La vida cotidiana en la Edad Media

Primera edición en Shackleton Books: febrero de 2020


La vida cotidiana en la Edad Media

© 2018, Rubén Andrés Martín

© 2020, de esta edición, Shackleton Books, S.L.

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www.shackletonbooks.com


Realización editorial: Bonalletra Alcompas, S.L.

Diseño de cubierta: Pau Taverna

Diseño de tripa y maquetación: Kira Riera

Cartografía incluida en los apéndices: Geotec

Composición ebook: Víctor Sabaté (Iglú de libros)

© Ilustraciones: Jordi Dacs (págs. 20, 23, 34, 48-49, 63, 64, 69, 116, 141 y 145 de la edición en papel).

© Fotografías: todas las imágenes son de dominio público a excepción de las de las págs. 121 y 167 (CC BY-SA 3.0). Icons by Icons8

ISBN: 978-84-18139-13-0

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos.

La vida cotidiana en la Edad Media

El paso de la aldea a la ciudad

Rubén Andrés Martín

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Introducción

Un día de verano de principios del siglo xii, Godofredo de Anjou, un poderoso noble del norte de Francia, colocó una florecita amarilla en su sombrero. Este gesto debió de repetirse con cierta asiduidad, pues de ahí surgió un apelativo, Plantagenet (‘planta de genista o retama’), que dio nombre a la dinastía nacida del matrimonio entre Godofredo y Matilda. Sus sucesores, reyes de Inglaterra desde Enrique II, pasando por Ricardo Corazón de León, Juan sin Tierra o Ricardo II, llevaron consigo el apelativo nacido de este gesto tan simple. Si ustedes tienen la oportunidad de observar esta planta, que hoy en día flanquea las carreteras de media Europa en los meses de verano (el momento de su floración), les pido que la huelan. Tiene un aroma intenso pero agradable y sus flores son pequeñas y de un amarillo brillante. Con este gesto, estarán observando lo mismo que observó Godofredo y oliendo lo mismo que este olió. A lo mejor, incluso les entran ganas de colocarse una ramita sobre la oreja para continuar percibiendo el perfume mientras siguen su camino.

De eso trata la historia de la vida cotidiana. De acercarnos a la realidad de las sensaciones, los gestos, lo íntimo, lo cercano y lo familiar de unos seres humanos que vivieron hace ya muchos siglos. Este tipo de historia tiene la facultad de trazar un hilo conductor entre aquellas personas y nosotros que provoca que esos mundos lejanos resulten sensibles, coloridos y casi táctiles.

Dado que no se trata de narrar grandes batallas, acuerdos de paz o concilios de la Iglesia, la Edad Media de la que vamos a hablar en las páginas que siguen es por fuerza difusa y se sitúa en un tiempo que abarca desde el siglo v hasta el xv, aunque nos centraremos, sobre todo, en las cinco últimas centurias. Por ello, tan solo dedicaremos unas pocas páginas a estos menesteres relacionales, con el objeto de proporcionar un contexto que permita al lector ubicarse en el tiempo y el espacio.

La Edad Media: panorama general

En latín hay una bella palabra, spolia, que hace referencia a la utilización de materiales de edificios viejos para construir edificios nuevos. Eso fue, en esencia, la Edad Media. Un tiempo en que con las piedras del mundo antiguo —las del cristianismo y las del islam— se fue construyendo una sociedad lo suficientemente sólida como para resistir una de las más duras y terribles crisis políticas, económicas y demográficas que jamás ha afrontado Europa.

¿Por qué la Edad Media es «media»?

Más allá de clichés sobre luz y oscuridad, debemos intentar comprender la causa real de dicha denominación. Esta nace durante el Renacimiento como un intento de reforzar la idea de recuperación del pasado antiguo. Por ello, humanistas fundamentalmente italianos construyeron —es decir, inventaron— la idea de que durante mil años la humanidad había vivido en unas tinieblas de las que la sacaron estos mismos pensadores. Crearon la antítesis de todas aquellas cosas buenas que valoraban en su mundo y las insertaron en un marco temporal que funcionaba como una pausa de barbarie e ignorancia entre dos épocas brillantes de la humanidad: la antigüedad y la modernidad. Esta imagen peyorativa de la Edad Media se ha mantenido, reforzada por los pensadores ilustrados y por los liberales decimonónicos, hasta tiempos muy recientes, en que casi cualquier aspecto negativo de la cotidianidad se vincula con el pasado medieval. Es bien sabido que toda nueva generación intenta resaltar las diferencias con respecto a la generación anterior. Sobra decir que por muy tranquilizadora que pueda resultar esa idea de progreso, tiene mucho de cuento infantil.

El punto de partida de este tiempo es intenso y rápido. Comienza con los hunos, jinetes de las estepas, que atravesaron con furor las llanuras asiáticas y golpearon como un martillo las fronteras orientales del Imperio romano. Este impacto generó todo un movimiento de pueblos que, asentados en el oriente del imperio, comienzan a atravesar las fronteras. No pretenden destruir nada, solo quieren establecerse en ese mundo rico, culto y organizado, pues creen que el Imperio romano tal vez pueda protegerlos de los hunos.

Sin embargo, aquel imperio no solo les da la espalda, sino que estos pueblos bárbaros, como se los conocía en el mundo romano, acaban por comprobar en carne propia el nivel de crueldad que podía exhibir Roma. La venganza de las gentes del norte contra la decadente clase política romana se fue fraguando con el tiempo, hasta que, en el año 476, Odoacro, el líder tribal de uno de estos pueblos germánicos, los hérulos, retiró las insignias imperiales al joven emperador Rómulo Augústulo y las envió a Constantinopla para que tomaran buena cuenta en Oriente de la caída del Imperio romano de Occidente. Con este gesto se daba inicio a la Edad Media.

Lo cierto es que, aun sin quererlo, estos germanos cambiaron el mundo para siempre, pues, a partir de su llegada, conformaron nuevas estructuras políticas gestadas en torno a las circunstancias de estos pueblos: un reino de los francos, un reino de los visigodos, uno de los lombardos, un reino de los vándalos, de los anglos, de los jutos, de los sajones. En los siglos que siguen, estos pueblos, junto con las masas de población local, que nunca dejaron de ser la mayoría, comenzaron un caminar. Los empujones y codazos que se daban entre ellos fueron dando forma a fronteras cada vez más definidas y perdurables: los visigodos en la península ibérica, los francos en los territorios de la actual Francia, los lombardos en Italia, anglos y sajones en la actual Inglaterra. Estos pueblos fusionaron su cultura con la civilización grecolatina y adoptaron el derecho romano y el cristianismo como religión oficial.

Otro hecho de vital importancia para la historia que estamos narrando tiene lugar en una ciudad de la península arábiga, cercana al mar Rojo, La Meca. Allí, según las fuentes islámicas, Mahoma recibe el mensaje de Dios por boca del arcángel Gabriel. A partir de este momento comienza un tiempo nuevo que tendrá su punto de partida en el año 622, en que el profeta y sus seguidores son expulsados por los mecanos y comienza a contar el calendario islámico. Tan solo diez años después, en 632, momento en que fallece Mahoma, la península arábiga ya era en su mayoría musulmana. Los sucesores del profeta, que tomaron el título de califa (que significa específicamente eso, ‘sucesor del profeta’), extendieron en pocos decenios el dominio musulmán desde la península ibérica hasta la India.

Así, en el año 711, tropas musulmanas al mando de Tariq ibn Ziyad desembarcaron junto a una roca a la que se dará su nombre, la «roca de Tariq» o yebel Tariq, que nosotros conocemos como Gibraltar. Tras una fulminante victoria frente a las tropas del rey Rodrigo en la batalla de Guadalete (711), no tardaron en darse cuenta de lo fácil que resultaría seguir avanzando y apoderarse del reino de los visigodos, lo que consiguen con gran rapidez, además de adentrarse en el de los francos, aunque este territorio les resultó más difícil de conquistar. Ya en el año 732, cerca de la localidad de Poitiers, Carlos Martel, mayordomo de palacio del rey de los francos, derrotó a los musulmanes en una batalla decisiva que marcó el inicio del lento retroceso de este pueblo en Europa occidental.

En la península ibérica, la resistencia de los cristianos frente a los invasores había comenzado en 718, tan solo siete años después del desembarco del contingente musulmán, y estuvo protagonizada por un personaje semimítico, Pelayo, del que las fuentes cristianas dicen que había sido capitán de la guardia del último rey visigodo. Con un pequeño grupo de hombres, había derrotado a las tropas enviadas por el gobernador árabe en su contra en una batalla que se había producido en el año 722, en la cueva de Covadonga. Este hecho marcó el punto de partida para la creación del primer núcleo de resistencia cristiana en la península ibérica, el reino de Asturias.

Algunos decenios después, en tierras al norte de los Pirineos, parecía que el viejo imperio renacía de sus cenizas en la persona de Carlos (descendiente de Carlos Martel), que en la Navidad del año 800 alcanzaría su apogeo con la consagración como emperador, aquel a quien la historia llamaría Carlomagno.

Unos años antes, en 793, comenzó la llamada «era vikinga» con el ataque a un aislado monasterio en el norte de Inglaterra, en la isla de Lindisfarne. Desde este momento y hasta prácticamente el siglo xi, estos «hombres del norte» sacudirán los cimientos de la cristiandad: con sus flexibles embarcaciones, capaces de remontar ríos, esparcieron el terror hasta el corazón mismo de Europa, saquearon aldeas y monasterios, tomaron ciudades, secuestraron a reyes y fueron una de las causas de la extrema fragmentación del poder y del fin del Imperio carolingio. Para colmo de males, además de los piratas nórdicos, los europeos hubieron de sufrir el ataque de piratas sarracenos desde sus bases en el Mediterráneo y de jinetes húngaros que, desde la llanura de Panonia, asolaron con sus correrías hasta tierras de la actual Cataluña. Por ello, Europa se llenó de castillos en los que poder refugiarse cuando las velas de los nórdicos aparecían en el horizonte o la polvareda de los jinetes húngaros tapaba el sol.

