El primer lunes del mes de abril de 1625, el burgo de Meung,
donde nació el autor del Roman de la Rose, parecía estar en una
revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido a
hacer de ella una segunda Rochelle. Muchos burgueses, al ver huir a
las mujeres por la calle Mayor, al oír gritar a los niños en el
umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza y,
respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una
partesana, se dirigían hacia la hostería del Franc Meunier, ante la
cual bullía, creciendo de minuto en minuto, un grupo compacto,
ruidoso y lleno de curiosidad.
En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban
sin que una aldea a otra registrara en sus archivos algún
acontecimiento de ese género. Estaban los señores que guerreaban
entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal; estaba el
Español que hacía la guerra al rey. Luego, además de estas guerras
sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los
mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la
guerra a todo el mundo. Los burgueses se armaban siempre contra los
ladrones, contra los lobos, contra los lacayos, con frecuencia
contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey,
pero nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito
adquirido resulta, pues, que el susodicho primer lunes del mes de
abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el
banderín amarillo y rojo ni la librea del duque de Richelieu, se
precipitaron hacia la hostería del Franc Meunier.
Llegados allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel
jaleo.
Un joven… , pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a
don Quijote a los dieciocho años, un don Quijote descortezado, sin
cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de lana cuyo
color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y
de azul celeste. Cara larga y atezada; el pómulo de las mejillas
saliente, signo de astucia; los músculos maxilares enormente
desarrollados, índice infalible por el que se reconocía al gascón,
incluso sin boina, y nuestro joven llevaba una boina adornada con
una especie de pluma; los ojos abiertos a inteligentes; la nariz
ganchuda, pero finamente diseñada; demasiado grande para ser un
adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo
poco acostumbrado le habría tomado por un hijo de aparcero de
viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de un tahalí de
piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de
pie, y el pelo erizado de su montura cuando estaba a caballo.
Porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan
notable que fue notada: era una jaca del Béam, de doce á catorce
años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin
gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de
las rodillas, lo cual volvía inútil la aplicación de la martingala,
hacía pese a todo sus ocho leguas diarias. Por desgracia, las
cualidades de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje
extraño y su porte incongruente que, en una época en que todo el
mundo entendía de caballos, la aparición de la susodicha jaca en
Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por
la puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor
repercutió sobre su caballero.
Y esa sensación había sido tanto más penosa para el joven
D'Artagnan (así se llamaba el don Quijote de este nuevo Rocinante)
cuanto que no se le ocultaba el lado ridículo que le prestaba, por
buen caballero que fuese, semejante montura; también él había
lanzado un fuerte suspiro al aceptar el regalo que le había hecho
el señor D'Artagnan padre. No ignoraba que una bestia semejante
valía por lo menos veinte libras; cierto que las palabras con que
el presente vino acompañado no tenían precio.
—Hijo mío —había dicho el gentilhombre gascón en ese puro patois
de Béam del que jamás había podido desembarazarse Enrique IV—, hijo
mío, este caballo ha nacido en la casa de vuestro padre, tendrá
pronto trece años, y ha permanecido aquí todo ese tiempo, lo que
debe llevaros a amarlo. No lo vendáis jamás, dejadle morir
tranquila y honorablemente de viejo; y si hacéis campaña con él,
cuidadlo como cuidaríais a un viejo servidor. En la corte —continuó
el señor D'Artagnan padre—, si es que tenéis el honor de ir a ella,
honor al que por lo demás os da derecho vuestra antigua nobleza,
mantened dignamente vuestro nombre de gentilhombre, que ha sido
dignamente llevado por vuestros antepasados desde hace más de
quinientos años. Por vos y por los vuestros (por los vuestros
entiendo vuestros parientes y amigos) no soportéis nunca nada salvo
del señor cardenal y del rey. Por el valor, entendedlo bien, sólo
por el valor se labra hoy día un gentilhombre su camino. Quien
tiembla un segundo deja escapar quizá el cebo que precisamente
durante ese segundo la fortuna le tendía. Sois joven, debéis ser
valiente por dos razones: la primera, porque sois gascón, y la
segunda porque sois hijo mío. No temáis las ocasiones y buscad las
aventuras. Os he hecho aprender a manejar la espada; tenéis un
jarrete de hierro, un puño de acero; batíos por cualquier motivo;
batíos, tanto más cuanto que están prohibidos los duelos, y por
consiguiente hay dos veces valor al batirse. No tengo, hijo mío,
más que quince escudos que daros, mi caballo y los consejos que
acabáis de oír. Vuestra madre añadirá la receta de cierto bálsamo
que supo de una gitana y que tiene una virtud milagrosa para curar
cualquier herida que no alcance el corazón. Sacad provecho de todo,
y vivid felizmente y por mucho tiempo. Sólo tengo una cosa que
añadir, y es un ejemplo que os propongo, no el mío porque yo nunca
he aparecido por la corte y sólo hice las guerras de religión como
voluntario; me refiero al señor de Tréville, que fue antaño vecino
mío, y que tuvo el honor siendo niño de jugar con nuestro rey Luis
XIII, a quien Dios conserve. A veces sus juegos degeneraban en
batalla, y en esas batallas no siempre era el rey el más fuerte.
