teoría
Traducción de
Nicolás Rosa, El placer del texto
Oscar Terán, Lección inaugural
siglo xxi editores, s. a. de c. v.
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siglo xxi editores, s. a.
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PN45 B3718 2011 | Barthes, Roland El placer del texto ; Lección inaugural de la cátedra de Semiología del Collège de France, pronunciada el 7 de enero de 1977 / por Roland Barthes. — México : Siglo XXI, 2011. 120 p. — (Teoría) Traducción de: Le plaisir du texte Traducción de : Leçon inaugurale de la Chaire de semiologie litteraire du College de France ISBN-13: 978-607-03-0297-8 |
Literatura — Estética. 2. Semiótica I. Barthes, Roland. Lección inaugural de la cátedra de Semiología del Collège de France, pronunciada el 7 de enero de 1977. II. t. III. ser. |
el placer del texto
primera edición en español, 1974
segunda reimpresión, 1980
© siglo xxi editores, s.a. de c.v.
primera edición en francés, 1973
© éditions du seuil, parís
título original: le plaisir du texte
lección inaugural
primera edición en francés, 1978
© éditions du seuil, parís
título original: leçon inaugurale de la chaire de sémiologie littéraire du collège de france
primera edición conjunta, 1982
decimotercera reimpresión, 2009
segunda edición, cambio de formato, 2011
© siglo xxi editores, s.a. de c.v.
isbn 978-607-03-0539-9 (libro electrónico)
diseño de interior: tholön kunst
derechos reservados conforme a la ley
impreso en impresora gráfica hernández
capuchinas 378, col. evolución
57700 estado de méxico
La única pasión de mi vida ha sido el miedo.
HOBBES
El placer del texto: tal es el “simulador”* de Bacon, quien puede decir: nunca excusarse, nunca explicarse. Nunca niega nada: “Desviaré mi mirada, ésta será en adelante mi única negación”.
Ficción de un individuo (algún M. Teste al revés) que aboliría en sí mismo las barreras, las clases, las exclusiones, no por sincretismo sino por simple desembarazo de ese viejo espectro: la contradicción lógica; que mezclaría todos los lenguajes aunque fuesen considerados incompatibles; que soportaría mudo todas las acusaciones de ilogicismo, de infidelidad; que permanecería impasible delante de la ironía socrática (obligar al otro al supremo oprobio: contradecirse) y el terror legal (¡cuántas pruebas penales fundadas en una psicología de la unidad!). Este hombre sería la abyección de nuestra sociedad: los tribunales, la escuela, el manicomio, la conversación harían de él un extranjero: ¿quién sería capaz de soportar la contradicción sin vergüenza? Sin embargo este contra-héroe existe: es el lector del texto en el momento en que toma su placer. En ese momento el viejo mito bíblico cambia de sentido, la confusión de lenguas deja de ser un castigo, el sujeto accede al goce por la cohabitación de los lenguajes que trabajan conjuntamente el texto de placer en una Babel feliz. (Placer / goce: en realidad, tropiezo, me confundo; terminológicamente esto vacila todavía. De todas maneras habrá siempre un margen de indecisión, la distinción no podrá ser fuente de seguras clasificaciones, el paradigma se deslizará, el sentido será precario, revocable, reversible, el discurso será incompleto.)
Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas en el placer (este placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer me asegura a mí, escritor, la existencia del placer de mi lector? De ninguna manera. Es preciso que yo busque a ese lector (que lo “rastree”) sin saber dónde está. Se crea entonces un espacio de goce. No es la “persona” del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas sino que haya juego todavía.
Me presentan un texto, ese texto me aburre, se diría que murmura. El murmullo del texto es nada más que esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura. Aquí no se está en la perversión sino en la demanda. Escribiendo su texto, el escriba toma un lenguaje de bebé glotón: imperativo, automático, sin afecto, una mínima confusión de clics (esos fonemas lácteos que el maravilloso jesuita Van Ginnieken ubicaba entre la escritura y el lenguaje): son los movimientos de una succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje. Usted se dirige a mí para que yo lo lea, pero yo no soy para usted otra cosa que esa misma apelación; frente a sus ojos no soy el sustituto de nada, no tengo ninguna figura (apenas la de la Madre); no soy para usted ni un cuerpo, ni siquiera un objeto (cosa que me importaría muy poco en tanto no hay en mí un alma que reclama su reconocimiento), sino solamente un campo, un fondo de expansión. Finalmente se podría decir que ese texto usted lo ha escrito fuera de todo goce y en conclusión ese texto-murmullo es un texto frígido, como lo es toda demanda antes de que se forme en ella el deseo, la neurosis.
La neurosis es un mal menor: no en relación con la “salud” sino en relación con ese “imposible” del que hablaba Bataille (“La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible”, etc.); pero ese mal menor es el único que permite escribir (y leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille —o de otros— que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de la locura, tienen en ellos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario para seducir a sus lectores: estos textos terribles son, después de todo, textos coquetos.
Todo escritor dirá entonces: loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico.
El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma).