AGRADECIMIENTOS



Es un lugar común decir que un libro no es empresa de una sola persona y eso es la verdad. Si enumeramos a todos aquellos que han pasado por nuestras vidas y que fueron dejando algo que después nos hizo concebir una idea, que tomó forma, que se hizo palabras y se transformó en un texto, que a su vez se convirtió en libro, tal vez esa narración sería una obra en sí misma.

Este libro empezó hace muchos años, 38 para ser precisos. Estuvo mucho tiempo guardado en un anaquel y Anita Williams mi entrañable amiga me lo mandó. Al recibirlo revolotearon por mi cabeza las palabras de mi maestro y director de lo que fue la tesis de licenciatura, el doctor Miguel León- Portilla: "Usted tiene los huesos de una batalla, pero no su narración." Le había traído a México –porque a la sazón vivía en Mexicali– la primera versión de mi trabajo que había logrado hilvanar mientras esperaba la llegada de mi hijo Diego.

Pasaron meses antes de retomar mi empresa, pero lo logré y durante todos estos años, no encontré nunca la oportunidad de convertirla en libro. Hace tres años tomé la decisión, lo que habían sido mis tesis de licenciatura y maestría, bien podrían configurar un texto que guardara al menos memoria de un legado artístico incalculable que se abriga en las sierras de la Baja California, y que inscribiera en la historia y antropología de México la saga de los misioneros que conquistaron la península, empresa en la que el doctor León-Portilla ha sido líder.

Debo agradecer al doctor León-Portilla y a la doctora Beatriz de la Fuente, mis inigualables maestros, que dirigieron ambas tesis.

Al señor José Luis López Martínez quien me ayudó a darle forma, a Karime Castillo quien con su inteligencia y dedicación me ayudó a incorporar todas las anotaciones que hicieron los investigadores que tuvieron la gentileza de emitir sus dictámenes sobre la misma. A Javier Martínez y César Aguilar quienes me auxiliaron en el proceso editorial y a tantos amigos que me animaron a continuar.

De manera especial debo agradecer a mi esposo Francisco, porque fue el que más me alentó, a mis hijos que desde siempre han vivido con la carencia de una mamá de tiempo completo Rafa, Moni, Diego, gracias.

A Rafael mi primer nieto y a los que siguieron, Marina, Santiago, María, Jimena, Julia y Mauricio, les dedico este trabajo que recoge mi amor por México y por su pasado.

PRESENTACIÓN



El libro Historia y arte de la Baja California de María Teresa Uriarte Castañeda, que sale de la imprenta gracias a la colaboración editorial del Instituto de Investigaciones Históricas y de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México, se suma a la ingente colección bibliográfica de estudios históricos –varios de ellos producidos en nuestro Instituto– sobre esta región tan importante del noroeste del territorio mexicano: la península de Baja California.

Hubo más que buenas razones para publicar esta obra. No sólo tiene ésta su propia originalidad y novedad temática; aporta también interpretaciones clave para la mejor comprensión del desarrollo histórico de esta región. Es una generosa contribución que ha resultado de una investigación muy profesional en que la autora ha hecho una revisión puntual de datos y de textos, amén de que le ha dado al volumen una mayor dimensión estética con el estudio del arte y la presentación iconográfica. Precedido por un magnífico prólogo de don Miguel León-Portilla, el estudio da cuenta de la historia de la península desde diversas perspectivas, la historiográfica, con el análisis de la versión de las crónicas, la antropológica, respecto a la población originaria, sus prácticas ceremoniales y religiosas y, desde luego, la estética, pues la autora, como sabemos, es una de las más distinguidas especialistas en historia del arte en nuestro país.

Flanqueada por el mar de Cortés o golfo de California y el océano Pacífico, fue la Antigua o Baja California una región donde habitaron grupos indígenas que dejaron manifestaciones de sus formas de vida basadas en la caza y la recolección. Con el arribo de los europeos, se dieron interesantes procesos de aculturación, que resultaron del mutuo contacto a partir de la tercera década del siglo XVIII. Las condiciones geográficas y climáticas, aunadas al intercambio cultural, hicieron florecer lenta y paulatinamente formas de organización que constituyen un objeto de interés de la especialista que se dio a la tarea de desentrañarlas y explicitarlas al lector, dando sugerentes propuestas.