Los golpes que en ellas recibió le proporcionaron mucha estima y
amistad hacia el señor de Tréville. Más tarde, el señor de Tréville
se batió contra otros en su primer viaje a Paris, cinco veces; tras
la muerte del difunto rey hasta la mayoría del joven, sin contar
las guerras y los asedios, siete veces; y desde esa mayoría hasta
hoy, quizá cien. Y pese a los edictos, las ordenanzas y los
arrestos, vedle capitán de los mosqueteros, es decir, jefe de una
legión de Césares a quien el rey hace mucho caso y a quien el señor
cardenal teme, precisamente él que, como todos saben, no teme a
nada. Además, el señor de Tréville gana diez mil escudos al año; es
por tanto un gran señor. Comenzó como vos: idle a ver con esta
carta, y amoldad vuestra conducta a la suya, para ser como él.
Con esto, el señor D'Artagnan padre ciñó a su hijo su propia
espada, lo besó tiernamente en ambas mejillas y le dio su
bendición.
Al salir de la habitación paterna, el joven encontró a su madre,
que lo esperaba con la famosa receta cuyo empleo los consejos que
acabamos de referir debían hacer bastante frecuente. Los adioses
fueron por este lado más largos y tiernos de lo que habían sido por
el otro, no porque el señor D'Artagnan no amara a su hijo, que era
su único vástago, sino porque el señor D'Artagnan era hombre, y
hubiera considerado indigno de un hombre dejarse llevar por la
emoción, mientras que la señora D'Artagnan era mujer y, además,
madre. Lloró en abundancia y, digámoslo en alabanza del señor
D'Artagnan hijo, por más esfuerzo que él hizo por aguantar sereno
como debía estarlo un futuro mosquetero, la naturaleza pudo más, y
derramó muchas lágrimas de las que a duras penas consiguió ocultar
la mitad.
El mismo día el joven se puso en camino, provisto de los tres
presentes paternos y que estaban compuestos, como hemos dicho, por
trece escudos, el caballo y la carta para el señor de Tréville;
como es lógico, los consejos le habían sido dados por
añadidura.
Con semejante vademécum, D'Artagnan se encontró, moral y
físicamente, copia exacta del héroe de Cervantes, con quien tan
felizmente le hemos comparado cuando nuestros deberes de
historiador nos han obligado a trazar su retrato. Don Quijote
tomaba los molinos de viento por gigantes y los carneros por
ejércitos: D'Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada
mirada por una provocación. De ello resultó que tuvo siempre el
puño apretado desde Tarbes hasta Meung y que, un día con otro,
llevó la mano a la empuñadura de su espada diez veces diarias; sin
embargo, el puño no descendió sobre ninguna mandíbula, ni la espada
salió de su vaina. Y no es que la vista de la malhadada jaca
amarilla no hiciera florecer sonrisas en los rostros de los que
pasaban; pero como encima de la jaca tintineaba una espada de
tamaño respetable y encima de esa espada brillaba un ojo más feroz
que noble, los que pasaban reprimían su hilaridad, o, si la
hilaridad dominaba a la prudencia, trataban por lo menos de reírse
por un solo lado, como las máscaras antiguas. D'Artagnan
permaneció, pues, majestuoso a intacto en su susceptibilidad hasta
esa desafortunada villa de Meung.
