pero para su sorpresa Ramana Maharshi era diferente. El sabio de ojos serenos y dulces, con gran sabiduría e integridad, impactó fuertemente al joven U.G.

Sri Ramana raramente hablaba a los que se le acercaban con preguntas. A pesar de ello, U.G. se aproximó a él, con cierta vacilación y recelo, y le hizo tres preguntas:

—¿Existe la iluminación?

—Sí, existe –replicó el maestro.

—¿Hay niveles en ello?

—No –respondió Ramana– ningún nivel es posible, todo es una sola cosa. O bien está usted allí o no lo está en absoluto.

Finalmente U.G. preguntó:

—¿Puede darme usted eso que llaman iluminación?

Mirando a los ojos del serio joven, Bhagavan respondió:

—Sí, puedo darlo, pero ¿puede usted recibirlo?

A partir de ese momento U.G. quedó obsesionado por esta respuesta, y se preguntó infatigablemente: «¿Qué es eso que no puedo recibir?».

Allí mismo resolvió que, fuera lo que fue de lo que habló Ramana Maharshi, él «podía recibirlo». Más tarde manifestó que ese encuentro cambió el curso de su vida y «me devolvió de inmediato a la senda». Nunca visitó a Bhagavan otra vez. Por cierto, Ramana Maharshi murió en 1951 de cáncer, y es tenido por uno de los mayores sabios que la India ha engendrado jamás.

Cuando rondaba los veinticinco años de edad, el sexo se había convertido en un problema para U.G. A pesar de que intermitentemente prometía prescindir de él y del matrimonio por deferencia a la vida del celibato religioso, finalmente razonó que el sexo era un impulso natural, que no era inteligente reprimirlo y que, de todos modos, la sociedad había proporcionado instituciones legítimas para colmar esta ansia. Eligió por novia a una de las tres hermosas jóvenes brahmines que su abuela había seleccionado como posibles y adecuadas compañeras. Más tarde habría de decir: «Me desperté la mañana siguiente a mi noche de bodas y supe sin ningún género de dudas que había cometido la mayor equivocación de mi vida». A pesar de ello, permaneció casado durante diecisiete años y engendró cuatro hijos. Desde el comienzo mismo quiso dejar el matrimonio, pero siguieron llegando los hijos y la vida matrimonial continuó.

Su primogénito, Vasant, enfermó de polio y U.G. decidió llevar a la familia a los Estados Unidos para que pudiera recibir el mejor tratamiento, en cuyo proceso gastó casi toda la fortuna, que había recibido de su abuelo. Su esperanza era poder darle a su esposa una educación superior, encontrarle un trabajo y situarla en una posición independiente, de modo que él pudiera proseguir solo. Y eso hizo: le encontró un trabajo a su esposa en la World Book Encyclopedia. Para entonces, su fortuna se había agotado, se sentía cansado de ser conferenciante público (primero en nombre de la Sociedad Teosófica y después como orador independiente), su matrimonio había terminado y estaba perdiendo el interés en la lucha por ser alguien en este mundo. Cuando llegó a los cuarenta años, U.G. estaba sin dinero, solo y olvidado por sus amigos y colegas. Entonces comenzó su vida errante, primero en Nueva York, luego en Londres –donde se dedicó a pasar sus días en la Biblioteca Nacional para escapar del frío del invierno inglés y a dar lecciones de cocina india por poco dinero– y después siguió París, ciudad por la que continuó errando sin rumbo. De ese período de su vida diría más tarde:


Yo era como una hoja movida por un viento voluble, sin pasado ni futuro, sin familia ni carrera, ni ninguna clase de plenitud espiritual. Perdí lentamente mi voluntad para hacer algo. No estaba rechazando o renunciando al mundo; sencillamente el mundo se apartaba de mí y yo no podía ni tenía voluntad para aferrarme a él.


Solo y sin un céntimo, llegó a Ginebra donde había dejado unos pocos francos en una vieja cuenta, posiblemente lo suficiente para poder pasar unos días. Luego este dinero se acabó, comenzó a deber el alquiler y se quedó sin saber hacia donde ir. Entonces decidió ir al Consulado de la India allí en Ginebra y pedir que lo repatriaran a su país. «No me quedaba dinero, ni amigos, ni voluntad. Pensé que al menos no podían echarme de la India, después de todo soy un ciudadano. Quizás pueda simplemente sentarme bajo un baniano en alguna parte y puede que alguien me alimente». Así que, a los cuarenta y cinco años, siendo un fracasado total a los ojos del mundo, sin dinero y solo, entró en el Consulado y rogó que le devolvieran a su patria. No tenía donde elegir. Este había de ser el punto decisivo de su vida.