María Teresa Uriarte hace reflexiones que entrañan un profundo conocimiento de los temas tratados, resultado no sólo de la investigación misma, sino también del acucioso cuidado con que revisó y cotejó las referencias bibliográficas y, a su vez, de la manera en que atendió con gran puntualidad y modestia profesional las sugerencias y observaciones de nuestro comité editorial. Por todo ello, estoy convencida de que este libro que ahora tenemos el privilegio de sumar a nuestra excerpta de obras publicadas con el sello universitario será del interés tanto de especialistas como del gran público.

María Alicia Mayer González

PRÓLOGO



Dos han sido los campos principales en los que ha concentrado su atención como investigadora y docente la doctora María Teresa Uriarte Castañeda. Uno es el arte prehispánico de Mesoamérica, de modo muy especial el de la pintura mural, tarea en la que ha proseguido, asumiendo con gran éxito las investigaciones de quien fue su maestra, la recordada doctora Beatriz de la Fuente. Elocuente testimonio de lo alcanzado en este campo por la doctora Uriarte lo ofrecen varias de sus aportaciones, libros, artículos, cursos, ponencias y conferencias a lo largo de varios años.

El otro ámbito de su interés –contrastante con el anterior– es el de la historia y el arte de la península de California. De hecho sus tesis de licenciatura y maestría, presentadas respectivamente en 1974 y 1980, ambas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, versaron sobre costumbres y ritos funerarios entre los indígenas de Baja California y acerca de la pintura rupestre de esa misma región.

Expresaré que en su dedicación profesional, larga y cuidadosa que abarca estos dos campos, no ha sido ella ni la primera ni la única. Tenemos el ejemplo de Francisco Xavier Clavijero, el humanista mexicano del siglo XVIII exiliado en Italia que escribió su Historia antigua de México y asimismo la que tituló Historia de la Antigua o Baja California. Y me atreveré a añadir que a mí me han atraído grandemente los estudios mesoamericanos y lo tocante a la gran península californiana.

He calificado de contrastante este doble interés precisamente porque por un lado atiende lo que fue el desarrollo de una gran civilización originaria, la de Mesoamérica y, por otro, se concentra en la experiencia histórica de una cultura, la de los indígenas bajacalifornianos.

Subsistieron ellos hasta que ocurrió la penetración de los europeos, en una especie de paleolítico fosilizado, en un medio ambiente áspero y poco favorable para la subsistencia humana.

Consultando el currículum vitae de María Teresa podemos ver que, si bien ha concedido atención preferente a Mesoamérica, nunca ha abandonado su interés en torno a la Baja California. Tan contrastantes intereses, lejos de implicar dispersión, han exigido, a mi parecer, una considerable apertura de espíritu. Son ellos los que, dando entrada a asuntos cuyo estudio y apreciación presuponen conocimientos y métodos que confieren agilidad y capacidad de comprensión, contribuyen a un más adecuado desarrollo de una investigación.

El presente libro, como lo señala su autora, es fruto de retomar, ampliar y dar nueva vida a las que fueron sus tesis, la de licenciatura, que tuve el gusto y honor de dirigir, y asimismo la de maestría sobre la pintura rupestre. En cuanto a la primera, estuvo circunscrita a la presentación y análisis de costumbres y ritos funerarios de los nativos californianos. Ahora este libro abarca eso y mucho más. En la segunda es más amplio y hondo su acercamiento al tema antes ya tratado.

Revisadas y enriquecidas tales aportaciones y distribuido el texto en una introducción y cuatro grandes capítulos, ofrece ahora María Teresa una bien documentada presentación acerca de lo que puede llamarse la antigua California indígena. Se ocupa en el primer capítulo de los primeros contactos entre los nativos y los europeos, tanto de las expediciones propiciadas por Hernán Cortés, como de la que personalmente emprendió él. El relato acerca de todo esto adquiere por momentos un tono de aventuras no imaginadas sino reales.

En el segundo capítulo María Teresa Uriarte atiende con ampliada perspectiva, el tema de los orígenes de los californios y describe sus formas de organización, su alimentación, costumbres y gobierno. Importa destacar aquí que, a diferencia de los que presentó en su tesis de licenciatura, los testimonios que aduce son mucho más numerosos y variados.

En lo que fue su tesis, los principales testimonios provinieron de las obras de los jesuitas Miguel Venegas, Historia de la conquista temporal y espiritual de California, aparecida a mediados del siglo XVIII, y la aportación ya mencionada de Francisco Xavier Clavijero. Aunque la obra de Venegas incluía informes de otros misioneros que habían estado en la península y la de Clavijero fue un resumen bien logrado de una obra más grande que es la del padre Miguel del Barco, hay que reconocer que ninguno de los dos autores en que entonces se apoyó –Venegas y Clavijero– habían estado en California. La limitación derivada de esto, inevitablemente influyó en el trabajo de María Teresa.

Ahora, en este libro amplia ella considerablemente sus fuentes. En primer lugar toma en cuenta en forma directa el caudal de informaciones del padre Miguel del Barco, cuya obra había permanecido inédita hasta que yo pude rescatarla y publicarla tiempo después de aquel en que la doctora Uriarte preparaba su tesis.

Además de acudir al manantial de noticias ofrecidas por Del Barco, aduce ahora las investigaciones realizadas por etnólogos, lingüistas y otros estudiosos a lo largo de los siglos XIX y XX hasta la actualidad. Y junto con éstas aprovecha lo que tales trabajos modernos han aportado sobre las costumbres, creencias y ritos de otros "californianos". Me refiero así a grupos situados más al norte pero emparentados con los cochimíes peninsulares. El trabajo de María Teresa adquiere así, en este segundo capítulo y también en el tercero, el carácter de una obra comparativa que abarca un considerable número de grupos nativos.

Y he dicho lo anterior porque precisamente en el tercer capítulo, al presentar lo tocante a la religión y mitología de los varios grupos –pericúes, guaycuras y cochimíes– no se circunscribe a ellos sino que se fija también en lo que podemos conocer de otros más septentrionales como los kiliwas, paipais, diegueños, cucapás y otros. El resultado es que la obra de nuestra autora constituye una introducción bien documentada a lo que llamaré las variantes culturales de grupos que vivieron –y algunos de ellos hasta hoy perduran– desde el paralelo 13 de latitud norte, o sea el cercano a cabo San Lucas, hasta cerca del 33 donde se halla el hábitat de los mencionados grupos septentrionales.

Importa también poner de relieve el empeño de María Teresa por reunir información sobre las creaciones culturales de estos indios cuya existencia muchos han tenido como muestra de formas de vida extremadamente precarias. Y esto es lo que ha llevado a conjuntar la temática de su antigua tesis de licenciatura con lo que aportó en la de maestría. Me estoy refiriendo al extraordinario arte rupestre, petroglifos y en especial pinturas muy numerosas en abrigos rocosos y otros lugares sobre todo entre los paralelos 28 y 29 latitud norte de la península.

Dedicando el capítulo cuarto a la pintura rupestre reúne en él un gran caudal de información con pertinentes apreciaciones. Primeramente expone cómo se obtuvieron las primeras noticias sobre ese arte, y en forma pormenorizada presenta a los más destacados investigadores que desde principios del siglo XX hasta el presente se han interesado en tales manifestaciones –seguramente sagradas y rituales– que hoy calificamos de artísticas.

Lo abarcado en este capítulo cuarto y las ilustraciones que incluye de pinturas rupestres, es introducción a un tema en verdad fascinante. De él puede decirse en pocas palabras que es muestra irrefutable de la capacidad creadora de los seres humanos, aun cuando subsistan en un medio tan hostil como es el que constituyó el hábitat de estos indígenas. El catálogo que aporta María Teresa acerca de los principales sitios donde se ubican estas pinturas es asimismo muy pertinente.

Creo que ha llegado el momento de expresar una apreciación que abarque la totalidad de este libro. Es él un paso adelante en conjunto de los trabajos de su autora sobre lo que llamaré nuestra querida península californiana. Para quienes la conocemos por haberla recorrido varias veces y la conocemos también por haberle dedicado mucho tiempo de investigación, sobre todo en torno de su historia y de los pueblos que ahí han vivido, este libro tiene un valor muy grande.

Confío, por ello, en que lo que aquí nos ofrece María Teresa no sólo será muy bien recibido por quienes ya tienen conocimientos acerca de la California mexicana sino también despertará en otros diversas formas de interés. Baja California con sus múltiples escenarios naturales, desde desiertos hasta montañas con bosque de pináceas, la riqueza sin fin de sus cactus y sus inmensos litorales –cerca de tres mil kilómetros– a lo largo del océano Pacífico y en el mar de Cortés. Sigue siendo escenario magnífico de lo que algunos han llamado geografía de la esperanza. Y en paralelo, su historia más rica de lo que podría imaginarse, constituye también otro gran hilo de atracción. Si las aguas de su mar de Cortés o golfo de California hasta ahora perduran como el más grande acuario del mundo o "las minas marinas" de las que habló Clavijero, un trabajo como el que estoy comentando, no deberá pasar inadvertido. Nos introduce él, en forma atrayente, a lo que expresa su título Historia y arte de la Baja California.