Pero aquí, cuando descendía de su caballo a la puerta del Franc
Meunier sin que nadie, hostelero, mozo o palafrenero, hubiera
venido a coger el estribo de montar, D'Artagnan divisó en una
ventana entreabierta de la planta baja a un gentilhombre de buena
estatura y altivo gesto aunque de rostro ligeramente ceñudo,
hablando con dos personas que parecían escucharle con deferencia.
D'Artagnan, según su costumbre, creyó muy naturalmente ser objeto
de la conversación y escuchó. Esta vez D'Artagnan sólo se había
equivocado a medias: no se trataba de él, sino de su caballo. El
gentilhombre parecía enumerar a sus oyentes todas sus cualidades y
como, según he dicho, los oyentes parecían tener gran deferencia
hacia el narrador, se echaban a reír a cada instante. Como media
sonrisa bastaba para despertar la irascibilidad del joven,
fácilmente se comprenderá el efecto que en él produjo tan ruidosa
hilaridad.
Sin embargo, D'Artagnan quiso primero hacerse idea de la
fisonomía del impertinente que se burlaba de él. Clavó su mirada
altiva sobre el extraño y reconoció un hombre de cuarenta a
cuarenta y cinco años, de ojos negros y penetrantes, de tez pálida,
nariz fuertemente pronunciada, mostacho negro y perfectamente
recortado; iba vestido con un jubón y calzas violetas con agujetas
de igual color, sin más adorno que las cuchilladas habituales por
las que pasaba la camisa. Aquellas calzas y aquel jubón, aunque
nuevos, parecían arrugados como vestidos de viaje largo tiempo
encerrados en un baúl. D'Artagnan hizo todas estas observaciones
con la rapidez del observador más minucioso, y, sin duda, por un
sentimiento instintivo que le decía que aquel desconocido debía
tener gran influencia sobre su vida futura.
Y como en el momento en que D'Artagnan fijaba su mirada en el
gentilhombre de jubón violeta, el gentilhombre hacía respecto a la
jaca bearnesa una de sus más sabias y más profundas demostraciones,
sus dos oyentes estallaron en carcajadas, y él mismo dejó, contra
su costumbre, vagar visiblemente, si es que se puede hablar así,
una pálida sonrisa sobre su rostro. Aquella vez no había duda,
D'Artagnan era realmente insultado. Por eso, lleno de tal
convicción, hundió su boina hasta los ojos y, tratando de copiar
algunos aires de corte que había sorprendido en Gascuña entre los
señores de viaje, se adelantó, con una mano en la guarnición de su
espada y la otra apoyada en la cadera. Desgraciadamente, a medida
que avanzaba, la cólera le enceguecía más y más, y en vez del
discurso digno y altivo que había preparado para formular su
provocación, sólo halló en la punta de su lengua una personalidad
grosera que acompañó con un gesto furioso.
—¡Eh, señor! —exclamó—. ¡Señor, que os ocultáis tras ese
postigo! Sí, vos, decidme un poco de qué os reís, y nos reiremos
juntos.
El gentilhombre volvió lentamente los ojos de la montura al
caballero, como si hubiera necesitado cierto tiempo para comprender
que era a él a quien se dirigían tan extraños reproches; luego,
cuando no pudo albergar ya ninguna duda, su ceño se frunció
ligeramente y tras una larga pausa, con un acento de ironía y de
insolencia imposible de describir, respondió a D'Artagnan:
—Yo no os hablo, señor.
—¡Pero yo sí os hablo! —exclamó el joven exasperado por aquella
mezcla de insolencia y de buenas maneras, de conveniencias y de
desdenes.
El desconocido lo miró un instante todavía con su leve sonrisa
y, apartándose de la ventana, salió lentamente de la hostería para
venir a plantarse a dos pasos de D'Artagnan frente al caballo. Su
actitud tranquila y su fisonomía burlona habían redoblado la
hilaridad de aquellos con quienes hablaba y que se habían quedado
en la ventana.
D'Artagnan, al verle llegar, sacó su espada un pie fuera de la
vaina.
—Decididamente este caballo es, o mejor, fue en su juventud
botón de oro —dijo el desconocido continuando las investigaciones
comenzadas y dirigiéndose a sus oyentes de la ventana, sin
aparentar en modo alguno notar la exasperación de D'Artagnan, que
sin embargo estaba de pie entre él y ellos; es un color muy
conocido en botánica, pero hasta el presente muy raro entre los
caballos.
—¡Así se ríe del caballo quien no osaría reírse del amo!
—exclamó el émulo de Tréville, furioso.
—Señor —prosiguió el desconocido—, no río muy a menudo, como vos
mismo podéis ver por el aspecto de mi rostro; pero procuro
conservar el privilegio de reír cuando me place.
—¡Y yo —exclamó D'Artagnan— no quiero que nadie ría cuando no me
place!
—¿De verdad, señor? —continuó el desconocido más tranquilo que
nunca—. Pues bien, es muy justo —y girando sobre sus talones se
dispuso a entrar de nuevo en la hostería por la puerta principal,
bajo la que D'Artagnan, al llegar, había observado un caballo
completamente ensillado.
Pero D'Artagnan no tenía carácter para soltar así a un hombre
que había tenido la insolencia de burlarse de él. Sacó su espada
por entero de la funda y comenzó a perseguirle gritando:
—¡Volveos, volveos, señor burlón, para que no os hiera por la
espalda!
—¡Herirme a mí! —dijo el otro girando sobre sus talones y
mirando al joven con tanto asombro como desprecio—. ¡Vamos, vamos,
querido, estáis loco!
Luego, en voz baja y como si estuviera hablando consigo
mismo:
—Es enojoso —prosiguió—. ¡Qué hallazgo para su majestad, que
busca valientes de cualquier sitio para reclutar mosqueteros!
Acababa de terminar cuando D'Artagnan le alargó una furiosa
estocada que, de no haber dado con presteza un salto hacia atrás,
es probable que hubiera bromeado por última vez. El desconocido vio
entonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada, saludó a su
adversario y se puso gravemente en guardia. Pero en el mismo
momento, sus dos oyentes, acompañados del hostelero, cayeron sobre
D'Artagnan a bastonazos, patadas y empellones. Lo cual fue una
diversión tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario
de D'Artagnan, mientras éste se volvía para hacer frente a aquella
lluvia de golpes, envainaba con la misma precisión, y, de actor que
había dejado de ser, se volvía de nuevo espectador del combate,
papel que cumplió con su impasibilidad de siempre, mascullando sin
embargo:
—¡Vaya peste de gascones! ¡Ponedlo en su caballo naranja, y que
se vaya!
—¡No antes de haberte matado, cobarde! —gritaba D'Artagnan
mientras hacía frente lo mejor que podía y sin retroceder un paso a
sus tres enemigos, que lo molían a golpes.
—¡Una gasconada más! —murmuró el gentilhombre—. ¡A fe mía que
estos gascones son incorregibles! ¡Continuad la danza, pues que lo
quiere! Cuando esté cansado ya dirá que tiene bastante.
Pero el desconocido no sabía con qué clase de testarudo tenía
que habérselas; D'Artagnan no era hombre que pidiera merced nunca.
El combate continuó, pues, algunos segundos todavía; por fin,
D'Artagnan, agotado dejó escapar su espada que un golpe rompió en
dos trozos. Otro golpe que le hirió ligeramente en la frente, lo
derribó casi al mismo tiempo todo ensangrentado y casi
desvanecido.
En este momento fue cuando de todas partes acudieron al lugar de
la escena. El hostelero, temiendo el escándalo, llevó con la ayuda
de sus mozos al herido a la cocina, donde le fueron otorgados
algunos cuidados.
En cuanto al gentilhombre, había vuelto a ocupar su sitio en la
ventana y miraba con cierta impaciencia a todo aquel gentío cuya
permanencia allí parecía causarle viva contrariedad.
—Y bien, ¿qué tal va ese rabioso? —dijo volviéndose al ruido de
la puerta que se abrió y dirigiéndose al hostelero que venía a
informarse sobre su salud.
—¿Vuestra excelencia está sano y salvo? —preguntó el
hostelero.
—Sí, completamente sano y salvo, mi querido hostelero, y soy yo
quien os prequnta qué ha pasado con nuestro joven.
—Ya esta mejor —dijo el hostelero—: se ha desvanecido
totalmente.
—¿De verdad? —dijo el gentilhombre.
—Pero antes de desvanecerse ha reunido todas sus fuerzas para
llamaros y desafiaros al llamaros.
—¡Ese buen mozo es el diablo en persona! —exclamó el
desconocido.
—¡Oh, no, excelencia, no es el diablo! —prosiguió el hostelero
con una mueca de desprecio—. Durante su desvanecimiento lo hemos
registrado, y en su paquete no hay más que una camisa y en su bolsa
nada más que doce escudos, lo cual no le ha impedido decir al
desmayarse que, si tal cosa le hubiera ocurrido en Paris, os
arrepentiríais en el acto, mientras que aquí sólo os arrepentiréis
más tarde.
—Entonces —dijo fríamente el desconocido—, es algún príncipe de
sangre disfrazado.
—Os digo esto, mi señor —prosiguió el hostelero—, para que
toméis precauciones.
—¿Y ha nombrado a alguien en medio de su cólera?
—Lo ha hecho, golpeaba sobre su bolso y decía: «Ya veremos lo
que el señor de Tréville piensa de este insulto a su
protegido.»
—¿El señor de Tréville? —dijo el desconocido prestando
atención—. ¿Golpeaba sobre su bolso pronunciando el nombre del
señor de Tréville?… Veamos, querido hostelero: mientras vuestro
joven estaba desvanecido estoy seguro de que no habréis dejado de
mirar también ese bolso. ¿Qué había?
—Una carta dirigida al señor de Tréville, capitán de los
mosqueteros.
—¿De verdad?
—Como tengo el honor de decíroslo, excelencia.
El hostelero, que no estaba dotado de gran perspiscacia, no
observó la expresión que sus palabras habían dado a la fisonomía
del desconocido. Este se apartó del reborde de la ventana sobre el
que había permanecido apoyado con la punta del codo, y frunció el
ceño como hombre inquieto.
—¡Diablos! —murmuró entre dientes—. ¿Me habrá enviado Tréville a
ese gascón? ¡Es muy joven! Pero una estocada es siempre una
estocada, cualquiera que sea la edad de quien la da, y no hay por
qué desconfiar menos de un niño que de cualquier otro; basta a
veces un débil obstáculo para contrariar un gran designio.
Y el desconocido se sumió en una reflexión que duró algunos
minutos.
—Veamos, huésped —dijo—, ¿es que no me vais a librar de ese
frenético? En conciencia, no puedo matarlo, y sin embargo —añadió
con una expresión fríamente amenazadora—, sin embargo, me molesta.
¿Dónde está?
—En la habitación de mi mujer, donde se le cura, en el primer
piso.
—¿Sus harapos y su bolsa están con él? ¿No se ha quitado el
jubón?
—Al contrario, todo está abajo, en la cocina. Pero dado que ese
joven loco os molesta…
—Por supuesto. Provoca en vuestra hostería un escándalo que las
gentes honradas no podrían aguantar. Subid a vuestro cuarto, haced
mi cuenta y avisad a mi lacayo.
—¿Cómo? ¿El señor nos deja ya?
—Lo sabéis de sobra, puesto que os he dado orden de ensillar mi
caballo. ¿No se me ha obedecido?
—Claro que sí, y como vuestra excelencia ha podido ver, su
caballo está en la entrada principal, completamente aparejado para
partir.
—Está bien, haced entonces lo que os he pedido.
—¡Vaya! —se dijo el hostelero—. ¿Tendrá miedo del muchacho?
Pero una mirada imperativa del desconocido vino a detenerle en
seco. Saludó humildemente y salió.
—No es preciso advertir a milady sobre este bribón —continuó el
extraño—. No debe tardar en pasar; viene incluso con retraso.
Decididamente es mejor que monte a caballo y que vaya a su
encuentro… ¡Sólo que si pudiera saber lo que contiene esa carta
dirigida a Tréville!…
Y el desconocido, siempre mascullando, se dirigió hacia la
cocina.