NOTA 3

U.G. entró en el consulado de la India en Ginebra y comenzó a contarle su triste historia al cónsul. Cuanto más hablaba, más fascinado se sentía este. Pronto toda la oficina quedó en un profundo silencio, escuchando su notable historia. Una secretaria-traductora, Valentine de Kerven,[2] escuchaba atentamente. Ya en los sesenta años y con gran experiencia del mundo, se apiadó de aquel extraño y carismático personaje. Nadie allí supo qué hacer con él, de modo que se ofreció a llevarlo a su casa durante unos días hasta que al cónsul se le ocurriera algo.

Valentine, que había conocido la adversidad por sí misma, simpatizó con aquel hombre desamparado y errante, y pronto le ofreció su hogar en Europa. Disfrutaba de una pequeña herencia y una pensión que eran suficientes para ambos. U.G. no quería en absoluto volver a la India y enfrentarse a su familia, amigos y pobres perspectivas, por lo que aceptó la oferta agradecido. Los siguientes cuatro años (1963-1967) fueron días felices para ellos. Ella dejó su empleo en el consulado y vivió tranquilamente con U.G., viajando según la temporada a Italia, al sur de Francia, a París o a Suiza. Más tarde empezaron a pasar los inviernos en el sur de la India, más barato y de clima más benigno. Durante estos años U.G., como explicó después, no hizo nada: «Dormía, leía la revista Time, comía, e iba a pasear con Valentine o solo. Eso era todo». Pasó por una especie de período de incubación. Su búsqueda había acabado casi por completo. Nunca le mencionó a Valentine los poderes ocultos, las experiencias espirituales y el trasfondo religioso que formaban una gran parte de su vida. Se limitaban a vivir sencilla y tranquilamente como una familia trashumante.

Solían pasar los meses del verano en el ático reformado de un viejo chalé de cuatrocientos años de antigüedad, en el encantador pueblo suizo de Saanen, en la región de Berna. Por alguna razón, J. Krishnamurti decidió celebrar una serie de charlas y reuniones en una enorme carpa levantada en las afueras del mismo pueblecito. Líderes religiosos, yoguis, filósofos e intelectuales de Oriente y Occidente acudieron al lugar para asistir a las charlas, dar y recibir clases de yoga y conferenciar sobre temas espirituales y filosóficos. U.G. y Valentine guardaron una respetuosa distancia, sin querer formar parte de aquel ambiente que comenzó a parecer, cada vez más, un circo.

En este entorno U.G. estaba a puto de cumplir cuarenta y nueve años. El Kowmara Nadi, un famoso y respetado registro astrológico de Madrás, había predicho mucho tiempo atrás que U.G. pasaría por una profunda transformación en su cuarenta y nueve aniversario. A medida que se acercaba el día, empezaron a ocurrirle sucesos extraños e inexplicables. Algo radical y absolutamente inesperado estaba a punto de sucederle.

NOTA 4

A los treinta y cinco años U.G. comenzó a sufrir dolores de cabeza constantes, y no sabiendo qué hacer, tomaba grandes cantidades de café y aspirina para soportar el agudísimo dolor. En ese momento también empezó a parecer cada vez más joven en lugar de más viejo. Cuando llegó a los cuarenta y nueve años parecía un hombre de diecisiete o dieciocho. Justo entonces, comenzó de nuevo a envejecer, aunque sigue pareciendo mucho más joven que sus actuales sesenta y siete años. Entre aquellos terribles dolores de cabeza pasaría por extraordinarias experiencias, en las cuales, como él describió más tarde: «Me sentía acéfalo, como si me faltara la cabeza». Simultáneamente a estos extraños fenómenos surgieron los así llamados poderes ocultos, a los que U.G. se refiere como los poderes e instintos naturales del hombre. Una persona podía entrar en la habitación y él, que nunca la había conocido, podía ver todo su pasado e historia como si estuviera leyendo una autobiografía viviente. Era capaz de mirar la palma de la mano de un extraño e instantáneamente conocer su destino. Todos los poderes ocultos comenzaron a manifestarse por sí mismos en él, de forma gradual, a partir de los treinta y cinco años. Al respecto dijo: «Nunca utilicé estos poderes para nada; simplemente ahí estaban. Sabía que no tenían mucha importancia y los dejé estar».