Miguel León-Portilla

INTRODUCCIÓN



Poco es lo que se ha publicado sobre la historia y el arte de la península de Baja California y es más poco aún lo que de esta región se ha publicado en México. Se trata de una zona que tal vez por la comparación que hicieron los primeros conquistadores con lo que conocemos como Mesoamérica, no tenía los méritos para ser conquistada, hasta que se supo de sus riquezas. Para entonces ya habían pasado casi dos siglos de infructuosos esfuerzos por dominar a sus pobladores.

Mi objetivo al escribir este libro fue poner al alcance del mayor número posible de personas la información más completa hasta el momento sobre las costumbres de los indígenas que poblaron la península y que no pudieron ser colonizados sino a través de la obra de los misioneros, quienes a la vez se convirtieron en los principales cronistas de los usos y costumbres peninsulares. Asimismo, me interesaba presentar a detalle las pinturas rupestres que los indígenas peninsulares nos legaron para facilitar su estudio e interpretación.

A lo largo de esta obra veremos las diferentes visiones de los narradores sobre los grupos indígenas que poblaron la península y que fueron diezmados con su llegada. Este acercamiento nos permitirá entrar en contacto con las sociedades de cazadores recolectores cuyas costumbres fueron transcritas a la luz de la ideología que los cronistas llevaron consigo.

En el primer capítulo se presentan las diferentes descripciones que los misioneros del siglo XVIII hicieron de la península y de sus habitantes. Este capítulo nos permite vislumbrar el momento de contacto entre los indígenas de la zona y los exploradores europeos, además de relatar cómo fue la interacción entre ambos conforme el área se fue poblando de europeos y se fueron estableciendo las misiones. Los relatos de los cronistas presentados en esta sección también son un buen ejemplo de cómo cada texto era escrito dependiendo de los intereses de cada individuo o agrupación. También se presentan las primeras descripciones que se hicieron de la pintura rupestre de la península, elaboradas por los misioneros.

El segundo capítulo está dedicado a la antigua población de la península y se desarrolla con referencia a distintas ramas de la antropología, como son la arqueología, la lingüística y la antropología cultural, además de acudir nuevamente a los relatos de los cronistas. Primero se presentan las etapas cronológicas de acuerdo con los estudios arqueológicos que se han llevado a cabo en la zona y se expone una hipótesis de su poblamiento según estudios lingüísticos. Se habla también de los diferentes grupos que poblaron la península así como de sus costumbres, cultura material, sistema calendárico, organización social, hábitos alimenticios, y gobierno.

El tercer capítulo se enfoca en el aspecto religioso y ceremonial de los grupos peninsulares. Comienzo presentando las danzas y festividades que llevan a cabo los indígenas de Baja California, así como sus ritos de iniciación, y la posible relación de la pintura mural con los mismos, utilizando como ejemplo la Cueva de la Serpiente y El Batequi. Este capítulo también trata de la religión, los mitos de creación y del papel que han jugado los chamanes en las sociedades indígenas peninsulares. Asimismo, se describen las prácticas y ceremonias mortuorias según fueron descritas en las fuentes y en trabajos antropológicos más recientes.

Una vez expuesto el trasfondo cultural de los habitantes de Baja California, procedo, en el cuarto capítulo, al estudio de la pintura rupestre de la península. Presento inicialmente las primeras noticias que tenemos de estas pinturas por parte de un misionero jesuita, seguidas de los estudios y registros que se han llevado a cabo de estas manifestaciones artísticas desde finales del siglo XIX. Después presento las diversas interpretaciones que varios autores han hecho de las pinturas, así como mi propio punto de vista, como preámbulo para la descripción detallada de los principales sitios con pintura rupestre que se han registrado al norte de la península, además de los grandes murales que se encuentran en la Sierra de San Francisco, la Sierra del Aguaje, la Sierra de San Juan, la Sierra de Guadalupe, y la Sierra de San Borja. Posteriormente, por medio de la técnica del análisis de cúmulos, analizo los patrones que pueden encontrarse en la pintura rupestre peninsular, lo cual me lleva a establecer el estilo Sierra de San Francisco. Para cerrar el capítulo me dedico con más detalle a dos de las pinturas más espectaculares de la zona: la Cueva de la Serpiente y El Batequi, las cuales resumen los rasgos prototípicos de este estilo. Finalmente, presento una breve conclusión de los asuntos tratados a lo largo de esta obra.