Durante este tiempo, el huésped, que no dudaba de que era la
presencia del muchacho lo que echaba al desconocido de su hostería,
había subido a la habitación de su mujer y había encontrado a
D'Artagnan dueño por fin de sus sentidos. Entonces, tratando de
hacerle comprender que la policía podría jugarle una mala pasada
por haber ido a buscar querella a un gran señor - porque, en
opinión del huésped, el desconocido no podía ser más que un gran
señor—, le convenció para que, pese a su debilidad, se levantase y
prosiguiese su camino. D'Artagnan, medio aturdido, sin jubón y con
la cabeza toda envuelta en vendas, se levantó y, empujado por el
hostelero, comenzó a bajar; pero al llegar a la cocina, lo primero
que vio fue a su provocador que hablaba tranquilamente al estribo
de una pesada carroza tirada por dos gruesos caballos
normandos.
Su interlocutora, cuya cabeza aparecía enmarcada en la
portezuela, era una mujer de veinte a veintidós años. Ya hemos
dicho con qué rapidez percibía D'Artagnan una fisonomía; al primer
vistazo comprobó que la mujer era joven y bella. Pero esta belleza
le sorprendió tanto más cuanto que era completamente extraña a las
comarcas meridionales que D'Artagnan había habitado hasta entonces.
Era una persona pálida y rubia, de largos cabellos que caían en
bucles sobre sus hombros, de grandes ojos azules lánguidos, de
labios rosados y manos de alabastro. Hablaba muy vivamente con el
desconocido.
—Entonces, su eminencia me ordena… —decía la dama.
—Volver inmediatamente a Inglaterra, y avisarle directamente si
el duque abandona Londres.
—Y ¿en cuanto a mis restantes instrucciones? —preguntó la bella
viajera.
—Están guardadas en esa caja, que sólo abriréis al otro lado del
canal de la Mancha.
—Muy bien, ¿qué haréis vos?
—Yo regreso a París.
—¿Sin castigar a ese insolente muchachito? —preguntó la
dama.
El desconocido iba a responder; pero en el momento en que abría
la boca, D'Artagnan, que lo había oído todo, se abalanzó hacia el
umbral de la puerta.
—Es ese insolente muchachito el que castiga a los otros
—exclamó—, y espero que esta vez aquel a quien debe castigar no
escapará como la primera.
—¿No escapará? —dijo el desconocido frunciendo el ceño.
—No, delante de una mujer no osaríais huir, eso presumo.
—Pensad —dijo milady al ver al gentilhombre llevar la mano a su
espada—, pensad que el menor retraso puede perderlo todo.
—Tenéis razón —exclamó el gentilhombre—; partid, pues, por
vuestro lado; yo parto por el mío.
Y saludando a la dama con un gesto de cabeza, se abalanzó sobre
su caballo, mientras el cochero de la carroza azotaba vigorosamente
a su tiro. Los dos interlocutores partieron pues al galope,
alejándose cada cual por un lado opuesto de la calle.
—¡Eh, vuestro gasto! —vociferó el hostelero, cuyo afecto a su
viajero se trocaba en profundo desdén al ver que se alejaba sin
saldar sus cuentas.
—Paga, bribón —gritó el viajero, siempre galopando, a su lacayo,
el cual arrojó a los pies del hostelero dos o tres monedas de
plata, y se puso a galopar tras su señor.
—¡Ah, cobarde! ¡Ah, miserable! ¡Ah, falso gentilhombre! —exclamó
D'Artagnan lanzándose a su vez tras el lacayo.
Pero el herido estaba demasiado débil aún para soportar
semejante sacudida. Apenas hubo dado diez pasos, cuando sus oídos
le zumbaron, le dominó un vahído, una nube de sangre pasó por sus
ojos, y cayó en medio de la calle gritando todavía:
—¡Cobarde, cobarde, cobarde!
—En efecto, es muy cobarde —murmuró el hostelero aproximándose a
D'Artagnan, y tratando mediante esta adulación de reconciliarse con
el obre muchacho, como la garza de la fábula con su limaco
nocturno.
—Sí, muy cobarde —murmuró D'Artagnan—; pero ella, ¡qué
hermosa!
—¿Quién ella? —preguntó el hostelero.
—Milady —balbuceó D'Artagnan.
Y se desvaneció por segunda vez.
—Es igual —dijo el hostelero—, pierdo dos, pero me queda éste,
al que estoy seguro de conservar por lo menos algunos días. Siempre
son once escudos de ganancia.
Ya se sabe que once escudos constituían precisamente la suma que
quedaba en la bolsa de D'Artagnan.
El hostelero había contado con once días de enfermedad, a escudo
por día; pero había contado con ello sin su viajero. Al día
siguiente, a las cinco de la mañana, D'Artagnan se levantó, bajó él
mismo a la cocina, pidió, además de otros ingredientes cuya lista
no ha llegado hasta nosotros, vino, aceite, romero, y, con la
receta de su madre en la mano, se preparó un bálsamo con el que
ungió sus numerosas heridas, renovando él mismo sus vendas y no
queriendo admitir la ayuda de ningún médico. Gracias sin duda a la
eficacia del bálsamo de Bohemia, y quizá también gracias a la
ausencia de todo doctor, D'Artagnan se encontró de pie aquella
misma noche, y casi curado al día siguiente.
Pero en el momento de pagar aquel romero, aquel aceite y aquel
vino, único gasto del amo que había guardado dieta absoluta
mientras que, por el contrario, el caballo amarillo, al decir del
hostelero al menos, había comido tres veces más de lo que
razonablemente se hubiera podido suponer por su talla, D'Artagnan
no encontró en su bolso más que su pequeña bolsa de terciopelo
raído así como los once escudos que contenía; en cuanto a la carta
dirigida al señor de Tréville, había desaparecido.
El joven comenzó por buscar aquella carta con gran impaciencia,
volviendo y revolviendo veinte veces sus bolsos y bolsillos,
buscando y rebuscando en su talego, abriendo y cerrando su bolso;
pero cuando se hubo convencido de que la carta era inencontrable,
entró en un tercer acceso de rabia que a punto estuvo de provocarle
un nuevo consumo de vino y de aceite aromatizados; porque, al ver a
aquel joven de mala cabeza acalorarse y amenazar con romper todo en
el establecimiento si no encontraban su carta, el hostelero había
cogido ya un chuzo, su mujer un mango de escoba, y sus criados los
mismos bastones que habían servido la víspera.
—¡Mi carta de recomendación! —gritaba D'Artagnan—. ¡Mi carta de
recomendación, por todos los diablos, u os ensarto a todos como a
hortelanos!
Desgraciadamente, una circunstancia se oponía a que el joven
cumpliera su amenaza; y es que, como ya lo hemos dicho, su espada
se había roto en dos trozos durante la primera refriega, cosa que
él había olvidado por completo. Y de ello resultó que cuando
D'Artagnan quiso desenvainar, se encontró armado pura y simplemente
con un trozo de espada de ocho o diez pulgadas más o menos, que el
hostelero había encasquetado cuidadosamente en la vaina. En cuanto
al resto de la hoja, el chef la había ocultado hábilmente para
hacerse una aguja mechera.
Sin embargo, esta decepción no hubiera detenido probablemente a
nuestro fogoso joven, si el huésped no hubiera pensado que la
reclamación que le dirigía su viajero era perfectamente justa.
—Pero, en realidad —dijo bajando su chuzo—, ¿dónde está esa
carta?
—Sí, ¿dónde está esa carta? —gritó D'Artagnan—. Os prevengo ante
todo que esa carta es para el señor de Tréville, y que es preciso
que aparezca; porque si no aparece él sabrá de sobra hacerla
aparecer.
Esta amenaza acabó por intimidar al hostelero. Después del rey y
del señor cardenal, el señor de Tréville era el hombre cuyo nombre
era quizá el repetido con más frecuencia por los militares a
incluso por los burgueses. También estaba el padre Joseph cierto;
pero su nombre a él nunca le era pronunciado sino en voz baja, ¡tan
grande era el terror que inspiraba la eminencia gris, como se
llamaba al familiar del cardenal!
Por eso, arrojando su chuzo lejos de sí, y ordenando a su mujer
hacer otro tanto con su mango de escoba y a sus servidores con sus
bastones, fue el primero que dio ejemplo en buscar la carta
perdida.
—¿Es que esa carta encerraba algo precioso? —preguntó el
hostelero al cabo de un instante de investigaciones inútiles.
—¡Diablos! ¡Ya lo creo! —exclamó el gascón, que contaba con
aquella carta para hacer su carrera en la corte—. Contenía mi
fortuna.