Estas extraordinarias facultades continuaron creciendo dentro de él y U.G., temiendo que Valentine concluyera que estaba loco, nunca le mencionó nada de ellas, como tampoco a ninguna otra persona. A medida que se acercaba su cuarenta y nueve aniversario, empezó a tener lo que posteriormente referiría como «visión panorámica», un modo de ver en el cual su campo de visión tenía una amplitud de casi trescientos sesenta grados, mientras que el espectador u observador desaparecía por completo y los objetos se movían directamente a través de la cabeza y el cuerpo. Todo su organismo, aunque era desconocido para U.G. en aquel momento, evidentemente se preparaba para alguna calamidad o transformación de inmensas proporciones. Sin embargo, él no hizo nada. En la mañana del 9 de julio de 1967, día de su cuarenta y nueve aniversario, acudió con un amigo a una charla pública dada por J. Krishnamurti[3] en una gran carpa montada a las afueras de Saanen, el pueblo en que U.G. y Valentine habían estado viviendo desde hacía algún tiempo. U.G. había firmado un contrato con un editor para escribir su autobiografía, y precisamente en esos momentos estaba trabajando en la parte en la que describía su relación con J. Krishnamurti. No recordaba mucho de lo que había sentido hacia el anteriormente reverenciado «Maestro del Mundo» de la Sociedad Teosófica además, no había tenido contacto con él durante muchos años y no poseía una opinión definitiva sobre él, de manera que decidió ir a escuchar la charla matinal dada por J. Krishnamurti, para, de algún modo, «refrescar la memoria». A mitad de la charla, al escuchar la descripción del hombre libre que hacía J. Krishnamurti, U.G. súbitamente se dio cuenta de que era a él mismo a quien J. Krishnamurti estaba describiendo. «¿Qué diablos estoy haciendo escuchando a alguien describir el modo en que yo funciono?», se preguntó. La libertad y la conciencia en ese momento dejaron de ser algo «allá» o «más allá» para convertirse sencillamente en el modo en que él ya estaba funcionando fisiológicamente en aquel mismo instante. Esto pasmó a U.G. con tanta fuerza que abandonó la carpa en un aturdido estado mental y se fue caminando solo hacia su chalé, al otro lado del valle. En su trayecto se detuvo a descansar en un banco que dominaba los hermosos ríos y montañas del valle de Saanen.

Mientras permanecía sentado, solo y contemplando el verde valle y los ásperos picos de la región, se le ocurrió:


He buscado en todas partes para encontrar una respuesta a mi pregunta –¿existe la iluminación?– pero nunca he cuestionado la propia búsqueda. Por haber asumido que la meta –la iluminación– existe, he tenido que buscar, y ha sido la propia búsqueda la que me ha estado ahogando y manteniendo fuera de mi estado natural. No existe la iluminación espiritual o psicológica porque no existe en absoluto la mente o la psique. Toda mi vida he sido un condenado loco, buscando algo que no existe. Mi búsqueda ha terminado.


En ese momento, todas las preguntas desaparecieron y U.G. cesó por entero de actuar basándose en la estructura separadora del pensamiento. Un poco de energía entró en su cerebro a través de uno de los sentidos y permaneció allí. Un poco de energía para vibrar libremente, sin traducir, sin censurar y sin ser utilizada por una estructura de pensamiento separadora y preferencial, es peligrosa: es la propia sustancia de la anarquía interna. Al no ser afectada por el pensamiento, el cual es tiempo, no tiene a donde ir y no puede encontrar un escape de la quietud. Se crea entonces una tremenda presión molecular que solo puede liberarse mediante una explosión. Esa explosión causó dentro de U.G. el derrumbamiento de toda la estructura de su pensamiento, y con ella la idea de un ser independiente y una sociedad en oposición. Había alcanzado el final de los pares de opuestos; la causa y el efecto cesaron por completo. La calamidad alcanzó incluso a las células y los cromosomas. En su naturaleza aquello era fisiológico, no psicológico, lo que implica que al final de lo conocido se halla el «Big Bang».