Capítulo I

LA HISTORIA DE LA PENÍNSULA A TRAVÉS DE SUS CRONISTAS



California apareció en el mapa del "nuevo mundo" en la tercera década del siglo XVI, una vez que Hernán Cortés se dio a la tarea de cumplir su propósito de "descubrir países muy ricos y grandes", expuesta al emperador Carlos V en carta fechada el 15 de octubre de 1524. Según el jesuita Francisco Xavier Clavijero, los californios habían permanecido "encerrados en su miserable península, privados de toda comunicación externa y en la más espantosa barbarie" hasta que "la sed del oro" llevó a los españoles a conquistar América y así pusieron los ojos en aquel territorio.1

La historia de la Baja California es apasionante, no sólo por los numerosos relatos que existen del siglo XVIII al respecto, con los consiguientes y eruditos estudios que el doctor Miguel-León Portilla ha realizado en relación a ellos, sino porque a través de estas crónicas podemos imaginar ese territorio despreciado por su geografía y cuyos habitantes nómadas conservaban prácticas que hoy describimos como chamánicas y cuya forma de vida no se parecía a la de los pueblos mesoamericanos.

Existen distintas versiones en torno al origen y significado de California. Miguel del Barco, un misionero jesuita que por tres décadas –de 1738 a 1768– se dedicó a la evangelización de los habitantes de la península, apuntó que en realidad el nombre correspondía a la formación similar a una bóveda cercana al cabo, conocida hoy en día como el Arco:


[…] a tal bóveda o arco llaman los latinos fórnix. A aquellas cortas entradas, que el mar hace dentro de la tierra, los españoles antiguos llamaron cala, y aun ahora no es desusado este nombre. Estando Cortés en este pequeño puerto o cala, y observando el arco de la roca, es muy verosímil que a aquel paraje le diera el nombre de Califórnix, como si dijera: cala y arco, o cala donde hay un arco. Y corrompido por el vulgo de sus soldados o marineros (como es ordinario en tales casos), dijeron Californias, o California, en lugar de Califórnix.2


Don Miguel León-Portilla tuvo la enorme deferencia de escribirme un relato breve sobre el nombre de la Antigua California y lo transcribiré haciendo constar que no es un documento publicado, sino que él lo escribió para ahorrarme más disertaciones al respecto.


En su tercera carta de Relación a Carlos V, informó Hernán Cortés que un enviado suyo había llegado en 1523 a la mar del Sur, es decir al océano Pacífico. Ahí le dijeron los nativos que más al poniente existía una gran isla poblada de mujeres, rica en oro y perlas. Tal noticia obtenida en la provincia que llamaban Cihuatán, "lugar de mujeres", no sólo interesó al conquistador sino que despertó en él un afán de descubrir y penetrar dicha isla.

Curiosamente entre los hombres de Cortés había algunos que habían leído el libro titulado Las sergas de Esplandián por Garcí Ordóñez de Montalvo, según el cual "a la mano diestra de las Indias hubo una isla llamada California, la cual fue poblada de mujeres […] y sus armas eran todas de oro que en toda la isla no había otro metal alguno".

De ese relato que parecía coincidir con lo que su enviado le había informado, a la larga se derivó el nombre que le dio a la península. El relato y lo escrito en Las sergas de Esplandián serían el aliciente que determinó a Cortés a marchar en pos de esa isla. Así se iniciaron sus varias expediciones a California.

La primera con Diego Hurtado de Mendoza al frente, zarpó con rumbo a esa isla en 1532. Perdida su embarcación, Cortés envió otra expedición con Diego Becerra y Hernando de Grijalva en 1533. En tanto que el primero descubrió las islas llamadas hoy de Revillagigedo, Grijalva que comandaba la otra nave, moría asesinado por su piloto Fortún Jiménez. Éste continuó el viaje y arribó al extremo sur de la península donde perdió la vida con la mayoría de sus hombres al ser atacado por los indios.

Fue en 1535 cuando el mismo Hernán Cortés emprendió en persona una nueva expedición. Llegó así al puerto de La Paz el 3 de mayo de 1535, por lo cual llamó a ese lugar Tierra de Santa Cruz en razón de la fiesta celebrada ese día.


Hasta aquí el texto de Don Miguel escrito en Ciudad Universitaria en enero de 2013.