—¿Bonos contra el Tesoro? —preguntó el hostelero inquieto.
—Bonos contra la tesorería particular de Su Majestad —respondió
D'Artagnan que, contando con entrar en el servicio del rey gracias
a esta recomendación, creía poder dar aquella respuesta algo
aventurada sin mentir.
—¡Diablos! —dijo el hostelero completamente desesperado.
—Pero no importa —continuó D'Artagnan con el aplomo nacional—,
no importa; el dinero no es nada, pero esa carta sí lo era todo.
Hubiera preferido perder antes mil pistolas que perderla.
Nada arriesgaba diciendo veinte mil, pero cierto pudor juvenil
lo contuvo.
Un rayo de luz alcanzó de pronto la mente del hostelero, que se
daba a todos los diablos al no encontrar nada.
—Esa carta no se ha perdido —exclamó.
—¡Ah! —dijo D'Artagnan.
—No; os la han robado.
—¿Robado? ¿Y quién?
—El gentilhombre de ayer. Bajó a la cocina, donde estaba vuestro
jubón. Se quedó allí solo. Apostaría que ha sido él quien la ha
robado.
—¿Lo creéis? —respondió D'Artagnan poco convencido, porque sabía
mejor que nadie la importancia completamente personal de aquella
carta, y no veía en ella nada que pudiera provocar la codicia. El
hecho es que ninguno de los criados, ninguno de los viajeros
presentes hubiera ganado nada poseyendo aquel papel.
—Decís, pues —respondió D'Artagnan—, que sospecháis de ese
impertinente gentilhombre.
—Os digo que estoy seguro —continuó el hostelero—; cuando yo le
anuncié que Vuestra Señoría era el protegido del señor de Tréville,
y que teníais incluso una carta para ese ilustre gentilhombre,
pareció muy inquieto, me preguntó dónde estaba aquella carta, y
bajó inmediatamente a la cocina donde sabía que estaba vuestro
jubón.
—Entonces es mi ladrón —respondió D'Artagnan—; me quejaré al
señor de Tréville, y el señor de Tréville se quejará al rey.— Luego
sacó majestuosamente dos escudos de su bolsillo, se los dio al
hostelero, que lo acompañó, sombrero en mano, hasta la puerta, y
subió a su caballo amarillo, que le condujo sin otro accidente
hasta la puerta Saint Antoine, en París, donde su propietario lo
vendió por tres escudos, lo cual era pagarlo muy bien, dado que
D'Artagnan lo había agotado hasta el exceso durante la última
etapa. Además, el chalán a quien D'Artagnan lo cedió por las nueve
libras susodichas no ocultó al joven que sólo le daba aquella
exorbitante suma debido a la originalidad de su color.
D'Artagnan entró, pues, en París a pie, llevando su pequeño
paquete bajo el brazo, y caminó hasta encontrar una habitación de
alquiler que convino a la exigüidad de sus recursos. Aquella
habitación era una especie de buhardilla, sita en la calle des
Fossoyeurs, cerca del Luxemburgo.
Tan pronto como hubo gastado su último denario, D'Artagnan tomó
posesión de su alojamiento, pasó el resto de la jornada cosiendo su
jubón y sus calzas de pasamanería, que su madre había descosido de
un jubón casi nuevo del señor D'Artagnan padre, y que le había dado
a escondidas; luego fue al paseo de la Ferraille—, para mandar
poner una hoja a su espada; luego volvió al Louvre para informarse
del primer mosquetero que encontró de la ubicación del palacio del
señor de Tréville que estaba situado en la calle del Vieux
Colombier, es decir, precisamente en las cercanías del cuarto
apalabrado por D'Artagnan, circunstancia que le pareció de feliz
augurio para el éxito de su viaje.
Tras ello, contento por la forma en que se había conducido en
Meung sin remordimientos por el pasado, confiando en el presente y
lleno de esperanza en el porvenir, se acostó y se durmió con el
sueño del valiente.
Aquel sueño, todavía totalmente provinciano, le llevó hasta las
nueve de la mañana, hora en que se levantó para dirigirse al
palacio de aquel famoso señor de Tréville, el tercer personaje del
reino según la estimación paterna.