Castillos y señores feudales

A falta de un poder central, en cada castillo había un señor capaz de gobernar y defender un pequeño territorio. Estos personajes, los señores, habían recibido de otros señores más poderosos una concesión en tierras y personas denominada «feudo». Como contrapartida, se comprometían a defender y aconsejar a aquel que se las había concedido, además de a proteger a los súbditos que habitaban en aquel territorio e impartir justicia en caso de que tuviesen tal poder. A cambio de los servicios de protección prestados, recibían de los pobladores de su señorío diversas rentas en especie, en moneda o en servicios que redundaban en su beneficio. Toda esta organización social creó una extensa red de pequeñas lealtades que articuló el panorama sociopolítico europeo.

Durante los primeros siglos de la Edad Media, la población europea fue escasa, la agricultura producía bajos rendimientos, las ciudades estaban despobladas y la sociedad era básicamente rural. Dado que no había un poder público eficaz, las viejas rutas comerciales se habían vuelto peligrosas. Tan solo transitaban por ellas solitarios mercaderes, los denominados «pies polvorientos», con pequeñas y valiosas mercancías que podían esconder entre sus ropas si llegaban malhechores.

En torno al año 1000, comenzó una recuperación que vino de la mano de una bonanza climática denominada «óptimo climático medieval». Los tres siglos que siguen vendrán marcados por la expansión demográfica, las ciudades en crecimiento y la roturación de nuevas tierras. En definitiva, una época de cierto optimismo. Es cuando comienza a forjarse la imagen ideal de la Edad Media. Es el tiempo en que nace el gótico, de altas y erizadas catedrales, el amor cortés, la caballería como ideal de vida noble, Ricardo Corazón de León, Leonor de Aquitania, el Cid, san Luis de Francia, las cruzadas o Saladino.

En el año 1095, el papa Urbano II hizo un llamado en Clermont, Francia. Era necesario recuperar los santos lugares de las manos de los infieles. Miles de caballeros se embarcaron en una sangrienta aventura que llevó a la conquista por parte de los cruzados de Jerusalén y buena parte de los territorios de los actuales Israel, Líbano, Jordania y Siria. En estos territorios y durante cerca de doscientos años (desde la llegada de los cruzados hasta que sean expulsados de Tierra Santa en el año 1291 con la toma de Acre, su último bastión), se sucederán las cruzadas en un intento por recuperar las tierras que, muy al contrario, van perdiendo lentamente. En este enorme movimiento participarán personajes de renombre, como Godofredo de Bouillón, Leonor de Aquitania, Federico Barbarroja, Ricardo Corazón de León o san Luis de Francia en una de las epopeyas más sangrientas y a la vez más fascinantes de la historia del ser humano.

El camino hacia el final de la Edad Media

El siglo xiv empezó mal. Grandes hambrunas asolaron Europa debido al cambio climático que se estaba produciendo. Además, en 1337 se inició un enfrentamiento entre los reyes de Francia e Inglaterra que duró más de cien años y afectó a casi toda Europa. A esto hubo que añadir la severa y profunda crisis dentro de la Iglesia que llevó al conocido «cautiverio de Babilonia», una etapa en la que los papas residieron en la población francesa de Aviñón y que desembocó en el Cisma de Occidente, de tal manera que la cristiandad occidental se vio regida por hasta tres papas a la vez.

Sin embargo, los problemas no acabaron aquí, pues, además de a la inestabilidad política, climática y religiosa, Europa tuvo que enfrentarse a la mayor de las pandemias de que se tiene recuerdo. Denominada como «peste negra», acabó con buena parte de la población europea.

Con todo, la Europa que renació de esta crisis lo hizo fortalecida con nuevo ímpetu. El siglo xv marcó el fin definitivo del aislamiento y la superación de las barreras que separaban al Viejo Continente del resto del mundo. Navegantes portugueses, castellanos e italianos se encargarían de recorrer todos los mares en busca de nuevos productos que vender, nuevas rutas para transitar y nuevos territorios por los que expandirse.

El 29 de mayo de 1453, casi mil años después del destronamiento de Rómulo Augústulo, Mehmet II, líder de otro grupo tribal, los otomanos, pertenecientes al conglomerado turco y también llegados de las estepas asiáticas, tomó la ciudad de Constantinopla tras varios meses de asedio, al tiempo que el último emperador de la ciudad, Constantino XI, desaparecía en el furor de la batalla. Había caído también el Imperio romano de Oriente.

Unos decenios después, en 1492, con la toma de Granada y el fin del proceso reconquistador, la expulsión de los judíos tras más de un milenio de coexistencia y la llegada de Colón a la isla de Guanahaní, en el Caribe, culminaba el largo tiempo de los medievales.