Después de este texto quiero agregar que Clavijero en su obra quiso aclarar, "algunos geógrafos se han tomado la libertad de comprender bajo esta denominación el Nuevo México, el país de los apaches y otras regiones septentrionales y muy distantes de la verdadera California".3 La Historia de la Antigua o Baja California fue publicada en 1789, muerto ya el historiador y dos décadas después de su expulsión de México junto con sus correligionarios jesuitas. En primera instancia, la labor de evangelización fue encomendada a misioneros franciscanos y poco después a dominicos. De entre ellos, Luis Sales redactó en tres cartas sus Noticias de la provincia de California, publicadas cerca del fin del siglo a partir de sus experiencias de 20 años en la península. "La grande extensión de esta Provincia –escribió– ha movido al Superior Gobierno á dividirla en dos partes: la una […], desde el grado 32 hasta el 38 […] se llama California nueva; la otra […] se llama California Antigua".4

Su opinión luego de dos décadas de servicio en ese territorio es por demás elocuente: "Soy de parecer, que en el mundo tal vez no habrá Naciones tan pobres, tan infelices y tan faltas de especies intelectuales como estas".5 Y es que, relataba, sus habitantes no "han probado el pan" antes de ser bautizados, pues se alimentaban de yerbas, frutas silvestres o animales del monte, vagabundeando sin "establecerse en parages fixos", sin "gobierno" ni "Rey". Agregó: "A la gula dan toda la libertad posible […]. Todos andan desnudos, aunque las mugeres suelen cubrir su naturaleza con unos delantalillos" y, para colmo, "todos usan de embixes ó pinturas en su cuerpo, pero las más ridículas".6

No muy distinta es la versión de otros historiadores o cronistas. Por ejemplo, Clavijero quien a pesar de no haber estado nunca en la península escribió:


El aspecto de la California es, generalmente hablando, desagradable y hórrido, y su terreno quebrado, árido, sobre manera pedregoso y arenoso, falto de agua y cubierto de plantas espinosas donde es capaz de producir vegetales, y donde no, de inmensos montones de piedras y de arena. El aire es caliente y seco, y en los dos mares pernicioso a los navegantes […]. Los torbellinos que a veces se forman son tan furiosos, que desarraigan los árboles y arrebatan consigo las cabañas. Las lluvias son tan raras, que si en el año caen dos o tres aguaceros, se tienen por felices los californios. Las fuentes son pocas y muy escasas.7


También es similar el punto de vista del misionero Wenceslao Link, quien llegó a California en 1761 y realizó varias expediciones con objeto de explorar el territorio en busca de sitios donde establecer nuevas misiones. En un texto de 1778, escrito como introducción de la versión en alemán de la obra del sacerdote Benno Franz Ducrue sobre la salida de los jesuitas y su viaje a Europa, refirió que no había en aquella tierra "ni un campo productivo ni un bosque; nada, excepto el mar para dar soporte a la vida humana. Nada hay a la vista excepto rocas, farallones, montañas escarpadas y desiertos arenosos, cuya monotonía sólo es interrumpida por cumbres de piedra".8

De acuerdo con Ernest J. Burrus, estudioso de los escritos que dejaron los jesuitas sobre aquel territorio, éstos van de las cuentas alegres en los relativamente buenos tiempos al franco pesimismo durante los periodos difíciles, por ejemplo largos años de sequía, como el que refiere el propio Wenceslao Link, de una década de duración.9 En el primer caso destaca sin duda la versión de Francisco María Piccolo en su Informe del estado de la nueva cristianidad de California que rindió en 1702 a la Real Audiencia de Guadalajara por órdenes del rey Felipe V:10


La calidad de la tierra, parece que al influjo de la Nueva Estrella María, que apareció en su Santa Imagen de Loreto, se ha mudado en otra mejor de la que era antes: porque en los cinco años todos hemos vivido sanos, y solo dos personas han muerto, y la una que fue una mujer española, murió por un desorden de bañarle estando en cinta, y muy próxima al parto.


A continuación, agregaba:


En las Playas en tiempo de Verano es recio el calor, y llueve poco; pero adentro el temperamento es benigno y templado: ay calor a su tiempo, que no es excesivo, y lo mismo es del frío a su tiempo: en el tiempo de aguas lluebe muy bien, como en todas partes, y fuera de las lluvias […] es tan copioso el rocío de las mañanas que parece lluvia: con tan continuo y abundante riego, los campos agradecidos están todo el año vestidos de muy buenos pastos […]. Ay muy grandes y espaciosas llanadas, hermosas Vegas, Valles muy amenos, muchas Fuentes, Arroyos, Ríos muy poblados en las orillas de muy crecidos Sauces, entretejidos de mucho y espeso Carrizo, y muchas Parras silvestres. Tierra tan fértil había de llevar frutos.


Esta visión, casi idílica, se parece más a la que Link, Del Barco o Clavijero atribuyeron a los enemigos de los jesuitas, a quienes acusaron de ocultarle a la corte de España las riquezas de aquel territorio con aviesas intenciones,11 que a la que ellos mismos consignaron en sus testimonios y escritos. Hammond, en su introducción a la edición del Informe, lo explica así: "la evangelización de California requería paciencia sin límite, coraje y maña", de modo que el texto en cuestión de Piccolo hay que leerlo "como un argumento dirigido a diseminar la fe", porque incurrió en tales exageraciones que, ahí donde otros vieron rocas o cactos, él describió tierras fértiles y sus habitantes, tachados de "miserables" y hasta de "medio racionales" en otros testimonios, al informante jesuita le parecían en cambio "inteligentes".12

En los 70 años que permanecieron en California los jesuitas establecieron un total de 18 misiones, si bien cuatro de ellas fueron suprimidas y agregadas a otras. La última, Santa María, fue fundada en mayo de 1767 –unos meses antes de su expulsión– aunque hacía más de una década que buscaban dónde implantarla. Refiere Clavijero que pese a insurrecciones de los indígenas que incluso les costaron la vida a algunos misioneros y las condiciones adversas que encontraban a su paso, "deseaban promover el cristianismo hacia el Norte" con nuevas misiones, pero "no se habían hallado lugares donde plantarlas", con excepción de Calagnujuet, sitio descubierto por el padre Fernando Consag en las postrimerías de 1753, "mas la falta de agua potable parecía un grande obstáculo".13

Es por ello que se le encomendó a Link internarse en el territorio, rumbo al río Colorado, y lo infructuoso de su búsqueda llevó a fundar en 1766 la de San Francisco de Borja en el mencionado lugar. Su responsable, Victoriano Arnés, se convenció de que era imposible subsistir en un "lugar tan estéril y falto de todo" y se dio a la tarea de "buscar por todas partes otro más tolerable" hasta que "después de muchos viajes lo halló cerca del arroyo Cabujacaamang". A decir verdad, era "igualmente falto de frutos, pastos y leña", pero su terreno no era "tan estéril como el que se dejaba" y el agua era "muy buena", a diferencia de la de Calagnujuet, "cargada de caparrosa", que al ser utilizada para el riego dañó las tierras y su producto.14

El historiador jesuita calculó que en enero de 1768, cuando sus correligionarios fueron expulsados, los pobladores de California sumaban alrededor de siete mil, algo así como "siete habitantes por legua cuadrada". Atribuía tan escasa densidad poblacional a la "vida salvaje" de sus habitantes, a las "continuas guerras" entre ellos y a "la escasez de víveres en aquel árido terreno", pero también a la proliferación de enfermedades "después de la introducción del cristianismo […] señaladamente en la parte austral". Por lo demás, en las siete décadas que estuvieron los jesuitas –y por mucho tiempo más– la conquista de la península distaba mucho de la de otros territorios. Sirva el siguiente párrafo como botón de muestra:

El lugar principal de cada misión donde residía el misionero, era un pueblo en que a más de la iglesia, la habitación del misionero, el almacén la casa de los soldados y las escuelas para los niños de uno y otro sexo, había varias casas para los neófitos que vivían allí de pié. Los otros lugares, más o menos distantes del principal, en los cuales vivían los restantes neófitos pertenecientes a la misma misión, carecían regularmente de casas y sus habitantes vivían a campo raso, según su antigua costumbre. Los pueblos de la península eran unos veinte, todos edificados por los misioneros a grande costa.


Foto 1. Morada del jesuita Ignacio Tirsch en la costa de California.


En el aspecto financiero, pese a que −según Clavijero− el rey Felipe V dispuso "que los misioneros de la California se pagasen del real erario como los de las otras misiones", la orden "no se ejecutó". Su manutención provino entonces "de los fondos propios de las misiones" las cuales, por otra parte, tenían también a su cargo funciones administrativas. Así, había un procurador "que residía en México" y cuyas atribuciones consistían en "tratar con el virrey y con los oidores los negocios de las misiones", "sacar del real erario" los sueldos destinados a soldados y marineros, "proveer de nuevo buque a la California" cada vez que las circunstancias lo exigieran, así como "comprar y despachar todo lo necesario para los misioneros y sus iglesias, para los soldados y marineros, para los buques y aún para los indios".

Otro procurador, en Loreto, además de misionero –es decir, encargado de "bautizar, predicar, confesar y otros semejantes"– era responsable de entenderse de "lo temporal": recibir el cargamento proveniente de los buques, abastecer a otros misioneros, pagar sueldos, cuidar el almacén general y hasta despachar "oportunamente los buques a los puertos de la Nueva España" con "los géneros que se enviaban de México". A éste lo auxiliaba "en el cuidado de las cosas temporales" un hermano coadjutor y había además un capitán al mando de los soldados, 60 por ese entonces, con funciones de gobernador, juez y "supremo comandante de aquellos mares". Ahora bien, al superior de las misiones le correspondía "nombrar al capitán y admitir y licenciar a los soldados", de modo que los jesuitas eran la máxima autoridad y la ejercieron a tal grado que evitaron a toda costa lo que entonces parecía el único negocio redituable en aquellos lares, la explotación de las perlas de los mares de California.

La paciente exploración del territorio por parte de los jesuitas y más tarde por otros misioneros no hizo más que confirmar cuanto encontraron aquellos primeros expedicionarios que, desde Hernán Cortés –en 1535– hasta Sebastián Vizcaíno –1596 y 1602– se toparon con un territorio inhóspito, difícil de colonizar. ¿Qué motivó entonces el interés por la California? La ambición, en primera instancia. Por ejemplo, luego del fallido intento de Hernán Cortés de colonizarla, el entonces virrey de la Nueva España se entusiasmó con reportes que hablaban de que en su golfo abundaban las perlas e, imaginando que superaría en gloria a Cortés, "hizo salir dos armadas" en 1539, una por tierra y otra por mar, "pero ni las armadas se reunieron jamás ni hicieron cosa digna de memoria".15

Otro intento fracasó en 1543 y luego, por medio siglo, los españoles se olvidaron del tema hasta que la presencia del pirata inglés Francis Drake se hizo demasiado incómoda. Según el relato de Clavijero, el "célebre corsario […] abordó a la parte septentrional de la península y le puso el nombre de Nueva Albión". Su atrevimiento fue tal que el rey Felipe II ordenó al virrey "poblar y fortificar los puertos de la California".16 La misión le fue encomendada a Sebastián Vizcaíno, quien a fin de cumplirla partió del puerto de Acapulco en 1596, en tres navíos donde viajaban numerosos soldados y cuatro religiosos franciscanos. Escribió el historiador jesuita:


Después de haber arribado a algunos lugares de la costa interior […] y de haberlos abandonado por la esterilidad de su terreno, anclaron finalmente en un puerto situado a los 23º 20', o poco más, al cual dieron el nombre de La Paz porque en él fueron recibidos pacíficamente por los indios […]. Entre tanto el general de aquella armada queriendo tener conocimiento de toda la costa […] hizo salir a uno de sus navíos a reconocerla […]. Así lo hicieron, navegando como cien leguas […] pero habiendo saltado en tierra cincuenta hombres de los mejores […] perecieron diecinueve de ellos, parte matados por los indios y parte ahogados […]. De ahí regresaron al puerto de La Paz, en donde hicieron saber al general lo muy estéril que era la costa. Viendo éste que no podía subsistir allí por falta de víveres, celebró una junta de oficiales, en la cual se resolvió abandonar la empresa yvolverse a México […]17


Por órdenes del rey de España Felipe III se le encomendó a Vizcaíno en 1599 otra expedición, también fallida, pero esta vez en la costa occidental de la península. Dicha empresa que hubiera podido realizarse en un mes, tardó nueve, pues navegaron en contra del viento favorable del noroeste, dominante en aquellos mares, y se detenían a sondear puertos o a reconocer la costa. El mayor provecho de tan penosa travesía fue el de descubrir las propiedades de una fruta llamada xocohueztli o xocueistle para combatir el escorbuto. Vizcaíno no quitó sin embargo el dedo del renglón y gestionó el permiso para una nueva tentativa de exploración en la península, esta vez financiada por él mismo. Sus argumentos parecían sólidos: más allá de la pesca de perlas o de la explotación de los recursos minerales que, se daba por descontado, existían en aquel lugar, o de evitar que los piratas utilizaran la península para hostilizar "las costas y los navíos españoles", era necesario encontrar ahí un puerto en dónde abastecer a los barcos provenientes de Filipinas tras "tan larga y penosa navegación".

Una vez que el virrey le negó el permiso viajó hasta España para insistir ante las cortes sobre la pertinencia de obtener la autorización que, de nuevo, fue rechazada. Entonces, según Clavijero, "volvió a México con el propósito de pasar tranquilamente el resto de sus días" pero, apenas había regresado, cuando llegó la orden del rey, intempestiva, de "que se buscase y poblase en la California un cómodo puerto que sirviese de escala a los navíos de Filipinas". La muerte, sin embargo, sorprendió a Vizcaíno cuando realizaba los preparativos para el viaje.18